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Filgotinib (▼Jyseleca®) en artitris reumatoide

Resumen

Filgotinib es un nuevo inmunosupresor activo por vía oral que actúa mediante la inhibición selectiva, reversible y competitiva con el ATP, de las cinasas Janus (JAK), preferentemente sobre las JAK-1/JAK-3, de manera que modula la respuesta inflamatoria e inmunitaria mediada por citocinas o factores de crecimiento. Estrechamente relacionado con otros inhibidores de JAK previamente comercializados en España (tofacitinib, baricitinib y upadacitinib), el medicamento ha sido autorizado para el tratamiento por vía oral –tanto en monoterapia como asociado a metotrexato– de la artritis reumatoide (AR) activa de moderada a grave en pacientes adultos con respuesta inadecuada o intolerancia a uno o más fármacos antirreumáticos modificadores de la enfermedad (FAME).

Su eficacia ha sido adecuadamente contrastada en 3 ensayos clínicos pivotales de fase 3, controlados y doblemente ciegos, que han aleatorizado más de 3.400 pacientes, y en los que ha demostrado una superioridad estadísticamente significativa frente a placebo en pacientes con fracaso a FAME convencionales y/o biológicos, y también mayor que metotrexato (en pacientes naïve para su uso o con respuesta inadecuada a dicho FAME) y adalimumab (en pacientes con fracaso previo a metotrexato). Tanto en segunda como en tercera línea de tratamiento, y tanto en monoterapia como en combinación con FAME convencionales, la dosis de 200 mg/día de filgotinib permitió alcanzar a los 3 meses tasas de respuesta según criterios ACR20 del 66-77% (vs. 31-50% con los comparadores), lo que se traducía en un aumento notable de la proporción de pacientes en remisión clínica según la puntuación de DAS28-PCR (22-34% vs. 8-9%). Con una eficacia de inicio rápido (evidente desde la semana 2) y duradera (mantenida en periodos de 1 año e incluso creciente en tratamientos de hasta 4 años en estudios de extensión), se confirmó el beneficio de su uso en todos los subgrupos de pacientes, que se completó con mejoras en variables secundarias como la progresión radiológica de la enfermedad, la función física de los pacientes o la calidad de vida.

Por otro lado, el perfil toxicológico del fármaco, similar en su uso en monoterapia y en combinación con FAME convencionales, es manejable clínicamente y concuerda con los riesgos ya conocidos de los fármacos inhibidores de las JAKs. Entre los eventos adversos asociados al tratamiento destacan por su frecuencia las infecciones –especialmente del tracto respiratorio superior y del tracto urinario–, y otras reacciones adversas como náuseas, mareos y ciertas alteraciones analíticas. La tasa de mortalidad no difiere sustancialmente de la de los comparadores activos empleados ni tampoco si se compara indirectamente con la de otros inhibidores de JAK. Así, el seguimiento que requieren los pacientes tratados con filgotinib es similar a las medidas de monitorización comunes en el abordaje de la AR.

No se dispone de comparaciones directas frente a otros tratamientos de los que podría ser una alternativa (con excepción de adalimumab) y la evidencia derivada de comparaciones indirectas, no concluyente, sugiere que filgotinib no es superior a otros fármacos de su grupo. En definitiva, a falta de conocer las consideraciones del IPT, se puede posicionar como una alternativa válida más dentro de los FAME sintéticos dirigidos, similar a los otros inhibidores de JAK autorizados, entre los cuales todavía no se puede establecer diferencias sustanciales, y sin aportar ninguna mejora aparente respecto a éstos. Los usos autorizados constituyen una 2ª o 3ª línea y no van a suponer una modificación de la temperatura estándar de la artritis reumatoide.           

Aspectos fisiopatológicos

La artritis reumatoide (AR) es un ejemplo paradigmático de enfermedad autoinmune. Se trata de una enfermedad que se caracteriza por la inflamación crónica de la membrana sinovial, la cual conduce a la destrucción progresiva de las estructuras de las articulaciones (manos, pies, muñecas, rodillas, hombros, caderas y codos), pero que en su evolución puede –y suele– acompañarse de otras comorbilidades como enfermedad cardiovascular (hipertensión), insuficiencia renal, afecciones pulmonares y gastrointestinales, diabetes, infecciones, tumores y depresión. 

La AR está difundida de manera uniforme por todo el mundo y afecta a entre el 0,2 y el 1,2% de la población a escala mundial. Es 2,5-3 veces más frecuente entre las mujeres que entre los hombres, con una incidencia anual de 36 casos nuevos/100.000 habitantes en mujeres y 14/100.000 en hombres, y se diagnostica mayoritariamente entre los 40 y los 55 años de edad (Fernández del Pozo et al., 2018). Se estima que 5 de cada 1.000 personas padece AR en España, siendo la prevalencia mayor en áreas urbanas (0,6%) que en zonas rurales (0,25%). La incidencia anual en la población española se sitúa en 8,3 (7,5-9,2) nuevos diagnósticos por cada 100.000 adultos; en mujeres, se ha descrito una incidencia promedio de 11,3 casos/100.000 (rango 10-12,8) y en los varones de 5,2 casos/100.000 (4,3-6,3). Así pues, la AR representa un problema de salud relevante tanto para el propio paciente como para la sociedad y el Sistema Nacional de Salud, siendo responsable de hasta un 5% de los casos de incapacidad laboral.

Existen dos formas clínicas con diferentes niveles de gravedad. La más común, que afecta aproximadamente al 90% de pacientes, se caracteriza por síntomas leves que remiten fácilmente con los tratamientos antiinflamatorios convencionales. En más de la mitad de los casos el comienzo de la enfermedad pasa desapercibido, con síntomas inespecíficos, como fiebre ligera, sensación de malestar, astenia, debilidad, pérdida de peso, y miastenia. Las típicas manifestaciones inflamatorias y dolorosas articulares aparecen en estos casos más tarde, y suelen afectar en primer lugar y de forma simétrica a las articulaciones de ambas manos. En unos 7 de cada 10 pacientes con la forma clínica mayoritaria estas manifestaciones son de carácter intermitente, con importantes remisiones parciales durante las cuales no suele ser necesario ningún tipo de tratamiento, o pueden darse casos de remisión espontánea tras un único brote, más frecuente durante el primer año tras el diagnóstico. Pero, por lo general, si se deja sin tratamiento la enfermedad tiende a la limitación funcional de las articulaciones afectadas con el paso del tiempo.

El restante 10% de pacientes sufre una forma más grave, con un patrón evolutivo muy agresivo, y pueden llegar a estar gravemente inhabilitados, sin ser capaces de realizar actividades cotidianas sencillas, como lavarse, limpiarse, vestirse o comer. Las articulaciones más frecuentemente afectadas (50-70%) son, en orden descendente, las de la mano y la muñeca, el pie, las rodillas, los hombros y las caderas y, en menor medida (20%), los codos.

En líneas generales, los pacientes con AR presentan, respecto a la población general, un exceso de mortalidad muy importante, asociada a comorbilidades como infecciones, morbilidad cardiovascular o enfermedad respiratoria. No obstante, como se verá más adelante, la mejora en el tratamiento de la AR, con estrategias de control estrecho y con fármacos biológicos, ha permitido disminuir la mortalidad de estos pacientes hasta alcanzar niveles comparables al resto de la población.

Desde el punto de vista de su etiología, la AR se basa en la activación anómala de procesos implicados en la respuestas defensivas inmunitaria e inflamatoria. Su causa se considera multifactorial (Figura 1), consecuencia de la acción de diversos factores externos sobre individuos genéticamente predispuestos, y puede asociarse a otras enfermedades autoinmunes.

La membrana sinovial es el tejido más específicamente afectado. En condiciones fisiológicas, esta membrana está formada por una delgada capa de tejido conectivo que limita la cavidad articular, ocupada por el líquido sinovial, y que envuelve la articulación a modo de manguito, prolongándose hasta el margen de la unión osteocartilaginosa. Presenta pequeños vasos y una capa celular limitante de la cavidad articular formada por macrófagos y fibroblastos, que en esta localización se denominan sinoviocitos. La pérdida de tolerancia a lo propio, característica de la AR, conduce a la activación anómala de los linfocitos T en el líquido sinovial, que van a inducir la activación y proliferación de linfocitos B productores de anticuerpos, en este caso autoanticuerpos, como el factor reumatoide (FR) o los anticuerpos frente al colágeno II, específicos del cartílago. Se produce además un desequilibrio en la producción de citocinas que favorecerá la inflamación y la neoangiogénesis.

La proliferación de linfocitos B en el cartílago y la liberación de citocinas proinflamatorias provocan inflamación y proliferación de las células sinoviales y angiogénesis, dando lugar a un tejido de granulación muy vascularizado denominado pannus. Si esta situación se cronifica, la membrana sinovial puede aumentar notablemente su tamaño, adquiriendo un comportamiento que podría considerarse casi neoplásico. La interacción entre antígenos y anticuerpos en el seno de la articulación provoca la alteración de la composición del fluido sinovial, que lo hace menos adecuado para cumplir su misión y más agresivo químicamente para el tejido que lo rodea. La liberación de IL-1 e IL-6, entre otras citocinas, induce la activación de los osteoclastos en el espacio articular, ocasionando pérdida ósea en los márgenes de la articulación (erosiones). Todo ello conduce a la destrucción del cartílago, de los ligamentos y del hueso subcondral (Figura 2). La evolución de la AR produce cambios sistémicos que implican a todos los compartimentos del sistema inmunitario, provocando manifestaciones inflamatorias específicas en otros órganos y otras alteraciones consecuencia de la inflamación sistémica.

Salvo en los casos de remisión espontánea, la enfermedad no tiene curación. A falta de una terapia curativa eficaz, la reducción de la inflamación sinovial constituye el fin principal del tratamiento: todas las estrategias que consiguen la reducción de la sinovitis se asocian con una mejoría del dolor, el daño estructural y la capacidad funcional. 

El tratamiento de la AR debe personalizarse en función de las particularidades del paciente al inicio del mismo y a lo largo de su seguimiento clínico. El abordaje terapéutico es, en general, complejo, implicando muchos aspectos de la vida del paciente; no obstante, la evolución ha sido notable en los últimos años, tanto en relación con las estrategias terapéuticas como con el tipo de fármacos empleados. Entre las medidas no farmacológicas, fundamentales para alcanzar los mejores resultados clínicos, pueden destacarse: la deshabituación tabáquica, modificaciones de la dieta (la dieta mediterránea puede resultar particularmente útil, y reduce el riesgo cardiovascular), la fisioterapia y el uso de dispositivos y adaptaciones ortopédicas, la práctica de ejercicio físico moderado y frecuente, o el uso de ropa y calzado adecuados. Nos centraremos a continuación en la farmacoterapia, que debe dirigirse inicialmente al control de la sintomatología.

Los antiinflamatorios no esteroideos (AINE) y los corticosteroides, con acción analgésica y antiinflamatoria, facilitan el control de los síntomas más inmediatos (dolor, inflamación, rigidez articular, etc.). Los AINEs no tienen efectos significativos sobre la evolución de la enfermedad, mientras que los corticosteroides, sí. En ambos casos, deben ajustarse a tratamientos a corto plazo.

La introducción de los fármacos antirreumáticos sintéticos modificadores de la enfermedad (FAMEs), especialmente el metotrexato, permitió plantear un abordaje eficaz más allá del tratamiento sintomático. A estos les siguieron los fármacos antirreumáticos biológicos modificadores de la enfermedad (FAMEb, y sus biosimilares –FAMEbs–) y, más recientemente, los fármacos antirreumáticos sintéticos dirigidos modificadores de la enfermedad (FAMEsd). Asimismo, se dispone de medidas de consenso para valorar tanto la respuesta farmacológica en ensayos clínicos como la evolución de la enfermedad en la práctica clínica. Todo ello ha permitido a los especialistas establecer diferentes algoritmos de tratamiento considerando la evidencia científica disponible (Figura 3). 

En cualquier caso, el objetivo del tratamiento será siempre el de conseguir la remisión clínica de la enfermedad o, en su defecto, la mínima actividad posible con bajos niveles de progresión, para lo cual se debe abordar de forma precoz. Mientras la enfermedad se mantenga activa, conviene implementar una pauta de seguimiento que permita reorientar la estrategia terapéutica lo antes posible si no resultase eficaz. Así, se revisará inicialmente cada 1-3 meses, valorando la situación clínica de las articulaciones afectadas y estimando el valor de algún reactante de fase aguda. En 3 meses debe valorarse si se ha conseguido al menos una mejoría clínica del 50%, alcanzando el objetivo terapéutico en 6 meses. En caso contrario, se considerará tratamiento fallido y deberá plantearse una alternativa: modificación de dosis, vía de administración, cambio de fármaco o adición de uno nuevo. Una vez alcanzado el objetivo, se deber valorar la situación del paciente cada 3-6 meses.

Por lo general, se recomienda iniciar el tratamiento con FAMEs convencionales tras el diagnóstico (no parece haber diferencia en el resultado si se asocian biológicos al tratamiento inicial). El metotrexato se considera el fármaco de referencia en el tratamiento de la AR1: es eficaz tanto en monoterapia como combinado con otros, ya sean sintéticos o biológicos, y parece reducir, además, la comorbilidad y mortalidad asociadas a la AR. En los casos en que metotrexato está contraindicado, se recurrirá a otros FAMEs. La leflunomida (20 mg/día) se considera la primera opción como alternativa en caso de intolerancia o contraindicación a metotrexato. La sulfasalazina no tiene apenas uso en nuestro país (de hecho, no está autorizada con esta indicación, sino en colitis ulcerosa y en enfermedad de Crohn).

La administración concomitante a corto plazo de glucocorticoides (que también retrasan la progresión del daño estructural), generalmente a dosis bajas por vía oral (≤ 7,5 mg/día de prednisona o equivalente), se plantea al inicio del tratamiento o ante un cambio de FAMEs, potenciando su acción hasta que estos alcancen su efecto máximo; la combinación muestra mejores resultados que la asociación con otros FAMEs o FAMEb, en términos de seguridad y eficacia. Una vez conseguido un efecto máximo, se lleva a cabo una reducción progresiva de la dosis de corticoide hasta su retirada, habitualmente a los 3 meses. En fases de alta actividad inflamatoria, si es necesario tratar manifestaciones extraarticulares graves (vasculitis, neumonitis intersticial) o en presencia de toxicidad grave debida al tratamiento farmacológico (anemia aplásica, dermatitis exfoliativa), pueden emplearse dosis altas tanto por vía oral como parenteral en forma de pulsos. El tratamiento intraarticular con preparados de acción prologada se utiliza cuando la actividad se limita a unas pocas articulaciones o hay síntomas inflamatorios o limitación importante en alguna de ellas, proporcionado una elevada eficacia con muy pocos efectos secundarios cuando las inyecciones se distancian 3 o 4 meses en la misma articulación.

Los fármacos antimaláricos, cloroquina (155 mg/día, máximo de 2 años) y fundamentalmente hidroxicloroquina (400-600 mg/día), se consideran seguros y eficaces en casos leves con escaso componente inflamatorio. Aunque se han empleado en monoterapia en pacientes con AR leve (poliartritis de inicio sin diagnóstico definido), su uso se limita en la práctica actual a la terapia combinada con metotrexato y sulfasalazina.

Si el paciente presenta factores pronósticos negativos (elevado número de articulaciones inflamadas, niveles altos de reactantes de fase aguda, etc.), y la primera fase de tratamiento no ha resultado eficaz o tolerable, se recomienda añadir un FAMEb inhibidor de TNFα (adalimumab, certolizumab, etanercept, golimumab, infliximab o biosimilares aprobados de estos fármacos), un inhibidor de la señal coestimuladora de linfocitos T (abatacept), un bloqueante de IL-6 (tocilizumab, sarilumab) o de IL-1 (anakinra) o bien un anticuerpo anti-CD20 (rituximab, que induce la apoptosis de los linfocitos). Sobre la base de la amplia experiencia de uso, se sigue dando prioridad en nuestro país y otros de nuestro entorno al uso de fármacos anti-TNF frente a otras opciones en pacientes con insuficiente respuesta a FAME convencionales.

En la última década, se han aprobado tres inhibidores de las JAK o Janus cinasas, como baricitinib (inhibidor de JAK-1 y JAK-2), tofacitinib (inhibidor de JAK-1 y JAK-3) y, más recientemente, upadacitinib (inhibidor de JAK-1 y JAK-1/3), que se incorporaron al grupo de los fármacos antirreumáticos sintéticos dirigidos modificadores de la enfermedad (FAMEsd), abriendo una nueva estrategia en el tratamiento de la AR. Se trata de fármacos de síntesis, de administración oral, que presentan menos efectos adversos que los FAMEs convencionales e igualan o incluso superan en algunos parámetros de eficacia tanto a éstos como a algunos FAME biológicos como adalimumab, quizá el más empleado. No obstante, a pesar de los recientes avances en este campo terapéutico, hay aún pacientes que no toleran o no responden a las opciones disponibles, en quienes se reconoce la existencia de una necesidad médica no cubierta.

En líneas generales, se asumen que, si fracasa el tratamiento con un FAMEb o FAMEsd, debe considerarse el tratamiento con otro. En pacientes que no pueden ser tratados con FAMEs, los inhibidores de IL y los FAMEsd pueden suponer una buena opción. En nuestro país, los agentes anti-TNF, así como los antagonistas de IL (anakinra y tocilizumab) y los inhibidores de JAK (baricitinib, tofacitinib y upadacitinib), están oficialmente indicados como primer tratamiento –en monoterapia o combinación con metotrexato– en pacientes con fracaso de FAMEs, mientras que abatacept y rituximab están aprobados tras fracaso de un anti-TNF unido al tratamiento con FAMEs, principalmente el metotrexato. Los inhibidores de JAK también pueden ser utilizados en caso de fracaso del tratamiento con los anteriores. Salvo intolerancia o efectos secundarios, en casos moderados-graves debe combinarse un FAME (sobre todo metotrexato) junto con estos fármacos, pues mejora la actividad clínica y el deterioro radiológico. Hay que subrayar, por último, que la combinación de agentes biológicos entre sí no se recomienda, porque no aporta mayor eficacia al control de la AR e incrementa el riesgo de desarrollar acontecimientos adversos, especialmente infecciones. 

Acción y mecanismo

ilgotinib es un nuevo agente inmunosupresor que actúa específicamente mediante la inhibición selectiva, reversible y competitiva con el ATP, de las cinasas Janus o JAK; según se ha demostrado en ensayos con células humanas, inhibe preferentemente la señalización mediada por JAK-1/JAK-3, con una selectividad funcional sobre los receptores de citocinas que transmiten las señales a través de pares de JAK-2 o JAK-2/TYK-2. En base a ello, el medicamento ha sido autorizado para el tratamiento de la artritis reumatoide activa de moderada a grave en pacientes adultos con respuesta inadecuada o intolerancia a uno o más fármacos antirreumáticos modificadores de la enfermedad (FAMEs), pudiendo ser empleado en monoterapia o en combinación con metotrexato.

Las cinasas Janus (JAK) forman una familia de enzimas intracelulares que están asociadas a receptores de citocinas y transmiten las señales –a través de su dominio tirosina cinasa citoplasmático– derivadas de las interacciones de dichas citocinas o de factores de crecimiento sobre sus receptores de la membrana celular; así, están implicadas en una amplia variedad de procesos celulares tales como: las respuestas inflamatorias, la hematopoyesis y el control inmunitario. En general, la activación de las JAK se relaciona con la expresión de factores de supervivencia celular y aumenta la producción adicional de citocinas proinflamatorias, quimiocinas y otras moléculas que facilitan el tráfico leucocitario y la proliferación celular, contribuyendo al proceso inflamatorio.

Hasta ahora se han identificado 4 miembros de la familia –JAK-1, JAK-2, JAK-3 y TYK-2–, los cuales se expresan prácticamente en cualquier tipo de célula (excepto JAK-3, restringido a células hematopoyéticas): JAK-1 es importante en las señales de las citocinas inflamatorias, mientras que JAK-2 es importante para la maduración de los hematíes (mediadora en la mielopoyesis) y las señales de JAK-3 desempeñan su papel en el control de la homeostasis inmunitaria y la función de los linfocitos (linfopoyesis). Cada combinación de JAK y/o TYK es modulada por estímulos específicos y ejerce una función diferente sobre la señalización celular: los dímeros JAK-1/JAK-3, JAK-1/TYK-2, JAK-1/JAK-2 y JAK-2/TYK ejercen diferentes funciones propias de la inmunidad innata y adaptativa (JAK1/3 media las señales desencadenadas por IL-2, IL-4 e IL-15; JAK1/2, las inducidas por la IL-6; y JAK1/TYK2, las de interferones de tipo I), mientras que otros –como el dímero JAK-2/JAK-2– regulan la maduración y la diferenciación de los linajes hematopoyéticos. 

La fosforilación de las JAK/TYK induce a su vez la fosforilación de los factores activadores de la transcripción (signal transducers and activators of transcription; STAT), que se encuentran más abajo en la cascada de señalización; éstos, al ser fosforilados por JAK, se dimerizan y translocan al núcleo, donde se unen a los genes diana, aumentando o reprimiendo la transcripción génica y la función celular. La existencia de mutaciones en estas enzimas o de fallos en la señalización se han asociado con el desarrollo de trastornos mieloproliferativos, autoinmunes e inflamatorios, incluyendo la artritis reumatoide; de igual modo, determinados genes de receptores, citocinas y enzimas asociadas a JAK/TYK se han relacionado con la susceptibilidad a desarrollar alergia. Esta vía de señalización se ve regulada por diversas proteínas, como las suppressors of cytokine signalling (SOCS), protein inhibitor of activated STAT (PIAS) y/o las tirosinas-fosfatasas SHP-1 y 2, que bloquean la unión de las STAT al ADN; asimismo, regula y es regulada por otras vías de señalización, como las mediadas por las cinasas PI3 (PI3K) y MAP (MAPK), y el NF-kB (Figura 4).

En la artritis reumatoide se produce una sobreproducción de citocinas proinflamatorias2, tales como IL-1, IL6, IL-8, IL-15, IL-17, IL-18, IL-23 y TNF-α. Por ello y por todo lo anterior, se comprende que los inhibidores de JAK (incluido filgotinib), por impedir la fosforilación y activación de STATs, sean de interés terapéutico en esta patología y en otros trastornos inflamatorios inmunomediados. Sin embargo, las JAK no actúan como transductoras de la señal del TNF-α, por lo que los inhibidores de las JAK actúan a través de rutas bioquímicas diferentes de las que emplean los FAME biológicos anti-TNFα. 

Los resultados de estudios in vitro apuntan a que filgotinib es un inhibidor competitivo con ATP y reversible que inhibe JAK-1 y JAK-2 con un nivel similar de potencia, mayor en el caso de JAK-1 (CI50 de 10-53 nM y 28-29 nM, respectivamente), siendo esa inhibición > 5 veces superior a la mostrada frente a los complejos de JAK-3 (CI50 de 311-806 nM) y TYK-2 (CI50 de 116-177 nM); a pesar de la menor actividad inhibitoria sobre JAK-3/TYK-2, los valores de CI50 están dentro de las concentraciones consideradas relevantes clínicamente (Cmáx≈ 6 µM o 6.000 nM). Por su parte, el metabolito primario del fármaco, GS-829845, mostró una actividad inhibitoria aproximadamente 10 veces menor que filgotinib en ensayos in vitro (CI50 entre 500-600 nM para JAK-1 y JAK-2, de > 3.606 nM para JAK-3 y de > 2.996 nM para TYK-2), aunque los resultados en un modelo in vivo (ratas) han sugerido que el efecto farmacodinámico general es debido predominantemente al metabolito (AEMPS, 2021).

Además, filgotinib se mostró capaz de inhibir de forma dosis-dependiente la fosforilación de STAT1 y STAT3 inducidas por IL-6 a través de JAK-1/-2 en sangre total de sujetos sanos (no de STAT5), si bien presentó una menor capacidad que otros inhibidores de JAK comercializados (baricitinib, tofacitinib y upadacitinib), mostrando valores de CI50 más de 10 veces mayores que éstos (y > de 100 veces en el caso de su metabolito), lo cual corrobora que la Cmáx observada en el estado estacionario con su uso clínico (2,6 μg/ml) es aproximadamente 60 veces mayor que para upadacitinib (~40 ng/ml) (EMA, 2020). El tratamiento con filgotinib se asoció con reducciones en los niveles medios de proteína C reactiva en suero a partir de las 2 semanas después de iniciar el tratamiento con filgotinib, y se mantuvieron hasta las 24 semanas de tratamiento.

Aspectos moleculares

El nombre químico de filgotinib, que se incluye en el medicamento en su forma de maleato, es N-(5-{4-[(1,1-dioxidotiomorfolin-4-il)-metil]fenil}[1,2,4]triazolo[1,5-a]piridin-2-il)-ciclopropancarboxamida-(2Z)-but-2-enedioato, que se corresponde con una fórmula molecular C21H23N5O3S·C4H4O4 y un peso molecular relativo de 541,6 g/mol. Se presenta como un sólido cristalino ligeramente higroscópico, de color blanco o blanquecino. La molécula, de carácter aquiral y para la cual solo se ha identificado un polimorfismo, presenta 3 átomos de nitrógeno ionizables que le aportan una solubilidad en medio acuoso dependiente de pH (ligeramente soluble a pH= 2 y prácticamente insoluble a pH= 5-7).

 Filgotinib está estrechamente relacionado farmacológicamente con baricitinib (inhibidor reversible y selectivo de JAK-1 y JAK-2), tofacitinib (inhibidor reversible y selectivo de JAK-1, -2 y -3, y en menor medida de TYK-2) y upadacitinib (inhibidor reversible y selectivo de JAK-1 y JAK-1/3), pero se aleja ligeramente de ellos desde el punto de vista estructural por carecer del núcleo derivado de pirrol que caracteriza a los anteriores; presenta, en cambio, un núcleo derivado de triazopiridina. No obstante, como miembro de la amplia serie de inhibidores de proteína cinasas, los cuales son el resultado de la optimización funcional mediante modelización molecular a partir de una serie de 2-fenilaminopirimidinas (de donde surgió el imatinib, cabeza de serie del grupo), mantiene la característica principal de este tipo de compuestos: una familiaridad química –en mayor o menor grado– con la molécula de ATP (o, en su caso, con la de GTP, como sucede en las cinasas MAPK), con la que compiten para provocar el bloqueo de la cinasa correspondiente (Figura 5).

Eficacia y seguridad clínicas

La eficacia y la seguridad de filgotinib por vía oral en la indicación y dosis autorizadas han sido adecuadamente contrastadas mediante tres amplios ensayos clínicos de fase 3, multicéntricos y multinacionales, doblemente ciegos, controlados y aleatorizados, desarrollados en pacientes adultos con confirmación diagnóstica de artritis reumatoide activa de severidad moderada-grave y factores de pronóstico pobre. Los estudios difirieron básicamente en el perfil de los pacientes (según los tratamientos previos recibidos), la duración y los comparadores empleados.

El primero de ellos (FINCH-1), que tuvo una duración de 52 semanas, incluyó a 1.755 pacientes refractarios o intolerantes a un tratamiento previo con metotrexato, quienes recibieron bien filgotinib por vía oral (como 2ª línea), adalimumab por vía subcutánea o bien placebo de forma complementaria al tratamiento con metotrexato de base. Su variable principal de eficacia fue la respuesta ACR203 a la semana 12, permitiéndose posteriormente (a la semana 24) que los pacientes asignados a placebo fueran realeatorizados para recibir hasta el final del estudio una de las dos dosis de filgotinib. Con la misma variable principal, el estudio FINCH-2 duró 24 semanas y enroló a 448 pacientes que habían respondido de forma inadecuada o eran intolerantes a al menos un FAME biológico, quienes fueron asignados al azar a recibir una de las dos dosis de filgotinib (como 3ª línea) o un placebo equivalente, manteniendo también un tratamiento estable de un FAME sintético convencional (metotrexato, hidroxicloroquina, sulfasalazina o leflunomida). Por su parte, el último de los estudios pivotales (FINCH-3) aleatorizó específicamente a 1.249 pacientes naïve para metotrexato a recibir filgotinib, con o sin metotrexato semanal, o placebo durante un periodo de 52 semanas; el objetivo primario fue también la tasa de respuesta ACR20, pero ahora a la semana 24.

Los principales resultados de eficacia de los tres estudios se reflejan en la Tabla 1. En líneas generales, la tasa de respuesta según ACR20 fue superior para filgotinib frente a placebo o al comparador activo metotrexato ya desde la semana 2; esa superioridad, que se mantuvo durante al menos 1 año, se verificó –con significación estadística– en todos los componentes individuales de la ACR, incluyendo el número de articulaciones dolorosas e inflamadas, la evaluación global del paciente y del médico, el índice de discapacidad (HAQ-DI), la evaluación del dolor y la PCR de alta sensibilidad. 

Continúa la tabla aquí

Además, se observó que una proporción mayor de pacientes tratados con el nuevo fármaco más un FAME sintético convencional (metotrexato u otro) alcanzaba una actividad clínica baja y/o remisión de la patología –definidas, respectivamente, por DAS28-PCR4 ≤ 3,2 y DAS28-PCR < 2,6– en las semanas 12 y 24 en comparación con metotrexato o placebo; los resultados de la escala abreviada de actividad clínica CDAI5 –no mostrados en la tabla– estuvieron en línea y confirmaron los anteriores. El tratamiento con filgotinib a la dosis recomendada de 200 mg/día también fue no-inferior a adalimumab en el estudio FINCH-1. 

En términos de respuesta radiográfica, evaluada en dos de los estudios pivotales (FINCH-1 y FINCH3), se observó, por ejemplo, que la adición de filgotinib al tratamiento de base con metotrexato en pacientes con respuesta inadecuada previa a la monoterapia con metotrexato induce una inhibición estadísticamente significativa de la progresión del daño estructural articular en comparación con placebo más metotrexato en la semana 24: a la dosis recomendada, el cambio en la puntuación basal del índice total de Sharp modificado (mTSS) fue de 0,13 puntos frente a los 0,37 puntos con placebo, de modo que había un 88% de pacientes sin progresión radiológica (vs. 81% con placebo). También se vio una superioridad similar del tratamiento combinado sobre la monoterapia con metotrexato en pacientes no pretratados previamente (cambio a la semana 24 de +0,21 puntos en mTSS vs. +0,51 puntos; 81% de pacientes sin progresión radiográfica vs. 72%). Adicionalmente, el tratamiento con filgotinib resultó en una mejoría notable respecto a los controles en la función física medida por el cambio desde el estado basal en la puntuación de la escala HAQ-DI6, y también indujo mejores resultados relacionados con la salud reportados por los pacientes, según los cuestionarios validados de salud abreviado SF-36 y de evaluación funcional de la fatiga (FACIT-F).

Cabe destacar, de forma interesante, que un estudio fase 2, abierto y de extensión a largo plazo (DARWIN-3), que enroló a 739 pacientes, ha demostrado que filgotinib induce respuestas clínicas duraderas durante al menos 4 años (periodo durante el que han sido tratados el 60% de los pacientes): se mantenían niveles consistentes de respuesta de ACR20 del 89-92% y ACR70 del 44-49% tanto en combinación con metotrexato como en monoterapia (Kavanaugh et al., 2021).

Desde el punto de vista de la seguridad, se trata de un fármaco con un perfil toxicológico bien definido, fundamentalmente en base a los más de 3.400 pacientes tratados en los ensayos pivotales (casi 3.700 pacientes durante los 7 estudios controlados de su desarrollo clínico), la mayoría de ellos durante al menos 1 año (mediana de 1,6 años). La frecuencia global de eventos adversos registrados durante los 3 primeros meses de tratamiento con filgotinib, usado en combinación con metotrexato (47%; solo el 2,4% fueron graves), fue muy similar a la descrita con placebo y con el uso de metotrexato solo o con adalimumab (40-43,6%; 1,8-2,8% graves). La incidencia de muertes, que fue escasa, fue similar en los grupos de filgotinib respecto a los tratados con placebo o comparadores activos (0,5% vs. 0,3%).

En concordancia con lo ya conocido para otros inhibidores de JAK, dado su efecto inmunosupresor, el principal riesgo de seguridad es la aparición de infecciones y, por ello, se contraindica su uso en pacientes con infecciones graves activas. Durante las primeras 12 semanas de tratamiento se notificó una incidencia promedio de infecciones del 16,7% para la dosis autorizada de filgotinib (vs. 18,5% con adalimumab y 14% con metotrexato o placebo); entre ellas destacan por su mayor frecuencia respecto a los comparadores las infecciones del tracto respiratorio –como la nasofaringitis y la neumonía–, herpes zóster y las del tracto urinario, si bien la tasa de infecciones graves era baja (0,6-0,8% con filgotinib vs. 1,5% con adalimumab y 0,5% con metotrexato o placebo). A más largo plazo (hasta 1 año), la incidencia se estimó en 26,5 infecciones/100 pacientes-año, notablemente menor que para los comparadores activos (≈ 44/100 pacientes-año). También se han notificado como reacciones adversas frecuentes al medicamento las náuseas (3,5%) y los mareos (1,2%), y se han descrito alteraciones analíticas asociadas a su uso, tales como neutropenia y aumentos en sangre de lípidos y creatinina-cinasa (esta última en mayor medida que con los comparadores). Además de su potencial efecto teratógeno, que contraindica su uso en embarazo, la EMA subraya –como para otros inhibidores de JAK– el riesgo posiblemente incrementado de eventos de tromboembolismo venoso (que, sin embargo, se ha mostrado menor que para adalimumab o metotrexato) y de perforación gastrointestinal. El perfil de seguridad con el uso de filgotinib a largo plazo se ha mostrado similar a lo ya comentado (EMA, 2020; AEMPS, 2021; Winthrop et al., 2021). 

