El 22 y el 23 de abril se cumple el cuatrocientos aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes y de William Shakespeare, que fallecieron con un día de diferencia.1
Andan los periódicos encendidos, como siempre contra el Gobierno, por la falta de actos conmemorativos del evento. Lo comparan con la magnífica programación británica. Aquí la Real Academia de la Lengua, el Instituto Cervantes y el Ministerio de Cultura andan, como es costumbre patria, a la greña. No es de extrañar.

En primer lugar, la Cultura, en nuestro país, no existe. Día a día, radios, periódicos y televisión, políticos, artistas, deportistas y cocineros-filósofos, se ocupan de educar la sensibilidad patria para la grosería, la falta de respeto, el feísmo, el rechazo de cuanto no sea burdamente material y la conversión de lo anteriormente llamado contra cultura (o mejor falta de cultura) en habitual, ejemplar y cotidiano. Ese mensaje, gota a gota, va calando en nuestras gentes, hasta convertirlas en infelices, estúpidas e ignorantes paganas, incapaces de discernir el bien del mal y lo estético de lo antiestético; mucho menos, de criticarlo o satirizarlo, por miedo a no parecer políticamente correcto o suficientemente progresista, aunque ese término ya no significa, como la cultura oficial o de oficio; absolutamente nada.
Por otra parte, en Shakespeare la totalidad de su obra es universal. Habla de las pasiones comunes a los seres humanos. De la misma se sienten tremendamente orgullosos los británicos. La representan constantemente. Gracias a mantenerla viva, obtienen evidentes beneficios en cuanto al reconocimiento de su idiosincrasia, y al incremento de los viajes
turístico-culturales y de los rendimientos económicos de los mismos.
Cervantes, por el contrario, tiene una sola obra universal: El Quijote. El libro no es un paradigma psicológico o de comportamiento internacional, como lo son las comedias del inglés o las tragedias griegas, sino una representación hispana, aunque luego acogida con entusiasmo y asumida por los británicos a través de la obra de Laurence Sterne y, en cierta manera, la de Jonathan Swift y el resto de los europeos. De forma muy singular por los alemanes, con la obra de Rudolf Erich Raspe, sobre el Barón de Münchhausen.
Si bien la obra literaria permanece fresca y viva, el mito literario, desde mi punto de vista, no está en absoluto vigente; no representa, en lo más mínimo, la realidad española actual. Encontrar, hoy en día, a un español guardián de su honor, fiel a su obligación – aunque sea peregrina – dispuesto a mejorar el mundo, aún sobre su propia comodidad y, encima, inteligente y culto, aún en sus momentos de extravío, es tarea que se me antoja tan ardua como los doce trabajos de Hércules. Hallar a un Sancho Panza, corto de talla y, en ocasiones de entendederas, pero apegado a la realidad, fiel a su señor y a su oficio, listo en su necedad ante los desvaríos del hidalgo e inteligente cuando le burlan, además de cariñoso para con los suyos y comprensivo con los desheredados, es pieza también escasa o inexistente en el panorama nacional, en el que, según Arturo Pérez Reverte, parafraseando a Estrabón, una ardilla podría recorrer España, no de árbol en árbol, sino de tonto en tonto. No es mi deseo, claro está, el insultar a los españoles actuales, entre los que me encuentro, pero mucho menos a Sancho Panza.
Desde otro plano del prisma, la vida de Shakespeare, aunque poco conocida en sus detalles, nos aparece exitosa, regalada y cómoda. La de Don Miguel, conocida casi en los aspectos más íntimos, fue desgraciada desde principio al fin, con breves intermedios de sosiego. Por eso a algunos nos causan tanta ira los intentos de encontrar sus huesos venerables en el madrileño convento de las Trinitarias Descalzas de San Ildefonso, en un torpe intento mercantilista para convertirlo en el sucedáneo del Stratford-upon-Avon o el teatro The Globe, de Londres, lugares de peregrinación – y de beneficios turísticos – de los aficionados al bardo británico. Los en vida maltratados huesos de Don Miguel, deben ser dejados en paz y se ha de celebrar su obra, como ha hecho, durante años, el Teatro Nacional, como hicimos multitud de autores durante la celebración del cuatrocientos aniversario de la publicación del Quijote, como acaba de hacer la Real Academia Nacional de Medicina, dedicando una sesión a su recuerdo y al de los contenidos sanitarios de su obra y, como modestamente, trata uno de hacer aquí. Si las autoridades se desentienden, allá ellos. De una vez deberíamos saber la importancia de la sociedad civil y de las publicaciones literarias y científicas, como éste Panorama Actual del Medicamento en dónde, ilusionado, retomo mis colaboraciones.
Una vida de azares y penas
Don Miguel de Cervantes era hijo de un cirujano, probablemente romancista. Se sabe perfectamente que un cirujano del siglo XVI era un simple artesano. Los romancistas (que no sabían leer latín) carecían de cualquier formación reglada y lo mismo rapaban unas barbas o cortaban el pelo, que aplicaban ventosas o realizaban las sangrías recomendadas por los galenos. Su padre era de los peripatéticos o peregrinos, al estilo de Paracelso, por lo que pasaba grandes periodos alejado de los suyos. Su abuela fue hija de un médico cordobés, posiblemente judío o moro, lo cual le supuso un hándicap añadido en su carrera, dado el momento histórico en que le tocó vivir. Nació el 9 de octubre de 1547, en Alcalá de Henares. Ese año el Emperador Carlos venció en Mülhberg a los príncipes protestantes alemanes, alejándose la posibilidad de establecer un diálogo entre dos maneras, la romana y la protestante, de entender una misma religión. Ese año, también, se publicó el primer Índice de libros prohibidos y, en el Cabildo de Toledo, se votó la adopción de la limpieza de sangre para el ejercicio de cualquier oficio importante, tanto estatal como eclesiástico; con lo cual quedaban fuera de ellos quienes fueran “moros, judíos, marranos, herejes o condenados por la Inquisición”; en sí mismos o en sus ascendientes. Dada su filiación familiar, no iba a ser plato de gusto para Don Miguel, siempre a vueltas con ese impedimento. A causa del oficio paterno, la familia anduvo entre Madrid y Sevilla. No cursó sino estudios primarios. No se matriculó en ninguna universidad. Por ello, durante el siglo XVIII, le bautizaron con el apodo de “ingenio lego”. Desde muy joven se interesó en las letras y se metió en complicaciones. En 1569 tuvo un duelo con Antonio de Sigura, maestro real de obras. Desde Madrid hubo de huir a Sevilla camino de Roma. Así se evitó diez años de destierro y que le cortaran la mano derecha, con lo cual pudo seguir escribiendo, aunque luego se le estropeara la izquierda. En la ciudad papal se acogió a la sombra protectora de su lejano pariente, el Cardenal Gaspar de Cervantes Acquaviva. Decidido a la carrera de las armas – de cuya pertenencia orgullosa jamás abdicó – se alistó en la compañía de Diego de Urbina (1571), en donde militaba su hermano. Embarcado en la galera Marquesa, participó en la batalla de Lepanto. Ubicado en el esquife de popa, recibió dos arcabuzazos en el pecho y un tercero, a consecuencia del cual se quedó sin movilidad en la mano izquierda. De ahí su honroso mote de manco de Lepanto.
Mientras curaba sus heridas en Mesina, vería con desencanto como la Santa Liga, lejos de explotar el éxito de la victoria naval, comenzó una política de dilaciones, finalizada con la paz separada de Venecia (1573) con el Turco. Más aún lamentaría la falta de empuje de la cristiandad cuando, dos años después, de regreso a la patria junto a su hermano en la galera El Sol, fue capturado por los piratas berberiscos, al mando de Armaut Mamí, no lejos de Cadaqués, llevándoselo prisionero a Argel. Su cautiverio lo refleja en varias de sus obras y, desde luego, en El Quijote. Permaneció prisionero cinco años y protagonizó cuatro intentos de huida, sin conseguirlo ni ser castigado por ello. Ese aparente buen trato, pese a su indómita actitud rebelde, hizo que varios de sus enemigos lo acusaran de sodomía, si bien resulta muchísimo más convincente justificar la piedad de los captores en el deseo de obtener el rescate, pagado en 1580, por los padres Trinitarios. De ahí la malísima opinión de Don Miguel sobre los moriscos y su postura a favor de la guerra de las Alpujarras (1571) y de su definitiva expulsión durante el reinado de Felipe III.
A su regreso sólo consigue una breve misión en Orán (1581) y el regalo de una hija natural, Isabel, fruto de sus amores con Ana Franca de Rojas, esposa de un tabernero.
En 1584 contrae nupcias con Catalina Salazar, heredera de un hidalgo de Esquivias (Toledo), en donde, probablemente, encontraría inspiración para el caballero manchego Alonso Quijada o Quexada, cuya vida relató minuciosamente el arábigo Cide Hamete Benengeli en un manuscrito, hallado casualmente por Don Miguel, quien se ocupó de darlo a traducir, embellecerlo y completarlo. O si se prefiere, en un lenguaje menos literario; en Esquivias, Cervantes, posiblemente no encontró el amor, tampoco la fortuna, pero tropezó con la inspiración para los personajes y el ambiente íntimo de su novela: Cide Hamete Benengeli; Alonso Quijano; el ama; la sobrina; Sancho Panza; el cura; el barbero; el bachiller… y La Mancha, un paisaje conocido desde chiquito merced a sus repetidos viajes entre Madrid o más tarde Esquivias y Andalucía, si bien la redacción se produjo en una cárcel, en un lugar donde toda incomodidad tiene su asiento.