Aspectos innovadores

Filgotinib es un nuevo agente inmunosupresor activo por vía oral que actúa específicamente mediante la inhibición selectiva, reversible y competitiva con el ATP, de las cinasas Janus (JAK), preferentemente sobre la señalización mediada por JAK-1/JAK-3, con selectividad funcional sobre los receptores de citocinas que transmiten las señales a través de pares de JAK-2 o JAK-2/TYK-2; así, reduce la fosforilación y activación de los activadores de la trascripción génica STATs y modula la respuesta inflamatoria e inmunitaria mediada por citocinas o factores de crecimiento. Estrechamente relacionado con otros fármacos comercializados en España (baricitinib, tofacitinib y upadacitinib), el medicamento ha sido autorizad7 para el tratamiento de la artritis reumatoide (AR) activa de moderada a grave en pacientes adultos con respuesta inadecuada o intolerancia a uno o más fármacos antirreumáticos modificadores de la enfermedad (FAMEs), pudiendo ser empleado en monoterapia o en combinación con metotrexato. Conviene recordar que la existencia de mutaciones en las enzimas JAK o alteraciones en la señalización bioquímica que median se ha asociado con el desarrollo de trastornos mieloproliferativos, autoinmunes e inflamatorios, incluyendo la AR.

Los datos clínicos que han sustentado su autorización por la EMA proceden de tres amplios ensayos pivotales de fase 3, bien diseñados, que cubren un amplio espectro y son representativos de la población de pacientes con AR moderada-grave (N > 3.400), desde pacientes no tratados previamente con metotrexato (no se han contemplado finalmente en la indicación aprobada) hasta pacientes refractarios o intolerantes a metotrexato o FAME biológicos. Las variables usadas (puntuación ACR y DAS28-PCR) son relevantes, según se refleja en las principales guías clínicas de AR, por correlacionarse con la prevención de la degradación funcional articular a largo plazo.

En los dos ensayos controlados con placebo (FINCH-1 y FINCH-2), en que recibían tratamiento concomitante de base con FAME convencionales, la proporción de pacientes que alcanzó respuesta ACR20 con filgotinib durante 3 meses tanto en 2ª como en 3ª línea (en ese caso, tras respuesta inadecuada a al menos un FAME biológico) se incrementó en más de 20 puntos porcentuales (66-77% vs. 31-50%), detectándose también un aumento notable en la proporción de pacientes en remisión clínica según la puntuación de DAS28-PCR (22-34% vs. 8-9%). El tratamiento con filgotinib también se mostró no-inferior a adalimumab (uno de los estándares en 2ª línea), ambos en combinación con metotrexato. Por otro lado, el estudio FINCH-3 con pacientes no pretratados con metotrexato (estándar en 1ª línea) reveló que la administración de filgotinib, asociado o no a metotrexato, era superior a la monoterapia con dicho FAME a los 6 meses, tanto en la respuesta de ACR20, que crecía unos 10 puntos porcentuales (71-77% vs. 59% con metotrexato), como en la proporción casi duplicada de pacientes en remisión clínica (42-54% vs. 29%). 

Las variables de respuesta más exigentes de ACR50 y ACR70 también evidenciaron una uniforme superioridad de filgotinib sobre los comparadores, con una eficacia de inicio rápido (evidente desde la semana 2) y mantenida de forma consistente en periodos de tratamiento de 1 año, creciendo incluso con los tratamientos a largo plazo (hasta 4 años) en los estudios de extensión. El perfil de eficacia, confirmado en todos los subgrupos de pacientes, se completó con los resultados positivos en otras variables secundarias como la progresión radiológica de la enfermedad, la función física de los pacientes o la calidad de vida, que mejoraron con el uso de filgotinib.

Por otra parte, filgotinib ha mostrado un perfil toxicológico –bien definido– similar en su uso en monoterapia y en combinación con FAME convencionales; aunque es complejo y no desdeñable (incidencia de eventos adversos del 47% vs. 40-44% con placebo o con metotrexato y/o adalimumab), se considera manejable clínicamente. Comparte los riesgos conocidos para los fármacos inhibidores de JAKs, destacando por su frecuencia las infecciones (17% en los primeros 3 meses vs. 14-19% con controles), especialmente del tracto respiratorio superior y del tracto urinario, aunque la gran mayoría leves-moderadas en severidad (2,4% graves vs. 1,8-2,8%); también se han notificado náuseas, mareos y ciertas alteraciones analíticas. La tasa de mortalidad no difiere sustancialmente de la de los comparadores empleados, ni tampoco si se compara indirectamente con la del resto de inhibidores de JAK. Su seguridad se muestra consistente a largo plazo, y no parece que filgotinib incremente la tasa de eventos de tromboembolismo venoso respecto al uso de otros FAME, si bien debe vigilarse su aparición en pacientes con factores de especial riesgo cardiovascular. Así, el seguimiento que requiere su uso (por ejemplo, detección de tuberculosis y otras infecciones al inicio, niveles de lípidos o células sanguíneas durante el tratamiento) es similar a las medidas comunes en el abordaje de la AR.

A expensas de la publicación de su IPT, es preciso subrayar que no se dispone de comparaciones directas de filgotinib frente a otros tratamientos de los que podría ser una alternativa, con excepción de adalimumab, ni con otros miembros de su grupo terapéutico (baricitinib, tofacitinb o upadacitinib), que serían de especial relevancia. Una comparación indirecta –de robustez estadística limitada inherente– entre tofacitinib, baricitinib, upadacitinib y filgotinib, a partir de estudios donde se comparan frente a adalimumab en pacientes con AR activa, ha sugerido que, en pacientes con inadecuada respuesta a metotrexato, la combinación de éste con baricitinib y upadacitinib puede ser más eficaz a los 6 meses que el uso de tofacitinib o filgotinib (Lee et al., 2020). De forma similar, otro meta-análisis de estudios controlados y aleatorizados (N= 2.185) ha comparado la eficacia relativa y tolerabilidad de esos cuatro fármacos frente a metotrexato en pacientes que no han recibido previamente ningún FAME, concluyendo que tofacitinib presenta la mayor probabilidad de alcanzar una alta respuesta clínica (ACR50 y ACR70), seguido –en orden– por upadacitinib, baricitinib y filgotinib, pero todos ellos se mostraron más eficaces que metotrexato; no se vieron diferencias estadísticamente significativas en términos de seguridad entre los distintos grupos de intervención (Sung et al., 2021). No obstante, se suele aceptar que no se dispone aún de datos concluyentes para establecer diferencias entre los inhibidores JAK, ni entre ellos y los anti-TNF, pues se requerirían estudios de comparación directa y la valoración de las diferencias si las hubiera (AEMPS, 2020).

En resumen, filgotinib ha demostrado una eficacia clínicamente relevante, superior a la de sus comparadores (placebo, metotrexato y adalimumab), y duradera, en el control de signos y síntomas y en la mejoría de la actividad funcional en pacientes con AR moderada-grave con respuesta inadecuada o intolerancia a FAME convencionales o biológicos. Sin ninguna novedad en el plano mecanístico, su indicación aprobada constituye una segunda o tercera línea de tratamiento y no va a suponer ninguna modificación sustancial de la terapéutica estándar de la AR. Filgotinib se incorpora como una alternativa más dentro de los FAME sintéticos dirigidos, similar a otros inhibidores de JAK autorizados y sin aportar ninguna mejora aparente respecto a éstos. 

Valoración

Fármacos relacionados registrados en España

Letermovir (▼Prevymis®) en micosis fungoide por citomegalovirus

Resumen

Letermovir es un nuevo antiviral que se dirige específicamente frente a citomegalovirus (CMV). Actúa a través de la inhibición del complejo ADN terminasa viral: por su mecanismo –interferencia con la formación de unidades monoméricas de genoma de longitud adecuada y con la maduración y ensamblado de los viriones– se diferencia del resto de antivirales anti-CMV disponibles (ganciclovir, valganciclovir, cidofovir y foscarnet), que son inhibidores de la ADN polimerasa, con una posible mejor barrera genética y sin esperarse resistencias cruzadas. El medicamento, designado como huérfano, ha sido autorizado para la profilaxis por vía oral e intravenosa de la reactivación del CMV y de la enfermedad causada por este virus en adultos seropositivos para el CMV [R+] receptores de un trasplante alogénico de células madre hematopoyéticas (TPH).

Dicha indicación se ha sustentado en los datos de un ensayo pivotal de fase 3 (N= 565), bien diseñado, en que una profilaxis diaria –iniciada una mediana de 9 días desde el TPH– ha demostrado que letermovir es significativamente superior a placebo: reduce en 23,5 puntos porcentuales la tasa de fracaso a la semana 24 (37,5% vs. 60,6%; p< 0,0001), disminuyendo un 60% la necesidad de inicio de terapia anticipada por infección clínicamente significativa por CMV (18% vs. 42%); en cambio, la tasa de desarrollo de enfermedad orgánica por CMV y necesidad de tratamiento específico fue baja y similar en ambos grupos (1,5% vs. 1,8%). Los resultados de las variables secundarias (reducción de 31,3 puntos porcentuales en la tasa de fracaso a la profilaxis en la semana 14) respaldaron la eficacia, que se mostró consistente en todos los subgrupos de pacientes. Sin embargo, persisten incertidumbres respecto a la duración del efecto del tratamiento y sobre su efecto en la supervivencia a largo plazo. Por otra parte, el perfil toxicológico del fármaco, bien definido, parece aceptable, sin diferencias relevantes respecto a placebo en la frecuencia global de eventos adversos ni en la proporción de pacientes con efectos adversos graves. Con su uso predominan las reacciones adversas relacionadas con el tracto gastrointestinal, tales como diarrea, náuseas y vómitos, y otros menos frecuentes (trastornos cardiacos, disnea, mialgias o desórdenes laberinto/oído); en su mayoría son leves-moderadas, de modo que la tasa de interrupción del tratamiento por problemas de seguridad es baja (4,8% vs. 3,6% con placebo). Además, es preciso destacar que el fármaco no induce mielosupresión, de relevancia en pacientes sometidos a un TPH.

En resumen, se trata del primer fármaco autorizado en la UE para la profilaxis de la reactivación de CMV en adultos seropositivos para dicho virus que reciben un TPH alogénico. Se ha probado que reduce la tasa de fracaso de la profilaxis frente a placebo y a más de la mitad la necesidad de iniciar terapia anticipada con otros antivirales (ganciclovir/valganciclovir), pero sin diferencias en el desarrollo de la enfermedad orgánica por CMV, aspecto que podría considerarse clínicamente más relevante; tampoco se pueden extrapolar los resultados a subgrupos de pacientes no investigados (infección por VIH, hepatitis, uso de alemtuzumab, etc). Puede ser útil para evitar los efectos mielosupresores de la terapia anticipada en la primera fase del trasplante, con especial beneficio en pacientes con mayor riesgo de reactivación de CMV, pero las incertidumbres en los datos de eficacia limitan sustancialmente el grado de innovación terapéutica, a pesar de incorporar un novedoso mecanismo de acción. También se debe tener en cuenta que es un fármaco específico anti-CMV, sin actividad contra otros virus frecuentes en receptores de TPH, por lo que habría que continuar usando otros antivirales si así se requiere. 

Aspectos fisiopatológicos

El citomegalovirus humano (CMV), también conocido como virus del herpes tipo 5, es un betaherpesvirus ampliamente distribuido en todo el mundo, hasta el punto de que se ha estimado que están infectados por él –es decir, son seropositivos para CMV– un 95% de los individuos adultos en los países en vías de desarrollo y un 60-80% de los habitantes de países desarrollados; en España se calcula que el 70% de la población es seropositiva. Pertenece a la misma familia viral que los otros herpetovirus –como el herpes simple, el varicela zóster o el virus de Epstein Barr (VEB)– y se transmite por contacto directo a través de fluidos corporales infectados, como saliva, orina, leche materna, sangre o lágrimas. 

Normalmente adquirido en etapas tempranas de la vida, tras una infección aguda primaria el CMV se establece como una infección permanente o latente durante el resto de la vida en determinadas células del huésped y raramente es eliminado de forma definitiva; no obstante, la inmunidad celular suele proteger de la reactivación del virus y de las enfermedades asociadas a él: en individuos con sistemas inmunitarios “sanos” la reactivación con trascendencia clínica es poco común y generalmente asintomática o subclínica (como también lo es la infección primaria). 

Sin embargo, entre pacientes inmunocomprometidos –tales como pacientes con cáncer, los receptores de un trasplante de órganos tratados con inmunosupresores o enfermos con SIDA y recuento sanguíneo de < 50 linfocitos CD4+/µl– e incluso en recién nacidos1 que son infectados in utero, tiene una alta morbimortalidad, siendo capaz de reactivarse periódicamente con una replicación incontrolada y provocar una infección multiorgánica grave, por invasión de los tejidos, que se puede traducir en un amplio abanico de enfermedades de carácter inflamatorio; destacan, por ejemplo, las siguientes (consideradas efectos directos de la enfermedad por CMV):

_Neumonía o neumonitis intersticial: la manifestación más grave y común en los pacientes trasplantados (aunque con las medidas preventivas ha reducido su incidencia);

_enfermedad ocular en forma de retinitis2 (en ocasiones como conjuntivitis), que puede acabar en ceguera completa, y que llega a afectar más del 40% de los pacientes con SIDA; 

_hepatitis, generalmente asociada a intensos episodios febriles; 

_patologías gastrointestinales, usualmente bajo la forma de colitis (la forma quizá más común, que se suele manifestar como diarrea) y en especial en pacientes infectados por el VIH (afecta a hasta el 10% de los mismos);

_o infiltración de médula ósea produce que produce una intensa mielosupresión y pancitopenia.

Cabe destacar que anualmente se producen en el mundo aproximadamente 27.000 trasplantes alogénicos de progenitores hematopoyéticos (TPH), una mayoría en países europeos (fueron, por ejemplo, 16.000 casos en 2014), y la tendencia de esta práctica es creciente; así, en España se registraron 1.231 TPH alogénicos en el año 2017. Los receptores de TPH alogénicos se ven inmunocomprometidos, esencialmente por los tratamientos farmacológicos que reciben, y constituyen una población con un riesgo aumentado de padecer una infección por CMV como consecuencia de una reactivación del virus latente. En estos pacientes la manifestación directa más común es una patología multiorgánica que puede cursar con mielosupresión, encefalitis, neumonía, hepatitis, gastroenteritis, retinitis, etc. Además, entre los efectos indirectos se detecta un riesgo aumentado de infecciones oportunistas por bacterias y hongos y un mayor riesgo de desarrollar enfermedad de injerto contra huésped (EICH).

Si bien hoy en día la enfermedad por CMV tiene en general una incidencia baja (< 5%) debido al progreso de las medidas profilácticas, diagnósticas y de tratamiento, sigue representando una cuestión de relevancia clínica en el contexto pos-TPH alogénico en pacientes seropositivos, en quienes puede aparecer enfermedad tardía (más allá de los 100 días desde el trasplante) u otras circunstancias concomitantes que pueden provocar una mayor frecuencia tanto de una primera infección como de reactivación viral (infección por VIH, hepatitis, uso de alemtuzumab u otros inmunosupresores potentes, inmunodeficiencias celulares, etc.). Los datos epidemiológicos apuntan a una incidencia durante el primer año postrasplante de un 8-10% en pacientes sometidos a TPH alogénico, que se ha reducido desde un 30-35%, disminuyendo significativamente con ello la morbimortalidad directa e indirecta por CMV. No obstante, en pacientes muy inmunosuprimidos, en presencia de EICH activa o tratada con corticoides y en caso de discordancia serológica donante-receptor3, la frecuencia de infección por CMV es mayor y sigue representando una necesidad médica no cubierta.

Sin disponer de una vacuna para una prevención primaria, la prevención secundaria de la enfermedad por CMV en estos pacientes trasplantados se aborda mediante la profilaxis antiviral (con administración durante un tiempo determinado de fármacos precozmente tras el trasplante, aún en ausencia de sospecha clínica o datos microbiológicos de infección) y el tratamiento anticipado (uso de antivirales antes del desarrollo de síntomas cuando se detectan marcadores de replicación viral, como el ADN de CMV en sangre) para prevenir el desarrollo y la progresión de la infección/enfermedad orgánica; el valor de carga viral de CMV a partir del cual se considera necesario iniciar la terapia anticipada no está claramente establecido en la práctica clínica (puede oscilar entre 100 y 5.000 copias de ADN/ml de plasma).  

En ambos supuestos están disponibles y se emplean los fármacos antivirales que inhiben la ADN polimerasa viral: en 1ª línea se usan ganciclovir y valganciclovir, y en 2ª línea, se emplean cidofovir y foscarnet. Estos cuatro fármacos son efectivos en niveles similares, pero poseen efectos adversos y existe riesgo de desarrollo de resistencia antiviral, ya que comparten el mismo mecanismo de acción.

Es frecuente la división de los agentes antivirales en derivados de nucleósidos y no nucleósidos, siendo los primeros análogos de bases púricas o pirimidínicas capaces de sustituir a las naturales e interferir en el proceso de replicación del ADN viral. Ganciclovir es un análogo estructural y farmacológico de 2´-desoxiguanosina y también del aciclovir, menos activo que éste frente a virus del herpes, pero > 30 veces más activo in vitro frente a CMV, razón por la cual tiene aplicación en infecciones oportunistas en pacientes inmunodeprimidos, pese a que no es un fármaco cómodo de usar, por la necesidad de vía intravenosa y por la toxicidad hematológica (mielotoxicidad). Valganciclovir es el éster N-valílico de ganciclovir, que presenta la ventaja de su administración oral: sufre un metabolismo rápido por esterasas intestinales y hepáticas dado lugar a ganciclovir.

Cidofovir es un análogo estructural de la citidina que suprime la replicación del CMV (una vez que penetra en las células donde es fosforilado a difosfonato de cidofovir) mediante la inhibición de la síntesis de ADN viral a través de la inhibición selectiva de las ADN polimerasas de VHS-1, VHS-2 y CMV. Al contrario que ganciclovir, el metabolismo de cidofovir no depende ni es facilitado por las infecciones virales. Su acción prolongada se debe a que la semivida del difosfonato de cidofovir dentro de las células es de 17-65 h, y de 87 h para el conjugado de fosfato con colina; algunas cepas de CMV resistentes a ganciclovir pueden ser susceptibles a cidofovir. Tiene indicación específica en el tratamiento por vía intravenosa de la retinitis por CMV en adultos con SIDA y sin alteración renal.

Foscarnet es un antiviral del grupo de los fosfonatos que actúa inhibiendo selectivamente la replicación del ADN viral, en todos los tipos de virus herpes (incluyendo CMV), así como virus de Epstein-Barr y varicela-zóster; también inhibe la replicación del VIH, así como los de la gripe A y hepatitis B. Se ha descrito para este fármaco una alta barrera genética al desarrollo de resistencias virales; parece haber resistencia cruzada entre cidofovir y ganciclovir, pero no entre cidofovir y foscarnet ni entre ganciclovir y foscarnet. Presenta una importante toxicidad a nivel renal.

El perfil de seguridad de ganciclovir y valganciclovir (usados como profilácticos en pacientes con trasplante de órgano sólido), caracterizado por efectos mielosupresores, hace que no se recomiende la profilaxis antiviral con ellos en pacientes receptores de TPH alogénico, por el riesgo de retraso del injerto medular o de la EICH. Pero las guías de práctica clínica (Emery et al., 2013; NCCN, 2018) sí recomiendan su uso en el contexto de tratamiento anticipado, que actualmente es el enfoque más común en receptores de TPH alogénico, sobre todo en los primeros 100 días postrasplante. Se debe tener en cuenta, si se opta por valganciclovir, que no exista enfermedad intestinal que dificulte su absorción. En pacientes con neutropenia, se recomienda tratar con foscarnet o cidofovir, que son también opciones en 2ª línea. La duración del tratamiento en estos pacientes dependerá de la evolución de la monitorización del CMV en sangre o plasma, a través de la cuantificación de los niveles de ADN mediante RT-PCR (EMA, 2017).

Por tanto, si se consideran las dificultades para la profilaxis antiviral y las toxicidades asociadas a los actuales agentes anti-citomegalovirus, se comprende que existe una necesidad de antivirales efectivos y bien tolerados para la prevención de reactivación y enfermedad por CMV en receptores de un TPH alogénico.

Acción y mecanismo

Letermovir es un nuevo agente antiviral específicamente dirigido frente a citomegalovirus (CMV) que actúa mediante la inhibición del complejo ADN terminasa viral, necesario para la escisión y encapsidación del ADN viral resultante. En base a ello, el medicamento ha sido autorizado para la profilaxis por vía oral e intravenosa de la reactivación del CMV y de la enfermedad causada por este virus en adultos seropositivos para el CMV [R+] receptores de un trasplante alogénico de células madre hematopoyéticas.

Desde el punto de vista mecanístico, letermovir se diferencia del resto de antivirales anti-CMV comercializados, que son inhibidores de la ADN polimerasa; los inhibidores de la terminasa interfieren con la formación de unidades monoméricas de genoma de longitud adecuada y con la maduración y ensamblado de los viriones. En consecuencia, no se espera que existan resistencias cruzadas entre el nuevo fármaco y los antivirales previamente disponibles para el abordaje de la infección por CMV: de hecho, letermovir se ha mostrado plenamente activo contra poblaciones virales con sustituciones que confieren resistencia a los inhibidores de la ADN polimerasa del CMV (ganciclovir, cidofovir y foscarnet). Y, al contrario, un grupo de cepas de CMV recombinante con sustituciones que confieren resistencia a letermovir fue completamente sensible a cidofovir, foscarnet y ganciclovir (salvo una única cepa que fue la mitad de sensible para este último fármaco). Además, de modo interesante, no se ha descrito ningún complejo proteico equivalente al complejo terminasa viral en mamíferos, siendo esperable un mejor perfil de seguridad. El fármaco tiene una biodisponibilidad oral a la dosis recomendada (480 mg/día) del 35%, se une en alto grado (> 98%) a proteínas plasmáticas y se metaboliza mediante glucuronidación.

Ensayos en cultivos celulares derivados de células humanas han revelado que letermovir ejerce una potente actividad frente una colección de cepas de CMV de aislados clínicos, con un nivel de CE50 de 2,1 nM (intervalo 0,7-6,1 nM). En cambio, en otras líneas celulares de ratón, rata y humano (incluyendo células epiteliales de riñón e hígado, cardiomiocitos, fibroblastos embrionarios, monocitos, etc.), los niveles necesarios para una citotoxicidad celular significativa (CC50) se mostraron muy superiores, entre 27 y > 30 µM, que fue la concentración más alta probada. Además, los estudios de unión de radioligando in vitro demostraron que no se produce una unión off target de letermovir con otros receptores o enzimas de mamíferos a concentraciones de 10 µM. El fármaco tampoco parece inducir efectos cardiacos notables de ningún tipo (EMA, 2017).

Con respecto a las resistencias virales, se han descrito 3 genes en el genoma viral que codifican para las subunidades de la ADN terminasa del CMV (UL51, UL56 y UL89) y que determinan la existencia de cepas mutantes potencialmente implicadas en fallos al tratamiento. Especialmente relevante parece el gen UL56, habiéndose descrito que los valores de CE50 de letermovir para variantes genotípicas virales que expresan hasta 17 sustituciones distintas en ese gen son de 10 a 9.300 veces más elevados que los del virus natural; algunas de estas sustituciones (como C325W, E237G, R369T y V236M) se han observado en pacientes que no habían respondido a profilaxis con letermovir en estudios clínicos (AEMPS, 2018).

Aspectos moleculares

El nombre químico de letermovir es el de ácido (4S)-2-{8-fluoro-2-[4-(3-metoxifenil)piperazin-1-il]-3-[2-metoxi-5-(trifluorometil)fenil]-3,4-dihidroquinazolin-4-il}-acético, el cual se corresponde con la fórmula C29H28F4N4O4 y con un peso molecular relativo de 572,55 g/mol. El principio activo se presenta como un polvo blanco o blanquecino, ligeramente higroscópico, muy escasamente soluble en agua, pero muy soluble en disolventes orgánicos como acetonitrilo, acetona, dimetilacetamida, etanol y 2-propanol. Sin haberse identificado polimorfos ni formas cristalinas o solvatadas, la molécula exhibe esteroisomería (S) debido a la presencia de un centro quiral.  

La Figura 1 muestra cómo la estructura química de letermovir se aleja de la conocida para los otros antivirales anti-CMV disponibles en España –ganciclovir/vaganciclovir, cidofovir y foscarnet–, que son análogos de nucleósidos. Ello explicaría la diferencia también existente en cuanto a los mecanismos de acción.

Eficacia y seguridad clínicas

La eficacia y seguridad de letermovir por vía oral y por vía intravenosa han sido adecuadamente contrastadas en la indicación autorizada en base a los datos derivados de un único ensayo pivotal de fase 3 (P001), de superioridad, con diseño doble ciego, de grupos paralelos y controlado con placebo. Aleatorizó (2:1) a un total de 565 pacientes adultos seropositivos para el CMV –con presencia confirmada en sangre de IgG anti-CMV– y receptores de un TPH alogénico el mismo día o en los 28 días previos a recibir durante 14 semanas letermovir (N= 373) 480 mg/día por cualquiera de las vías (240 mg/día si se coadministraba con ciclosporina) o un placebo equivalente (N= 192). Los pacientes debían tener niveles indetectables de ADN viral en sangre en los 5 días previos a la aleatorización. Se excluyó, en cambio, a quienes presentaban infecciones no controladas, seropositividad para el VIH o virus de hepatitis, insuficiencia hepática y renal concomitantes o quienes hubieran tenido enfermedad por CMV en los 6 meses previos.

Estratificados según el riesgo de reactivación del CMV (31% tenía un elevado)4, las características demográficas y clínicas basales de los pacientes estuvieron equilibradas en ambos brazos de tratamiento, destacando las siguientes: la edad media fue de 50,8 años (rango 18-78, con solo un 15% de > 65), un 60% fueron varones, un 82% de raza blanca (y 10% asiáticos), un 63% había recibido el TPH en < 14 días antes de la aleatorización, la mitad (50%) recibió tratamiento mieloablativo en el momento basal, y entre los tratamientos inmunosupresores recibidos destaca ciclosporina (52%) y tacrolimus (42%). Las patologías que habían motivado el trasplante fueron mayoritariamente leucemia mieloide aguda (38%), síndrome mielodisplásico (15%) y linfoma no-Hodgkin (13%).

En la evaluación de la eficacia, que excluyó al 12% de pacientes que tenía carga viral detectable al inicio, se consideró como variable principal la proporción de pacientes en que fracasa la profilaxis en la semana 24 (por infección por CMV clínicamente significativa, discontinuación por toxicidad, muerte por otra causa o no completar el estudio). Como variables secundarias se midieron la proporción de sujetos que fracasan a la semana 14 y el tiempo hasta el desarrollo de infección clínicamente significativa, entre otras. Los principales resultados del tratamiento con letermovir (Marty et al., 2017), cuyo inicio se retrasó una mediana de 9 días desde el trasplante, se muestran en la Tabla 1 y evidencian una superioridad del fármaco frente a placebo; el periodo de seguimiento total del estudio fue de 48 semanas desde el TPH. Cabe citar que una amplia proporción (74-77%) de los pacientes que tuvieron que discontinuar el estudio por recibir tratamiento antiviral anticipado (motivado por enfermedad por CMV o viremia que lo requiriera) redujeron notablemente sus niveles de CMV tras el inicio de dicho tratamiento.

El análisis Kaplan-Meier reveló que las tasas de infección con relevancia clínica por CMV a las semanas 14 y 24 fue de 6,8% (IC95% 4,0-9,6) y 18,9% (IC95% 14,4-23,5), respectivamente, en el grupo de letermovir, frente a tasas de 41,3% (IC95% 33,6-49,0) y 44,3% (IC95% 36,4-52,1), respectivamente, en el grupo placebo; la diferencia fue estadísticamente significativa (p< 0,001) en ambos puntos temporales. Se exploró, además, el efecto del fármaco sobre la mortalidad por cualquier causa: los resultados indican que, aunque hubo una cierta tendencia favorable a letermovir en términos de supervivencia a la semana 24 postrasplante (mortalidad del 10,2% vs. 15,9% con placebo; p= 0,03), la significación estadística se perdía a la semana 48 (20,9% vs. 25,5% con placebo; p= 0,12).

El análisis de subgrupos reveló que el efecto beneficioso del nuevo fármaco era consistente en la mayoría de los subgrupos analizados, con independencia del riesgo de reactivación de CMV, las características del paciente y el uso concomitante de tratamiento inmunosupresor. No obstante, se vio que los pacientes con alto riesgo de reactivación se benefician en mayor medida del tratamiento en comparación con los que tienen un riesgo más bajo. No se vieron diferencias en la incidencia o el tiempo de prendimiento del TPH entre los brazos experimental y control.

Con respecto a la seguridad, los datos fundamentales proceden también del estudio pivotal, en que todos los pacientes aleatorizados (N= 565) fueron seguidos hasta la semana 24 postrasplante (48 semanas para efectos adversos graves). La frecuencia global de eventos adversos fue similar entre ambos grupos, destacado por su frecuencia la notificación de las siguientes reacciones adversas: EICH (39% vs. 39%), diarrea (26% vs. 25%), náuseas (27% vs. 23%), fiebre (21% vs. 22%), erupción cutánea (20% vs. 21%), vómitos (19% vs. 14%) y edema (15% vs. 9%). Otros efectos adversos con mayor incidencia en el brazo de letermovir fueron: trastornos cardiacos (13% vs. 6%), del oído y el laberinto (5% vs. 1%), mialgia (5% vs. 2%) disnea (8% vs. 3%) e hiperkalemia (7% vs. 2%). No obstante, fueron en su mayoría leves-moderadas en severidad, y la tasa de interrupción por efectos adversos fue baja y similar en ambos grupos (4,8% vs. 3,6% con placebo), destacando como motivos de interrupción del uso de letermovir los efectos adversos gastrointestinales: náuseas (1.6%), vómitos (0.8%) y dolor abdominal (0,5%). No se ha documentado toxicidad hematológica o nefrotoxicidad, ni parece que haya diferencias de seguridad clínicamente importantes en los distintos subgrupos de pacientes según edad, peso, sexo o raza.

Aspectos innovadores

Letermovir es un nuevo agente antiviral activo por diferentes vías de administración que se dirige específicamente frente a citomegalovirus (CMV), actuando mediante la inhibición del complejo ADN terminasa viral, necesario para la escisión y encapsidación del ADN viral resultante. En base a su mecanismo –interferencia con la formación de unidades monoméricas de genoma de longitud adecuada y con la maduración y ensamblado de los viriones– se diferencia del resto de antivirales anti-CMV disponibles (ganciclovir, valganciclovir, cidofovir y foscarnet), que son inhibidores de la ADN polimerasa; aunque los datos son limitados y se debe seguir evaluando, se ha sugerido que tiene una mejor barrera genética frente al desarrollo de resistencias, sin esperarse resistencias cruzadas con otros agentes anti-CMV. El medicamento, designado como huérfano, ha sido autorizado para la profilaxis por vía oral e intravenosa de la reactivación del CMV y de la enfermedad causada por este virus en adultos seropositivos para el CMV [R+] receptores de un trasplante alogénico de células madre hematopoyéticas.

Cabe recordar que, en la infección por CMV, el abordaje terapéutico considera tres opciones: profilaxis, tratamiento anticipado y tratamiento agudo de la enfermedad. El estudio pivotal de fase 3 que ha sustentado la autorización de letermovir, adecuadamente diseñado5 y amplio (N= 565), ha considerado solamente la indicación en profilaxis en pacientes seropositivos [R+] receptores de un trasplante progenitores hematopoyéticos (TPH) alogénico con ADN viral de CMV indetectable en el momento basal. 

Los resultados de una profilaxis diaria –iniciada el mismo día o en el plazo de 28 días postrasplante (mediana de 9 días de retraso)– durante unos 100 días han demostrado que letermovir es significativamente superior a placebo: reduce en 23,5 puntos porcentuales la tasa de fracaso de la profilaxis a la semana 24 (37,5% vs. 60,6% con placebo; p< 0,0001). Tal efecto estuvo condicionado en su mayor parte por una reducción del 60% en la necesidad de inicio de terapia anticipada como consecuencia del desarrollo de infección clínicamente significativa por CMV según niveles de viremia (18% vs. 42%), considerado criterio para la suspensión del fármaco e inicio del tratamiento anticipado; en cambio, la tasa de desarrollo de enfermedad orgánica por CMV y necesidad de tratamiento específico anti-CMV fue baja y similar en ambos grupos (1,5% vs. 1,8%). Los resultados de las variables secundarias (reducción de 31,3 puntos porcentuales en la tasa de fracaso a la profilaxis en la semana 14) apoyaron los resultados de la variable principal. Sin embargo, la observación de un mayor número de eventos en el brazo de letermovir en la semana 24 con respecto a la semana 14 sugiere que la probabilidad de infección por CMV aumenta cuando los pacientes finalizan el tratamiento, y aporta incertidumbre respecto a la durabilidad del efecto del tratamiento.