En 1587 aprovecha otra iniciativa guerrera del llamado Rey Prudente para ocupar el puesto de comisario encargado del suministro de aceite a la flota. Es muy mal recibido en Andalucía por canónigos, hacendado y prebendados, dada su condición de cobrador de impuestos. Al año siguiente se produce el desastre de la Gran Armada, uno de los puntos de inflexión de la influencia española en el mundo. A partir del mismo el puesto preponderante de la flota española fue ocupado, paulatinamente, por la inglesa.
Don Miguel, siempre apurado de dinero, siempre urgido por necesidades materiales, en 1590 solicitó un puesto en el Nuevo Mundo al Presidente del Consejo de Indias. De nuevo su linaje le jugó una mala pasada. Le contestó el doctor Núñez Morquecho con desabridas palabras anotadas al margen de la instancia: Busque por acá que se le haga merced.
El relator del Consejo es un personaje injustamente desconocido y minusvalorado. A él, posiblemente, se le debe buena parte de la existencia del Quijote. Si Cervantes hubiera sido licenciado o Doctor, si no hubiese tenido problemas con la obtención de la limpieza de sangre, si le hubieran arreglado la vida lejos de su familia y de su lugar de nación, acaso su carrera literaria no existiría o hubiera sido muy diferente. Tal vez en lugar de La Mancha, el escenario de la novela hubiera sido el Nuevo Reino de Granada (Colombia) o Guatemala o Bolivia, donde pidió trabajo. Acaso, como Mateo Alemán, al pasar a Indias hubiéramos perdido su pista y jamás se hubiese ocupado de la literatura. Escribir en España es llorar, en palabras de Larra, pero en cuanto a uno se le pasan las ganas de quejarse y vive una vida más o menos regalada, muy comúnmente deja de garabatear papeles. No sólo le negaron la prebenda indiana. Hubo de enfrentarse a dos excomuniones dictadas por el Vicario General de Sevilla, instigadas por canónigos reacios al pago de impuestos, y a dos encarcelamientos. Uno en Castro del Río (1592) y otro en Sevilla (1594) a consecuencia de asuntos burocráticos derivados de su engorroso oficio. En su segundo encarcelamiento, posiblemente, empezó a redactar el Quijote.

Tras la muerte de Felipe II (1598), celebrada con indiferencia por el poeta (y luego incontinente/ caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada,), en 1600 se reencuentra con su esposa en Toledo. Había permanecido a su lado menos de tres años y llevaba ausente unos trece. La causa de su regreso puede entreverse en unas palabras de Mateo Alemán en la Primera parte de Guzmán de Alfarache: “líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y del hambre que sube de Andalucía”. En 1604 se estableció en Valladolid, la nueva Corte de Felipe III.
En ese ambiente, con un hombre formado en las ansias de gloria imperiales, soldado, cautivo, cobrador de impuestos, implorante de mercedes, pendenciero, jugador, amante del teatro, de la poesía y de las letras, poeta, formado en la vida, en la lectura de novelas de caballería y en cuanto papel cayera en sus manos, fuera prosaico, poético o teatral, aunque apartado de cualquier conocimiento erudito, quebrantado en sus aspiraciones personales y en las de toda la nación, en diciembre de 1604 sale de las prensas El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Vivía Cervantes con cinco mujeres: su esposa, dos hermanas, su hija bastarda y una criada. La hermana mayor, soltera, tenía a su vez una hija y una tía suya también era madre, aunque carecía de marido. A sus parientas, las llamaban: “Las Cervantas”, con una mezcla de envidia, desprecio y crueldad arrabalera: no gozaban de buena reputación. A finales de 1605, a las puertas de su casa vallisoletana, murió Gaspar de Ezpeleta en un duelo. El escritor le socorrió en su domicilio y fue detenido como resultado de los cotilleos de una vecina. Rápidamente quedó en libertad, pero los cuchicheos no cesaron. En esta ocasión lo acusaban de cornudo, no por su esposa, sino por la tolerancia hacia la forma de vida del resto de las mujeres de la familia; también volvieron a mencionar la inmerecida fama de bujarrón, arrastrada desde Argel.
En 1608 vuelve a Madrid con todos los suyos. Dos años más tarde su protector, el Conde de Lemos, recibe el nombramiento de Virrey de Nápoles. Pese a su ya avanzada edad, Cervantes concibe la esperanza de una vejez tranquila y solicita algún puesto en su corte literaria. Tal vez para conseguirlo emprende viaje a Barcelona. Los poetas de cámara del noble, Lupercio Leonardo de Argensola y su hermano Bartolomé, no ven adecuada la petición y, una vez más, se la deniegan. Al ventear la muerte, en 1609 se afilió a la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento. En 1613 se convirtió en novicio de la Orden Tercera de San Francisco, a la que pertenecían su esposa y hermanas. El 2 de abril pronunció sus votos definitivos. El 20 de abril de 1616 escribe la dedicatoria del Persiles al Conde de Lemos: Aquellas coplas antiguas, que fueron en/su tiempo celebradas, que comienzan:/ Puesto ya el pie en el estribo,/ quisiera ya no vieran tan a pelo/en esta mi epístola, porque casi con/las mismas palabras puedo/comenzar diciendo: puesto ya el pie/en el estribo, con las ansias de la/muerte, Gran Señor, ésta te escribo,/Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy/escribo ésta. El tiempo es breve, las/ansías crecen, las esperanzas menguan,/ y con todo esto, llevo la vida sobre el/ deseo que tengo de vivir
Dos días después fallece, casi al mismo tiempo que William Shakespeare. Sus despojos humanos son enterrados donde ahora se buscan, en el convento de las Trinitarias sito en la calle dedicada en la capital a Lope de Vega, su íntimo enemigo. Cuatro siglos después, su espíritu y Don Quijote siguen vivos.
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Como vimos, salió a la luz, por primera vez, en 1604. El libro es un divertimento del autor, un texto considerado por él mismo menor, escrito al desgaire, en donde junto a escenas maravillosas plenas de acción y diversión, añade novelas, como El curioso impertinente, que no se sabe muy bien lo que hacen allí, a no ser el llenar espacio o la falta de otro lugar en donde publicarlas. Tiene despistes enormes, como cuando Ginés de Pasamonte le roba el rucio a Sancho Panza y líneas después aparece de nuevo el escudero llevando a la bestia del ronzal, que hubo de solucionar – como Dios le dio a entender – con explicaciones añadidas en las siguientes impresiones. Además, las erratas de la primera edición hacían dificultosísima la lectura. A pesar de eso, o por eso mismo, la novela es genial. Cuando un escritor de su talla se relaja y se divierte, obtiene un producto imperfecto, desdeñado por la crítica de su tiempo, adorado por el público y absolutamente inmortal. En el Quijote están presentes la práctica totalidad de las estructuras de la novela moderna. En primer lugar es un libro intertextual. La idea primitiva es hacer una parodia de los libros de caballería, perfectamente conocidos por el autor y famosísimos en su tiempo. Para ello los imita y los destroza, criticándolos o salvándolos cuando el ama y sus amigos se dedican a quemar sus libros, por lo tanto es un libro sobre literatura, en donde la crítica literaria se introduce en el texto. No sólo eso, aparte de parodiar las novelas caballerescas, acude a la argucia, tantas veces imitada, de que no es original sino la traducción de un texto árabe de un autor desconocido, el mencionado Cide Hamete Benengeli, de la que él es, ni siquiera traductor, tan sólo copista. En un capítulo se atreve a cortar la acción dejando a un personaje en movimiento, sin saber lo que pasa a continuación y todo, claro está, en clave absolutamente cómica, porque, por encima de todo, el Quijote es un libro redactado para solaz, disfrute y entretenimiento del personal común, no de una minoría selecta. En la segunda parte, mucho más acabada que la primera y, por tanto, menos divertida y espontánea, cierra el círculo de la perfección del relato y añade elementos propios de la literatura absolutamente contemporánea. Los protagonistas literarios entran en discusión consigo mismos, al enterarse de sus éxitos y de las malandanzas de los del Quijote apócrifo de Avellaneda. El autor, a su vez, participa del entramado argumental, con lo cual convierte la novela en un juego de espejos en donde se rompe la unidad de tiempo y espacio y no sólo eso, se confunde lo real con lo inventado, aun siendo fábula en su totalidad. Lo fabuloso pasa a ser real y pese a éste maravilloso entramado estructural, el libro sigue siendo, prioritariamente, un juguete cómico.
No deberíamos nunca olvidar que el mayor logro de la literatura hispana es una obra cómica, aunque ahora hablemos de ella con seriedad perruna en las academias (uno intenta evitarlo).