Se verificó la eficacia de fármaco en todos los subgrupos de pacientes evaluados, con independencia de factores como el riesgo de reactivación de CMV (aquellos que tienen mayor riesgo se benefician más), las características del paciente y el uso concomitante de tratamiento inmunosupresor. Pero no se ha confirmado que el fármaco tenga beneficio sobre la supervivencia a largo plazo: si bien los datos sugieren una menor mortalidad por cualquier causa con letermovir que con placebo, la diferencia no alcanzó significación estadística a la semana 48 (21% vs. 25,5%; p= 0,12), siendo solamente una variable exploratoria. 

Por otra parte, se ha definido un perfil toxicológico relativamente benigno para letermovir: no se vieron diferencias relevantes en la frecuencia global de eventos adversos ni en la proporción de pacientes con efectos adversos graves respecto al grupo de placebo. Por su mayor frecuencia con el uso del fármaco predominan los eventos adversos relacionados con el tracto gastrointestinal, tales como diarrea, náuseas y vómitos, y otros menos incidentes como los trastornos cardiacos, disnea, mialgias o desórdenes laberinto/oído; en todo caso, fueron mayoritariamente leves-moderados, de modo que la tasa de interrupción del tratamiento por problemas de seguridad fue baja (4,8% vs. 3,6% con placebo). Siendo la seguridad consistente en las distintas subpoblaciones, es preciso destacar que el fármaco no induce mielosupresión, a diferencia de otros agentes anti-CMV, de relevancia en pacientes sometidos a un TPH. 

En términos prácticos, los datos clínicos apuntan a que con el uso de letermovir en profilaxis se lograría disminuir en torno al 60% el número potencial de pacientes con indicación de recibir ganciclovir/valganciclovir (respecto a la ausencia de profilaxis), mejorando la seguridad al evitarse los efectos adversos que ello implica, sobre todo, relativos a la mielosupresión y posible rechazo del injerto, especialmente en la fase temprana postrasplante. Aunque es cierto que esa ventaja se ve limitada por que la mayoría de los pacientes que presentan ADN viral en sangre y requieren tratamiento anticipado ya han abandonado el periodo crítico postrasplante, no siendo entonces la mielotoxicidad un factor tan determinante como antes del prendimiento del injerto. 

Además, aún se carece de evidencia que respalde el beneficio de letermovir en el éxito del trasplante en pacientes de especial riesgo de fracaso (por ejemplo, con injerto pobre definido como presencia de dos citopenias importantes o en pacientes con coexistencia de células del donante), y no es posible cuantificar el posible beneficio. Es más, la relevancia de los resultados se ve limitada por la escasa incidencia del fármaco en el desarrollo de la enfermedad por CMV (1,5% vs. 1,8%), que es el objetivo final más importante de la estrategia profiláctica. Por todo ello, para asegurar una ventaja con el uso del fármaco según lo hasta ahora conocido puede ser útil identificar precozmente a pacientes receptores del TPH más vulnerables, como aquellos con mayor riesgo de reactivación de CMV y, en especial, aquellos con injerto pobre.

En resumen, se trata del primer fármaco autorizado en la UE para la profilaxis de la reactivación de CMV en adultos seropositivos para dicho virus que reciben un TPH alogénico. Ha demostrado reducir significativamente respecto a placebo la tasa de fracaso de la profilaxis y, más concretamente, a más de la mitad la necesidad de iniciar terapia anticipada con otros antivirales (ganciclovir/valganciclovir), pero sin diferencias en el desarrollo de la enfermedad orgánica por CMV, aspecto que podría considerarse más relevante desde un punto de vista clínico; tampoco se pueden extrapolar los resultados a situaciones clínicas que influirían en la evolución de la enfermedad o a subgrupos de pacientes no investigados (infección por VIH, hepatitis, uso de alemtuzumab, etc). Puede ser útil para evitar los efectos mielosupresores de la terapia anticipada en la primera fase del trasplante, con especial beneficio en pacientes con mayor riesgo de reactivación de CMV, pero las limitaciones en los datos de eficacia limitan sustancialmente el grado de innovación terapéutica, incluso a pesar de incorporar un novedoso mecanismo de acción. También se debe tener en cuenta que es un fármaco específico anti-CMV, sin actividad contra otros virus frecuentes en receptores de TPH, por lo que habría que continuar usando otros fármacos antivirales si así se requiere. Por último, conviene subrayar que el fármaco no ha sido financiado por el Ministerio de Sanidad, lo cual hace previsible que su impacto en la práctica clínica real sea muy reducido (AEMPS, 2019).  

Valoración

Mogamulizumab (▼Poteligeo®) en micosis fungoide y síndrome de Sézary

Resumen

Mogamulizumab es un nuevo anticuerpo monoclonal de tipo IgG1К que se une selectivamente al receptor CCR4 (del inglés C-C chemokine receptor type 4), el cual se expresa de forma inherente en la superficie de ciertas células cancerosas, entre las que se incluyen las de linfomas cutáneos de linfocitos T (LCCT), como la micosis fungoide y el síndrome de Sézary. CCR4 es un receptor acoplado a proteína G de ciertas quimiocinas CC que participan en la circulación de linfocitos a diversos órganos, incluida la piel. Al unirse al receptor, mogamulizumab impide la acción biológica de las quimiocinas y, por mecanismos de citotoxicidad celular dependiente de anticuerpos, provoca la depleción de las células diana. El medicamento, designado como huérfano, ha sido autorizado para el tratamiento –por vía intravenosa– de pacientes adultos con micosis fungoide (MF) o síndrome de Sézary (SS) que han recibido como mínimo un tratamiento sistémico previo.

Su aprobación se basó en un estudio pivotal abierto de fase 3, controlado por vorinostat, en el que un tratamiento con mogamulizumab en pacientes con MF y SS (N= 372) pretratados con alguna terapia sistémica (mayoritariamente bexaroteno, interferón y/o metotrexato) indujo una prolongación de 4,6 meses en la mediana de SLP (7,7 vs. 3,1 meses con vorinostat), reduciendo en un 47% el riesgo de progresión o muerte por la enfermedad; por subgrupos, el mayor beneficio se observó en aquellos con patología en estadios más avanzados (10,9 vs. 3 meses; HR= 0,36) y con SS (13,3 vs. 3,1 meses; HR= 0,32). Las tasas de respuesta fueron bajas comparativamente con lo conocido para otras alternativas usadas en práctica clínica, pero el nuevo fármaco indujo una TRG significativamente mayor que el control activo (28% vs. 4,8%) y una duración de la respuesta considerable (14,1 vs. 9,1 meses); la respuesta se observó en el compartimento sanguíneo (67% vs. 18%). No se ha confirmado hasta el momento un aumento en supervivencia global. Con respecto a la seguridad, se trata de un fármaco con un perfil de seguridad caracterizado fundamentalmente por eventos adversos de carácter leve-moderado y manejables clínicamente con ajustes posológicos. Las reacciones adversas al tratamiento más frecuentes fueron las relacionadas con la infusión (33%; 1,6% de grado ≥ 3), infecciones (24%; 9% de grado ≥ 3) y erupción medicamentosa (23%; 4,4% de grado ≥ 3). Algunas investigaciones apuntan a un mayor riesgo de complicaciones tras un trasplante de progenitores hematopoyéticos si se administra el nuevo fármaco previamente, quizás debido al agotamiento en sangre de las células Treg que provoca; por ello, aún se debe caracterizar mejor la seguridad en pacientes potencialmente candidatos a un TPH, y hasta entonces debería evitarse su uso en quienes éste se prevea.

No se dispone de comparaciones directas de mogamulizumab con otras alternativas usadas en 2ª línea y posteriores del tratamiento de pacientes con MF o SS (bexaroteno, interferón, metotrexato, gemcitabina, etc.). Las comparaciones indirectas, de robustez limitada, sugieren que brentuximab vedotina puede tener mejor perfil beneficio-riesgo en pacientes con LCCT CD30+. Se trata del primer fármaco para el que se aprueba la indicación específica de tratamiento de la MF y el SS y el primer agente biológico específicamente dirigido a CCR4 comercializado en Europa: inaugura una vía terapéutica con una potencial aplicabilidad en otros tipos de tumores, para los que ya se está investigando clínicamente. En un contexto en que los pacientes con MF y SS pueden sufrir síntomas agresivos y el estigma social de tener lesiones cutáneas antiestéticas, los resultados apuntan a un beneficio clínicamente relevante con mogamulizumab, en especial en pacientes con enfermedad avanzada y compromiso sanguíneo; los sujetos con enfermedad en estadios tempranos y sin afectación en sangre parecen experimentar menor beneficio. En base a ello, el IPT de la AEMPS establece que, frente al resto de alternativas, en el contexto de una MF o SS pre-tratados sería preferible el uso de esas alternativas en estadios iniciales y de mogamulizumab en estadios avanzados. En pacientes con patología CD30+ se podría valorar utilizar primero brentuximab vedotina, si bien la elección del tratamiento deberá hacerse de forma individualizada, considerando factores de la enfermedad y del paciente. En todo caso, mogamulizumab se usa con intención paliativa y no es una opción curativa, por lo que no parece representar una innovación terapéutica disruptiva.

Aspectos fisiopatológicos

Los linfomas son neoplasias del sistema linfoide que constituyen un grupo heterogéneo de enfermedades neoplásicas definidas por aspectos morfológicos, inmunofenotípicos y genéticos, que tienen su origen en los sistemas mononuclear fagocítico y linfático. Se subdividen en dos grandes grupos. Por un lado, los linfomas de Hodgkin (LH) consisten en una proliferación, localizada o diseminada, de células tumorales que se originan en el sistema linforreticular y que afecta principalmente los ganglios linfáticos y la médula ósea. Y por otro, los linfomas no-Hodgkin (LNH) incluyen a todos los linfomas que no encajan dentro de la definición de LH; por tanto, son neoplasias linfoides que pueden presentar fenotipo de linfocitos B o T/NK. Los LNH representan el 4-5% de los nuevos casos de cáncer diagnosticados al año, ocupando el quinto lugar en frecuencia; los de linfocitos B representan el 80-90% de los LNH y los T el 10-20%, mientras que los de células NK (Natural Killer; citotóxicas) tienen una frecuencia marginal. 

En España se registran en torno a 7.500 nuevos casos de linfoma cada año, lo que supone la 6ª (mujeres) o 7ª (varones) causa más común de cáncer; según datos del Instituto Nacional de Estadística, murieron en 2020 un total de 4.954 personas (54% varones y 46% mujeres) por tumores malignos del tejido linfático (excepto leucemias), algo más de un 10% más que en 2008 (4.451). Según el Instituto Nacional del Cáncer (INH), los linfomas de Hodgkin constituyen un 0,5% de todos los nuevos casos y un 0,2% de los fallecimientos por cáncer en Estados Unidos; en el caso de los linfomas no-Hodgkin, suponen más del 4% de los nuevos casos de cáncer y del 3% de los fallecimientos por esta causa. Las tasas de supervivencia a 5 años entre 2008 y 2014 se situaban en el 87% para el linfoma de Hodkgin y del 71% para los no-Hodgkin.

Entre los linfomas de células B, los más comunes son el linfoma difuso de células B grandes (30-35%) y el linfoma folicular (20-25%); menos prevalentes son el linfoma de tejido linfoide asociado a mucosas (TLAM) (7-10%), el linfoma linfocítico pequeño o leucemia linfocítica crónica (6-8%), el linfoma de células del manto (5-7%), el linfoma de Burkitt (2-3%) y el linfoma mediastínico (tímico) de células B grandes (2-3%). Menos del 2% de los linfomas de células B corresponden al linfoma linfoplasmacítico (macroglobulinemia de Waldenström), el nodal de células B de la zona marginal, el esplénico de zona marginal, el extranodal de células B de zona marginal, el intravascular de células grandes B, el de efusión primaria y la granulomatosis linfomatoide. Por su parte, los linfomas de células T se clasifican en: linfoma extranodal T, linfoma cutáneo de las células T, linfoma anaplásico de células grandes y linfoma angioinmunoblástico de las células T.

Centrando el foco sobre los linfomas no-Hodgkin, en las últimas décadas se ha registrado un aumento en sus tasas de incidencia y de mortalidad, principalmente en países industrializados; se ha observado un aumento especialmente acusado de sus tasas de incidencia en España e Italia. El aumento afecta a todos los grupos de edad adulta, aunque el mayor aumento se registra en los sectores de edad más avanzada de la población. Y es que, a pesar de que los LNH pueden aparecer en cualquier edad de la vida, la mediana de presentación se sitúa en torno a los 50 años, siendo más frecuentes en varones. Tanto en las neoplasias linfoides B como en las T se distinguen dos tipos de transformación neoplásica: una que se origina a partir de las células precursoras y la otra a partir de las células periféricas. Además, los linfomas se pueden clasificar en base a la célula maligna de origen: centro germinal o no centro germinal; también tenemos la zona del manto y la zona marginal. En base a ello, resulta muy importante la manera en que se infiltra el ganglio, por ejemplo: el linfoma difuso de célula grande (LDCG) es un linfoma de linfocitos B de tamaño grande (por su estado de maduración) que infiltra el ganglio de forma difusa y puede infiltrarlo tanto en el centro germinal como fuera del mismo (no centro germinal). 

La etiopatogenia de los LNH varía según los distintos tipos, pero presentan factores de riesgo comunes, tales como la existencia de un sistema inmune debilitado (ya sea por una enfermedad hereditaria o tras un trasplante de órganos), edad elevada, antecedentes familiares, exposición a agentes tóxicos (herbicidas) e infecciones por algunos virus (virus linfotrópico de células T del ser humano tipo 1 –HTLV-1, virus de la inmunodeficiencia humana, virus de Epstein-Barr) e infecciones bacterinasas (Helicobacter pylori).

Dentro de la clasificación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de los tumores de tejidos linfoides y hematopoyéticos, los linfomas cutáneos primarios (LCP) constituyen un subtipo de LNH que se originan en la piel sin que haya afectación extracutánea en el momento del diagnóstico. La mayoría de los LCP (75%) derivan de los linfocitos T y entre un 20-25% se originan a partir de las células B. Los del primer grupo, mayoritarios, se denominan linfomas cutáneos de células T (LCCT), término que tampoco se refiere a una única entidad patológica sino a un grupo heterogéneo de enfermedades raras, de etiología desconocida (no se ha identificado predisposición genética), y con curso clínico, necesidades terapéuticas y pronóstico diferentes (Cuéllar, 2018). Se sabe que el LCCT es dos veces más frecuente en hombres que en mujeres, y su incidencia en España se estima entre 0,4-1 casos nuevos por cada 100.000 habitantes; por su aumento significativo con la edad, es 4 veces más frecuente en mayores de 70 años.

El tipo más frecuente de LCCT (50-60%) es la micosis fungoide (MF) y sus variantes histológicas, que suponen el 3% de todos los LNH; la MF clásica representa alrededor del 80-90% de todos los casos de MF. Entre el resto de LCCT destaca el síndrome de Sézary (SS), una variante eritrodérmica y leucémica que representa el 3-5% de los LCCT. Durante muchos años, la MF y el SS han sido los únicos tipos de LCCT conocidos, habiéndose definido nuevos tipos posteriormente que han determinado nuevas clasificaciones de las patologías. Tanto la MF y el SS se clasifican clínicamente utilizando los 4 compartimentos anatómicos potencialmente afectados por la enfermedad (es decir, la piel, los ganglios linfáticos, las vísceras y la sangre), cada uno de ellos con importancia pronóstica.

La MF es una neoplasia de células T maduras de tipo colaborador (linfocitos Th, helper), cuyas manifestaciones son preferente o exclusivamente cutáneas. Su incidencia media ronda los 0,3 casos/100.000 habitantes/año y su etiopatogenia se desconoce. El nombre de micosis fungoide proviene de los tumores de piel similares a infecciones provocadas por hongos (micosis) que pueden aparecer en las etapas avanzadas de la enfermedad, aunque no tiene relación real con ninguna micosis. La MF a menudo permanece limitada a la piel; de hecho, el 70-80% de los pacientes son diagnosticados en las primeras etapas, cuando solo la piel se ve afectada, y la enfermedad no se disemina a los ganglios linfáticos ni a los órganos internos. Además, en casi todos los pacientes diagnosticados con la enfermedad, en las primeras etapas (manchas/placas) la afección de la piel no progresa para mostrar lesiones tumorales; en una pequeña cantidad de pacientes, la MF sí progresa lentamente durante periodos de hasta 10-30 años desde su presentación inicial.

El inicio de la patología tiene lugar, casi siempre, durante la vida adulta, pero pueden presentarse casos durante la adolescencia e, incluso, en la infancia. Es una forma de linfoma cuya evolución clínica sigue habitualmente el desarrollo progresivo de tres fases: parche, placa y tumoral, que refleja el inicio de la enfermedad en la epidermis y la dermis superficial (fases iniciales) para progresar con afectación en profundidad de la dermis reticular y, eventualmente, del tejido celular subcutáneo (fase tumoral). La mayoría de los casos debutan con piel seca y un sarpullido rojo, con o sin picor asociado. Las lesiones iniciales se describen como máculas rojizas ligeramente descamativas en su superficie que se localizan en la mitad inferior del tronco, los glúteos, la parte proximal de los muslos, la cara interna de los brazos, la región periaxilar y el área submamaria. Al menos alguna de las lesiones alcanza un tamaño notable y no es raro que sobrepasen los 10 cm; a veces muestra un curso intermitente e indolente, con lesiones que aparecen y desaparecen, lo que dificulta su diagnóstico. 

Algunos pacientes evolucionan hacia fases más avanzadas, caracterizadas por placas induradas de coloración variable y bien delimitadas, así como por el desarrollo de lesiones tumorales indiferenciables de otros linfomas cutáneos; pueden aparecer bultos grandes o nódulos tumorales con mucho espesor, ya sea inicialmente o de forma más tardía con la progresión de la enfermedad, pero solo en raras ocasiones la MF comienza con el desarrollo de este último tipo de lesiones sin pasar por las etapas previas. En etapas posteriores, los pacientes podrían también presentar grietas en la piel que no se curan debidamente, se ulceran y se infectan. En algunos casos, los linfocitos tumorales pueden causar el agrandamiento de un ganglio linfático y trasladarse a otros ganglios linfáticos (la afectación extracutánea más frecuente). Cuando la enfermedad avanza, también se pueden diseminar a otras partes del cuerpo, que incluyen el hígado, el bazo y los pulmones.

En cualquier fase de un LCCT se puede presentar un cuadro de eritrodermia, casi siempre asociado a la presencia de adenopatías y un gran número de células neoplásicas circulantes (> 1.000/mm3), conocido como síndrome de Sèzary, que complica alrededor del 3% de los casos de MF y se caracteriza, además del extendido sarpullido rojo, por picor y, en ocasiones, descamación cutánea que facilitan la aparición de infecciones cutáneas. 

El pronóstico individual de un paciente depende de la etapa y de si la enfermedad afecta a los ganglios linfáticos, la sangre u otros órganos del cuerpo, el tipo y la extensión de las lesiones cutáneas presentes (manchas, placas o tumores), la cantidad de células de Sézary en la sangre, y la transformación a MF de células grandes o foliculotrópica (con afectación de folículos pilosos). El 90% de los pacientes que muestran afectación exclusivamente cutánea del tipo parche en menos del 10% de la superficie corporal en el momento del diagnóstico sobreviven más de 15 años. Globalmente, los pacientes con MF tienen una tasa de supervivencia a los 5 años significativamente inferior a la población de control emparejada por edad y sexo (75% vs. 92%), aunque en estadios iniciales, la supervivencia global sí puede ser similar a la de la población sana. En pacientes tratados, se han descrito medianas de supervivencia de 36, 22 y 16 años para los estadios IA, IB y IIA, respectivamente; medianas que se acortan a 4-6 años y a < 4 años para pacientes en estadios IIB-III y IV, respectivamente (Wilcox, 2017).

Desde el punto de vista de la terapéutica, es preciso subrayar que para los subtipos de LCCT no hay un tratamiento que pueda considerarse estándar. Las opciones de tratamiento actualmente disponibles incluyen fototerapia (terapia fotodinámica), radioterapia (local y superficie cutánea total), terapia tópica, terapia sistémica, terapias biológicas o inmunitarias y quimioterapias sistémicas; hay incluso ensayos cínicos con quimioterapia a altas dosis y radioterapia con trasplante de células madre. Si bien los pacientes con MF o SS en las primeras etapas pueden responder bien a terapias dirigidas a la piel solamente, los pacientes con una enfermedad más avanzada pueden requerir una combinación de terapias tópicas y sistémicas; se debería también considerar el trasplante de precursores hematopoyéticos (TPH) para pacientes con una enfermedad avanzada, resistente al tratamiento y/o agresiva. En todo caso, la elección del tratamiento depende fundamentalmente del estadio, debiéndose considerarse de forma adicional otros factores tales como el compromiso foliculotrópico, la posibilidad de transformación a células grandes, la severidad de los síntomas asociados, el tiempo y duración de la respuesta, las comorbilidades del paciente, la toxicidad del tratamiento, la accesibilidad y el coste-eficiencia de las alternativas disponibles.

Las terapias tópicas cutáneas incluyen a los corticosteroides y algunas formas de aplicación local de antineoplásicos, como la mecloretamina o la carmustina, aunque ninguna de ellas está autorizada –en aplicación tópica cutánea– en la Unión Europea para esta indicación. El tazaroteno es un retinoide tópico, pero tampoco está oficialmente autorizado en esta indicación. La fototerapia puede ser empleada de diferentes formas: tratamientos UVB de banda estrecha (para lesiones delgadas, como manchas y/o placas pequeñas) y PUVA (psoraleno más ultravioleta A), a veces en combinación con otros tratamientos. Otras terapias cutáneas que se han empleado incluyen el imiquimod en crema, la terapia fotodinámica y el láser de excímeros. 1

La fotoféresis extracorpórea o fotoquimioterapia extracorpórea es una terapia inmunomoduladora que está disponible únicamente en centros seleccionados. Se trata de un procedimiento en que se extrae sangre para proceder con el aislamiento de los glóbulos blancos, incluyendo células circulantes provenientes del linfoma cutáneo de células T, y el posterior tratamiento con psoraleno (8-metoxipsoraleno), que sensibiliza las células ante la luz ultravioleta. Los rayos UVA irradian las células, lo que, junto con el fármaco, daña el ADN de las células del LCCT, que son posteriormente “devueltas” al paciente. Este procedimiento no solo lesiona los linfocitos T tumorales, sino que induce una respuesta inmunitaria, pero debe repetirse varias veces para obtener el máximo efecto, si bien su mecanismo de acción en LCCT no se comprende totalmente. Tiene la mayor eficacia en pacientes con afectación de la sangre, como es el caso en el síndrome de Sézary2.

La radioterapia localizada ha resultado útil para los pacientes que tienen tumores cutáneos o aquellos que han tenido una respuesta insuficiente al tratamiento. La radioterapia cutánea total con haz de electrones administrada en toda la piel es adecuada para pacientes con placas gruesas generalizadas con o sin tumores cutáneos. Las formas de radioterapia cutánea, local y total, son eficaces en dosis bajas en el tratamiento de la MF o SS, pudiéndose usar sola, en combinación simultánea con otros tratamientos o, además, en forma secuencial con otros tipos de terapias dirigidas a la piel o sistémicas. Pero, como ocurre con la fototerapia, la radioterapia aumenta el riesgo de daño cutáneo. 

Entre las terapias sistémicas se incluye el bexaroteno, un retinoide de administración oral que está aprobado por la EMA para el en el tratamiento del linfoma cutáneo de células T cuando no ha dado resultado al menos una terapia sistémica anterior. 

La quimioterapia convencional no ha podido curar el linfoma cutáneo extendido, y los estudios que usan la quimioterapia combinada con la radioterapia en pacientes con la enfermedad en las primeras etapas no han tenido mucho éxito. Sin embargo, ciertas quimioterapias de un solo fármaco –de agente único– han mostrado beneficios en pacientes con una enfermedad muy agresiva (especialmente, con transformación a células grandes), o pacientes cuya enfermedad no responde a las terapias sistémicas menos intensas, entre ellas el metotrexato, la gemcitabina, la doxorrubicina, el etopósido y el clorambucilo. Más recientemente se ha autorizado brentuximab vedotina para el tratamiento de pacientes adultos con LCCT CD30+ tras, al menos, un tratamiento sistémico previo; se trata de un fármaco compuesto por un anticuerpo monoclonal –brentuximab– ligado químicamente a un compuesto citotóxico (MMAE) que origina selectivamente la muerte celular apoptótica de las células tumorales que expresan CD30, el cual se mostró más eficaz que bexaroteno o metotrexato en un ensayo que incluyó a pacientes con LCCT CD30+. Adicionalmente, varios estudios han mostrado resultados exitosos con el alotrasplante de células madre de intensidad reducida en pacientes con MF y SS. 

En líneas generales, el objetivo del tratamiento de la MF (y del SS) en estadios tempranos (de IA a IIA) es alcanzar la remisión, así como el alivio de los síntomas y la mejora de la apariencia de las lesiones, la reducción de la morbilidad y la prevención de la progresión, manteniendo siempre un perfil de seguridad adecuado. Para ello se suele instaurar una pauta terapéutica gradual, que se inicia con tratamientos conservadores: las terapias con efecto cutáneo directo suelen ser efectivas en los estadios iniciales (de mejor pronóstico), pero la enfermedad avanzada –o los pacientes refractarios a tratamientos tópicos– suele requerir tratamiento con quimioterapia sistémica, fotoféresis extracorpórea (sola o combinada con interferón alfa), o con dosis bajas de metotrexato, bexaroteno o retinoides y/o radioterapia.

Si no hay respuesta o la enfermedad progresa (las respuestas suelen ser cortas dada la naturaleza recurrente de la patología), se han propuesto distintas alternativas3 en 2ª línea, pero solo se han empleado fuera de ficha técnica (off label) o como uso compasivo y en un número limitado de pacientes. Así, las guías de la ESMO (Willemze et al., 2018) y NCCN establecen, entre las pautas de tratamiento para los linfomas cutáneos primarios, algunas recomendaciones para MF y SS, en particular para casos refractarios o terapias de segunda línea (bexaroteno, interferon-alfa, brentuximab vedotina, metotrexato a dosis bajas), aunque algunos como gemcitabina, doxorrubicina liposomal, fludarabina y la inmnoterapia con el anticuerpo monoclonal anti-CD52 alemtuzumab (este último para SS) o vorinostat, denileukina diftitox, cladribina o pentostatina, no están autorizados en la UE. Ante recaídas, también se suele valorar la radioterapia total en piel con haz de electrones y el TPH alogénico (en pacientes seleccionados con enfermedad resistente y/o agresiva). Conviene subrayar que el SS requiere tratamiento sistémico desde el inicio (AEMPS, 2021). 

Finalmente, como en otros tipos de tumores, la atención psicológica también es parte esencial de los cuidados de los pacientes, puesto que es frecuente que se vean afectados emocionalmente (miedo, ira, dolor, ansiedad, depresión, soledad, etc.).

Acción y mecanismo

Mogamulizumab es un nuevo anticuerpo monoclonal de tipo IgG1 que se une selectivamente al receptor CCR4 (del inglés C-C chemokine receptor type 4), expresado de forma inherente en la superficie de ciertas células cancerosas, entre las que se incluyen las neoplasias malignas de linfocitos T, como la micosis fungoide y el síndrome de Sézary. CCR4 es un receptor acoplado a proteína G de ciertas quimiocinas CC (como CCL2, CCL4, CCL5, CCL17 y CCL22) que participan en la circulación de linfocitos a diversos órganos, incluida la piel. Al unirse al receptor, mogamulizumab impide la acción biológica de las citocinas y, por mecanismos de citotoxicidad celular dependiente de anticuerpos, provoca la depleción de las células diana (Figura 1). En base a ello, el medicamento ha sido autorizado para el tratamiento –por vía intravenosa– de pacientes adultos con micosis fungoide o síndrome de Sézary que han recibido como mínimo un tratamiento sistémico previo. 

En ensayos in vitro, el fármaco ha demostrado la capacidad de unirse al receptor CCR44  con alta afinidad (Kd entre 1,33-1,39 × 105 mol/l/s), así como de ejercer una citotoxicidad (dependiente de anticuerpos) frente a líneas celulares humanas que es más intensa conforme mayor es el nivel de expresión del receptor CCR4 en la superficie celular. Los estudios in vivo revelaron que el tratamiento con el fármaco ejerce una notable actividad antitumoral en modelos murinos con xenoinjertos tumorales, significativamente superior a lo observado con el control (solución salina). Dicho tratamiento también induce una reducción consistente (dosis-dependiente) de las células CD4+ que expresan CCR4 (también designado como CD194).

A partir de los resultados de estudios pre-clínicos, se postuló que habría una relación entre el grado de expresión de CCR4 y el nivel de eficacia antitumoral de mogamulizumab; si bien los estudios en humanos no han confirmado este punto, se puede asumir que el nivel de expresión del receptor a nivel de los linfocitos que infiltran la piel, aunque bajo, permite que el tratamiento resulte en un efecto terapéutico. Por otra parte, aún persisten incertidumbres sobre si la reducción del número y funcionalidad de las células NK (debido a la patología subyacente) tiene alguna influencia relevante sobre el éxito del tratamiento (EMA, 2018; AEMPS, 2021).

Aspectos moleculares

Mogamulizumab es una inmunoglobulina de tipo IgG humanizada y desfucosilada, que tiene un peso molecular aproximado de 149.000 Da y está compuesta por dos cadenas pesadas (γ1, con el residuo de asparagina en posición 299 N-glicosilado) y dos cadenas ligeras (К). Presenta una estructura secundaria y terciaria mayoritariamente en forma de lámina β, y una serie de residuos de aminoácidos aromáticos distribuidos de forma asimétrica en la molécula. 

La molécula presenta dominios determinantes de la complementariedad (CDR, por sus siglas en inglés) derivados de anticuerpos murinos específicos frente al CCR4 humano, que se unen al antígeno CCR4 en la superficie de las células T. La ausencia de fucosa en la región constante Fc de la glicoproteína incrementa el poder de inducción de la citotoxicidad dependiente de anticuerpos, en comparación con los anticuerpos convencionales fucosilados, pero no modifica el potencial de exhibir citotoxicidad dependiente del complemento o actividad neutralizante del ligando de CCR4.

Eficacia y seguridad clínicas

La eficacia y seguridad clínicas de mogamulizumab en la indicación y dosis autorizadas han sido adecuadamente contrastadas en un único ensayo pivotal de fase 3 (MAVORIC), multicéntrico y multinacional (61 centros en 11 países), con diseño abierto y aleatorizado, controlado con vorinostat5 como comparador, que incluyó a un total de 372 pacientes adultos con diagnóstico confirmado de micosis fungoide (55%) o síndrome de Sézary (45%), que tenían buen estado funcional (ECOG ≤ 1) y habían recibido al menos una línea de tratamiento sistémico previa, con independencia de su nivel de expresión de CCR4 en la biopsia de piel. Los participantes fueron asignados al azar (1:1) a recibir, hasta progresión de la patología o toxicidad inaceptable, un tratamiento intravenoso con mogamulizumab (N= 186) en infusión semanal de 1 mg/kg en el primer ciclo de 28 días seguido de una infusión quincenal en los ciclos siguientes, o bien vorinostat por vía oral como control activo (N= 186) en dosis de inicio de 400 mg/día. A los enrolados en el grupo de vorinostat se les permitía el cruce al brazo experimental si había refractariedad o problemas inaceptables de seguridad tras al menos 2 ciclos.   

Las características demográficas y clínicas de los pacientes en el momento basal estaban bien balanceadas entre los grupos de tratamiento. Cabe destacar que la mediana de edad fue de 64 años (50% con ≥ 65 años), el 58% eran hombres y el 70% de raza blanca (54% europeos); el 38% tenían la enfermedad en un estadio Ib-II, el 10% en estadio III y el 52% restante en estadio IV; la gran mayoría (> 80%) de los pacientes había recibido más de 1 tratamiento sistémico previo, siendo los más frecuentemente usados en Europa: bexaroteno (70%), interferón (59%), metotrexato (49%), fotoféresis extracorpórea (31%) y regímenes de gemcitabina (28%). En una evaluación retrospectiva, en el brazo de mogamulizumab se detectó un nivel de expresión de CCR4 ≥ 1% de los linfocitos cutáneos del todos los pacientes evaluados (n= 140), y de ≥ 10% en el 96% de ellos. Se excluyeron del estudio pacientes que hubieran recibido tratamiento para la enfermedad en las 4 semanas previas, receptores de un TPH alogénico, o quienes padecían enfermedades autoinmunes, metástasis cerebrales u otras patologías –incluyendo infecciones virales– que requirieran tratamiento con corticoides sistémicos, inmunosupresores o antimicrobianos. 

La variable primaria de eficacia fue la supervivencia libre de progresión (SLP) según evaluación por el investigador y en base a un criterio de respuesta compuesta que valoró cada 4-16 semanas todos los compartimentos corporales potencialmente afectados por la enfermedad (piel, sangre, ganglios linfáticos y vísceras). La mediana de duración de la exposición al fármaco en el brazo de mogamulizumab fue de 5,6 meses (el 56% lo recibió durante 6 ciclos y el 25% durante ≥ 12 ciclos), mientras que en los pacientes que cruzaron tratamiento de los inicialmente asignados a vorinostat (73%) el número de perfusiones con mogamulizumab osciló entre 1 y 94, hasta un máximo de 46 meses de tratamiento.

Tras un análisis de los datos en la población por intención de tratar, los resultados (Kim et al., 2018) ponen de manifiesto que, a los 6, 12, 18 y 24 meses desde el inicio del tratamiento, la tasa de SLP fue significativamente superior para mogamulizumab (55,3%, 38,3%, 28,0% y 14,1%, respectivamente) en comparación con el brazo de vorinostat (28,8%, 15,3%, 7,2% y 7,2%, respectivamente). Con esas cifras, la mediana de SLP para el fármaco experimental alcanzó los 7,7 meses (IC95% 5,67-10,33), frente a los 3,1 meses (IC95% 2,87-4,07) del grupo control (HR= 0,53; IC95% 0,41-0,69; p< 0,0001). Por subgrupos, la mediana de SLP en los sujetos en estadio Ib/II fue de 4,7 meses con mogamulizumab vs. 3,9 meses con vorinostat (HR= 0,88; IC95% 0,58-1,35; p< 0,7166), y para aquellos en estadio III/IV fue de 10,9 meses y 3 meses (HR= 0,36; IC95% 0,26-0,51; p< 0,0001), respectivamente. También se vieron diferencias según el tipo de enfermedad, siendo el beneficio con mogamulizumanb mayor en aquellos pacientes con síndrome de Sézary (mediana de 13,3 meses vs. 3,13 meses con vorinostat; HR= 0,32; IC95% 0,26-0,51; p< 0,0001) respecto a los que tenían diagnóstico de micosis fungoide (HR= 0,72; IC95% 0,51-1,01; p= 0,0675).

Entre las variables secundarias claves, se puede destacar que la tasa de respuesta global6 (TRG, sumatorio de respuesta completa y respuesta parcial) fue significativamente mayor (p< 0,0001) en el brazo de mogamulizumab: 28,0% (IC95% 21,6-35,0) vs. 4,8% (IC95% 2,2-9,0) con vorinostat; el 30% de los pacientes cruzados entre brazos (41/136) tuvieron respuesta parcial o completa con mogamulizumab. El nuevo fármaco se mostró superior a vorinostat en todos los compartimentos evaluados –tanto en sangre (TRG de 66,9% vs. 18,4%) como en piel (41,9% vs. 15,6%) y en ganglios linfáticos (15,4% vs. 3,8%)–, si bien los escasos datos en sujetos con compromiso visceral no permitieron confirmar la respuesta a nivel de vísceras. De igual modo a lo comentado para SLP, el beneficio en TRG con mogamulizumab fue menor en pacientes con MF (21% vs. 7,1% con vorinostat; p= 0,0042) frente a aquellos con SS (37% vs. 2,3%; p< 0,0001), pero se mantuvo consistentemente superior a vorinostat también en pacientes con estadio Ib/II (17,6% vs. 8,3%; p= 0,0896).

El tiempo hasta la respuesta tanto en población global como en pacientes con estadios precoces fue de aproximadamente 3 meses, lo que determina que, si no se observa respuesta general o a nivel de compartimiento tras ese periodo de tratamiento, se recomiende considerar la suspensión del fármaco. La duración de la respuesta (DR) fue también mayor en el brazo experimental, con una mediana de 14,1 meses vs. 9,1 meses en el grupo control. No obstante, dado el escaso número de pacientes en estadios Ib/II con respuesta (12/68) y la inmadurez de los datos, no puede sacarse ninguna conclusión sobre la DR de mogamulizumab en ese subgrupo.

Entre las variables exploratorias, los datos de supervivencia global eran inmaduros (mortalidad del 21,5% con mogamulizumab vs. 25,3% con vorinostat), lo cual era esperable dado que los pacientes con micosis fungoide tienen a menudo un curso clínico crónico. El diseño cruzado del estudio complicó la interpretación de las diferencias en el tiempo hasta la terapia de 2ª línea (11 vs. 3,5 meses), ya que los pacientes del grupo control eran más propensos a iniciar una segunda terapia. Igualmente, el diseño abierto dificultó la interpretación de los datos de calidad de vida comunicados por los pacientes mediante diversos cuestionarios (escala de síntomas de Skindex o cuestionario de bienestar funcional FACT-G), que parecían favorecer al tratamiento experimental.

Con relación a la seguridad de mogamulizumab, los principales datos clínicos derivan también del ensayo pivotal, que incluyó a casi el 80% de la población total con LCCT tratada durante el desarrollo clínico (7 estudios); la mitad de los pacientes lo recibió durante al menos 6 meses. Se registró una frecuencia de acontecimientos adversos relacionados con el tratamiento más baja que en el brazo comparador (84% con mogamulizumab vs. 96% con vorinostat); de igual modo, la incidencia de aquellos de grado ≥ 3 relacionados con el tratamiento fue menor (26% vs. 35%), lo que se tradujo en una baja frecuencia de muertes asociadas a acontecimientos adversos graves (1,6% vs. 4,8%). La tasa de interrupción por eventos relacionados con el tratamiento fue también menor con mogamulizumab (14% vs. 22%), similar a la tendencia en la proporción de abandonos7 por eventos adversos no asociados con la progresión de la enfermedad (12% vs. 19%). 

Las reacciones adversas notificadas con mayor frecuencia (incidencia > 15% en comparación con vorinostat) fueron las reacciones relacionadas con la perfusión (33%, menos frecuentes tras la primera infusión) y la erupción medicamentosa o exantema (23%), pero en su mayoría de severidad leve-moderada (grados 1-2); las infecciones también fueron más frecuentes en el grupo de mogamulizumab, sobre todo en el tracto respiratorio y en pacientes menores de 65 años. Entre los eventos adversos graves de mayor incidencia (> 1%) sobresalen: erupción medicamentosa (4,3%), hipertensión (2,7%), reacciones relacionadas con la infusión (1,6%), neumonía (1,6%), fatiga, aumento de AST y celulitis (1,1% cada uno). Muy escasas fueron las reacciones graves de grado ≥ 4, entre las que se describieron la insuficiencia respiratoria (1,1%), la polimiositis y la sepsis (0,5% cada una). El ajuste por exposición de la frecuencia de eventos adversos mostró diferencias menores para la mayoría de ellos entre subtipos de LCCT, a pesar de que se reportó una mayor incidencia de algunas infecciones, trombocitopenia y alteraciones hepáticas en pacientes con síndrome de Sézary. El perfil de seguridad se mantiene similar a los 3 meses tras el final del tratamiento.

Aspectos innovadores

Mogamulizumab es un nuevo anticuerpo monoclonal de tipo IgG que se une selectivamente al receptor CCR4 (del inglés C-C chemokine receptor type 4), el cual se expresa de forma inherente en la superficie de ciertas células cancerosas, entre las que se incluyen las neoplasias malignas de linfocitos T, como la micosis fungoide y el síndrome de Sézary. CCR4 es un receptor acoplado a proteína G de ciertas quimiocinas CC (como CCL2, CCL4, CCL5, CCL17 y CCL22) que participan en la circulación de linfocitos a diversos órganos, incluida la piel. Al unirse al receptor, mogamulizumab impide la acción biológica de las quimiocinas y, por mecanismos de citotoxicidad celular dependiente de anticuerpos, provoca la depleción de las células diana. Así, el medicamento, designado como huérfano, ha sido autorizado para el tratamiento –por vía intravenosa– de pacientes adultos con micosis fungoide o síndrome de Sézary (dos tipos de LCCT) que han recibido como mínimo un tratamiento sistémico previo. 

Su aprobación se fundamentó en los resultados derivados del ensayo pivotal aleatorizado MAVORIC, un fase 3 con diseño abierto8, y con un número lo suficientemente amplio de pacientes (372) si se considera que la MF y el SS son enfermedades raras; es, además, el primer estudio en LCCT que usa la supervivencia libre de progresión como criterio principal. Si bien se podía haber usado bexaroteno como comparador (autorizado en la UE), el uso de vorinostat ha sido considerado aceptable por la EMA. En dicho estudio, se demostró que un tratamiento con la pauta autorizada de mogamulizumab prolonga en 4,6 meses la mediana de SLP frente a vorinostat (7,7 vs. 3,1 meses), reduciendo en un 47% el riesgo de progresión o muerte por la enfermedad en pacientes con MF o SS pretratados con alguna terapia sistémica (mayoritariamente bexaroteno, interferón y/o metotrexato). Si bien las tasas de respuesta fueron bajas comparativamente con lo conocido para otras alternativas usadas en práctica clínica (AEMPS, 2021), mogamulizumab indujo una TRG significativamente mayor que el control activo (28% vs. 4,8%), consistente en los pacientes que cruzaron entre grupos, y con una duración de la respuesta considerable (14,1 vs. 9,1 meses). No se ha confirmado hasta el momento un aumento en supervivencia global con el nuevo fármaco por la inmadurez de los datos disponibles. 

El análisis por subgrupos reveló un beneficio mayor con el tratamiento con mogamulizumab en pacientes con la patología en estadios más avanzados (III-IV), en quienes la SLP se prolongó en casi 8 meses (mediana de 10,9 vs. 3 meses con vorinostat; HR= 0,36), en comparación con aquellos con la enfermedad más precoz (estadios Ib/II), en quienes solo se observó una mejora de menos de 1 mes; de igual modo, la eficacia en SLP del nuevo fármaco fue mayor en pacientes con SS (mediana de SLP de 13,3 vs. 3,1 meses con vorinostat; HR= 0,32) en comparación con aquellos diagnosticados de MF (HR= 0,72). Por compartimentos orgánicos, mogamulizumab indujo una mejor TRG que vorinostat especialmente en pacientes con afectación de la sangre (67% vs. 18%) y la piel (42% vs. 16%), no pudiéndose concluir sobre su eficacia a nivel visceral por la falta de datos. 

Desde el punto de vista de la seguridad, se trata de un fármaco que parece mejor tolerado que vorinostat, con un perfil de seguridad caracterizado fundamentalmente por eventos adversos de carácter leve-moderado y manejables clínicamente con ajustes posológicos. Las reacciones adversas al tratamiento más frecuentes fueron las relacionadas con la infusión (33%; 1,6% de grado ≥ 3), infecciones (24%; 9% de grado ≥ 3), erupción medicamentosa (23%; 4,4% de grado ≥ 3), y fatiga (19%; 1,1% de grado ≥ 3). Algunas investigaciones apuntan a un mayor riesgo de complicaciones tras un trasplante de progenitores hematopoyéticos si se administra el nuevo fármaco previamente, quizás debido al agotamiento en sangre de las células Treg que provoca (también asociado a una mayor respuesta antitumoral); por ello, aún se debe caracterizar mejor la seguridad en pacientes potencialmente candidatos a un TPH, y hasta entonces debería evitarse su uso en quienes se prevea realizar el trasplante.

Más allá de la realizada en el ensayo pivotal con vorinostat, no se dispone de comparaciones directas de mogamulizumab con otras alternativas usadas en clínica en 2ª línea y posteriores del tratamiento de pacientes con MF o SS (véase el apartado “Aspectos fisiopatológicos” del presente artículo), y la heterogeneidad de los estudios con otros fármacos no permite conclusiones sólidas sobre la seguridad y eficacia comparadas del nuevo fármaco. En relación a posibles comparaciones indirectas no ajustadas, con grandes limitaciones inherentes, los resultados de eficacia parecen favorecer a brentuximab vedotina frente a mogamulizumab en pacientes con LCCT CD30+, si bien la superioridad del nuevo fármaco sobre vorinostat se verifica con independencia de la expresión de CD30. Los datos de seguridad también sugieren un perfil más favorable para brentuximab vedotina (el efecto adverso diferencial es la neuropatía periférica).

En definitiva, se trata del primer fármaco para el que se aprueba la indicación específica de tratamiento de la MF y el SS (las otras alternativas usadas en la práctica no tienen esa indicación autorizada o se han aprobado para su uso en LCCT de forma general). Estamos, además, ante el primer agente biológico específicamente dirigido a CCR4 comercializado en Europa, que inaugura una vía terapéutica con una potencial aplicabilidad en otros tipos de tumores, para los que ya se está investigando clínicamente el uso de mogamulizumab tanto en monoterapia con en combinación con otros agentes de quimioinmunoterapia. En un contexto en que los pacientes con MF y SS pueden sufrir síntomas agresivos relacionados con su enfermedad (por ejemplo, dolor, prurito, fatiga, trastornos del sueño) y el estigma social de tener lesiones cutáneas antiestéticas, los datos comentados de SLP, TRG y DR revelan un beneficio clínicamente relevante con mogamulizumab, en especial en SS y en pacientes con enfermedad avanzada y compromiso sanguíneo, asumiendo que los sujetos con enfermedad en estadios tempranos y sin afectación en sangre parecen experimentar menor beneficio.

En base a ello anterior, el IPT de la AEMPS establece que, frente al resto de alternativas, en el contexto de una MF o SS pre-tratada sería preferible el uso de esas alternativas en estadios iniciales y de mogamulizumab en estadios avanzados. Además, en pacientes con MF CD30+ se podría valorar utilizar primero brentuximab vedotina, valorándose de forma individual como primera opción en pacientes con SS CD30+ (por la menor robustez de la evidencia). No obstante, la elección del tratamiento deberá hacerse de forma individualizada, considerando factores tales como afectación sanguínea, compromiso foliculotrópico, posibilidad de transformación a células grandes, severidad de síntomas, tiempo y duración de la respuesta, comorbilidades del paciente y toxicidad asociada. En cualquier caso, el nuevo fármaco también se administra con intención paliativa –buscando remisión o menor progresión– y no es una opción curativa, por lo que no parece representar una innovación terapéutica disruptiva.

Valoración

Editorial

Queridos lectores,

Llegamos a esta última entrega anual de nuestra revista con una situación sanitaria de nuevo preocupante, que vuelve a poner de actualidad a nivel internacional las restricciones y medidas extraordinarias frente a la trasmisión del SARS-CoV-2. Una actualidad que viene marcada, fundamentalmente, por la aparición y difusión global de la nueva variante viral bautizada por la OMS como ómicron, que se caracteriza por más de 30 mutaciones en la proteína S del virus y que parece ser más transmisible que la anteriormente predominante delta. Esto ha desatado un cierto grado de preocupación, generando incertidumbres relativas a la posible pérdida de efectividad protectora de las vacunas frente a ella, así como de la inmunoprotección inducida por la infección natural. Son cuestiones aún sin resolver –a las que iremos dando respuesta en estas páginas conforme se vayan esclareciendo– que nos deben hacer extremar las precauciones de uso de mascarilla y distancia interpersonal en esta época de tradicionales reuniones sociales.

En el lado contrario, es previsible que, junto a la administración ya en marcha de dosis de refuerzo y terceras dosis en adultos mayores y vulnerables, la reciente autorización en la UE de la primera vacuna para uso en niños de 5 a 11 años (Comirnaty®) contribuya a mejorar la situación por COVID-19 a medio plazo. España ha anunciado que comenzará esa vacunación desde el 15 de diciembre, lo que puede ayudar a reducir los contagios en este grupo etario, que registraba a principios de mes las mayores tasas de incidencia acumulada. Se comentan en las próximas páginas nuevas evidencias que redundan en las ventajas de la vacunación. Beneficios no solo en términos de salud, sino también financieros: respecto a su claro impacto sobre la recuperación económica, un reciente estudio en el área sanitaria metropolitana de Barcelona revelaba que por cada euro gastado en vacunas se ahorran 3,4 euros; tal ahorro procede de las muertes y secuelas evitadas y de las instalaciones de UCI no usadas.

Por ahora, la sociedad española lo está haciendo bien en cuanto a coberturas vacunales. Y, como se conocía durante la celebración de la Semana Mundial de Concienciación sobre el Uso de los Antimicrobianos a finales de noviembre, también en relación al consumo de antibióticos; los datos divulgados por el PRAN (Plan Nacional frente a la Resistencia a los Antibióticos) reflejan que el consumo nacional de antibióticos se redujo un 32% en salud humana y un 57% en sanidad animal entre los años 2014 y 2020, situando a España como el 6º país con mayor reducción del consumo de antibióticos en salud humana entre los 25 países con datos reportados en ese periodo. No obstante, el problema de las infecciones por bacterias multirresistentes todavía provoca anualmente unas 4.000 muertes en nuestro país, por lo que es necesario perseverar en la concienciación. Sigamos en esa línea.

Entre los contenidos que traemos a continuación destacamos el artículo monográfico de apertura, que aborda aspectos clínicos y de la farmacoterapia de las epilepsias, complementado en su sección por una revisión relativa a los trastornos más frecuentes de cadera y rodilla, quizás dos de las articulaciones que más se afectan con la edad. Como parte de las evaluaciones de nuevos fármacos, las siguientes páginas incluyen las referentes a tres medicamentos de reciente comercialización: el inmunomodulador filgotinib en artritis reumatoide, el antiviral letermovir en profilaxis de enfermedad por citomegalovirus y el monoclonal mogamulizumab en dos tipos de linfoma cutáneo de células T (micosis fungoide y síndrome de Sézary).

Esperamos que disfrutéis de la lectura. Recibid un afectuoso saludo y nuestros mejores deseos de salud y felicidad para la Navidad y la entrada del nuevo año.

La administración simultánea de las vacunas frente a gripe y COVID-19 es segura e inmunógena

Con el inicio de la campaña de vacunación antigripal en España en la segunda quincena del mes de octubre, se lanzó por parte de las autoridades sanitarias la recomendación de vacunar a determinados grupos de población a la vez con la vacuna antigripal y con la tercera dosis o dosis de refuerzo vacunal frente a la COVID-19, con el objetivo de mitigar la sobrecarga asistencial. Esta recomendación no ha sido arbitraria, sino que ha está sólidamente respaldada por diversos estudios desarrollados a nivel internacional. 

Entre otros, cabe destacar un estudio de fase 4 (ComFluCOV) desarrollado en 12 centros de Reino Unido, controlado por placebo y doblemente ciego, que ha incluido a un total de 679 adultos que habían recibido una única dosis de Vaxzevria® (vacuna de AstraZeneca) o Comirnaty® (vacuna de Pfizer/BioNTech). Los participantes fueron aleatorizados (1:1) a recibir, entre los meses de abril y junio de 2021, una vacuna antigripal adecuada a su edad (N= 340) o placebo (N= 339), en ambos casos de manera concomitante a su segunda dosis de la vacuna frente a COVID-19; 3 semanas después, se les administró la vacuna antigripal a aquellos que recibieron placebo inicialmente, y viceversa. Se emplearon en el ensayo 3 vacunas antigripales, dos de ellas tetravalentes, lo que totalizaba 6 cohortes de participantes.  

Tras un seguimiento de 6 semanas, el análisis de los datos de la población por intención de tratar demostró que la coadministración de las vacunas frente a gripe y COVID-19 era no inferior –diferencia de < 25%– en términos de la variable principal de seguridad (reacciones adversas sistémicas reportadas en uno o más participantes en los 7 días tras la vacunación simultánea) en 4 de las cohortes consideradas, en concreto: quienes recibieron la administración de Vaxzevria® más la vacuna antigripal tetravalente celular (diferencia de riesgos frente a placebo de -1,29%; IC95% -14,7 a 12,1), Comirnaty® más vacuna tetravalente celular (diferencia de +6,17%; IC95% -6,27 a 18,6), Comirnaty® más vacuna trivalente adyuvada por MF59C (diferencia de -12,9%; IC95% -34,2 a 8,4) y Vaxzevria® más vacuna tetravalente recombinante (diferencia de +2,53%; IC95% -13,3 a 18,3). La mayoría de las reacciones sistémicas a la vacunación fueron leves o moderadas en severidad. Además, las tasas de reacciones locales y de otras no solicitadas en el registro principal fueron similares entre los grupos de aleatorización, y solo se detectó un evento adverso grave (hospitalización con cefalea severa) considerado como relacionado con la intervención en estudio. De modo interesante, las respuestas inmunitarias tanto frente a la vacuna de la gripe como a la vacuna de la COVID-19 no se vieron afectadas. 

¿Hay alguna controversia en términos de seguridad cardiovascular con el uso de la aspirina?

La aspirina o ácido acetilsalicílico es un fármaco por todos conocido que se emplea ampliamente, desde hace muchos años, por su efecto antiplaquetario en la prevención cardiovascular secundaria en pacientes que han sufrido un primer evento isquémico coronario o cerebrovascular. Varios estudios han probado en los últimos años que su efectividad en la prevención primaria es escasa o nula. Sin embargo, permanecen incertidumbres en torno a su papel en el riesgo de incidencia de insuficiencia cardiaca tanto en prevención primaria como secundaria. 

Un grupo internacional de investigadores acaba de publicar los resultados de un análisis de los datos procedentes de 6 estudios observacionales que incluyeron a 30.827 pacientes con factores de riesgo cardiovascular (mediana de edad de 66,8 años, 34% mujeres, un 25% tomaba aspirina en el inicio), quienes fueron seguidos hasta el primer evento de insuficiencia cardiaca. La regresión multivariable ajustada que desarrollaron tenía en cuenta el estudio original y los factores de riesgo, y reveló que, después de una mediana de 5,3 años, 1.330 pacientes habían experimentado un evento de insuficiencia cardiaca. La razón de riesgos ajustada por sensibilidad (hazard ratio) asociada al uso de la aspirina fue de 1,26 (IC95% 1,10-1,44; p ≤ 0,001), lo que supone que esa medicación se relaciona de forma independiente con un incremento del riesgo de un 26% en comparación con la ausencia de su uso. Esto se confirmó también en todos los sujetos que no tenían historia de patología cardiovascular (22.690, 73,6%), en quienes se asoció con un HR de 1,27 (IC95% 1,10-1,46; p= 0,001). 

Los autores concluyen que en pacientes con al menos un factor de riesgo predisponente –tales como tabaquismo, obesidad, hipertensión, colesterol alto, diabetes o patología cardiovascular previa– el uso continuado de aspirina se traduce en una mayor incidencia de insuficiencia cardiaca, con independencia de otros factores de riesgo. En ausencia de evidencia concluyente procedente de ensayos prospectivos aleatorizados, parece prudente por el momento extremar las precauciones a la hora de prescribir y administrar ácido acetilsalicílico con fines de prevención cardiovascular en pacientes que ya han sufrido un evento de insuficiencia cardiaca o tienen riesgo de ello.

COVID-19: nuevos argumentos para abrir los ojos a los anti-vacunas

Toda vez que ha vuelto a emerger una importante inquietud a nivel internacional por la aparición de una nueva variante del SARS-CoV-2, en este caso bautizada como ómicron por parte de la OMS, parece especialmente oportuno reincidir en el mensaje de que es la vacunación la estrategia que mejor permite afrontar la pandemia por COVID-19. Se debe también tener presente que nuevas evidencias apuntan a que otra medida profiláctica común, como la distancia interpersonal de 2 metros (o 1,5 m), puede no ser suficiente, incluso al aire libre, para prevenir los contagios –en caso de no usarse mascarillas– por las gotículas emitidas por la tos, que podrían transmitirse a mayores distancias (Trivedi et al., 2021).

Al más que evidente beneficio de las vacunas sobre las cifras epidemiológicas que tenemos en España en este último trimestre del año (que se contrastan con las que imperaban a finales de 2020), se suman ahora los resultados divulgados recientemente por el Ministerio de Sanidad1 derivados de un análisis de datos recogidos entre el 20 de septiembre y el 14 de noviembre de 2021. Han puesto de manifiesto que el riesgo de muerte por COVID-19 entre personas mayores del grupo etario de 60 a 80 años (en el que se ha visto la mayor diferencia en cuanto a incidencia de casos sintomáticos por estado de vacunación) se incrementa en 25 veces en ausencia de vacunación. Además, el riesgo de hospitalización por patología grave es también 18 veces más elevado en personas no vacunadas respecto a quienes han recibido la pauta completa2; aun considerando que en el citado tramo de edad la cobertura vacunal alcanza el 98% en nuestro país, las cifras son ilustrativas: en los más de 9 millones de personas vacunadas de esa franja de edad (de 60 a 79 años) se han identificado un total de 1.456 hospitalizaciones, frente a un total de 529 ingresos en las 200.000 personas no vacunadas. El riesgo de infección era también hasta 8 veces menor entre sujetos vacunados. 

Estas diferencias se observan también, aunque en menor grado, en todos los grupos de edad. Por ejemplo, en el grupo de personas de 30 a 50 años, la incidencia es 2 veces menor para cualquier tipo de infección (sintomática/asintomática) y 10 veces inferior para hospitalización, habiéndose reportado a finales de noviembre de 2021 tasas de hospitalización entre vacunados que ronda los 0,4 casos/100.000 habitantes/semana, frente a los 3,9 casos/100.000 habitantes/semana entre la población de no vacunados.

Así, con una tasa de incidencia acumulada de COVID-19 a 14 días de 132 casos/100.000 habitantes reportada el día 22 de noviembre, con una tasa de vacunación cercana al 90%, se registró un porcentaje de ocupación de camas hospitalarias del 5,9% y de un 2,4% de camas UCI. Ello contrasta con la situación que había el 11 de marzo de 2021, momento en que no se había desarrollado la campaña de vacunación masiva, y cuando, con el mismo nivel de incidencia, se registraba una ocupación hospitalaria del 22% y del 7% en el caso de las camas UCI. La situación sanitaria favorable se refleja en las cifras que publicaba ese mismo día la Comisión Europea, que manifestaban que España era el tercer país de la UE con menos muertes por COVID-19 por cada millón de habitantes en los últimos 14 días. Si bien los datos comentados proceden de un periodo anterior al inicio de la administración de las terceras dosis en personas mayores, es previsible que la tendencia a favor de la vacunación se mantenga e incluso aumente en los próximos meses. En definitiva, aunque el número de fallecimientos por COVID-19 es aún dramático a nivel mundial, no cabe duda de que la vacunación es el camino a seguir.

El futuro del abordaje de la enfermedad de Parkinson… ¿puede involucrar a la terapia génica?

Cualquier avance en la comprensión de la etiopatogenia o en el tratamiento de la enfermedad de Parkinson parece digno de mención, pues se trata, tras el Alzheimer, del segundo trastorno neurodegenerativo más común: afecta a más de 160.000 personas en España, según las estimaciones más recientes. Una novedosa investigación preclínica con ratones y la aplicación de técnicas genéticas avanzadas ha demostrado que la aparición de defectos en el complejo mitocondrial I en las neuronas dopaminérgicas de la sustancia negra del cerebro (necesario para la generación de energía y su supervivencia) es suficiente para inducir la progresión del parkinsonismo: a pesar de que se observa inicialmente un aumento de metabolismo que favorece la supervivencia neuronal, se produce una pérdida progresiva del fenotipo dopaminérgico, primariamente observable en los axones negro-estriatales, que se acompaña de déficits de apredizaje y otras alteraciones motoras. 

Tales hallazgos suponen un cambio en el paradigma de la comprensión de la fisiopatología de la enfermedad de Parkinson (antes no se sabía si la disfunción mitocondrial era causa o consecuencia del desarrollo de la patología), al demostrar que la sola disfunción del complejo mitocondrial I es suficiente para causar parkinsonismo, con la reducción de la liberación de dopamina, y sin necesidad de que se produzca la ulterior muerte de las neuronas dopaminérgicas de la sustancia negra. Es en ese momento, con la muerte neuronal, cuando la administración de levodopa ya no es efectiva, por no poder ser convertida a dopamina en dichas células.

Además de aportar un modelo animal novedoso de enfermedad de Parkinson, que mimetiza el estatus previo a la aparición de síntomas, el estudio identifica a las mitocondrias como posibles dianas terapéuticas para frenar y revertir la enfermedad, que pueden permitir el desarrollo de terapias que aborden no solo los síntomas sino las causas de la patología. De hecho, los investigadores han desarrollado una terapia génica específicamente dirigida a la sustancia negra cerebral que permitió restaurar la capacidad de las neuronas de esa zona para convertir la levodopa en dopamina, lo que les sensibilizaría enormemente a la respuesta al fármaco, favoreciendo un mejor control motor. Estos hallazgos en animales abren una puerta a futuros estudios en humanos que permitan también desarrollar técnicas diagnósticas para identificar pacientes en estadios precoces de la enfermedad (sin manifestaciones clínicas) y ser potencialmente capaces de frenar su progresión con las terapias dirigidas.

La farmacoterapia de las epilepsias

Resumen

La epilepsia es uno de los trastornos neurológicos –que no psiquiátricos– más comunes del sistema nervioso central, caracterizado por la presencia de crisis transitorias y autolimitadas de la función de la corteza cerebral, de naturaleza variable según la región cortical afectada. Derivados de un funcionamiento excesivo esporádico de algunos grupos de neuronas, en los distintos tipos de epilepsia se genera un problema físico (tendencia a crisis repetidas, la gran mayoría sutiles y difíciles de reconocer) que, además de tener un importante impacto en la calidad de vida de los pacientes, se asocia con un importante estigma social –unido al desconocimiento sobre la enfermedad– que afecta en alto grado a su autoestima y a las relaciones personales y laborales. 

De etiología muy diversa –hasta en la mitad de los casos se desconoce la causa subyacente– y sin cura disponible actualmente, se trata de una patología relativamente frecuente que afecta a hasta 65 millones de personas en todo el mundo, de los cuales se estima que más de 6 millones de casos se dan en Europa y más de medio millón de personas sufren la enfermedad en España. Algunos expertos apuntan incluso a que entre el 2% y el 5% de la población padecerá, al menos, una crisis epiléptica a lo largo de su vida, diagnosticándose aproximadamente 20.000 nuevos casos cada año en nuestro país. Si bien es un trastorno que puede aparecer a cualquier edad, se da con mayor frecuencia en la infancia y en la tercera edad.

El abordaje de la epilepsia se basa fundamentalmente en farmacoterapia y modificaciones saludables de los estilos de vida. El actual arsenal farmacológico, con más de 20 fármacos autorizados, permite controlar las crisis en el 75-80% de los enfermos, pero el restante 25-20% requiere otros tratamientos, principalmente quirúrgicos. Los agentes antiepilépticos no curan la enfermedad, pero permiten mejorar sustancialmente el control de las crisis y la calidad de vida de los pacientes. Su selección se realiza en función del tipo de epilepsia, las características del paciente y las posibilidades de efectos adversos y de interacción con otros medicamentos. La necesidad de disponer de un diagnóstico médico adecuado enfatiza la importancia de la detección precoz; asimismo, el seguimiento farmacoterapéutico en estos pacientes, una vez establecido el tratamiento por el neurólogo, es fundamental para reducir el riesgo de eventos adversos y de interacciones, y optimizar la respuesta global al tratamiento. El presente artículo revisa aspectos básicos de la epidemiología, fisiopatogenia y manifestaciones clínicas de la enfermedad, profundizando en el estado actual de la farmacoterapia y en el papel que el profesional farmacéutico puede desarrollar a través de los servicios profesionales asistenciales.

Introducción: definiciones

La epilepsia (palabra derivada del griego epilambanein, que significa “apoderarse de” o “atacar”) es uno de los trastornos neurológicos más comunes del sistema nervioso central (SNC), caracterizado por la presencia y recurrencia de crisis transitorias y autolimitadas derivadas de la función anormal –excesiva– de neuronas de la corteza cerebral. Se define una crisis cerebral como cualquier episodio brusco y transitorio de carácter motor, sensitivo, sensorial y psíquico, consecutivo a una disfunción pasajera, parcial o global del cerebro. Por su parte, una crisis epiléptica sería la expresión clínica de aquella crisis cerebral que resulta de una descarga neuronal sincrónica de alta frecuencia en una zona del cerebro, que se repetirá a lo largo del tiempo y es el resultado de una afección crónica.

Esta patología ha sido reconocida y descrita desde la antigüedad por todas las culturas, habiéndose sugerido en múltiples ocasiones que tiene un origen místico o sobrenatural (Temkin, 1945). La primera definición escrita de la epilepsia apareció en las tablillas cuneiformes de los acadios (1000 a.C.), en que los ataques epilépticos recibían el nombre babilónico de miqtu; como era habitual en aquella época, la presunta causa sugerida era una posesión sobrenatural o demoníaca. Fue en la Antigua India donde por primera vez se planteó que la enfermedad podía deberse a una “alteración de la memoria y la comprensión acompañada de ataques convulsivos”, si bien sería Hipócrates (460 – 370 a.C.) el primero que claramente situaría su origen en el cerebro. En cualquier caso, no fue hasta Hughlings Jackson en el siglo XIX, en el Hospital Nacional de Londres, cuando se aportaron las primeras explicaciones fisiopatológicas específicas para este trastorno –junto al ya clásico postulado de que “la epilepsia es el nombre de la descarga ocasional, repentina, excesiva, rápida y local de materia gris”–, que fueron confirmadas posteriormente en el laboratorio por Ferrier en 1873. Desde esos primeros trabajos de Jackson y sus coetáneos, durante los siguientes 150 años se han producido muchos avances importantes en la comprensión de la patología y en la forma de abordar su tratamiento (Ali, 2018).