La crítica, entre otros de Lope de Vega, el escritor de éxito del momento, fue despiadada, al considerar la obra facilona, humorística ¡oh gran pecado! Y sin categoría, es decir dirigida a la inmensa mayoría de los mortales; otro pecado imperdonable. Sin embargo el éxito de público fue inmediato. Se reeditó y sus personajes pasaron a ser patrimonio de las fiestas populares. Las gentes gozaban con la crítica a los libros de caballerías, con las bromas religiosas, con respecto a los hidalgos y con el suave aroma erasmista de sus páginas: se reían a mandíbula batiente. Pese al éxito y lo que el mismo supuso para sus depauperadas arcas, Don Miguel no estaba contento. Como a Lope, el libro le parecía una simple distracción. Aspiraba a perdurar en las letras con algo más sólido, más profundo, más académico, como El Persiles, cuyas páginas no han resistido el paso del tiempo, mientras el Quijote ha abierto un torrente de escritos a lo largo de los siglos que puede llegar a ahogarnos. Don Miguel, si lo ve, estará satisfecho y perplejo.


En 1614 se publica una segunda parte apócrifa del Quijote, la firmada con el seudónimo de Alfonso F. de Avellaneda. Durante el Siglo de Oro la práctica era corriente. El Guzmán de Alfarache tuvo una continuación, antes de que Mateo Alemán publicara la suya. Del Lazarillo se hicieron dos ediciones distintas. Salas Barbadillo escribió La Hija de la Celestina; Lope de Vega se inspiró para su Arcadia, en la de Giacomo Sannazaro y Shakespeare saqueó a la inmensa mayoría de sus contemporáneos para conseguir sus magistrales obras teatrales. Nadie se molestaba demasiado. Los personajes y los argumentos se consideraban propiedad de la poesía, habitantes de la República de las Letras; cualquier autor podía apoderarse de ellos y poner a prueba su ingenio. Siempre se efectuaba desde el respeto y la admiración literaria. El Quijote de Avellaneda no sigue esa pauta. En él se zahieren los defectos literarios y personales de Cervantes; además de tratarse con absoluta zafiedad a los protagonistas haciéndolos acabar de mala manera. Tanto le molestó que le contestó, en 1615, cuando publicó su segunda parte del Quijote. Esa continuación se la dedicó al mismo Conde de Lemos, quien tan sistemáticamente le maltrató, acaso porque “sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros”.
En la actualidad tenemos dos maravillosos instrumentos para acercarnos al texto. El definitivo, desde el punto de vista erudito, de Francisco Rico, publicado por Galaxia Gutemberg en 2004, al cual no creo se le pueda añadir ningún artefacto metodológico más, que hace sencillísima y acaso innecesaria cualquier búsqueda relacionada con el libro y la excelente “traducción” de Andrés Trapiello (Destino, 2015) quien, tras décadas de estudios cervantinos, ha publicado un libro fácilmente legible, en la actualidad, de corrido, sin necesidad de recurrir a las notas a pie de página o a los diccionarios. El mismo autor ha continuado la tradición literaria mencionada y ha seguido con la obra una vez muerto el protagonista. En Al morir Don Quijote (Destino, 2004) mediante una prosa absolutamente cervantina, con un conocimiento de la obra y un amor a los personajes entrañable, nos cuenta exquisitamente sus peripecias tras el fallecimiento del protagonista y, en El final de Sancho Panza y otras suertes (Destino, 2014) lleva a los protagonistas a América, lo que no le fue dado hacer a Cervantes y anuda, con absoluto respeto y conocimiento profundo de los personajes y el autor, la historia contada por el mismo Cervantes. Los dos libros son un cántico de amor a la literatura, a la idea renacentista y barroca de que las historias son de la República literaria, y a la obra cervantina, digna del mayor de los encomios, si bien en los estamentos oficiales, como es habitual, han pasado más o menos desapercibidas. No así entre los lectores.

También Arturo Pérez Reverte ha publicado, junto a la Real Academia de la Lengua en 2014, una edición “escolar” de Don Quijote. Aunque el intento es loable, no soy partidario de ese tipo de publicaciones, en donde se mutila, aunque se haga con exquisito cuidado, el texto original. Don Quijote no es un libro para niños y si se quiere leérselo, se pueden elegir determinados pasajes. Ese tipo de ediciones contribuyen a hacer creer al público que la lectura es un acto sagrado, en donde no puede uno saltarse nada. No es así. Cada lector lee lo que quiere, cuando quiere y como le da la gana y así debe enseñárseles desde la más tierna infancia. Un libro no es una caja tonta en donde uno ha de tragarse lo emitido. Un libro puede empezarse por el principio, por el final, por en medio. Leerlo de través, o cerrarlo en las dos primeras páginas y retomarlo años más tarde. El libro, como la literatura, es una opción para la libertad individual y el coartarla, considerando a los niños o a los adultos menores de edad, no me parece adecuado, a no ser que se haga por voluntad del autor y a iniciativa propia; jamás con un texto de otra persona.