Desde el año 2005, la epilepsia se ha venido definiendo conceptualmente como un trastorno cerebral caracterizado por una predisposición continuada a la generación de crisis epilépticas, lo cual, en la práctica, se consideraba como una condición caracterizada por la aparición con más de 24 h de separación de dos (o más) crisis epilépticas rcurrentes no provocadas por alguna causa inmediatamente identificable. La International League Against Epilepsy (ILAE, Liga Internacional contra la Epilepsia) revisó la definición en 2014 (Fisher et al., 2014) para incluir los casos especiales que no responden a ese criterio, y aportó una definición clínica práctica de la epilepsia que propone que es una enfermedad cerebral definida por cualquiera de las situaciones siguientes: 

  • Aparición de al menos dos crisis no provocadas (o reflejas) con una separación de > 24 h; 
  • aparición de una crisis no provocada (o refleja) y una probabilidad de que aparezcan más crisis durante los 10 años siguientes similar al riesgo de recurrencia general (al menos del 60%) después de dos crisis no provocadas;
  • o diagnóstico de un síndrome epiléptico. 

En este sentido, la ILAE considera que se puede asumir que la patología está resuelta (no siendo “resolución” un término necesariamente idéntico a lo que normalmente se entiende por remisión o curación) en aquellos sujetos que presentan un síndrome epiléptico dependiente de la edad y han superado la edad correspondiente y en los que se han mantenido sin crisis durante los 10 últimos años sin haber tomado medicación antiepiléptica desde hace al menos 5 años.

Por último, se debe citar un concepto íntimamente relacionado con el de crisis epilépticas, como es el de síndrome epiléptico (SE). El SE se entiende como un trastorno cerebral caracterizado por un grupo de síntomas y signos que se presentan habitualmente de manera conjunta, aunque puedan tener etiologías diversas. La ILAE considera que no tiene sentido afirmar que una persona presenta síndrome epiléptico, pero no epilepsia, sino más bien al contrario: si existe evidencia de un síndrome epiléptico, se tiene que sospechar siempre de la presencia de la epilepsia, incluso cuando el riesgo de crisis sea bajo; por ejemplo, en el caso de la epilepsia benigna con picos centro-temporales (Cuéllar, 2015).

Relevancia epidemiológica

Según datos de la Organización Mundial de la Salud1 (OMS), en 2019 unos 50 millones de personas padecían epilepsia en todo el mundo, lo que la convierte en uno de los trastornos neurológicos más prevalentes y con mayor carga de morbilidad; algunos autores hablan de casi 65-70 millones de afectados a nivel mundial. Así, la proporción de pacientes con epilepsia activa –crisis continuas o necesidad de tratamiento– en un momento dado oscila entre 4 y 10 por cada 1.000 habitantes; la mayoría de estudios sitúan su prevalencia en torno a 8/1.000 (Thijs et al., 2019).

Según esas estimaciones, se diagnostican anualmente unos 5 millones de casos nuevos de epilepsia en todo el mundo, con grandes diferencias de incidencia reconocida según las zonas geográficas: en los países de altos ingresos económicos se calcula una tasa anualizada de unos 49 nuevos casos por cada 100.000 habitantes, mientras que, en los países de medios y bajos ingresos (donde viven cerca del 80% de los pacientes con epilepsia), esa cifra puede alcanzar hasta 139 casos/100.000 habitantes. Esto se debe probablemente a la conjunción de varios motivos, entre ellos el mayor riesgo de enfermedades endémicas (tales como el paludismo o la neurocisticercosis), la mayor incidencia de complicaciones derivadas del parto, los déficits en la infraestructura sanitaria y su accesibilidad, o la falta de programas de salud preventiva.

Los datos disponibles sobre la epidemiología de la epilepsia en Europa y, en concreto, en España, son por lo general escasos. La primera revisión sistemática al respecto (Forsgren et al., 2005) puso de manifiesto una asimetría geográfica en los trabajos publicados y una carencia de datos en muchos de los países europeos, que hace que los pocos estudios publicados arrojen resultados variables y no concluyentes.

Según se desprende de los datos divulgados del estudio Epiberia (Serrano-Castro et al., 2015), la tasa de prevalencia de epilepsia –ajustada por edad y sexo– en la población española mayor de 18 años es de 14,87 casos por cada 1.000 habitantes, lo que implica que actualmente haya casi 700.000 personas con la enfermedad diagnosticada en todo el país, sin haberse detectado diferencias significativas en cuanto a regiones. La tasa de prevalencia de epilepsia activa, es decir, los pacientes que presentan sintomatología y que son los que requieren intervención médica y más recursos sanitarios, es de 5,79 casos/1.000 habitantes, lo que supone algo más de 260.000 pacientes. Estas cifras están en la línea de otros trabajos epidemiológicos posteriores (Parejo, 2017).

En términos de incidencia, se han estimado tasas anuales en España de 31 a 57 nuevos casos por cada 100.000 habitantes, lo que implica que cada año se registran entre 12.400 y 22.000 casos de nuevo diagnóstico. La epilepsia es más frecuente en niños de entre 6 y 14 años, adolescentes y ancianos (en edades por encima de 60 años se ha descrito una tasa anualizada de incidencia de 1,3 nuevos casos/1.000 habitantes); la incidencia acumulada de epilepsia hasta la edad de 80 años alcanza el 3%. Se calcula que aproximadamente el 5-10% de la población experimentará una crisis a lo largo de su vida y hasta un 20% de éstos tendrán crisis recurrentes. Se acepta que más de la mitad de las crisis (57%) son parciales y que más del 60% de los síndromes epilépticos son síndromes focales o localizados (García-Ramos et al., 2011). Cabe destacar también que algunos estudios han encontrado una incidencia y una prevalencia relativamente superiores en varones.

Con respecto a la mortalidad, un paciente epiléptico tiene 2 o 3 veces más riesgo de muerte que la población general (algunos autores refieren hasta un riesgo incrementado 5-10 veces). Las tasas de mortalidad descritas oscilan de 1 a 8 muertes anuales por 100.000 pacientes epilépticos en la mayoría de países, si bien las estadísticas internacionales sugieren una mortalidad de 1-2/100.000. La menor tasa de mortalidad se encentra en epilepsias idiopáticas (que aún sigue siendo mayor que la de la población general), mientras que, por el contrario, el mayor riesgo acontece en pacientes con epilepsias sintomáticas (tasa de mortalidad estandarizada de hasta el 4,3%) (Beghi et al., 2015).

Por otra parte, existe un amplio consenso en torno a la idea de que todos los pacientes con epilepsia presentan problemas médicos y sociales importantes, en relación con las crisis recurrentes, la enfermedad neurológica subyacente, los efectos secundarios de la medicación y la estigmatización social que acompaña a esta enfermedad. Los enfermos con frecuencia padecen dificultades cognitivas e inadaptación social, como fracaso escolar no relacionado con su capacidad cognitiva, desempleo, bajo índice de matrimonio y menor número de hijos (Gil-Nagel et al., 2019). 

La discriminación de las personas con epilepsia es importante en el ámbito laboral, donde casi un quinto de los pacientes ha tenido problemas debido a su patología y la tercera parte de ellos prefiere no revelar en su lugar de trabajo que sufre epilepsia. El 22% llega a pedir incluso su baja laboral y el 8% fue despedido por causas directas de la epilepsia, según un informe dado a conocer por la Sociedad Española de Neurología. En líneas generales, un 10% de los encuestados responde que la enfermedad le impide relacionarse como lo hacían antes del diagnóstico, y hasta la mitad revela influencias en su vida social habitual (SEN, 2021).

En realidad, la capacidad para trabajar depende de la frecuencia y la gravedad de las crisis, en el caso de que se produzcan. En las epilepsias bien controladas, las personas pueden llevar a cabo cualquier actividad, aunque hay ciertas profesiones que no pueden realizar legalmente, como, por ejemplo, ser conductor profesional, piloto, militar o policía; asimismo, la legislación española prohíbe conducir a las personas con epilepsia activa (con crisis en el último año). En las personas con crisis frecuentes, las posibilidades de conseguir o mantener un empleo son mucho menores, debido en mayor medida a la reacción de los demás ante las crisis que al propio impedimento que suponen las mismas. Por todo ello, un problema que se plantean con frecuencia las personas con epilepsia es si necesitan declarar su enfermedad al solicitar un empleo; muchos prefieren ocultarlo y hacerse valer en el trabajo con la esperanza de que sus mandos, al enterarse a posteriori, sopesen sus probadas habilidades personales frente a los riesgos reales derivados de la patología. Diversas investigaciones han evidenciado que estos pacientes tienen menos accidentes en el trabajo, faltan menos al mismo y son más leales a la empresa, en comparación con personas sin la enfermedad.

Es preciso recordar que, si bien todos los pacientes con epilepsia tienen crisis epilépticas, un número importante de personas pueden sufrir una crisis aislada a lo largo de la vida y no padecer la enfermedad. Además, en la actualidad –sobre todo, en los países desarrollados2– la mayoría de los pacientes epilépticos (≈70%) consigue alcanzar un control completo o una mejora significativa de sus crisis en respuesta a un tratamiento apropiado.

Fisiopatología

La etiología de la epilepsia es diversa y heterogénea, y no completamente comprendida, pero todos los casos comparten mecanismos de excitabilidad y una falta de inhibición neuronal que, en última instancia, dan lugar a los fenómenos de sincronización y reclutamiento neuronal propios de las crisis epilépticas: durante una crisis, muchas neuronas emiten señales al mismo tiempo, hasta 500 veces por segundo, una tasa mucho más rápida de lo normal. Es ese aumento excesivo de actividad eléctrica y química simultánea el que causa movimientos, sensaciones, emociones y comportamientos involuntarios; la alteración temporal de la actividad neuronal normal puede causar hasta la pérdida de conocimiento.

Las causas de la epilepsia varían notablemente con la edad del paciente. En algunos tipos de epilepsia se presentan crisis en una etapa concreta de la vida y cesan con el tiempo; en otros casos, se producen periódicamente crisis durante toda la vida. Se estima que un 30% de los casos de epilepsia son de origen genético (se han descrito más de 150 genes relacionados); otro 40% están originados por malformaciones cerebrales, traumatismos craneoencefálicos, infecciones del sistema nervioso, hemorragias intracraneales, tumores cerebrales o trastornos metabólicos; y el 30% restante son de causa desconocida. 

Según la edad, las causas más comunes son (Díaz et al., 2019):

  • Neonatos: hipoxia e isquemia perinatal, infecciones (meningitis, encefalitis, abscesos cerebrales), trastornos metabólicos (hipoglucemia, hipocalcemia, hipomagnesemia, déficit de piridoxina), traumatismos craneoencefálicos, malformaciones congénitas y alteraciones genéticas (Lesca et al., 2015).
  • Infancia (< 12 años): crisis febriles, infecciones, traumatismos craneoencefálicos, tóxicos y defectos metabólicos, enfermedades degenerativas cerebrales, y casos idiopáticos.
  • Adolescencia: idiopáticas, traumatismos craneoencefálicos, infecciones, enfermedades degenerativas cerebrales y alcoholismo.
  • 18-35 años: traumatismos craneoencefálicos, alcoholismo y tumores cerebrales (primarios o secundarios).
  • 36-50 años: tumores cerebrales, accidente vascular cerebral, uremia, hepatopatía, hipoglucemia, alteraciones electrolíticas y alcoholismo.
  • Más de 50 años: secuela de un accidente vascular cerebral.

Sea cual sea la causa inmediata, la base fisiopatológica común de las crisis epilépticas es la presencia de uno o varios núcleos de neuronas epileptógenas (o epilépticas) con una actividad eléctrica anormalmente exagerada y persistente en una zona que presenta una alteración del tejido cerebral y que es denominada foco epiléptico. Desde ese foco, la descarga anómala, producida por la activación sincrónica de los grupos celulares involucrados, puede difundir a otras áreas o incluso generalizarse; es decir, se desencadena una actividad sináptica excitatoria excesiva a través de descargas de potenciales de acción de frecuencia muy alta.

A nivel sináptico, la transmisión de los impulsos nerviosos está modulada fundamentalmente por la acción de dos neurotransmisores: uno de carácter neuroexcitador, el ácido glutámico, y otro neuroinhibidor, el ácido gamma-aminobutírico (GABA) (Thijs et al., 2019).

El ácido glutámico actúa favoreciendo la despolarización de la neurona al abrir los canales iónicos de sodio (Na+). Se han descrito numerosos receptores celulares de glutamato, aunque los más conocidos son el NMDA (ácido N-metil-D-aspártico) y el AMPA o también llamado QUIS/AMPA (ácido α-amino-3-hidroxi-4-isoxazolpropiónico y ácido quiscuálico), los cuales están formados por subunidades que se ensamblan para formar un poro, permitiendo el intercambio de diferentes iones entre el interior y el exterior neuronal (Figura 1).

El receptor de ácido glutámico mejor estudiado es probablemente el NMDA, cuya activación produce una intensa despolarización de la membrana, suficiente como para permitir la apertura de canales iónicos de calcio (Ca2+) dependientes del voltaje. Esto conduce a un influjo de Ca2+ al interior neuronal, lo cual, a su vez, promoverá la liberación de neurotransmisores excitatorios capaces de estimular otras neuronas, aunque una excesiva entrada de Ca2+ puede producir daño y acabar con la muerte neuronal. En la última década se ha demostrado que la sobreestimulación de los receptores tetraméricos AMPA es también una de las principales causas de la sobrecarga de Ca2+ en el interior de las neuronas, desempeñando un papel crítico en la generación y propagación de las crisis convulsivas (Crépel et al., 2015).

Por su parte, el ácido γ-aminobutírico (GABA) ejerce una acción neuroinhibitoria al activar su principal receptor sobre la célula postsináptica, el GABAA. Dicho receptor está acoplado a un canal iónico de cloruro (Cl), y su activación por el GABA regula la apertura de este canal tanto en duración como en amplitud. Al activar el receptor, se incrementa el flujo de iones Cl hacia el interior de la célula, lo que tiende a hiperpolarizar la membrana, impidiendo así la excitación neuronal. A este canal de cloruro están acopladas, en asociación con el receptor GABAA, otras estructuras receptoras de diversas sustancias, algunas de ellas fármacos, como los derivados ureídicos (hidantoínas, barbitúricos, etc.) y las benzodiazepinas, ignorándose hasta el momento cuáles son los correspondientes ligandos endógenos (Figura 2). La activación de estos “receptores adicionales” es capaz de amplificar la respuesta del canal de cloruro a la acción agonista del GABA, magnificando la hiperpolarización de la membrana neuronal y, con ello, su insensibilidad a los estímulos externos. Existe un segundo receptor del GABA, el GABAB, que actúa facilitando la liberación presináptica de GABA; se conoce menos acerca de su bioquímica, aunque se sabe que sobre él actúa el baclofeno (un miorrelajante de acción central) y, posiblemente, algunos fármacos antiepilépticos, aunque no parece ser un mecanismo farmacológico relevante en este campo (Cuéllar, 2015).

Volviendo sobre la fisiopatología de la enfermedad, las neuronas epilépticas son intrínsecamente hiperexcitables y presentan despolarizaciones anormales, lentas, muy amplias y prolongadas (> 100 ms), que se conocen como desviación de la despolarización paroxística o PDS3 por sus siglas en inglés (paroxysmal depolarization shift), y son las responsables de la génesis de potenciales de acción de alta frecuencia; se considera el mejor correlato biofísico de la crisis epiléptica. La estimulación de receptores de aminoácidos excitatorios –como NMDA o AMPA– produce también este patrón de respuestas. 

Por tanto, la dispersión de las descargas epilépticas –inducidas por estímulos eléctricos, químicos o lesiones cerebrales– está relacionada básicamente con un desequilibrio entre la neurotransmisión inhibitoria y la excitatoria. Estas descargas favorecen la producción en varias áreas del SNC de brotes axónicos (fenómeno conocido como sprouting) que facilitarían la propagación de descargas epilépticas en futuras crisis. Se ha planteado que los pasos intermedios entre el estímulo excitatorio y la aparición de los brotes se puede relacionar con la estimulación de ciertos genes de respuesta inmediata (por ejemplo, c-fos, c-jun), cuya expresión favorecería la formación del factor de crecimiento nervioso (nerve growth factor) que actuaría sobre sus propios receptores para favorecer la aparición de los brotes axónicos (Buckmaster, 2014). Además, parece que en muchos pacientes se ponen en marcha diversos mecanismos homeostáticos para contrarrestar la hiperexcitabilidad, probablemente re-lacionados con la expresión de genes que codifican distintos péptidos implicados en un aumento de la transmisión inhibitoria (GABAérgica) o una disminución de la excitatoria (glutamatérgica).

Se han postulado distintas hipótesis fisiopatológicas, no necesariamente excluyentes entre sí, que pueden explicar la génesis y extensión de las descargas epileptógenas, a saber:

  • Cambios en la permeabilidad de la membrana neuronal. 
  • Cambios en los canales iónicos (de Na+ y, en menor grado, de K+ y Ca2+). 
  • Liberación de aminoácidos excitadores, especialmente glutamato. 
  • Potenciación de agentes como la noradrenalina y la somatostatina.
  • Alteraciones en las dendritas de las neuronas postsinápticas. 
  • Reducción del potencial inhibidor de los circuitos gabaérgicos. 
  • Acoplamientos sinápticos de subpoblaciones neuronales.

En algunos casos, la epilepsia se ha relacionado con alteraciones en la migración neuronal durante la embriogénesis, para las que parece existir una predisposición genética. Adicionalmente, se ha observado una disminución del riego sanguíneo y del consumo de glucosa que parecen reflejar la reorganización de conexiones neuronales, no solo en el foco epiléptico, sino también en otras zonas corticales conectadas con él (Díaz et al., 2019).

Aspectos clínicos

Clasificación

Los signos y síntomas de las crisis epilépticas son muy variables, pudiendo ir desde un leve tic o un breve paréntesis en la atención del sujeto a una crisis convulsiva generalizada de varios minutos de duración, y tienen relación con la función de la zona anatómica del cór-tex cerebral implicada en la descarga (ubicación del foco epiléptico) y su extensión. La clasificación de las epilepsias y síndromes utiliza los tipos de crisis junto con otros aspectos de la historia clínica (por ejemplo, edad de aparición, historia familiar, hallazgos de la exploración neurológica, respuesta al tratamiento y alteraciones sistémicas asociadas), lo cual permite precisar mejor el pronóstico, seleccionar el tratamiento más idóneo y buscar la etiología más probable. 

Para una mejor sistematización clínica, la International League Against Epilepsy (ILAE, Liga Internacional contra la Epilepsia) ha desarrollado dos clasificaciones, una de crisis epilépticas y otra de las epilepsias en sí, que vinieron a reemplazar a la clásica división entre “gran mal” y “petit mal” en función de la presencia o ausencia de actividad motora durante el ataque epiléptico. Ambas han sido revisadas recientemente (Fisher et al., 2017) y emplean de forma general el criterio de inicio de la crisis como la principal característica para diferenciar unas de otras (Figura 3), según se describe a continuación.

Crisis de inicio focal o crisis focales

Anteriormente llamadas “parciales”, tienen un origen localizado en una región de la corteza cerebral limitada a un hemisferio, pudiendo conectar con núcleos subcorticales de proyección espinal. Son mayoritarias, pues suponen en torno al 60% de todos los cuadros diagnosticados de epilepsia. Las posibles manifestaciones variarán según la zona y la ex-tensión de la corteza que se activa (foco), distinguiéndose entre 4 orígenes:

  • Lóbulo temporal: alteraciones vegetativas (taquicardia, midriasis, movimientos intestinales), cambios psíquicos, alucinaciones olfatorias y gustativas, alteración de la comprensión y del habla. Crisis parciales complejas con reacción de parada y automatismos de masticación o chupeteo.
  • Lóbulo frontal: contracción violenta de los brazos (postura de esgrimista), vocalización, desviación de los ojos y la cara hacia un lado, clonías del tronco, la cara y las extremidades, caídas. Movimientos llamativos, a veces ofensivos –pueden tener contenido sexual–, cambios de humor. Pensamientos forzados, pérdida del habla, molestia en el estómago, miedo, alteraciones vegetativas. Se afectan la masticación, la salivación y la deglución.
  • Lóbulo parietal: manifestaciones sensitivas, pérdida del tono muscular, sensación de ver el propio cuerpo desde fuera (autoscopia), o de no pertenecerle una extremidad.
  • Lóbulo occipital: alucinaciones visuales (descomposición de imágenes, cambios de color), movimientos de ojos y cabeza, pérdida de visión.

Además, según la afectación de la conciencia, las crisis focales pueden dividirse a su vez en: 

  • Sin alteración de conciencia (“parciales simples”): el paciente recuerda lo que ha acontecido durante la crisis, la cual, dependiendo del lugar de origen, puede consistir en movimientos involuntarios tónicos o clónicos, más o menos repetitivos, focales de las extremidades o hemicara (crisis focales motoras), o en otras alteraciones no motoras (sensitivas, cognitivas, emocionales, autonómicas, etc.). 
  • Con alteración de conciencia: se asocian a una pérdida de la capacidad de respuesta, desconocimiento del episodio y amnesia de lo que ha sucedido en su entorno durante la crisis. Suelen acompañarse de afasia (si bien en las epilepsias del hemisferio no dominante puede mantenerse el lenguaje) y de manifestaciones como la mirada ausente, automatismos orales o manuales y postura distónica de una extremidad superior. La fase inicial de estas crisis suele ser sin alteración de conciencia (“aura”), con sintomatología subjetiva. 

En el límite con el siguiente grupo se situarían las crisis focales que evolucionan a tónico-clónica bilateral, las cuales comienzan de manera focal, pero, tras una propagación a ambos hemisferios, producen una semiología motora tónico-clónica bilateral (en anteriores clasificaciones se las denominaba “focales con generalización secundaria”).

Crisis de inicio generalizado

A pesar de lo que se creía en un pasado, los conocimientos actuales –en ámbitos como la neurofisiología, neuropsicología o neuroimagen funcional– apuntan a que estas crisis surgen en una región concreta de la corteza cerebral y rápidamente difunden a redes anatómicas distribuidas de forma bilateral, que pueden incluir estructuras corticales o subcorticales profundas (por ejemplo, tálamo y subtálamo), pero no necesariamente la totalidad de la corteza cerebral. Representan aproximadamente un tercio del total de casos de epilepsia diagnosticados. 

Se subdividen en:

_Ausencias: el síntoma principal es la alteración transitoria de la conciencia o del nivel de alerta, pudiéndose asociar ocasionalmente a mioclonías axiales o palpe­brales, automatismos o síntomas autonómicos. Las ausencias “típicas” son de corta duración (segundos), con un inicio y un final bruscos, y espontáneas, aunque pueden desencadenarse por hiperventilación o tareas cognitivas; el hallazgo típico en el electroencefalograma (EEG) son los complejos regulares y simétricos de punta-onda generalizada a 3-4 Hz. Por su parte, las ausencias “atípicas” se carac­terizan por una alteración transitoria de la conciencia con un inicio y un final más graduales y de mayor duración (segundos a minutos), así como por cambios en el tono muscular (hi­potonía, atonía o posturas tónicas); el hallazgo típico en el EEG son los complejos irregulares de punta-on­da lenta a 1-2,5 Hz.

_Clónicas: son contracciones clónicas rítmi­cas y usualmente bilaterales, con una frecuencia variable de 1-3 Hz, que pueden estar o no asociadas a alte­ración de la conciencia. Las genera­lizadas aisladas son poco frecuentes y se observan principalmente en neonatos o en algunas epilepsias mioclónicas progresivas.

_Tónicas: son contracciones musculares sosteni­das que duran más de 2 s, con un inicio rá­pido y asociadas frecuentemente a síntomas autonó­micos; en algunas ocasiones pueden ser asimétricas. Las crisis tónicas nocturnas son frecuentes en el sín­drome de Lennox-Gastaut4. La actividad rápida paro­xística generalizada es el hallazgo típico en el EEG.

_Atónicas: se caracterizan por una pérdida sú­bita del tono muscular, generalmente de corta duración (1-2 s) y asociadas a caí­das. Cuando están precedidas por mioclonías, repre­sentan el tipo de crisis más frecuente (mioclónica-atónica) en el síndrome de Doose.

_Mioclónicas: las mioclonías epilépticas son sacudidas bruscas, arrítmicas e irregulares, que du­ran menos de 200 ms, y que pueden afectar a uno o a varios grupos musculares. En el EEG se suelen observar complejos de punta-onda lenta o polipuntas generalizadas. Pueden asociarse a crisis atónicas, tó­nicas o ausencias.

Crisis de origen desconocido

Dado que la evidencia actual es insuficiente para clasificarlas como focales o generalizadas, aquí se incluyen los espasmos epilépticos: contracciones tónicas bilaterales súbitas y de corta duración (0,2-2 s), más prolongadas que una mioclonía (< 0,2 s), pero de menor duración que una crisis tónica (> 2 s). También se incluyen en este grupo otras crisis en las que no es posible identificar si el inicio es focal o generalizado. 

En base a todo lo anterior, la última clasificación de las epilepsias propuesta por la ILAE tiene un carácter algorítmico (Figura 4): comienza por definir el tipo de crisis para tratar de incluirlo en un síndrome epiléptico, realizando en paralelo la búsqueda de la etiología (incluye como novedad la posible causa inmunológica de la epilepsia). Los síndromes epilépticos son un conjunto de enfermedades caracterizadas por compartir una serie de hallazgos electroclínicos: pueden ser identificados según la edad de inicio5  y el tipo de las crisis, los hallazgos del EEG y otras características que, al agruparse, permiten realizar un diagnóstico específico.

Una mención especial merece el llamado estado de mal epiléptico o estatus epiléptico (status epilepticus), que se define como un síndrome bastante especial y grave6, generalmente referido a cualquier crisis epiléptica que dure más de 30 min, o bien la reiteración de varias crisis epilépticas que, sumadas, duran más de 30 min, sin recuperación de la situación basal –sin restablecimiento de la conciencia– entre ellas. Se ha establecido ese límite de 30 min de convulsiones al demostrarse en diferentes estudios que existe un mayor riesgo de déficit neurológico a partir de ese tiempo de duración. No obstante, de forma práctica, se considera el límite inferior de 5 min para actuar de forma enérgica, ya que la mayoría de las convulsiones que se prolongan > 5 min acaban en estatus. Si no responde a benzodiazepinas y a otro fármaco antiepiléptico, se considera como estatus epiléptico refractario, que tiene una mortalidad 3 veces mayor.

Diagnóstico

En base a la definición actual recogida al inicio de esta revisión, se considerará el diagnóstico de epilepsia a partir de que se presenten dos crisis sin causa determinada o cuando se produce la primera crisis y existe una alteración subyacente del SNC que pre-dispone a la aparición de crisis repetidas, con un riesgo asociado de recurrencia mayor al 60% en los siguientes 10 años, o si el paciente presenta criterios que definen un síndrome epiléptico específico. No obstante, se sospechará en todos los pacientes con alteraciones paroxísticas de la función neurológica (Gil-Nagel et al., 2019; Thijs et al., 2019).

El diagnóstico de epilepsia se basa en gran medida en la información o historia clínica de las crisis epilépticas a través de las descripciones aportadas por el paciente y los testigos, cuya presencia es muy importante en la consulta del neurólogo. La evaluación inicial está encaminada, pues, a determinar si el paciente presenta crisis epilépticas y, en tal caso, a identificar su etiología. Ante una primera crisis, una analítica de sangre ayudará a descartar causas que precisan tratamiento específico y que no se consideran epilepsia, tales como hipoglucemia, alteraciones electrolíticas o toxicidad por drogas o medicamentos, entre otras.

Habida cuenta de que las crisis epilépticas deben distinguirse de otras alteraciones transitorias del SNC, en un primer paso se diferenciará de otras patologías; por ejemplo, delas siguientes: síncope (neurocardiogénico, vasovagal, ortostático, cardiaco), accidente cerebrovascular isquémico transitorio, migraña, trastornos del movimiento (distonías, tics, hiperplexia, mioclono benigno nocturno, ataxia paroxística), encefalopatías tóxicas y metabólicas (hepática, renal, tóxicos, hipoglucemia), trastornos del sueño (narcolepsia, parálisis del sueño, alucinaciones hipnogógicas e hipnocámpicas), trastornos sensoriales (vértigo paroxístico, alucinaciones visuales y auditivas por desaferentización sensorial), amnesia global transitoria, fenómenos endocrinos paroxísticos (feocromocitoma, síndrome carcinoide), crisis psicógenas (hiperventilación, espasmos de sollozo, ataques de pánico) y pseudocrisis (asociadas con estados disociativos, trastorno de somatización, psicosis, etc.).

Posteriormente, las pruebas complementarias permiten apoyar el diagnóstico, y también ayudan a clasificar el tipo de epilepsia y determinar sus causas:

  • Electroencefalograma: la presencia de alteraciones epileptiformes (puntas, complejos punta-onda y ondas agudas) apoya el diagnóstico (Figura 5), de modo que anomalías focales indican la posibilidad de una epilepsia focal, mientras que las descargas generalizadas apoyan el diagnóstico de epilepsia generalizada. Durante una crisis el EEG muestra actividad epileptiforme, en la fase poscrítica suele mostrar lentificación focal o generalizada, y en fase intercrítica el EEG puede ser normal en el 30% de los pacientes. Sin embargo, igual que un EEG con actividad epileptiforme no es necesariamente diagnóstico de epilepsia (hasta un 3% de la población general puede presentar esas alteraciones sin haber presentado nunca una crisis), un EEG normal no descarta esta patología. 
  • Monitorización mediante vídeo-EEG: permite simultáneamente estudiar la semiología (vídeo) y determinar el patrón electrográfico crítico, aportando mayor precisión al diagnóstico. Se utiliza para resolver problemas diagnósticos (por ejemplo, diferenciar crisis epilépticas de crisis psicógenas u otros trastornos no epilépticos) y para determinar el origen de las crisis en la evaluación previa a la cirugía.  
  • Pruebas de imagen: permitirán identificar posibles alteraciones a nivel cerebral, tales como malformaciones, tumores o contusiones, entre otras. 

– De imagen estructural: la resonancia magnética (RM) está indicada en todos los pacientes con epilepsia, excepto si hay diagnóstico inequívoco de epilepsia focal benigna de la infancia o epilepsia mioclónica juvenil; y la tomografía computarizada (TC) se prefiere solo en pacientes con crisis agudas y sospecha de alteraciones estructurales importantes que van a determinar el manejo médico inmediato (por ejemplo, meningitis, ictus o hemorragia subaracnoidea7

– De imagen funcional: la tomografía por emisión de positrones (PET), la tomografía por emisión de fotón único (SPECT), la magnetoencefalografía (MEG), la espectroscopía por RM y la resonancia magnética funcional (RMf) son de utilidad para identificar la zona epileptógena en pacientes afectados, pero su utilidad en el diagnóstico de la epilepsia propiamente es dudosa.  

  • Otras: debe hacerse un electrocardiograma (algunas arritmias pueden confundirse con crisis epilépticas) y radiografía de tórax en fumadores y pacientes con sintomatología respiratoria. 

Pronóstico

Diversos estudios poblacionales con seguimiento de varias décadas de pacientes con nuevo diagnóstico de epilepsia han demostrado de forma consistente que hasta un 60-80% de pacientes entran en periodos prolongados con remisión de las crisis epilépticas, y hasta un 50% continúa libre de crisis tras la discontinuación del tratamiento (o incluso a pesar de no ser tratados). Así pues, desde una perspectiva global, el pronóstico de la epilepsia es favorable en una gran mayoría. Si se asume que la tasa media de prevalencia para la epilepsia activa ronda los 5 casos por 1.000 habitantes y que la mediana de la incidencia anualizada es de 50 nuevos casos por 100.000, se puede estimar que la duración media esperada de la epilepsia ronda los 10 años.

Tras una primera crisis epiléptica no provocada, el riesgo de recurrencia global (de una segunda crisis) se sitúa en el entorno del 50%, decreciendo con el paso del tiempo (aproximadamente la mitad de las recaídas ocurren en los primeros 6 meses después de la crisis inicial, y un 76-96% en los 2 primeros años) e incrementándose (hasta un 73-80%) tras una segunda crisis. Los principales predictores de recurrencia son una etiología documentada y un patrón de EEG anormal (Beghi et al., 2015). El riesgo se considera significativamente mayor en pacientes con lesiones cerebrales estructurales, exploración neurológica con alteraciones, discapacidad intelectual y actividad epileptiforme en el EEG, especialmente si presentan características de síndromes epilépticos concretos.

Tratamiento

La mayoría de los pacientes con epilepsia y algunos pacientes con una crisis aislada requieren tratamiento con fármacos antiepilépticos en algún momento, si bien la decisión de iniciar la farmacoterapia antiepiléptica no debería depender exclusivamente de la probabilidad de recurrencia de crisis (sí debe considerarse especialmente a partir de un riesgo > 60% tras una primera crisis, según la definición de epilepsia), sino de una valoración pormenorizada de las circunstancias individuales de cada paciente: tipo y gravedad de las crisis, comorbilidades asociadas y tratamientos concomitantes, efectos adversos de los fármacos, entorno familiar, laboral y social, e incluso preferencias del paciente.

El objetivo de la farmacoterapia es el de prevenir o reducir el riesgo de recurrencia de crisis epilépticas durante su uso, sin que actúe directamente sobre la causa que produce la epilepsia; es decir, no es curativa. El 75-80% de los pacientes se controlan bien con la medicación durante los 2 primeros años tras el diagnóstico; un 10-15% de estos casos se controla con la asociación de varios fármacos anticonvulsivantes, mientras que los fármacos novedosos introducidos más recientemente solo consiguen el control en menos de un 10% adicional de pacientes. 

No obstante, se calcula que entre el 8% y el 33% de los casos de epilepsia son incontrolables con tratamiento farmacológico, o sea, que en España hay aproximadamente unos 100.000 enfermos con epilepsia refractaria o farmacorresistente: aquella en la que no existe un control completo de las crisis tras probar al menos 2 fármacos antiepilépticos a dosis y pauta adecuadas, que han sido bien tolerados y que se han empleado en monoterapia o en combinación. Las probabilidades de conseguir un control completo de las crisis van disminuyendo de forma proporcional al número de fármacos probados. En estos pacientes se deben considerar tratamientos alternativos, valorando si presentan un síndrome que se pueda beneficiar de cirugía.

Fármacos antiepilépticos

A pesar de que el lento avance en el conocimiento profundo de la etiopatogenia de la epilepsia, junto con la dificultad para definir la patología, ha sido el principal impedimento para desarrollar nuevos fármacos más eficaces y selectivos y menos tóxicos, son numerosas las opciones actualmente disponibles en su abordaje.

A grandes rasgos, las estrategias farmacológicas siguen las líneas marcadas por las hipótesis etiológicas previamente comentadas, y se dirigen a impedir la expansión de las descargas eléctricas a nivel cerebral. De ahí que el mecanismo de acción de la mayoría de los fármacos antiepilépticos se oriente, por un lado, a la potenciación de la estabilización neuronal, esencialmente potenciando la transmisión gabaérgica (agonismo sobre el receptor GABAA, inhibición de la recaptación o del metabolismo de GABA, aumento de su liberación y promoción de su síntesis) o inhibiendo la anhidrasa carbónica, y por otro, a la inhibición de la excitabilidad neuronal, ya sea mediante el incremento del umbral de excitación neuronal con el bloqueo de canales iónicos (de Na+ y de Ca2+), la reducción de la transmisión glutamatérgica, o bien actuando sobre proteínas del complejo SNARE8. Hasta ahora no se ha podido establecer una relación clara entre el mecanismo de acción y el espectro de utilidad antiepiléptica, aunque algunos mecanismos suelen asociarse con una alta tasa de eficacia clínica en determinados tipos, como el bloqueo de los canales de Na+ en crisis generalizadas tónico-clónicas y en crisis focales, o el bloqueo de canales de Ca2+ (tipo T en las neuronas talámicas) en crisis de ausencia. 

En cualquier caso, el mayor número de indicaciones antiepilépticas suele corresponder a fármacos capaces de desarrollar varios mecanismos anticonvulsivantes al mismo tiempo (ácido valproico, topiramato, etc.), lo que pone de manifiesto la heterogeneidad etiológica y clínica de la epilepsia. Así, lo que habitualmente se considera como equilibrio neuroexcitatorio-neuroinhibitorio no siempre es igual en todas las localizaciones neurológicas: un mecanismo antiepiléptico en determinado tipo de crisis o en una localización determinada puede convertirse en proconvulsivante en otras. Por ejemplo, fármacos eficaces frente a crisis tonicoclónicas (como la carbamazepina, la fenitoína o la gabapentina) pueden agravar crisis de ausencia o mioclonías, las benzodiazepinas son susceptibles de provocar crisis tónicas en pacientes afectados por el síndrome de Lennox-Gastaut, o la lamotrigina de agravar las epilepsias mioclónicas progresivas. 

Es preciso subrayar que todos los fármacos antiepilépticos comparten en mayor o menor grado determinados efectos adversos, relacionados fundamentalmente con sus acciones neurológicas. En este sentido, sobresale el efecto depresor del SNC, manifestado con frecuencia como sedación excesiva, mareos (o vértigo), ataxia (descoordinación motriz), alteraciones cognitivas y visuales; tampoco son infrecuentes las molestias gastrointestinales, sobre todo náuseas y, menos frecuentemente, vómitos. La mayoría de ellos son leves y predecibles, estando relacionados con la dosis o su escalado, y suelen desaparecer a medida que el organismo desarrolla tolerancia. Sin embargo, algunos fármacos antiepilépticos son susceptibles de provocar, de forma ocasional, determinados efectos adversos muy específicos, clínicamente muy relevantes en ciertos pacientes; un ejemplo ilustrativo es el de los casos mortales de anemia aplásica y hepatotoxicidad asociados al uso de felbamato, que obligaron a su retirada del mercado en 1999.

Ya que en la práctica clínica el perfil de cada fármaco es bastante específico, resulta difícil hacer una clasificación única que permita una comprensión definitiva del grupo, por lo que se opta aquí por una clasificación simplificada de carácter mixto químico-farmacológico, que incluirá inevitablemente una categoría de “miscelánea” (Díaz et al., 2019).

Ureidos y análogos

Forman parte de este grupo los fármacos antiepilépticos con estructuras químicas que contienen un resto de urea (H2N-CO-NH2), entre los que se incluyen algunos de los más antiguos y empleados en la práctica clínica –fenobarbital, fenitoína y etosuximida–, y también los carbamatos o derivados del ácido carbámico (H2N-COOH), bioisósteros de la urea con capacidad para formar ciclos9 . Son las sustituciones isostéricas en el núcleo básico del anillo las que conducen a las variadas “familias” de antiepilépticos ureídicos: barbitúricos (pirimidinotrionas), hidantoínas (imidazolidinodionas), oxazolidinodionas y succinimidas (pirrolidinodionas) (Figura 6). 

Pese a la evidente relación estructural, y aunque todos ellos actúan fundamentalmente como inhibidores de la excitabilidad neuronal, sus perfiles farmacológicos no son superponibles (algunos como el fenobarbital tienen varios mecanismos de acción secundarios), y los riesgos de toxicidad o fracaso terapéutico hacen necesaria en muchos casos la monitorización analítica de los niveles plasmáticos. De hecho, por una reacción refleja de desintoxicación suelen tener un efecto inductor enzimático (promueven la síntesis en los hepatocitos de enzimas metabolizadoras del complejo citocromo P450 o CYP) que algunos acompañan, a la vez, de un efecto inhibidor enzimático, todo lo cual comporta un alto riesgo de interacciones farmacocinéticas (como se verá más adelante).

La fenitoína es un fármaco singular dentro de este grupo, ya que su acción sobre los canales de Na+ permite estabilizar la membrana plasmática de diversas células, otorgándole una indicación única entre los fármacos anticonvulsivantes: el tratamiento de arritmias auriculares y ventriculares, especialmente si son producidas por digitálicos. Para este fin siempre debe administrarse vía intravenosa a la dosis de 50-100 mg, que pueden volver a administrarse cada 10-15 min hasta la desaparición de la arritmia o alcanzar la dosis máxima de 1.000 mg.

A grandes rasgos, los eventos adversos potencialmente más graves de entre los asociados específicamente con este grupo de fármacos incluyen los cuadros de aplasia y las reacciones graves de hipersensibilidad y, en particular, el síndrome de Stevens-Johnson y la necrolisis epidérmica tóxica (manifestaciones dermatológicas potencialmente letales, caracterizadas por la separación entre la epidermis y la dermis).

Carboxamidas

Aunque pueden ser consideradas por algunos autores como un caso particular entre los antiepilépticos de tipo ureídico, poseen una peculiar sustitución en uno de los átomos de nitrógeno que les confiere una estructura de dibenzoazepinas más similar a la propia de los antidepresivos tricíclicos. El cabeza de serie es carbamazepina. La oxcarbazepina es el ceto-derivado de la carbamazepina, similar a ésta desde el punto de vista químico y farmacodinámico, pero con diferencias farmacocinéticas: es metabolizada rápidamente y casi por completo, sin formación del metabolito epóxido, considerado como responsable de algunos de los efectos colaterales neurotóxicos más graves de la carbamazepina. La eslicarbazepina es el isómero óptico S de la licarbazepina (el metabolito activo tanto de carbamazepina como de oxcarbazepina); tampoco da lugar a la formación metabólica del epoxi-derivado. Finalmente, rufinamida también forma parte del grupo, con una estructura peculiar, ligada a un anillo triazólico; no tiene metabolitos activos (Figura 7).

Todos los fármacos del grupo actúan como inhibidores de la excitación neuronal, principalmente mediante una modulación de los canales iónicos y, especialmente, por bloqueo de los canales de Na+; la inhibición de la liberación de glutamato por las neuronas glutamatérgicas es secundaria en todos ellos. Su utilidad clínica se centra fundamentalmente en el tratamiento de las crisis focales y las generalizadas de tipo tónico-clónico, si bien carbamazepina ha sido autorizada además para otras indicaciones de tipo no convulsivo relacionadas con procesos neuroexcitatorios, como el dolor neuropático o el síndrome de abstinencia alcohólica. 

De nuevo, sus características farmacocinéticas (unión moderada a proteínas plasmáticas y amplio metabolismo hepático, con efecto inductor sobre isoenzimas CYP) determinan un riesgo importante de interacciones farmacológicas con relevancia clínica. En términos de seguridad, los efectos adversos derivados del tratamiento con carbamazepina son frecuentes y relativamente importantes, equiparables a los de los antiepilépticos de tipo ureídico; sin embargo, salvo la aparición de cuadros graves hematológicos o dermatológicos de hipersensibilidad, en su mayoría acaban por ser tolerados por los pacientes. Por su parte, la afinidad de eslicarbazepina hacia la forma inactivada de los canales de Na+ es similar a la de carbamazepina, pero 3 veces menor que la de ésta hacia la forma en reposo (parece sugerir una menor tendencia a unirse a neuronas normalmente activas y, por ello, un menor riesgo de eventos adversos neurológicos que carbamazepina y oxcarbazepina), lo cual hace que este fármaco muestre un perfil toxicológico aceptable, con reacciones adversas frecuentes pero leves-moderadas y reversibles, descritas mayoritariamente al inicio del tratamiento. La frecuencia de eventos adversos en ensayos clínicos con rufinamida es muy similar a la registrada con placebo (Sankaraneni et al., 2015).

Análogos del GABA

La sencilla estructura química del ácido γ-aminobutírico –GABA– fue ampliamente usada como referencia para el diseño y desarrollo de nuevos fármacos anticonvulsivantes10 (Figura 8) que potenciaran la neuroinhibición gabaérgica, si bien en numerosos casos hay una escasa semejanza entre la acción del GABA endógeno y el mecanismo de acción bastante heterogéneo de sus derivados, en ocasiones referidos como GABAmiméticos (Schousboe et al., 2014). 

Así, por ejemplo, vigabatrina inhibe irreversiblemente la GABA transaminasa, reduciendo la degradación fisiológica del GABA. Por su parte, tiagabina es un derivado del ácido nipénico que actúa inhibiendo la recaptación presináptica del GABA por las neuronas y las células de la glía, incrementando así la concentración de GABA en el espacio sináptico y, con ello, la capacidad inhibitoria de este neurotransmisor. A pesar de su evidente relación estructural con el GABA, el mecanismo de acción de gabapentina y de su análogo pregabalina no parece depender de los efectos clásicos sobre el neurotransmisor, sino fundamentalmente del blo-queo de canales de Ca2+ de tipo N y Q, lo cual es posiblemente la razón por la que ambos fármacos son más empleados en el tratamiento del dolor neuropático que en indicaciones de epilepsia.

El caso del ácido valproico es único por varios motivos: i) su propio descubrimiento como agente antiepiléptico: sintetizado por primera vez en 1882 como disolvente orgánico, sus propiedades antiepilépticas fueron descubiertas azarosamente al demostrar varios productos diferentes entre sí –que utilizaban al valproato solo como cosolvente– una propiedad antiepiléptica similar; ii) su engañosa simplicidad molecular; y iii) sus múltiples y diversos mecanismos de acción anticonvulsivante, que le hacen tener el más amplio espectro de indicaciones antiepilépticas e incluso ser utilizado frente a otras patologías, como el trastorno bipolar. Se ha postulado que actúa por varias vías: inhibición escasamente específica de las dos vías de metabolización fisiológica del GABA (a través de las enzimas GABA transaminasa y GABA semialdehído deshidrogenasa), bloqueo de la liberación de aminoácidos neuroexcitatorios (glutamato y aspartato), y modulación de varios canales iónicos (Na+ y Ca2+). Por su parte, la valpromida es un profármaco del ácido valproico sin ninguna ventaja farmacocinética o farmacodinámica sobre éste, que en 2016 dejó de comercializarse en España.

La farmacocinética de los análogos del GABA es bastante lineal y predecible, lo que se traduce en un manejo sencillo y una tasa notablemente baja de interacciones (mayor para tiagabina y vigabatrina), incluso coadministrados con otros agentes antiepilépticos. El perfil toxicológico es también algo diferente de los antiepilépticos “clásicos” más antiguos: son mejor tolerados, aunque no dejan de ser frecuentes las consabidas reacciones adversas de tipo neurológico comunes para la práctica totalidad de los antiepilépticos, tales como somnolencia, mareos, ataxia, astenia y otras. La excepción, también en términos de seguridad, sería el ácido valproico, que se asocia con un riesgo reseñable de provocar efectos teratógenos, coagulopatías y trastornos metabólicos (hiperamonemia) potencialmente graves, además de ser un potente inductor enzimático susceptible de provocar numerosas interacciones farmacológicas.

Benzodiazepinas

Actúan, al menos en parte, de forma muy similar a como lo hacen los barbitúricos, aunque sobre receptores específicos denominados receptores benzodiazepínicos u omega ), de los que se han descrito varias isoformas, todas ellas acopladas al canal de Cl presente en la membrana de las neuronas, como los receptores GABAA. Son, pues, moduladores alostéricos del canal de Cl que amplifican la respuesta de éste a la acción agonista del GABA: cuando activan los receptores benzodiazepínicos producen una mayor frecuencia de apertura que incrementa el flujo de iones Cl hacia el interior de la célula e hiperpolariza la membrana, elevando el umbral de intensidad requerido para que un nuevo estímulo provoque un potencial de acción e impidiendo así la excitación neuronal (las células serán más insensibles a estímulos externos). 

Forman un grupo farmacológico muy homogéneo, aunque la existencia de diferentes subtipos de receptores benzodiazepínicos determina que la acción antiepiléptica solo muestre utilidad terapéutica en los casos de diazepam, clobazam y clonazepam, que se emplean, entre otros supuestos clínicos, en situaciones de emergencia ante crisis epilépticas (Haut et al., 2019). Con el resto de benzodiazepinas se desarrolla tolerancia a este efecto anticonvulsivo, lo que explica que ninguna de ellas tenga indicación en el tratamiento de mantenimiento de la epilepsia, sino solo como agentes hipnóticos o ansiolíticos.

Miscelánea

Atendiendo a la diversidad y multiplicidad de mecanismos de acción y a la engañosa similitud estructural entre fármacos mecanísticamente muy diferentes, en este grupo se pueden englobar los diversos fármacos que se citarán a continuación (Figura 9); no obstante, algunas parejas de ellos sí comparten algunas características similares (por ejemplo, lacosamida con lamotrigina, y topiramato con zonisamida). Todos estos fármacos son más modernos que la mayoría de los incluidos en los grupos precedentes, y eso se manifiesta también en unos perfiles farmacocinéticos más regulares y previsibles, con buena y relativamente rápida absorción oral, ausencia de metabolitos activos y una vida media que facilita la pauta posológica.

Entre ellos, topiramato es uno de los antiepilépticos más complejos a nivel estructural, mecanístico y clínico. Es un monosacárido en el que todos los grupos hidroxilo de la estructura glucídica se encuentran bloqueados (incluyendo uno que forma un agrupamiento de sulfamato) y del que se han descrito hasta 6 posibles mecanismos bioquímicos relacionados con su acción antiepiléptica, ninguno de ellos establecido claramente como el principal. Los más relevantes son: un bloqueo de los canales de Na+ y de Ca2+  y estabilización de la configuración abierta de los canales de K+, un efecto agonista sobre los receptores GABAA, un efecto antagonista débil sobre la actividad neuroexcitatoria del receptor AMPA de glutamato y un efecto inhibidor débil sobre la anhidrasa carbónica (que puede definir su perfil toxicológico). Fruto de estos efectos pleiotrópicos y de un perfil farmacocinético favorable (no es necesaria una monitorización rutinaria de niveles plasmáticos), topiramato tiene un amplio espectro de indicaciones antiepilépticas, utilizándose tanto en crisis generalizadas (ausencias, atónicas, mioclónicas, tónicas, espasmos infantiles y tónico-clónicas) como en crisis focales simples y complejas, con o sin generalización secundaria, así como en el síndrome de Lennox-Gastaut y hasta en la profilaxis de migraña.

Sin embargo, presenta una toxicidad significativa, que hace que más del 10% de los pacientes se vean obligados a suspender el tratamiento a medio plazo como consecuencia de los eventos adversos, originados en muchos casos por un ajuste demasiado rápido de la dosis. Las reacciones adversas más frecuentes son trastornos neurológicos y psiquiátricos (mareo, somnolencia, cefalea, ataxia, astenia), y especialmente, una notable pérdida de peso dosis-dependiente (> 10%). Son frecuentes también los eventos gastrointestinales (1-10%; náuseas, dolor abdominal, hipersalivación, etc.) y la acidosis metabólica (≈7% con 50 mg/día y hasta del 20% con 400 mg/día), que se asocia con una disminución de los niveles de bicarbonato sérico. Rara vez se han descrito pancreatitis y reacciones ampollosas de la piel y mucosas (eritema multiforme, síndrome de Stevens-Johnson y necrolisis epidérmica), mayoritariamente cuando se coadministra con otros antiepilépticos. 

Guardando cierta familiaridad química con el anterior, zonisamida actúa principalmente mediante el bloqueo de los canales de Ca2+ de tipo T, aunque secundariamente también bloquea los de tipo N/Q y los canales de Na+, inhibe la liberación de glutamato e incrementa la de GABA; adicionalmente, es un débil inhibidor de la anhidrasa carbónica. Está indicada en el tratamiento de crisis focales, con o sin generalización secundaria (ausencias, atónicas, mioclónicas, tónicas, espasmos infantiles y tónico-clónicas), tanto en monoterapia en adultos como en combinación con otros antiepilépticos en niños a partir de los 6 años. Adicionalmente, en modelos animales este fármaco ha demostrado una interesante actividad neuroprotectora (posiblemente debido a la facilitación de la eliminación de radicales libres y la consecuente estabilización de las membranas neuronales) y una cierta eficacia analgésica frente al dolor neuropático (probablemente ligada a una reducción de la hiperexcitabilidad neuronal). La principal forma de toxicidad de zonisamida es neurológica – se traduce mayoritariamente en somnolencia, vértigo y cefalea– y más de un 10% de los pacientes en ensayos clínicos controlados suspendieron el tratamiento por eventos adversos, sobre todo, irritabilidad y/o agitación, vértigo y anorexia. 

Por otro lado, lamotrigina, un análogo estructural del antibiótico trimetoprim, es un fármaco relativamente simple desde el punto de vista mecanístico, pues actúa principalmente como bloqueante de los canales de Na+; de forma secundaria, se comporta también como un inhibidor de la liberación de glutamato. Presenta un amplio espectro de indicaciones antiepilépticas: crisis generalizadas (ausencias, atónicas, mioclónicas, tónicas, espasmos infantiles y tónico-clónicas), crisis focales simples y complejas, con o sin generalización secundaria y síndrome de Lennox-Gastaut. También está indicado en la prevención de episodios depresivos en trastorno bipolar. Presenta un perfil farmacocinético bastante predecible, pero su uso se asocia a reacciones adversas graves, especialmente en tratamientos combinados, como el riesgo de aparición de alteraciones dermatológicas graves, incluyendo el síndrome de Stevens-Johnson (incidencia cercana al 0,8% en niños y al 0,3% en adultos cuando se asocia a otros antiepilépticos) y erupciones cutáneas, que parecen deberse a fenómenos de hipersensibilidad y conducen a la retirada del tratamiento en aproximadamente un 2% de los pacientes; si bien las erupciones por lo general remiten con la retirada del fármaco, excepcionalmente podrían persistir con graves consecuencias.

El fármaco más cercano farmacológicamente a lamotrigina es lacosamida, otro bloqueante de los canales de Na+ neuronales con una estructura semejante a los derivados ureídicos (es una diamida N-monosustituida). Parece intervenir también en el desarrollo de las células nerviosas que han resultado dañadas en episodios epilépticos previos a través de la unión selectiva a la proteína mediadora de la respuesta a colapsina de tipo 2 (CRMP-2), una fosfoproteína expresada en el sistema nervioso que está implicada en la diferenciación neuronal, polarización y control del crecimiento axonal. Se utiliza en clínica como monoterapia o coadyuvante en crisis de inicio focal con o sin generalización secundaria en niños a partir de 4 años y adultos. En relación a su seguridad, se ha podido establecer una clara relación dosis-dependiente, siendo los efectos adversos más frecuentes: mareo, cefalea, náuseas y diplopía. Aunque es raro que pueda provocar bloqueo auriculo-ventricular, sí que debe tenerse en cuenta un posible riesgo aumentado de arritmias si se asocia a otros fármacos que produzcan este mismo efecto (flecainida, betabloqueantes, calcioantagonistas no dihidropiridínicos, digoxina, carbamazepina, lamotrigina). 

Quizás el fármaco que supuso una mayor innovación en cuanto a mecanismo de acción –aunque aún no completamente definido– fue levetiracetam, un derivado de pirrolidina relacionado con el fármaco nootrópico piracetam. Ejerce el efecto antiepiléptico mediante su fijación selectiva a las proteínas SV2, determinante en el proceso de exocitosis de neurotransmisores de tipo excitatorio, como el glutamato o el aspartato. No parece afectar sustancialmente a sistemas de segundos mensajeros, canales iónicos y sistemas enzimáticos implicados en la síntesis y metabolismo del GABA, aunque in vitro ha exhibido acciones secundarias sobre la regulación del Ca2+ intracelular y las corrientes de GABA. Como los anteriores, tiene un amplio espectro de indicaciones en epilepsia: crisis generalizadas (ausencias, atónicas, mioclónicas, tónicas, espasmos infantiles y tónico-clónicas) y crisis focales, tanto simples como complejas, con o sin generalización secundaria.  Muestra un perfil de interacciones significativamente más bajo que otros antiepilépticos, en parte debido a que su metabolismo por hidrólisis es independiente de CYP, y una buena tolerabilidad, destacando como reacciones adversas más frecuentes: somnolencia, vértigo, cefalea, astenia, susceptibilidad a infecciones virales y anorexia. Por todo ello, es uno de los fármacos antiepilépticos más usados en España11, solo por detrás de pregabalina (ampliamente usado para tratar el dolor neuropático). 

Por último, el estiripentol (Diacomit®, aprobado en 2009, en su momento como medicamento huérfano) es un antiepiléptico no relacionado estructuralmente con ningún otro, que fue autorizado para el tratamiento coadyuvante –asociado a clobazam y valproato– de las convulsiones tónico-clónicas generalizadas y refractarias en niños con síndrome de Dravet12, cuando no se controlen adecuadamente con clobazam y valproato. Actúa principalmente a través de una inhibición de la recaptación presináptica de GABA, incrementando así su concentración sináptica. Parecen tener un papel secundario otros mecanismos, tales como la inhibición del metabolismo del GABA por la GABA-transaminasa o un moderado efecto agonista directo sobre los receptores GABAA. Además, potencia los efectos anticonvulsivantes de otros fármacos antiepilépticos como consecuencia de su elevada capacidad inhibidora de varias isoenzimas CYP (1A2, 2C9, 2C19, 2D6 y 3A4), algunas de las cuales participan en su propio metabolismo hepático: ello determina un importante perfil de interacciones con potencial relevancia clínica. En cuanto al perfil toxicológico, las reacciones adversas más comunes (> 10%) son insomnio, somnolencia, distonía, hipotonía muscular, anorexia y pérdida de peso.

—El mecanismo de acción de la mayoría de antiepilépticos se orienta a potenciar la transmisión gabaérgica y/o a inhibir la excitabilidad neuronal—

Últimas innovaciones farmacológicas

El desarrollo de nuevos fármacos antiepilépticos se basa en la búsqueda de nuevas dianas farmacológicas que permitan ampliar el arsenal terapéutico disponible e incrementar con ello la tasa de pacientes respondedores, o bien mejorar los perfiles toxicológicos y de interacciones que, en este campo, son muy relevantes. Entre las incorporaciones más recientes en España destacan 3 fármacos (recogidos en las Figuras 7 y 9): eslicarbazepina (comercializado por primera vez en 2011), perampanel (comercializado en 2014) y brivaracetam (el más reciente, comercializado en 2016) (Herranz, 2018).

A modo de recordatorio, el acetato de eslicarbazepina (Zebinix®) es un antiepiléptico del grupo de las carboxamidas que bloquea el canal de Na+ en su fase inactiva, como también hacen carbamazepina (de la cual deriva), oxcarbazepina y lacosamida. Con una semivida prolongada (13-20 h) que permite la administración de una sola dosis diaria (800-1.200 mg/día en adultos, vía oral), ha sido el primer antiepiléptico aprobado en niños (> 6 años) con epilepsias focales. Su eficacia clínica parece menor cuando se asocia o sustituye en los pacientes tratados sin éxito con fármacos parecidos estructural y mecanísticamente (incluyendo fenitoína y lamotrigina). De manera interesante, el proyecto Euro-Esli investigó la eficacia y tolerabilidad del fármaco en 14 estudios de práctica clínica habitual, que incluyeron 2.058 adultos con epilepsias focales. Sus resultados (Villanueva et al., 2017) revelaron que, a los 12 meses, la tasa de retención de eslicarbazepina fue del 73%, la tasa de respondedores del 76% y la de pacientes sin crisis del 41%; se suprimió el tratamiento por eventos adversos en el 14% de casos, siendo los más frecuentes: mareo (7%), cansancio (5%) y somnolencia (5%). En un ensayo de fase 3 comparativo con carbamazepina de liberación retardada en 785 pacientes adultos (Trinka et al., 2018), la monoterapia con eslicarbazepina se asoció a tasas de eficacia similar a los 6 y 12 meses, y a una tolerabilidad también pareja, por lo que representa una alternativa interesante en primera línea.

El perampanel (Fycompa®), por su parte, incorporó un mecanismo de acción novedoso, actuando como antagonista selectivo y no competitivo de los receptores ionotrópicos de glutamato de tipo AMPA en las neuronas postsinápticas, lo que abre expectativas de eficacia potencial en pacientes sin respuesta favorable a los antiepilépticos comercializados previamente. De larga semivida de eliminación (105 h) y administración por vía oral (4-12 mg/día, una sola dosis diaria), ha sido autorizado para el tratamiento concomitante de las crisis de inicio focal con o sin generalización secundaria en pacientes con epilepsia de > 4 años de edad, y de crisis tonicoclónicas generalizadas primarias en pacientes de > 7 años con epilepsia idiopática. Se ha mostrado eficaz en todos los modelos experimentales de crisis, exceptuando las ausencias epilépticas, lo que predice un amplio espectro terapéutico

En muchos de los pacientes incluidos en los ensayos clínicos y en los estudios observacionales posteriores se suprimieron los fármacos concomitantes, y perampanel en monoterapia mantuvo la eficacia (tasas de respuesta de 46-50% en pacientes con epilepsias refractarias) y mejoró la tolerabilidad (Gil-Nagel et al., 2018). Su perfil toxicológico está en línea con el de otros nuevos agentes antiepilépticos, predominando los mareos y la somnolencia por encima otros eventos adversos (vértigo, trastornos del equilibrio y pérdida de apetito); además, se trata de una toxicidad con carácter dosis-dependiente, que determina la proporción de pacientes que interrumpe el tratamiento: con la dosis de 12 mg/día, cerca de un 20%, reduciéndose a < 8% con la dosis de 8 mg/día. Su potencial de interacciones no es especialmente preocupante, pero se debe tener precaución en pacientes con antecedentes de adicciones, ya que podrían abusar del consumo de perampanel.

El fármaco antiepiléptico más recientemente comercializado ha sido brivaracetam (Briviact®), otro derivado de pirrolidona desarrollado a partir de levetiracetam y su contrastado éxito. Comparte con éste mecanismo: se une a la proteína SV2A de la membrana de las vesículas sinápticas, pero con una afinidad 15-30 veces superior, por lo que su eficacia se extiende a modelos experimentales de crisis epilépticas en los que no había habido respuesta previa con levetiracetam; no obstante, no se han identificado los mecanismos de acción adicionales descritos para levetiracetam (inhibición de receptores glutamatérgicos NMDA y de las corrientes de Ca2+ de alto voltaje). De administración por vía oral, está autorizado como terapia concomitante en el tratamiento de las crisis de inicio focal con o sin generalización secundaria en adultos, adolescentes y niños de > 4 años de edad con epilepsia. 

Presenta una buena tolerabilidad, en la línea de lo descrito anteriormente para levetiracetam, y mantiene un perfil de interacciones significativamente más reducido que otros antiepilépticos (por su metabolismo –hidrólisis– escasamente dependiente de CYP), aunque quizá algo menos favorable que el de levetiracetam. Un meta-análisis que comparó de forma indirecta los ensayos clínicos aleatorizados, doble ciego y controlados con placebo de levetiracetam y brivaracetam en pacientes adultos con epilepsias focales refractarias demostró que la eficacia del primero (N= 1.765) es ligeramente superior a la del segundo (N= 1.919 pacientes), con menos probabilidad de nistagmo (Lin et al., 2016). Una propiedad muy favorable de brivaracetam es su elevada liposolubilidad: alcanza en 1-2 min el SNC, lo que explica su eficacia inmediata e intensa en estatus epiléptico (Strzelczyk et al., 2017). En cualquier caso, por ahora, brivaracetam es un principio activo mucho menos utilizado que levetiracetam, en parte debido a su reciente introducción al mercado y su elevado coste en comparación con levetiracetam.

Finalmente, merece una mención especial en este apartado el cannabidiol, un cannabinoide de origen vegetal –procedente de Cannabis sativa– que actúa como modulador alostérico negativo del receptor cannabinoide CB1 (expresado a nivel presináptico en neuronas glutamatérgicas): este efecto es terapéuticamente relevante, ya que un agonismo puro estaría limitado por sus efectos psicomiméticos y un antagonismo puro estaría limitado por sus efectos depresivos. La evidencia científica respalda que cannabidiol atenúa los efectos psicomiméticos del tetrahidrocannabinol, posiblemente por modulación del sistema dopaminérgico mesolímbico. Además, se ha demostrado que activa el receptor serotoninérgico 5-HT1A (responsable de su efecto ansiolítico) y los receptores vaniloides TRPV1 y TRPV2 (relacionados con su efecto analgésico), antagoniza receptores como el α1 adrenérgico, los opioides de tipo µ y el GPR55 (con los efectos analgésicos asociados), y se cree que también podría actuar como inhibidor enzimático de las fosfolipasas A2 o las ciclooxigenasas 1 y 2.

En el año 2019, la EMA (European Medicines Agency) autorizaba en la UE el medicamento huérfano Epidyolex®, el primero a base de cannabidiol (solución oral de 100 mg/ml), indicado en el tratamiento complementario, junto a clobazam, de convulsiones asociadas al síndrome de Lennox-Gastaut o al síndrome de Dravet para pacientes desde los 2 años. Dicha autorización se basó en dos ensayos clínicos de fase 3, aleatorizados, doblemente ciegos y controlados por placebo, cada uno de los cuales constó de un periodo inicial de 4 semanas, un periodo de ajuste posológico de 2 semanas y uno de mantenimiento de 12 semanas; durante ese tiempo, casi todos los pacientes (94%), con una media de edad de 9 años, estaban en tratamiento concomitante con ≥ 2 fármacos antiepilépticos. El cannabidiol –a las dosis de 10 y 20 mg/kg/día– demostró una eficacia estadísticamente significativa en la reducción de la frecuencia de las crisis de caída cada 28 días (variable principal), superior en 23-43 puntos porcentuales a la obtenida con placebo; la tasa de pacientes respondedores –con reducción ≥ 50% en crisis atónicas– fue también superior (43-63% vs. 24-37% con placebo). Queda aún por dilucidar si cannabidiol podría ser de utilidad para otros tipos de epilepsia resistente en niños y adultos.