Don Quijote y la Farmacia
La riada de bibliografía sobre El Quijote es abrumadora. Se han tratado todos los temas: desde la filología hasta la gastronomía. Han escrito sobre él los principales intelectuales de todas las culturas, en España, desde Manuel Azaña a Miguel de Unamuno; es más, fueron los intelectuales ingleses quienes le sacaron, durante el siglo XVIII, de un cierto olvido en nuestro país.
La terapéutica fue analizada en un libro dirigido por José Manuel Sánchez Ron: La ciencia y el Quijote, (Crítica 2005) y en otros dos en los que intervine. Uno dirigido por mí, titulado: Desde la Memoria: Historia, Medicina y Ciencia en tiempos del Quijote, (Fundación de Ciencias de la Salud, Residencia de Estudiantes, 2006,) y otro llamado La fuerza de Fierabrás. Medicina, ciencia y terapéutica en tiempos del Quijote, (Just in Time S. L., 2005.) De éste último me siento peculiarmente satisfecho, tanto por el contenido como por las ilustraciones y la magnífica edición. Es poco conocido pues se hizo como libro no venal para un laboratorio farmacéutico y, lamentablemente, su recorrido público fue restringido.
Como puede suponer cualquier lector avezado, la terapéutica tiene un papel importante en la obra cervantina. Don Quijote es lanzado a las alturas por los molinos; apaleado en numerosas ocasiones, apedreado, maltratado de todas las maneras que producen ternura y risa. En el texto menciona la Materia Medicinal de Pedacio Dioscórides Anazarbeo, en su traducción de Andrés Laguna. Libro imprescindible en su época y que conserva actualidad a través de la adaptación de Font Quer. Frente a quienes aseguran que el arsenal terapéutico mencionado lo sacó de allí, creo haber demostrado lo contrario. Don Miguel conocía el libro, si bien o no lo leyó o lo hizo con extraordinario descuido pues en numerosas ocasiones (el laurel, el castóreo…) mantiene exactamente lo contrario que Andrés Laguna quien, por cierto, es otro de los grandes escritores españoles y usaba también la ironía, el sarcasmo y la risa en sus anotaciones; si bien apenas es leído por tratarse de un texto científico.

Lo más conocido y popular de la terapéutica quijotesca es el bálsamo de Fierabrás. Lo menciona, por primera vez, tras el episodio del vizcaíno (Tomo I, cap. 10) donde le deja sangrando de una oreja. Explica al bueno de Sancho, que si en una batalla fuera cortado por la mitad, no tendría sino que poner la parte inferior sobre Rocinante, colocar con cuidado la superior encima y darle el maravilloso bálsamo, con lo cual quedaría recuperado y presto para nuevas aventuras. No sólo eso, también era barato, pues con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres. Vuelve a tener tentación de usarlo tras haber sido apaleados por los yangüeses (Tomo I, cap. 15) y se desvela por entero en uno de los capítulos más desternillantes del libro, durante las aventuras de la venta, después de creer haber sido golpeado por un supuesto gigante (Tomo I, cap. 17).
Lo preparó con un poco de romero, aceite, sal y vino, cociéndolos durante un buen rato y poniéndolos en una alcuza sobre la que dijo varios paternóster y avemarías, salves y credos, acompañados de varias bendiciones en forma de cruz. Tras ello bebió el caballero quien, al creer haber dado con la fórmula, se sintió muy aliviado. Después de él, Sancho; al que le dieron ansias y vascas, con tantos trasudores y desmayos, que él pensó y bien verdaderamente que era llegada su última hora; y viéndose tan afligido y acongojado, maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado.
Viéndole así Don Quijote, le dijo:

-Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero; porque tengo para mí que este licor no debe aprovechar a los que no lo son.
-Si esto sabía vuestra merced –replicó Sancho-, ¡mal haya yo y toda mi parentela! ¿Para qué consintió que lo gustase?