Se desconocen los mecanismos precisos por los que cannabidiol ejerce sus efectos anticonvulsivantes en humanos, pero se descarta que sea a través de los receptores canabinoides. Se ha postulado que reduce la hiperexcitabilidad neuronal mediante una modulación del Ca2+ intracelular a través del receptor acoplado a proteinas G 55 (GPR55) y los canales del receptor de potencial transitorio vaniloide 1 (TRPV1), además de modular las señales mediadas por adenosinas gracias a la inhibición de su receptación celular por el transportador equilibrante de nucleósidos 1 (ENT-1) (Cid et al., 2020).

Estrategias de tratamiento

Selección del tratamiento inicial

Antes de los años 80 del siglo pasado, era común la asociación de dos fármacos antiepilépticos como tratamiento de primera línea de la epilepsia; sin embargo, diversas revisiones en aquel momento apoyaron la modificación del inicio de tratamiento a un régimen a base de un único antiepiléptico, ya que esto permitía un mejor control de la patología con una menor incidencia de efectos adversos. Actualmente hay unanimidad al respecto: es recomendable iniciar el tratamiento con un solo antiepiléptico. De esta forma se facilita el cumplimiento y se mejora la seguridad al disminuir la probabilidad de que aparezcan interacciones y reacciones adversas. 

La elección del fármaco antiepiléptico en cuestión por parte del neurólogo se debe fundamentar en la evidencia de eficacia y seguridad (especialmente los principales eventos adversos agudos dosis-dependiente, idiosincrásicos y crónicos) en los diferentes tipos de crisis epilépticas, en la posología, en el perfil de interacciones farmacológicas y en las características propias del paciente, incluyendo las posibles comorbilidades. La siguiente tabla (Tabla 1) resume algunos de los principales aspectos a tener en cuenta a la hora de decidir el tratamiento individualizado más adecuado.

Continúa la tabla aquí

Fallo del tratamiento inicial

La farmacoterapia antiepiléptica consigue, en términos globales, que hasta un 60-70% de los pacientes estén libres de crisis. Sin embargo, en aquellos pacientes que continúan presentando crisis epilépticas tras un primer fármaco (habitualmente, alrededor de un 50%), los pasos a realizar se decidirán según la causa del fracaso de éste, generalmente en el siguiente orden: 

  • Reevaluar el diagnóstico inicial y el cumplimiento terapéutico. 
  • Aumentar la dosis de antiepiléptico si hubo una respuesta inicial, sin efectos adversos. 
  • Cambiar a otra monoterapia si el problema fue la tolerabilidad del fármaco inicial (incluso a bajas dosis) o si se produjeron reacciones adversas potencialmente graves. 
  • En caso de falta de respuesta, se puede sustituir el primer fármaco antiepiléptico o asociar un segundo. Esto último estaría indicada cuando, habiendo fracasado dos monoterapias, existió una respuesta parcial a un primer fármaco, con buena tolerabilidad; puede ser necesaria la reducción de dosis del primer fármaco para mejorar la tolerabilidad a la vez que se introduce paulatinamente el segundo. No obstante, la politerapia puede estar indicada desde el principio en síndromes que habitualmente se asocian con altas tasas de refractariedad, como en el síndrome de West.
  • Un nuevo fracaso terapéutico implica la existencia de una epilepsia refractaria. En ese supuesto, es imprescindible revisar de forma pormenorizada el caso y valorar su remisión a centros especializados de diagnóstico, e incluso considerar terapias no farmacológicas.

A la hora de estudiar la conveniencia de la asociación de dos o más antiepilépticos, deben considerarse los siguientes aspectos: 

  • diagnóstico preciso del tipo (o tipos) de epilepsia; 
  • características del paciente (edad, sexo, peso, etc.) y de su enfermedad (tipo, duración, historial de resistencia a uno o varios fármacos, etc.);
  • perfil farmacológico (mecanismos de acción) y terapéutico (indicaciones autorizadas) de cada medicamento;
  • experiencia clínica disponible de cada fármaco considerado y su perfil toxicológico (frecuencia y gravedad de los eventos adversos más relevantes);  
  • y potencial de interacciones de cada fármaco, tanto farmacodinámicas como farmacocinéticas. 

En base a esos criterios, la combinación ideal de antiepilépticos debería estar formada por fármacos:

  • Con mecanismo de acción diferente y perfiles de seguridad complementarios o, al menos, con efectos tóxicos no aditivos ni sinérgicos. 
  • Con bajo potencial inductor o inhibidor enzimático: los anticonvulsivantes más modernos (lacosamida, levetiracetam, lamotrigina, zonisamida, etc.) suelen ser menos propensos a provocar interacciones clínicamente relevantes, aunque siempre es difícil predecir la intensidad o el sentido
    de muchas de las interacciones entre antiepilépticos. 
  • Con experiencia clínica contrastada en combinación.

En este sentido, están bien documentadas algunas combinaciones como las que se recogen en la Tabla 2.

Retirada del tratamiento

A la hora de valorar la suspensión del tratamiento antiepiléptico, el proceso también tiene que ser individualizado, considerando el tipo de enfermedad (el riesgo de recurrencia será mayor en pacientes con epilepsias sintomáticas y epilepsias focales y en algunos síndromes específicos, como la epilepsia mioclónica juvenil), las características personales del paciente y la repercusión de la recurrencia en el paciente. En general, se considerará la suspensión del tratamiento cuando el paciente está al menos 5 años sin presentar crisis. La probabilidad de mantenerse libre de crisis tras suspender el tratamiento a los 2 años está entre el 61% y el 91% en niños y entre el 35% y el 57% en adultos. Se considerará epilepsia en remisión completa tras 10 años sin crisis, 5 de ellos sin medicación.

Una vez tomada la decisión de suspender el tratamiento, se pueden dar dos supuestos: 

  • Paciente en monoterapia: la recomendación general es disminuir la dosis de antiepiléptico gradualmente a lo largo de un periodo de 2 o 3 meses (> 6 meses si el fármaco es un barbitúrico o una benzodiazepina).
  • Paciente en politerapia: la retirada debe ser más lenta y de forma secuencial, es decir, el primer antiepiléptico en suspenderse será el que asocie más efectos adversos o el que sea menos eficaz, y después se suspenderá el último fármaco introducido (el que permitió el control de las crisis). En caso de recurrencia, se reintroducirá en primer lugar este último fármaco. 

En algunos casos, cuando existe una recurrencia, el restablecimiento del tratamiento previo a la retirada no consigue controlar la epilepsia de nuevo. Los pacientes deben ser informados sobre qué hacer en caso de recurrencia de crisis: como medida general, administrar una benzodiazepina de rescate y acudir a urgencias (Gil-Nagel et al., 2019).

Poblaciones especiales 

La mayor parte de los casos en pacientes ancianos son epilepsias focales, que suelen manifestarse como crisis leves y más difíciles de identificar que en adultos jóvenes. Debido a que la etiología más frecuente, junto con las metabólicas o degenerativas, es la cerebro-vascular, en pacientes con epilepsia de nueva aparición a esta edad se debe realizar un estudio cardiovascular. Cabe destacar que en ancianos la respuesta a fármacos antiepilépticos es mayor que en otros grupos de edad. Se caracterizan por una serie de cambios fisiológicos que hay que tener en cuenta: hipoalbuminemia, reducción del aclaramiento hepático y renal de fármacos y cambios en el SNC que pueden facilitar la toxicidad. La sedación y los problemas cognitivos (síndromes confusionales) están entre los efectos adversos más frecuentes, y son más comunes con barbitúricos, benzodiazepinas, topiramato y otros fármacos administrados a dosis altas, como levetiracetam, carbamazepina y ácido valproico. Dado que la polifarmacia es también habitual en esta población, los efectos adversos potencialmente graves por interacciones farmacológicas son muy frecuentes, por lo que, a fin de atenuar sus consecuencias, suele recomendarse una introducción de la medicación más lenta y con menores dosis que en el adulto joven.

En la población pediátrica son aplicables la mayoría de los criterios utilizados en adultos. Así pues, el diagnóstico acertado del síndrome epiléptico concreto es de gran importancia en la elección del fármaco a utilizar, prefiriéndose –si es posible– la monoterapia sobre la politerapia. Debido a que la farmacocinética es diferente, y la absorción y metabolismo de los fármacos en niños es más rápida, habitualmente se requieren dosis más altas de antiepiléptico por unidad de peso.

Quizás el subgrupo de población en el que hay que tener en consideración un mayor número de situaciones especiales es el de las mujeres epilépticas. Algunas son las siguientes:

_Embarazo: conviene planificarlo adecuadamente con antelación, debiéndose evaluar los riesgos de un embarazo no deseado en todas las mujeres en edad reproductiva. En caso de que se decida proceder con el mismo, se recomienda una suplementación con ácido fólico (0,4-5 mg/día) para reducir el riesgo de malformaciones congénitas graves (por ejemplo, defectos del tubo neural) y con vitamina K (20 mg/semana después de la semana 34) en mujeres en tratamiento con inductores de enzimas hepáticas para reducir el riesgo de hemorragias en la madre y el neonato. Pero, sobre todo, hay que monitorizar los niveles sanguíneos de fármacos antiepilépticos al inicio y durante el embarazo para individualizar el rango terapéutico que guiará en el ajuste de dosis en caso de crisis o toxicidad. Con respecto a la selección del tratamiento, hay que buscar la simplificación a monoterapia (si la epilepsia está controlada desde hace varios años y no hay factores de riesgo de recurrencia) y el empleo de la dosis mínima eficaz de los fármacos más recomendados por su seguridad: lamotrigina (< 300 mg/día) y carbamazepina (< 400 mg/día), los cuales comportan un riesgo de malformación fetal similar al de mujeres que no toman antiepilépticos. En cambio, el ácido valproico se asocia al mayor riesgo de teratogenicidad cuando se usa en politerapia o con dosis > 700 mg/día (> 10%), habiéndose probado que los niños cuyas madres lo recibieron durante el embarazo presentan mayor probabilidad de tener un coeficiente intelectual inferior y dificultades en el aprendizaje. Topiramato también parece asociarse con un riesgo alto de malformaciones congénitas, mientras que levetiracetam presenta un riesgo bajo. 

_Lactancia: a pesar de que los fármacos antiepilépticos pueden pasar –y la mayoría pasan– a la leche materna en proporción inversa a su unión a proteínas séricas13, la lactancia en mujeres epilépticas no está contraindicada, ya que los beneficios son mayores que los posibles riesgos de los fármacos en el neonato. Los efectos adversos más comunes son sedación e irritabilidad, especialmente con barbitúricos y benzodiazepinas. La lactancia nocturna se debe evitar si la falta de sueño es un desencadenante de crisis epilépticas (Cuéllar, 2015).

Abordaje del estatus epiléptico

El manejo del paciente con estatus epiléptico (EE) (crisis –o varias crisis sumadas– que duran > 30 min) dependerá del tipo de EE y de su causa. Por lo general, la detección rápida del mismo y su tratamiento precoz mejoran el pronóstico y limitan el daño neurológico permanente. Así pues, representa una emergencia médica con riesgo vital que requiere que se implementen desde el inicio todas las medidas habituales de terapia en cuidados intensivos.

Los pacientes con diagnóstico de epilepsia establecido deberían disponer de diazepam de aplicación rectal (en caso de niños) o de midazolam o lorazepam de aplicación oral (en adultos) para su administración en crisis prolongadas o ante agrupación de crisis en un mismo día. Al mismo tiempo, es necesario buscar otras manifestaciones o causas para aplicar tratamientos específicos de manera precoz, tales como alteraciones electrolíticas, hipoglucemia, cetoacidosis, infecciones del SNC, tumores cerebrales o patología cerebrovascular, entre otras.

Existe un consenso general de que el EE no convulsivo sin coma se debe manejar de manera menos agresiva que el EE convulsivo. Ante un EE convulsivo, se recomienda realizar un tratamiento en varias fases, siendo importante asegurar la utilización de dosis adecuadas de cada fármaco y evitar cambios rápidos (Gil-Nagel et al., 2019).

_Fase 1 (0-5 min). Fase de estabilización: 

a) Estabilizar al paciente, tomar las constantes vitales, contabilizar la duración de la crisis, aportar O2 por vía nasal y realizar monitorización electrocardiográfica. 

b) Obtener una vía intravenosa y realizar analítica que incluya pruebas toxicológicas.  Realizar una medición de la glucemia: si el valor es < 60 mg/dl, habrá que administrar por vía intravenosa 100 mg de tiamina y 50 ml de glucosa al 50%.

_Fase 2 (5-20 min). Se pasa a esta fase si la primera persiste tras 5 min. La terapia de primera línea en esta etapa la constituyen las benzodiazepinas, pudiendo escoger, con eficacia similar, entre midazolam intramuscular (10 mg en pacientes > 40 kg, 5 mg para 13-40 kg), lorazepam intravenoso (0,1 mg/kg, máximo 4 mg/dosis) o diazepam intravenoso (0,15-0,2 mg/kg, máximo 10 mg/dosis). Si no está disponible ninguna de esas opciones, se valorará elegir, con menor nivel de evidencia, entre diazepam rectal (0,2-0,5 mg/kg, máximo 20 mg/dosis), fenobarbital intravenoso (15 mg/kg/dosis) o midazolam intranasal o bucal. 

_Fase 3 (20-40 min). Si la crisis persiste tras la fase 2, se pasa a una terapia de segunda línea, eligiendo entre las siguientes opciones preferentes, todas por vía intravenosa: fenitoína (20 mg/kg, máximo 1.500 mg/dosis, velocidad de infusión < 50 mg/min), ácido valproico (40 mg/kg, máximo 3.000 mg/dosis) o levetiracetam (60 mg/kg, máximo 4.500 mg/dosis). Si no está disponible ninguna de ellas, se puede considerar utilizar alguna de las siguientes: fenobarbital intravenoso (15 mg/kg/dosis), lacosamida o levetiracetam (con menor riesgo de depresión respiratoria), si bien estas dos últimas están aún en investigación.

_Fase 4 (40-60 min). Si la crisis persiste tras la fase 3, se pasa a una terapia de tercera línea, para la cual no hay suficiente evidencia con ninguna opción (Brigo et al., 2019), pudiéndose valorar las siguientes: repetición de la terapia de segunda línea, propofol14, tiopental, pentobarbital o midazolam. En esta fase, todos los pacientes necesitan asistencia cardiorrespiratoria, con una cuidadosa titulación del anestésico para mantener un patrón de brote-supresión en el EEG, combinando además varios anestésicos si es necesario (por ejemplo, midazolam y propofol). El protocolo habitual es revertir la sedación tras 24-48 h de mantener un patrón de brote-supresión en el EEG. Si tras esto continúan las crisis, se vuelve a iniciar un nuevo ciclo. 

_Fase 5. Se denomina estatus súper-refractario a aquél que se prolonga más allá de las 24 h tras el inicio de la sedación en la fase 4. En estos casos se valora el aumento de dosis de los agentes sedantes, así como la administración de otros fármacos como la ketamina o anestésicos inhalados. Una segunda línea –no establecida sólidamente– es el uso de hipotermia, infusión de magnesio, piridoxina, dieta cetogénica, cirugía de emergencia o corticoterapia a dosis altas. Cuando se sospecha una etiología autoinmune conviene utilizar precozmente corticoterapia e inmunoglobulinas inespecíficas intravenosas o plasmaféresis. 

Terapias no farmacológicas

Se emplean en casos de epilepsia refractaria a medicamentos, y se distinguen las siguientes: 

Cirugía

El tratamiento quirúrgico es una opción eficaz que se indica en un subgrupo seleccionado de pacientes con crisis focales farmacorresistentes (crisis que persisten durante 1 año o tras tratamiento con 2 fármacos en monoterapia15, lo que ocurra antes), de los cuales, si son correctamente seleccionados, entre el 60-80% de pacientes controlarán su epilepsia. Un amplio meta-análisis, realizado a partir de 9 revisiones sistemáticas y 2 grandes series de casos de pacientes con epilepsia refractaria a farmacoterapia, concluyó que la tasa de éxito (ausencia de crisis) de la cirugía oscilaba entre un 34% y un 74% (mediana del 62%). En general, la cirugía fue menos eficaz cuando había lesiones extratemporales y/o cuando la epilepsia no estaba asociada con una lesión estructural –la esclerosis del hipocampo y los tumores benignos se asociaron con mejores resultados respecto a otras patologías–, sin diferencias reseñables entre niños y adultos. Por otro lado, la mortalidad perioperatoria parece ser baja (0,1-0,5%) y la complicación neurológica más frecuente son defectos del campo visual, debidos a la resección del lóbulo temporal (Jobst et al., 2015).

Además, se ha probado que los pacientes que responden a la cirugía presentan un menor riesgo de muerte súbita relacionada con la epilepsia, mejor calidad de vida y menor utilización de fármacos. Por lo tanto, la posibilidad de realizar una cirugía debe evaluarse en algún momento de la evolución en todos los pacientes cuyas epilepsias cumplan criterios de farmacorresistencia, considerando aspectos como la gravedad y frecuencia de las crisis, la historia natural del síndrome epiléptico subyacente y si existen alternativas menos agresivas; asimismo, es importante descartar pseudorresistencia por diagnóstico erróneo o utilización de un fármaco antiepiléptico inadecuado para el síndrome del paciente.

La cirugía no debe demorarse tras identificar un síndrome tratable quirúrgicamente (STQ) cuando las crisis son frecuentes y graves, asociadas a un alto riesgo de morbilidad (caídas, accidentes o muerte súbita) o producen deterioro cognitivo y/o problemas en las actividades de la vida diaria. En la mayoría de los pacientes, el tiempo de evaluación se alcanza en los primeros 2 años del diagnóstico de farmacorresistencia: de todos los pacientes evaluados para cirugía de la epilepsia, solo entre un cuarto y un tercio son finalmente candidatos. Los requisitos que definen un SQT son, al menos, los tres siguientes: 

  • La zona epileptógena se identifica correctamente tras la evaluación pre-quirúrgica con monitorización de vídeo-EEG, RM cerebral, evaluación neuropsicológica u otras pruebas.  
  • La evolución de la enfermedad es predecible y no es probable una respuesta mantenida a los fármacos antiepilépticos. 
  • La cirugía es muy probable que sea útil, sin asumir un alto riesgo de déficits neurológicos graves permanentes. 

Según se ha sugerido, los principales STQ están asociados con alteraciones estructurales del SNC identificables en neuroimagen, como la esclerosis de hipocampo, algunos trastornos del desarrollo cortical (por ejemplo, displasias), tumores cerebrales (por ejemplo, glioma de bajo grado, tumor neuroepitelial disembrioplásico y ganglioma) y traumatismos. En esos casos, se acepta que la probabilidad de controlar la epilepsia tras la cirugía es del 70% al 80%. Sin embargo, para aquellos casos de epilepsia focal asociada a neuroimagen normal o patología extensa (por ejemplo, displasia cortical tipo I, malformaciones difusas del desarrollo cortical o hipoxia perinatal) las probabilidades de control completo descienden hasta un 50%. También son frecuentes los casos en los que la cirugía no puede realizarse por tratarse de lesiones extensas, bilaterales o que afectan al córtex elocuente. 

En síndromes hemisféricos (por ejemplo, síndrome de Sturge-Weber, lesiones porencefálicas extensas o síndrome de Rasmussen), la hemisferectomía, cuando es posible, es el tratamiento de elección y puede llevar a un control completo en más del 50-60% de los casos. Cuando se trata de lesiones cerebrales bien circunscritas y de tamaño relativamente pequeño (hasta un máximo de 30 cm3), existen diversas técnicas mínimamente invasivas que pueden ser utilizadas como sustitución del tratamiento quirúrgico en epilepsias lesionales refractarias. La más utilizada (desde la década de 1990) es la radiocirugía estereotáctica con Leksell Gamma Knife®, que requiere de la fijación sólida de un marco metálico en el cráneo del paciente a fin de mantener la precisión en su ubicación que facilite la fijación posterior del casco (colimador secundario) con el que es introducido en un dispositivo capaz de producir una radiación gamma altamente selectiva, en el cual se mantendrá durante un periodo de 30 min-2 h. Es una opción de tratamiento con eficacia similar a la cirugía resectiva (aunque su resultado completo puede tardar hasta 1 año) en casos de epilepsia temporal medial, hamartoma hipotalámico y otras lesiones epileptógenas bien definidas en neuroimagen y con un volumen < 7,5 cm3. Un uso menos extendido tienen otras técnicas como la termocoagulación estereotáctica con radiofrecuencia, termoterapia inducida por láser y la ablación con ultrasonidos guiada por RMN. 

Estimulación eléctrica

El estimulador del nervio vago (ENV) es un dispositivo útil como terapia adyuvante en pacientes no candidatos a cirugía con epilepsias focales y generalizadas farmacorresistentes. El generador se coloca quirúrgicamente en la región torácica izquierda, a nivel subcutáneo, conectado al nervio vago izquierdo en el cuello, y la estimulación se programa por radiofrecuencia desde un ordenador o tablet. Los estudios muestran una reducción media del 30% en las crisis epilépticas en los primeros 3 meses, con una reducción de > 50% tras 1 o 2 años. Es una técnica bien tolerada: la mayoría de efectos adversos –los más frecuentes son: ronquera o alteraciones de la voz, dolor de garganta, tos, disnea y parestesias– son leves y desaparecen en muchas ocasiones con el tiempo. 

Dieta cetogénica

Se trata de un plan dietético con alto contenido en grasa (80%, mayoritariamente triglicéridos de cadena larga), normal en proteínas (15%) y baja en hidratos de carbono (5%) que se emplea como adyuvante en el tratamiento de epilepsias farmacorresistentes, siendo más eficaz en niños que en adultos. Si bien hay diferentes variantes para mejorar la tolerabilidad, la relación calórica entre grasas e hidratos de carbono (desde 2:1 a 5:1) busca provocar una cetosis metabólica similar a la que se alcanza con un ayuno prolongado. Está indicada tanto en epilepsias focales como generalizadas, y especialmente en pacientes con discapacidad intelectual, crisis muy frecuentes y no candidatos a cirugía. Los efectos adversos suelen ser tolerables, e incluyen la pérdida de peso, que puede ser beneficioso para pacientes obesos.

Un meta-análisis (Klein et al., 2014) realizado sobre estudios controlados con dieta cetogénica en adultos con epilepsia refractaria halló que el 32% de los pacientes experimentaban una reducción de al menos un 50% de las crisis epilépticas, incluyendo un 9% que experimentaba una reducción superior al 90%. Los efectos anticonvulsivantes de la dieta, evidentes en cuestión de pocos días o semanas, parecían mantenerse durante periodos prolongados, pero a diferencia de lo que ocurre en niños, los resultados no eran demasiado persistentes. No obstante, el número de pacientes que suspende la dieta antes del final planificado es elevado (la mitad, aproximadamente, en los estudios controlados). 

—La farmacoterapia antiepiléptica consi-gue, en términos globales, que hasta un 60-70% de los pacientes estén libres de crisis—

Papel asistencial del farmacéutico

Todos los profesionales farmacéuticos, desde sus diversos ámbitos de actuación y competencias, pueden contribuir de forma sustancial al adecuado asesoramiento y asistencia sanitaria a los pacientes epilépticos y sus familias. Teniendo en cuenta las particularidades comentadas en este artículo, se comprende que la epilepsia es una enfermedad tratada mayoritariamente en el ámbito ambulatorio, y los pacientes, aunque son más susceptibles de sufrir ingresos hospitalarios, deberán incorporar la farmacoterapia en su vida cotidiana, siendo en muchos casos necesario un tratamiento crónico. En ese contexto, es quizás la figura del farmacéutico comunitario la que cobra un especial interés, ya que la mayoría de medicamentos antiepilépticos disponibles en España son de dispensación en farmacia comunitaria (solo 48 de las más de 1.100 presentaciones comerciales autorizadas son de dispensación y uso hospitalario).

Atendiendo al hecho de que cada día más dos millones de pacientes y usuarios acuden a las más de 22.000 farmacias españolas, y que en ellas se ofrecen al año más de 182 millones de consejos sanitarios, parece evidente el potencial divulgador del farmacéutico como profesional sanitario, así como su incuestionable papel
para canalizar hacia el médico a personas con problemas relevantes de salud, para un estudio clínico detallado. La farmacia constituye un centro accesible y ubicuo capaz de suministrar una información rigurosa y veraz, pieza clave para aumentar la visibilidad de la epilepsia en la sociedad, y ofrecer un servicio sanitario de máximas garantías y con la debida confidencialidad. Contribuye también a la detección precoz de crisis epilépticas, a la promoción de un uso racional de los medicamentos antiepilépticos y a facilitar la disponibilidad de la mayoría de ellos, con claras implicaciones en la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud. 

Por otro lado, el papel del farmacéutico especialista a nivel hospitalario también tiene una indudable influencia en la consecución de los mejores resultados en salud de la farmacoterapia (véase el punto tercero de este apartado), orientada principalmente al tratamiento de pacientes epilépticos que han sido ingresados por complicaciones de su enfermedad o bien al abordaje de un estatus epiléptico prolongado.

Dado el alto impacto socio-sanitario y económico que tiene la epilepsia, con la integración efectiva del farmacéutico y la necesaria coordinación con el equipo multidisciplinar de atención primaria y especializada (elaboración de protocolos y guías, procedimientos normalizados de trabajo, unificación de criterios entre los diferentes profesionales sanitarios, historia clínica compartida, etc.), se pueden identificar varias vías asistenciales enfocadas al abordaje de los pacientes y al asesoramiento práctico a familiares. 

Educación sanitaria orientada a la prevención

A la hora de afrontar una enfermedad como la epilepsia, el farmacéutico debe transmitirles, con la sensibilidad adecuada, que se trata de un proceso generalmente crónico, no curable, pero que puede ser adecuadamente controlado en una elevada proporción de pacientes con las distintas terapias sintomáticas disponibles, que previenen o reducen el riesgo de recurrencia de crisis epilépticas, sin actuar sobre la causa subyacente. Hay que subrayar también que una amplia proporción de personas que ha sufrido una crisis no volverá a padecer ningún nuevo episodio.

Aprovechando fundamentalmente el acto de la dispensación, el farmacéutico puede aportar a los pacientes información fácilmente comprensible, pero con rigor científico, sobre: a) los medicamentos antiepilépticos: incidiendo sobre su objetivo y mecanismo, las peculiaridades de conservación (si las hubiera), el momento óptimo de administración, la posibilidad e importancia de interacciones con otros medicamentos (incluidos los de automedicación), etc.; y b) su pauta de administración: se puede aconsejar la adaptación de la toma coincidiendo con eventos cotidianos o aportar diagramas que ayuden a relacionar la medicación con hábitos de vida. En su práctica totalidad, serán tratamientos de uso por vía oral, que requieren un periodo variable de tiempo para el escalado y el ajuste individualizado de la dosis óptima. Se debe advertir que, aun con un tratamiento exitoso, los pacientes convivirán con un riesgo notable de recaídas y diversos efectos adversos, requiriendo probablemente revisiones médicas frecuentes, por lo que deberán vigilar más de cerca su estado de salud y el cumplimiento de hábitos de vida saludables. 

En la epilepsia, una de las herramientas más eficientes es la prevención, ya que son diversos los factores que pueden desencadenar crisis, entre otros el estrés emocional, que en contextos como la pandemia por COVID-19 aún vigente pueden adquirir una mayor importancia. Así, la OMS estima que hasta el 25% de los casos de epilepsia son prevenibles mediante estrategias como las siguientes: 

  • La prevención de los traumatismos craneales: es la forma más eficaz de evitar la epilepsia postraumática, y puede conseguirse, por ejemplo, con el uso del casco a la hora de realizar cualquier deporte que entrañe riesgo de caídas (bicicletas, motos, patinetes, etc.) o el uso del cinturón de seguridad y medios de sujeción en el coche.
  • La atención perinatal adecuada, a fin de reducir los nuevos casos de epilepsia causados por lesiones durante el parto. 
  • El uso de medicamentos y otros métodos antitérmicos en niños con fiebre para reducir las probabilidades de convulsiones febriles.
  • La reducción de factores de riesgo cardiovascular (medidas de prevención de hipertensión arterial, diabetes, obesidad, tabaquismo y consumo excesivo de alcohol) contribuye a prevenir la epilepsia asociada a los accidentes cerebrovasculares. 
  • En determinados entornos (zonas tropicales), la eliminación de parásitos y la educación sobre medidas profilácticas frente a infecciones son eficaces para reducir la epilepsia desencadenada por infecciones del sistema nervioso central.

En cuanto a la educación sanitaria específica a mujeres con epilepsia, conviene recordarles que la gestación se considera de alto riesgo, dada la mayor incidencia de compli-caciones obstétricas, como prematuridad y muerte neonatal. Aun con tratamiento, durante el embarazo la frecuencia de las crisis puede permanecer inalterada (≈60%), disminuir (≈25%) o incrementarse (≈15%); tal variación se debe principalmente a cambios en la farmacocinética de los antiepilépticos. En los casos de empeoramiento de la patología, debe considerarse la posibilidad de un incumplimiento del tratamiento, muchas veces motivado por temores a los efectos teratógenos de los fármacos. Esos riesgos de teratogenicidad se reducen al mínimo si el embarazo es planificado con suficiente antelación (pues se podrán reducir las dosis al mínimo o usar los fármacos más seguros), siendo por ello muy aconsejable la adopción de medidas anticonceptivas eficaces por parte de las mujeres epilépticas bajo tratamiento. 

A este respecto, si bien en modelos animales se ha demostrado que los estrógenos podrían tener un efecto proconvulsionante, en la práctica clínica no se ha observado que los anticonceptivos orales provoquen un empeoramiento de las crisis, por lo que no existe una contraindicación general para su uso en mujeres con epilepsia. Sin embargo, los fármacos inductores del citocromo P450 (fenitoína, carbamazepina, fenobarbital, oxcarbazepina, eslicarbazepina, topiramato) incrementan la síntesis de la globulina plasmática que liga las hormonas sexuales esteroideas y aceleran su metabolismo, disminuyendo la eficacia de los anovulatorios; también la de levonorgestrel y la de medroxiprogesterona. Esto puede paliarse con el uso de anovulatorios con mayor contenido de estrógenos (50-100 mg), pero, aun así, se ha observado una disminución de la eficacia de los anticonceptivos hormonales, por lo que es aconsejable usar adicionalmente un anticonceptivo de barrera (preservativo) (Cuéllar, 2015). 

Por otra parte, se deben recordar los riesgos que en los pacientes epilépticos comporta el consumo de alcohol etílico, que tiene acciones paradójicas por sus peculiares propiedades toxicodináminas. A dosis bajas produce excitación neuronal, que se asocia a sentimientos de euforia y desinhibición social; en ese momento existe una reducción del umbral convulsivo que puede desencadenar una crisis, por lo que es imprescindible hacerles ver la necesidad de evitar su consumo. Sin embargo, el etanol a dosis superiores favorece la neuroinhibición a través de la acción sobre canales GABAA, lo cual es responsable de la aparición de síntomas como la ataxia, disartria, diplopía e incluso coma. En el alcoholismo crónico sucede que ese tono inhibitorio es compensado mediante el incremento de la actividad glutamatérgica: por ello, cuando se produce una supresión brusca del consumo de etanol, se rompe este equilibrio GABA/glutamato apareciendo un síndrome de abstinencia cuya clínica (ansiedad, taquicardia, sudoración, temblor) se debe a un tono excitatorio descompensado que puede llegar a producir convulsiones y delirium tremens (alucinaciones, delirios y estupor).

Además, desde la farmacia se puede ejercer una acción social crucial, mediante el asesoramiento y orientación de los niños y adultos con nuevo diagnóstico de epilepsia, sugiriéndoles la posibilidad de enrolarse en asociaciones de pacientes que les brindarán información muy diversa sobre la patología y los nuevos tratamientos, acompañamiento, apoyo (incluyendo el aspecto económico) y diversos servicios socio-sanitarios, como asistencia psicológica. Buenas opciones son, por ejemplo, la Federación Española de Epilepsia o las distintas asociaciones locales o regionales de pacientes con epilepsia, recogidas en el directorio https://vivirconepilepsia.es/asociaciones-pacientes-epilepsia.  

Finalmente, la educación sanitaria por parte del farmacéutico puede orientarse a desterrar falsos mitos sobre la enfermedad que aumentan su estigmatización social y pueden preocupar a los pacientes. Por ejemplo, se indicará que:

  • La epilepsia no es “una enfermedad mental”, sino un problema físico derivado de un exceso esporádico de actividad eléctrica en un grupo neuronas. No obstante, la epilepsia no cambiará la apariencia física
    del paciente.
  • No se puede contraer una epilepsia por contacto con otras personas y es muy difícil heredar la enfermedad (la probabilidad de que un hijo de una persona con epilepsia tenga también epilepsia es muy baja).
  • Las crisis epilépticas son esporádicas y las personas con epilepsia son plenamente conscientes y capaces el resto de su tiempo. La práctica totalidad de los niños con epilepsia pueden y deben escolarizarse con los demás.