En esto hizo su operación el brebaje y comenzó el pobre escudero a desaguarse por entrambas canales…
Tenía algún viso de realidad el bálsamo. Fier-à-bras, el orgulloso de sus brazos o el de los potentes brazos, es el protagonista de la Chanson de Fier-à-bras, un manuscrito de muchísimo éxito durante la Edad Media, ampliamente divulgado a lo largo y ancho de Europa, recogido y traducido al español por el desconocido Nicolás de Piamonte en la Historia del Emperador Carlo Magno y los doce pares de Francia (Sevilla, 1525) en donde lo leería Don Miguel. El de los brazos poderosos, pasa a convertirse en Fierabrás o, en palabras de Sancho, el feo Blas. ¿De quién se trata? Según la leyenda, fechada hacia 1170, era hijo del almirante sarraceno Balán. Al frente de sus tropas conquistó Jerusalén. Allí se topó, ni más ni menos, con dos barriles repletos del bálsamo utilizado en la unción del cuerpo mortal del Salvador. Era por tanto una reliquia, y de las más potentes, pues procedía del propio Jesucristo. Fierabrás se convirtió al cristianismo, junto a su hermana. No así su padre que sería ajusticiado. Desde entonces, ese gigante cabalgaba, en los libros de caballería, con los dos barriles atados a su cabalgadura mediante gruesas cadenas. Antes de su conversión se encontró, en la puente de Mantible, con el caballero cristiano Oliveros quien, pese a tener una complexión gigantesca, andaba herido. El sarraceno, al verle sangrar, le ofreció algo de su medicina. No aceptó el cristiano pues, según las normas de la caballería, debía ganarla por la fuerza. Sin más preámbulos, arremetieron el uno contra el otro. El cristiano consiguió arrebatarle los barriles. Cortó las cadenas de un mandoble, probó el bálsamo y se curó. Convencido de que suponían una ventaja ante el adversario, los arrojó al río y se perdieron para siempre. Para no hacer caer al lector de sus hazañas en la melancolía, ante la pérdida de tan fundamental remedio, dejó consignada la maniobra imprescindible para rescatarlo. Consiste en localizar el puente, el río y esperar al día de San Juan Evangelista. Durante toda la jornada los miríficos barriles flotan sobre las aguas. Al ponerse el sol vuelven a desaparecer. El problema es el carácter legendario del relato. En los libros de caballería, la geografía es absolutamente errática. Podemos encontrarnos con que alguien, en cierto caso la Sagrada Familia, se interna en una floresta en Palestina y sale de ella a los pies mismos de la plaza del Obradoiro, en Santiago de Compostela: cosas de las canciones de gesta…
En definitiva, Don Miguel, además de reírse de los remedios de la época, soslayadamente ironiza sobre las reliquias y lo hace en una España en donde Felipe II había mandado una comisión a rescatarlas de la Alemania luterana, las coleccionaba en El Escorial y había mandado a su esposa a visitar la de San Eugenio para aumentar su fertilidad. Por cuestiones como ésta, de haberse dado cuenta la autoridad eclesiástica, podría haber tenido serios problemas y por eso, y otros detalles en los que ahora no puedo entrar, se habla del sutil perfume erasmista del libro.
La propaganda

Don Quijote y Sancho se convirtieron en un icono español. Pocos hogares hay en donde no haya habido –ahora está casi olvidado- algún objeto con su representación. Pueden ver jarras, platos de porcelana, estatuas, esculturas de diversos tamaños… y desde luego objetos publicitarios. Uno no es coleccionista de este tipo de objetos. Sin embargo, sin tener más que levantar la vista en mi despacho, veo una carísima porcelana -de buen tamaño- que representa a Don Quijote por los aires arrebatado por el aspa de un molino. Me la regaló un amigo, no sé con qué intención. En la librería de la izquierda tengo un par de figuritas de plomo, como los soldaditos y, colgada del techo, una preciosa marioneta de madera del caballero de la triste figura convertido, aquí, en un muñeco entrañable.
La propaganda comercial no podía olvidarse de él. También en mi despacho tengo una lata de aceite de oliva, adquirida en el Rastro, marca Sancho, en donde se le representa sobre su rucio con los molinos manchegos al fondo (Figura 6).
¿Se olvidó de él la propaganda farmacéutica? ¡Evidentemente no!
Buscando en la colección de propaganda que, esta vez sí, tiene uno con su esposa, he encontrado una lámina (16 x 24,5 cm) de La passiflorine, un medicamento para el insomnio, elaborado por el laboratorio E. Boizot de Madrid – que al parecer sigue en activo, aunque el fabricante inicial fue adquirido, en 1988, por Chiesi – en donde, en la parte anterior aparece un dibujo con el retrato de Cervantes y Don Quijote y en la posterior unas frases del libro dedicadas al sueño (Figura 3).
Una especialidad francesa, el Vino Aroud (carne-quina), utilizado como vigorizador y fabricada por el laboratorio M. Ferré, Blottière & Cia, en la rue Richelieu de París, también ofreció una tarjeta postal (14 x 9 cm.) (Figura 2) con una estampa de Don Quijote asaltando un molino, de tipo holandés. En donde se ve a Sancho a la espera, tocado de un sombrero a la francesa, en un paisaje verde y repleto de colinas que, acaso, quiera recordar a La Mancha; pese a los errores, se agradece la intención y el que la incluyeran, en español, en una colección de deliciosas postales propagandísticas, hoy en día muy escasas, buscadas y caras.
En el año 1950, en El Mundo, una revista semanal de política exterior y economía, la Sal de Fruta Eno, (Figura 7) se anunciaba mediante unas alusiones a la chusca dieta que el Doctor Recio de Tirteafuera aplicó a Sancho en la ínsula de Barataria.
La joya de nuestra colección, en éste apartado, son las doce láminas (todas de 21 x 29 cm) recogidas por una carpeta de cartulina, que los laboratorios Roger, S. A. de Barcelona ofrecieron a sus clientes, en 1968, de distintas ilustraciones del Quijote, de las que, lamentablemente, nos falta una.
Las presenta, muy brevemente, el gran Juan Perucho, tan amante de todo lo extraordinario, autor de herbarios, bestiarios y lapidarios fantásticos y, probablemente, de los breves textos incluidos en el reverso de las mismas, cubiertas con un papel cebolla transparente, en donde se incluye publicidad de su especialidad Supra Cortex, un hipotensor y antiasténico.
Comienzan con el retrato de Don Miguel de Cervantes (Figura 1) realizado por el pintor madrileño, miembro de la saga de los Madrazo, Luis de Madrazo (1825-1897), quien también aporta una ilustración de Don Quijote lector y una tercera en donde se le ve mandando levantarse a una dama, en el episodio de la burla de los Duques. Otra de las ilustraciones es del pintor neoclásico zaragozano, Bernardino Montañés (1825-1893) quien pinta sobre el episodio en que se encuentran una procesión nocturna de encamisados.
Entre los ilustradores establecidos en el extranjero tenemos a Daniel Urrabieta Vierge (1851-1904) quien, aunque español, se afincó en París, donde ilustró tanto las obras de Víctor Hugo, como clásicos españoles; entre ellos El Quijote y La vida del Buscón de Quevedo. Su lámina describe la vela de las armas de Don Quijote en la venta, antes de ser armado caballero. No podía faltar, claro está, una magnífica ilustración del francés, Gustavo Doré (1832-1883) quien representa el ataque de Don Quijote a los molinos de viento, (ilustración 4) en el mismo instante en que el aspa de uno de ellos le arrebata por los aires. Tampoco podía faltar una litografía del también francés Célestin Nanteuil (1813-1873) quien, como Doré, viajó a España y fue contratado para dibujar una serie de litografías sobre el tema. La que se nos ofrece representa a Sancho trasportando a su señor en el rucio, quebrado luego de una de sus aventuras con mal final.
De Salvador Tusell, un ilustrador catalán situado a caballo entre el siglo XIX y XX, nos ofrecen dos acuarelas basadas en las ilustraciones de Doré, exquisitamente reinterpretadas con una paleta extremadamente colorista. La primera (Figura 5) representa a un delicado Don Quijote, en cama; vendada la cabeza, tapado un ojo y envuelta la mandíbula en otra venda. El otro ojo, trasparente, casi traslúcido, parece observar lo inexplicable de su propia ilusión o desvarío, tremendamente triste; sus delicadísimas manos dan testimonio de su nula valía para la milicia, del prolongado ejercicio lector y de su condición hidalga, alejada de cualquier actividad manual. La otra, más estilizada y melancólica, representa a Don Quijote, cubierto por sus armas, abrumado ante la contemplación del mar en Barcelona, mientras el rucio dormita y Sancho hace lo propio de espaldas a la inmensidad marina que sobrecoge a su patrón.
Más moderno y esquemático es el retrato de Don Quijote y Sancho, de intención naturalista, no basado en pasaje ninguno del libro, efectuada por el cartelista, acuarelista y pintor valenciano, Josep Segrelles (1885-1969).
Por último nos presentan una ilustración del también catalán Ramón Aguilar i Moré (1924-2015) influenciado por los impresionistas, que aquí nos ofrece una imagen de Don Quijote y Sancho, contemplando una población, posiblemente El Toboso, de clara inspiración cubista.
Nos falta la de Salvador Dalí, que no es de lo mejor del pintor. Ahora bien, si alguien la posee y desea cambiarla, tenemos repetidas varias de las citadas.
Luego de esta cuña publicitaria, no me queda sino alabar el buen gusto de algunas de las iniciativas publicitarias farmacéuticas del siglo pasado. Ahora, seguramente, estarían prohibidas, lo cual me parece una tremenda tontería. Ahora bien, la cultura es algo casi proscrito en la actualidad. Los libros son carísimos, el teatro, pese a estar subvencionado, también; el cine tres cuartos de lo mismo. La ley del mecenazgo nunca ve la luz y el Estado tiene demasiados gastos para ocuparse de estos temas; más desde el comienzo de la crisis. Las empresas farmacéuticas, en el pasado, cometieron algunas equivocaciones – más en otras cosas que en publicidad, aunque también – pero realizaron una labor maravillosa o, al menos, curiosa en el ámbito cultural. Hoy en día, esa iniciativa podría, muy bien, ser tomada por un homenaje a Cervantes y a Don Quijote y un método de acercar a los sanitarios a los mejores ilustradores de su obra.