Detección precoz y promoción del diagnóstico temprano

Aceptando que una proporción importante de las crisis epilépticas no tienen una causa fácilmente identificable, se considera que una importante medida de prevención secundaria reside en la rápida identificación de las señales de alarma de una crisis epiléptica, que permita un diagnóstico y tratamiento tempranos. Para contribuir a evitar o minimizar las complicaciones y mortalidad derivadas de un estatus epiléptico no controlado, el farmacéutico puede actuar como agente centinela ante signos/síntomas en pacientes que puedan presentarse en la farmacia y que deben hacer sospechar de la presencia de una crisis: pérdida del conocimiento, fiebre, rigidez corporal repentina posiblemente asociada a una caída al suelo o convulsiones corporales intensas en los casos más graves. 

Si bien la mayoría de las crisis epilépticas son breves y autolimitadas, no siendo necesario hacer nada para detenerlas, es recomendable que el farmacéutico, como profesional sanitario, maneje conocimientos sobre las pautas de actuación ante una situación como la descrita: 

  • Retirar cualquier objeto peligroso cercano (objetos punzantes o fuentes de calor), quitar gafas y prendas de ropa apretadas. 
  • No sujetar al paciente para evitar sus movimientos, sino ponerlo en posición de seguridad tumbado en el suelo (girado de costado, con posible colocación bajo su cabeza de una almohada, cojín o similar), para evitar que se lastime y que un posible vómito o salivación excesiva pase a los pulmones. 
  • Evitar espectadores.
  • No introducir objetos en su boca ni intentar abrírsela.
  • No darle agua, comida o medicamentos hasta que recupere completamente la conciencia.
  • Medir el tiempo de la convulsión. 

En caso de prolongarse en el tiempo, de ser la primera crisis epiléptica que sufre una persona, o de sucederse en el tiempo dos crisis sin recuperación de la conciencia, estas situaciones deben ser consideradas como urgencias sanitarias, requiriendo la asistencia médica –llamando al 112– con la mayor rapidez posible. No suele ser necesario tratarla como una urgencia si la crisis no dura > 5 min en pacientes que ya han tenido crisis similares previamente.

Aunque las crisis convulsivas son las más conocidas, cabe recordar que una crisis focal puede debutar con manifestaciones muy sutiles, tales como desconexión del entorno, sensaciones gástricas, debilidad y sensación de fatiga profunda, o alteraciones visuales y/o auditivas pasajeras, entre otras. Es decir, ante una persona que parece confusa, indiferente, realiza movimientos automáticos (ruidos con la boca, acción continua de abrir y cerrar los ojos, movimientos torpes con las manos, deambulación, etc.) o desarrolla conductas inapropiadas, acaso similares a una intoxicación por drogas o alcohol, la derivación al médico para una mejor evaluación clínica parece la actuación más apropiada. 

Optimización de la farmacoterapia

Una vez establecido el diagnóstico de epilepsia, como profesional sanitario experto en el medicamento, el farmacéutico debe velar por el uso seguro y eficaz de los mismos, para que los pacientes alcancen el máximo beneficio clínico. Esto es aplicable tanto en el entorno hospitalario, donde acudirán los pacientes con estatus epiléptico, tras una primera crisis o ante complicaciones de la enfermedad, como a nivel comunitario, pues el farmacéutico conocerá toda la medicación que utilizan estos pacientes, no solo la prescrita frente a la epilepsia, sino también los tratamientos para enfermedades concomitantes, medicamentos que no necesitan prescripción, el uso de complementos alimenticios, etc. En líneas generales, las instrucciones dadas por parte del neurólogo tienen que ser estrictamente seguidas por el paciente, aunque pueden ir complementadas con otras del médico de atención primaria relativas a los cuidados y precauciones cotidianas o a la prescripción de cualquier tratamiento de continuación o complementario.

En el momento de la dispensación de cualquier medicamento antiepiléptico prescrito, el farmacéutico comprobará que el paciente cuente con toda la información necesaria para su uso óptimo. Ello requiere averiguar si existe algún criterio que impida la dispensación, por ejemplo, alergia a algún componente del medicamento, una contraindicación absoluta o interacciones con otros medicamentos (o alimentos), una duplicidad o una situación fisiológica especial. Si es la primera vez que el paciente va a utilizar dicho medicamento, la labor del farmacéutico será asegurar que el paciente y los familiares conocen para qué es y su correcto proceso de uso. Ante una dispensación de continuación, evaluará si el medicamento está siendo eficaz y seguro, fundamentalmente verificando si ha habido cambios en el tratamiento (duración, dosis, pauta posológica, adición de nuevos medicamentos, etc.) y si el paciente ha experimentado algún problema que pudiera hacer sospechar de una reacción adversa, interacción, contraindicación, etc. 

Como en otras enfermedades que requieren tratamientos prolongados, la adherencia terapéutica ha sido descrita como uno de los factores de mayor influencia sobre los resultados de la farmacoterapia antiepiléptica. De nada sirve un diagnóstico preciso y la selección personalizada del fármaco y de la pauta posológica más científicamente rigurosas, si el paciente no concede la importancia requerida al estrecho cumplimiento de las indicaciones recibidas. Se estima que entre el 35% y el 50% de los pacientes con epilepsia no se adhieren adecuadamente a su tratamiento farmacológico (Plumpton et al., 2015), lo cual tiene graves consecuencias, como las reflejadas en un estudio que confirmó falta de adherencia al tratamiento en el 39% de los pacientes hospitalizados por crisis convulsivas, mayoritariamente aquellos con crisis generalizadas y pacientes jóvenes de < 30 años (Samsonsen et al., 2014); curiosamente, tras una evaluación de los niveles plasmáticos de los antiepilépticos, el 44% de los no adherentes negó su falta de cumplimiento, evidenciando que muchos pacientes no son conscientes de tal necesidad.

—El alcohol etílico en un paciente epiléptico aumenta el riesgo de crisis: a dosis bajas produce excitación neuronal (euforia y desinhibición social), reduciendo el umbral convulsivo—

Aunque la adherencia al tratamiento antiepiléptico parece mejorar después de la cirugía antiepiléptica en comparación con las estimaciones pre-quirúrgicas, también es un problema común y grave en estos pacientes, habiéndose descrito como posibles motivos la ausencia de ataques durante un periodo prolongado, problemas de memoria o la imposibilidad de disponer de los medicamentos antiepilépticos en algunos lugares. Así pues, resulta muy importante reforzar la promoción de la adherencia desde la farmacia, especialmente en las fases de tratamiento de mantenimiento en que los pacientes están estables y no tan estrechamente controlados por su médico. Las estrategias para asegurar una implicación activa en el tratamiento deben desarrollarse de forma personalizada, con el paciente y la familia, fomentando su confianza en los fármacos administrados y recomendando la toma de la medicación cada día preferiblemente a la misma hora y en las mismas condiciones de ayuno. Pueden incluir información verbal y escrita y recursos interactivos, debiendo siempre recordarles que las consecuencias de la falta de adherencia pueden ir desde un empeoramiento de la calidad de vida, una falta de control de la enfermedad y una mayor probabilidad de recaídas, complicaciones o ingresos hospitalarios, hasta la aparición de efectos secundarios. 

Pero, sin duda, uno de los aspectos más relevantes en que los farmacéuticos pueden y deben participar es el relativo a un adecuado seguimiento farmacoterapéutico, que permitirá detectar, atenuar y resolver la posible aparición de resultados negativos y problemas relacionados con la farmacoterapia. La farmacovigilancia ante posibles reacciones adversas (con su correspondiente notificación, en su caso, al Sistema Nacional de Farmacovigilancia), y la identificación y prevención de interacciones farmacológicas y contraindicaciones del tratamiento antiepiléptico –y, en su caso, la activación de la ruta asistencial que asegure un cambio temprano de tratamiento– revertirán en una mejor calidad de vida de los pacientes. Para ello, junto a la recomendación de consultar las fichas técnicas autorizadas de los medicamentos, si se tiene en consideración que la información científica se actualiza constantemente, cobran especial relevancia las bases de datos que contienen información actualizada y pormenorizada sobre aspectos farmacológicos. Es el caso, por ejemplo, de la base de datos BOT PLUS, que permite, entre otras funcionalidades, la detección y evaluación de interacciones farmacológicas entre múltiples medicamentos y/o principios activos.

Para terminar, como complemento a lo expuesto en apartados anteriores, conviene tener presente algunos conceptos sobre el perfil beneficio-riesgo de los fármacos antiepilépticos, que se recogen a continuación (Díaz et al., 2019): 

  • Todos los antiepilépticos tienen en común efectos adversos relacionados con sus acciones neurológicas: es prácticamente universal en este grupo el efecto depresor funcional del sistema nervioso central, manifestado con frecuencia como sedación excesiva, mareos (o vértigo), ataxia (descoordinación motriz), alteraciones cognitivas y visuales. Tampoco son infrecuentes las molestias gastrointestinales, sobre todo náuseas y, menos frecuentemente, vómitos. 
  • Existen circunstancias que podrían agravar la toxicidad de los medicamentos antiepilépticos en general, como la deshidratación asociada a los periodos de calor más intenso, en los que muchos antiepilépticos podrían ver alterados sus perfiles cinéticos.
  • Una revisión de la EMA constató que el uso prolongado de antiepilépticos como carbamazepina, fenitoína, fenobarbital y primidona, así como de lamotrigina, oxcarbazepina y ácido valproico, se asocia con riesgo de disminución de la densidad mineral ósea que puede conducir a osteopenia y fracturas osteoporóticas. Por ello, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) decidió incluir en la ficha técnica y el prospecto de los medicamentos con dichos principios activos información relativa al riesgo de alteraciones óseas en pacientes tratados de forma prolongada. Esto es de particular importancia en pacientes de edad avanzada que presenten factores de riesgo añadidos de padecer osteoporosis.
  • En especial los antiepilépticos más antiguos tienen un elevado riesgo de interacciones farmacológicas clínicamente relevantes (Zaccara et al., 2014). A pesar de que se haga un seguimiento intensivo del paciente –que incluya signos y síntomas sugestivos de distanciamiento de los objetivos terapéuticos para la epilepsia y otras posibles comorbilidades–, algunas interacciones pueden ser imprevisibles, especialmente cuando se combinan varios antiepilépticos o el paciente está polimedicado. 
  • Los antiepilépticos derivados ureídicos (fenobarbital, fenitoína, etosuximida) se metabolizan principalmente por el hígado y tienen un importante riesgo de interaccionar con otros principios activos –incluyendo antiepilépticos del mismo grupo o de otros– por el marcado efecto inductor y/o inhibidor enzimático que ejercen simultáneamente sobre algunas isoformas del citocromo P450 (CYP1A2, CYP2D9 o CYP3A4). Además, excepto etosuximida, todos se unen a proteínas plasmáticas en alto grado. 
  • Los derivados de carboxamidas se unen moderadamente a las proteínas plasmáticas, sufriendo un metabolismo hepático con formación de metabolitos activos, salvo rufinamida. Su efecto inductor enzimático da lugar a una amplia lista de interacciones clínicamente relevantes, especialmente en el caso de carbamazepina (que se une en mayor grado a proteínas plasmáticas). Por ejemplo, eslicarbazepina es un inductor leve de la isoenzima CYP3A4 y de la UDP-glucuronil-transferasa, y también tiene un leve efecto inhibidor de CYP2C19. Por ello, puede interaccionar con fenitoína, warfarina y anticonceptivos hormonales que contengan estrógenos; sin embargo, parece afectar relativamente poco a la farmacocinética de otros agentes antiepilépticos. Rufinamida se une en bajo grado a proteínas plasmáticas y es escasamente metabolizada por enzimas CYP, por lo que su potencial de interacciones farmacocinéticas es leve.
  • Tiagabina y vigabatrina son los análogos del GABA con mayor riesgo de interacciones por su elevada unión a proteínas plasmáticas, especialmente por desplazamiento de otros antiepilépticos como carbamazepina o fenitoína. A excepción de tiagabina, el resto de GABAmiméticos prácticamente no presenta metabolismo hepático, reduciendo el riesgo de interacciones farmacocinéticas a este nivel con los derivados ureídicos.
  • Topiramato interacciona con muchos otros antiepilépticos, mientras que el potencial de zonisamida es más limitado. Lamotrigina tiene un perfil moderado de interacciones, aunque entre los principios activos susceptibles se encuentran varios de los antiepi-lépticos. Lacosamida presenta un perfil moderado de interacciones, pero ha evidenciado un alargamiento del intervalo PR del electrocardiograma dosis-dependiente, que resultaría en un riesgo incrementado de arritmias cardiacas si se asocia a otros fármacos que produzca este mismo efecto PR (antiarrítmicos tipo I, carbamazepina, lamotrigina, pregabalina); además, los inductores enzimáticos (carbamazepina, fenitoína, fenobarbital, hipérico, rifampicina) podrían disminuir significativamente (alrededor del 25%) los niveles plasmáticos de lacosamida.
  • Con levetiracetam y brivaracetam se esperan menos interacciones farmacocinéticas cuando se coadministren con fármacos inductores o inhibidores de CYP. En cualquier caso, las concentraciones plasmáticas de brivaracetam podrían verse afectadas por la administración conjunta de fenitoína, carbamazepina y fenobarbital; también, aunque con menor relevancia, con inhibidores potentes de CYP2C19 (por ejemplo, fluvoxamina). Levetiracetam se muestra más seguro al no haberse demostrado su interacción con otros fármacos antiepilépticos.
  • En relación a perampanel, aunque no se han demostrado por completo efectos inductores/inhibidores sobre CYP3A4 (podría considerarse un inductor débil), sí que se ve notablemente afectado por otros fármacos inductores de esta enzima (carbamazepina, oxcarbazepina, fenitoína). Además, se recomienda su administración al acostarse porque puede inducir sueño inmediatamente, sin empeorar la calidad del mismo.
  • Los fármacos inductores enzimáticos (carbamazepina, fenitoína, fenobarbital, oxcarbazepina a dosis > 600 mg/día, eslicarbazepina ≥ 800 mg/día y topiramato > 400 mg/día) reducen la eficacia de los anticonceptivos orales. Las mujeres que tomen estos fármacos deben utilizar formulaciones con al menos 50 μg de etinilestradiol y/o métodos barrera. Si se utilizan inyecciones depot de acetato de medroxiprogesterona, éstas se deben administrar a intervalos más cortos (cada 10 semanas en vez de cada 12).

Trastornos frecuentes de cadera y rodilla

Resumen

Las patologías de la cadera y la rodilla suponen en la actualidad cuadros muy frecuentes en la consulta de Atención Primaria, sobre todo en población anciana (por encima de 65 años), y básicamente por la aparición de trastornos degenerativos que suelen desembocar en osteoartritis de la articulación coxofemoral (cadera) y de la articulación femoropatelar (rodilla). En general, el manejo del paciente se orientará a mantener una vida activa y suprimir los cuadros dolorosos. A partir de ahí, se debe considerar el uso de fármacos analgésicos, como los AINEs o incluso los analgésicos opioides; si existe una falta de respuesta, se debe valorar la infiltración con corticosteroides, ácido hialurónico o PRP (plasma rico en plaquetas), y hasta la cirugía en casos graves. Un trastorno especialmente frecuente en ancianos es la fractura de cadera, tras caídas casuales, en cuyo caso la cirugía es de elección.

También se deben considerar las patologías de partes blandas. En la cadera y estructuras musculoesqueléticas adyacentes existen numerosas bursas que pueden verse inflamadas o irritadas produciendo cuadros dolorosos cuyo tratamiento se basa esencialmente en AINEs o en infiltraciones ecoguiadas. Por último, en sujetos jóvenes, deportistas o físicamente activos se deberá tener en cuenta la aparición de lesiones ligamentosas o meniscales, cuyo tratamiento dependerá del grado de actividad física requerido por el paciente y del tipo de lesión (rotura parcial o completa del ligamento o del menisco). El presente artículo pretender revisar las principales características de las patologías que afectan a la cadera y la rodilla, con referencia a su correcto diagnóstico y abordaje terapéutico.

Articulación coxo-femoral: la cadera

Exploración y movilidad

La presencia de dolor en la cadera puede obedecer a diversas causas; en caso de suceder en niños o adolescentes se debe realizar un minucioso examen, ya que pueden existir enfermedades graves. El dolor se localiza habitualmente en la región inguinal o retrotrocantérea, en ocasiones con irradiación a la cara interna del muslo y hasta la rodilla, o bien hacia glúteo y nalga. Al estar la cadera protegida y envuelta por un grupo de potentes músculos, la inspección física no será de mucha ayuda incluso en el caso de que existiera un derrame importante. Mediante la palpación debemos localizar los rebordes óseos de referencia más importantes. Así, localizando ambas espinas iliacas anterosuperiores (EIAS) y situando el pulgar del explorador sobre ellas, con el resto de los dedos se localizarán en ambas caras laterales los trocánteres. Con la cadera en flexión, y donde se localiza el pliegue glúteo, se podrá localizar la tuberosidad isquiática, origen de gran parte de la musculatura posterior del muslo. Se palparán las ramas pubianas y la sínfisis, así como la inserción de los aductores.

La movilidad de la articulación de la cadera es variable según se explore en decúbito supino o decúbito prono. En general, en supino, se puede encontrar 120º en flexión, 10º en extensión, 90º en abducción/aducción (ABD-ADD) y 50º en ambas rotaciones, externa e interna. Cualquier proceso lesivo de la cadera va a alterar dicha amplitud de movilización de la misma. Se deben evaluar también las dismetrías en miembros inferiores; una manera relativamente fiable es medir desde la EIAS hasta el maleolo interno del tobillo de una extremidad y compararla con la contralateral, con el sujeto en decúbito supino.

Fractura de cadera

Las fracturas de cadera se producen generalmente tras traumatismos, y fundamentalmente en ancianos. Lo habitual es que el sujeto sufra una caída, no pueda levantarse del suelo y presente el miembro en acortamiento, abducción y rotación externa. Es frecuente también que coexista dolor en la región inguinal, o bien dolor a la palpación en la región trocantérea y una impotencia funcional absoluta, siendo dolorosas todas las maniobras que intenten movilizar la cadera. No obstante, en ocasiones es posible que exista una fractura de cadera (básicamente aquellas subcapitales, impactadas) que permita la bipedestación e incluso a veces una mínima deambulación. La segunda causa de dolor óseo por fractura en estas situaciones se debe a la fractura de las ramas pubianas, que siempre se deben explorar. 

Las fracturas se dividen en dos grandes tipos: intracapsulares o extracapsulares. Las primeras evolucionan peor pues presentan con mayor frecuencia, retrasos en la consolidación, necrosis avascular y otras complicaciones. Entre las segundas, las subtrocantéreas se comportan como intracapsulares pudiendo presentar las mismas complicaciones (pueden consolidar en mala posición); son estables si se diferencian 2 fragmentos, pero serán inestables si hay 3 o 4 fragmentos. La clasificación de las fracturas de cadera quedaría como sigue (Figura 1): 

  • Intracapsulares
    – Subcapitales
    – Transcervicales
    a) Ausencia de consolidación
    b) Retraso de consolidación
    c) Necrosis avascular  
  • Extracapsulares
    – Intertrocantéreas
    – Pertrocantéreas (basicervicales)
    – Subtrocantéreas

Bursitis

Bursitis ileopectínea

La bursa ileopectínea se sitúa en relación directa con el músculo psoas iliaco:  se ubica entre el músculo y el hueso iliaco. Cuando se inflama, aparece dolor de características mecánicas en la región inguinal, que irradia a la región anterior del muslo y aumenta con la extensión pasiva de la cadera y con la flexión resistida de la misma (esto es, con la movilización de la musculatura). El tratamiento se basa en el reposo, AINEs o infiltraciones con esteroides.

Bursitis trocantérea

La bursa trocantérea se sitúa sobre el propio trocánter y es frecuente que se inflame y aparezca dolor cuando se sufren microtraumatismos repetidos o tras esfuerzos laborales que provoquen permanecer mucho tiempo en bipedestación. Suele aparecer dolor en la región lateral y superior del muslo y muy específicamente al palpar el trocánter. El dolor se incrementa con la aducción y rotación interna pasivas, y con la abducción y rotación externa resistidas. Situado el enfermo en decúbito lateral sobre el lado sano, y pidiéndole que, con la rodilla flexionada, desplace su pierna en sentido lateral frente a nuestra oposición, alejándola del plano de la camilla (es decir realizando una ABD contra resistencia), se desencadena un dolor típico en la región trocantérea. Suele dar buen resultado la infiltración sobre el trocánter.

Bursitis glútea

Existen varias bursas sobre la musculatura glútea (Figura 2), cuando se produce la inflamación de alguna de ellas, aparece dolor en la nalga, irradiado a la cara lateral del muslo. El dolor, a diferencia de la bursitis trocantérea, se localiza en la zona pertrocantéra y no sobre el trocánter propiamente dicho. Aparece dolor a la flexión pasiva forzada, a la rotación externa pasiva forzada, a la abducción pasiva forzada y a la abducción resistida. El patrón doloroso es mecánico, no capsular, y el tratamiento con infiltraciones debe realizarse puncionando por encima y por detrás del trocánter. 

Osteoartritis de cadera

La coxartrosis, artrosis de cadera u osteoartritis de cadera es una de las enfermedades más frecuentes en los pacientes mayores de 60 años, claramente más frecuente e invalidante cuanto mayor es la edad del individuo. El hecho básico es un desequilibrio en la reparación del cartílago y membrana sinovial, de manera que la destrucción del mismo tras sobrecargas, microtraumatismos o sobreesfuerzos mantenidos durante años, no se sigue de una reparación adecuada del mismo, lo que desencadena un cuadro extraordinariamente doloroso y que presenta alteraciones anatómicas que pueden ser visualizadas en las pruebas de imagen.

Se han descrito como posibles factores de riesgo, además de la edad, el sexo femenino, la presencia de obesidad, la coexistencia de enfermedades articulares por depósito de cristales, los traumatismos previos e incluso la actividad laboral desempeñada a lo largo de la vida (los trabajadores que permanecen en bipedestación más de 3-4 horas diarias presentan con mayor frecuencia coxartrosis).

Sintomatología

El síntoma clave es el dolor: se trata de un dolor mecánico, que empeora con la actividad y mejora con el reposo en el inicio. A medida que la enfermedad va progresando, el dolor aparece cada vez con esfuerzos menores, con mínimas movilizaciones de la articulación e incluso puede llegar a presentarse en reposo; acompañándolo y motivado por el cuadro doloroso aparece una limitación funcional de la articulación, con dificultad para la deambulación, la flexo-extensión y la movilización de la cadera.

Diagnóstico

Es esencialmente clínico-radiológico. Cuando la sospecha clínica es fundada, debemos proceder a la realización de un estudio radiológico que, en primer lugar, nos puede permitir descartar la presencia de otras patologías (gota, condrocalcinosis, depósito de hidroxiapatita, osteoporosis, etc.) y nos ofrece la posibilidad de una clasificación de la artrosis en función de los cambios radiológicos observados. 

Según el ACR (American College of Rheumatology), los criterios serían: a) dolor de cadera; b) velocidad de sedimentación globular (VSG) no elevada; c) osteofitosis radiológica; y d) reducción del espacio articular en la radiografía. Cumpliendo 3 de esos 4 criterios, incluyendo siempre la presencia de dolor de cadera, tendríamos confirmado el diagnóstico. Las pruebas complementarias de laboratorio no arrojan luz al respecto. Tampoco suelen existir alteraciones analíticas, y si aparecen, debemos pensar en enfermedades concomitantes. La artrocentesis nos muestra un líquido sinovial de características mecánicas, con escasa celularidad (< 2.000-5.000 células) y parámetros dentro de la normalidad. La placa simple el método de elección para valorar el grado de coxartrosis, mientras que la TAC o la RM nos permiten valorar si existen alteraciones de partes blandas y la articulación en su conjunto.

En líneas generales se distinguen 4 grados de severidad de la patología (Tabla 1, Figura 3). 

Tratamiento

El objetivo es mejorar o mantener o evitar el deterioro de la calidad de vida del paciente y, a su vez, tratar todos los procesos dolorosos “de vecindad” (bursitis, trocantéreas, lesiones ligamentosas, etc.) que, en multitud de ocasiones, acompañan a la coxartrosis y que muchas veces también son los responsables del dolor que refiere el enfermo, más que la propia artrosis.

En lo referente al tratamiento farmacológico, se debe comenzar con los analgésicos débiles y mejor tolerados, como paracetamol o metamizol; si fuera necesario, se iniciará el uso de AINEs o incluso opioides. Se deben usar en periodos lo más breves posible y siempre que el paciente no haya respondido a un tratamiento no farmacológico mediante programas de ejercicios, ajustes de peso y de manejo en las actividades cotidianas. En cuanto al uso de AINEs es conveniente recordar el riesgo de efectos secundarios gastrointestinales, renales y cardiovasculares, más tratándose en el caso de pacientes ancianos. Si hay mala respuesta, se puede intentar el uso de colchicina durante 3-6 meses, o incluso de manera continuada a dosis bajas si se ha mostrado efectiva.

Frente a lo casos resistentes se recurre al uso de infiltraciones intraarticulares con glucocorticoides, sobre todo en el escenario de brotes inflamatorios de la coxartrosis. Se está recurriendo en ocasiones al uso de ácido hialurónico intraarticular, como terapia de viscocuplementación, con resultados dispares, y para la cual no está aún bien definido qué compuesto –según peso molecular– es el más indicado para el tratamiento de esta patología.

Con respecto al tratamiento quirúrgico, se debe distinguir entre la cirugía mediante artroscopia, generalmente reservado a pacientes jóvenes (< 65 años) y con pinzamiento acetábulo femoral o alteraciones del labrum, y la cirugía mediante artroplastia, donde lo que se realiza es un reemplazo de cadera con implantación de una prótesis, en aquellos sujetos que no hayan respondido a tratamientos previos y cuya calidad de vida se encuentre deteriorada por el dolor y la incapacidad de movimientos.

Cuadros dolorosos de la rodilla

Generalidades

Los traumatismos de rodilla se deben derivar desde Atención Primaria al especialista siempre que existe sospecha de fractura (reglas de Ottawa, vide supra). En la “rodilla aguda”, si existe derrame, la artrocentesis orienta sobre la etiología según el aspecto del líquido sinovial (Tabla 2), que puede ser sugerente de traumatismo, enfermedad inflamatoria, infección, sobrecarga mecánica, tumor, etc.

Si existe hemartros –sangre dentro de una cavidad articular producida por una hemorragia o derrame– se debe sospechar de fractura (buscar “gotitas de grasa” en el sobrenadante, al verter el hemartros en una batea) o lesión intraarticular (ligamento cruzado anterior, fractura encondral). Si existen signos de infección (fiebre, aspecto séptico, rodilla muy eritematosa, calor) se debe derivar al paciente para cultivo inmediato de líquido sinovial y/o ingreso hospitalario.

Algunas claves clínicas para orientar el estudio de una rodilla “con derrame” son las siguientes se recogen en la Tabla 3.

Lesiones ligamentarias

En líneas generales, se puede diferenciar entre ligamentos colaterales y ligamentos cruzados.

Lesión de ligamentos colaterales de rodilla

Para su evaluación puede emplearse la sistemática exploratoria propuesta en el siguiente algoritmo de evaluación clínica (Figura 4).

De forma específica, la exploración de ligamentos colaterales de la rodilla se puede realizar forzando las maniobras de valgo y varo, buscando bostezos articulares ante la sospecha de rotura parcial o total del ligamento colateral medial (LCM) y/o ligamento colateral exterior (LCE) (Figura 5).

Lesión del ligamento cruzado anterior

Ocurre en traumatismos en extensión +/- valgo forzado +/- rotación externa. Se caracteriza por determinar una gran inestabilidad de la rodilla (“se va hacia atrás”), con gran impotencia funcional y presencia de hemartros. El signo de Lachmann6 es positivo al inicio. 

Lesión del ligamento cruzado posterior

Ocurre por traumatismo directo sobre el tercio proximal anterior de la tibia (“patada al aire” en deportistas). Determina una ligera inestabilidad, sin presencia de hemartros. El signo de la “gravedad” es positivo: se dispone al paciente en decúbito supino y con la rodilla en flexión 20º, con un apoyo en los últimos 20 cm del fémur, de modo que si el ligamento está dañado la tibia “cae” por efecto de la gravedad, apareciendo una “melladura” de concavidad anterior, en reposo; al extender la tibia, actúa el cuádriceps “levantando” la pierna y haciendo desaparecer el surco de concavidad anterior. 

En la Figura 6 se representan las maniobras exploratorias recomendadas ante una sospecha de lesiones en el ligamento cruzado anterior (LCA) y ligamento cruzado posterior (LCP).

Lesiones meniscales

El menisco interno se lesiona con mayor frecuencia que el externo. De igual modo, el cuerno posterior se lesiona con mayor frecuencia que el anterior, debido a que los movimientos de flexión lo someten a una mayor presión.

Primera consulta

Se debe sospechar de una lesión en el menisco en si se cumplen uno o varios de los siguientes supuestos:

  • Traumatismo indirecto en flexión/rotación, más raramente en extensión/rotación, con asincronismo en estos movimientos.
  • Dolor localizado en un compartimento de la rodilla, y se desplaza a lo largo de la interlínea articular con los movimientos de flexión.
  • Bloqueos de aparición brusca, que se traducen como una limitación clara al movimiento, sensación de resorte al final del mismo. Pueden durar desde segundos hasta días y desaparecen bruscamente, bien espontáneamente, bien tras realizar algún movimiento.
  • Hidrartrosis reactiva.
  • Sensación de cuerpo extraño, crujidos y resaltes en movimientos de flexo-extensión, siempre localizados en el mismo sector articular
  • Derrames de repetición, que es en ocasiones la única manifestación de una lesión meniscal. Por punción se obtiene un líquido no hemorrágico, de características mecánicas.

Hallazgos exploratorios

Existen multitud de maniobras exploratorias de utilidad, de las que se sugieren algunas (Figuras 7A y 7B):

  • Maniobra de Apley (griting test). Posición en decúbito prono, rodilla en flexión de 90º, isquiotibiales relajados. Empujar el talón, imprimiendo movimientos de rotación de manera que la tibia “impacte” contra los meniscos. Si aparece dolor en la rotación externa, sospechar de lesión menisco interno; si lo hace en rotación interna, el lesionado es el menisco externo (se debe recordar que el talón “apunta” al menisco que se está explorando).
  • Signo de Cabot. Rodilla dolorosa en flexión, el talón reposa sobre la rótula de la rodilla sana. El pulgar del explorador se sitúa en la interlínea externa. La extensión progresiva de la rodilla, asociado a rotación externa del pie, desencadena dolor importante sobre interlínea externa. Excelente signo de lesión de menisco externo.
  • Signo de MacMurray. Posición en decúbito supino y musculatura relajada. Con la rodilla en flexión de 90º, se desplaza el talón hacia la nalga. Se realizan movimientos combinados de rotación interna y extensión, forzando el varo (menisco externo) y de rotación externa y extensión forzando el valgo (menisco interno). En ocasiones se objetiva un resalte doloroso y audible. 

Diagnóstico diferencial

Lo más importante es descartar lesiones asociadas (ligamento cruzado anterior, ligamentos laterales, fracturas, etc.):

En el caso del menisco interno, pensar en lesión del ligamento colateral medial, bursitis anserina, osteoartritis de inicio, lesiones de partes blandas, etc.

En el caso de menisco externo, pensar en lesión del ligamento lateral externo (infrecuente), tendinitis del poplíteo, lesión de la cabeza del peroné, etc.

Pruebas complementarias 

Es obligado el estudio radiológico para descartar lesiones óseas. Y, ante la sospecha diagnóstica, el paciente debe ser derivado para la realización de resonancia magnética.

Plan de cuidados

El paciente debe evitar aquellos movimientos que reproducen el dolor, los bloqueos o el resto de la sintomatología; esto es, evitar sobre todo aquellas posiciones en flexión máxima de la rodilla, y aquellas rotaciones en semiflexión, con la tibia en posición neutra. Se recomienda reposo relativo, artrocentesis, si existe derrame y AINEs durante 2 semanas están indicados. 

Rodilla del saltador (jumper’s Knee)

Es una tendinitis que afecta a atletas jóvenes cuya especialidad exige saltos frecuentes y repetidos. Se produce por la rotura parcial del tendón patelar, en su inserción rotuliana. 

Primera consulta

Dependiendo de lo evolucionado del cuadro, encontraremos:

  • Al inicio de la lesión aparece un dolor mecánico cuando finaliza el ejercicio, debido a la sobrecarga tendinosa.
  • En la evolución, el dolor aparece durante el ejercicio, obligando al deportista a abandonar durante el partido o el entrenamiento.
  • En su tendencia a la cronificación, el dolor aparece también en reposo.

Se puede objetivar dolor e inflamación sobre el tendón patelar, en el punto de inserción rotuliano. El dolor aumenta con la contracción isométrica del cuádriceps, y con la extensión de la rodilla contra resistencia. 

Diagnóstico diferencial

Hay que descartar la posible existencia de: síndrome fémoro-rotuliano, malposiciones de la rótula, condropatía (condromalacia), lesiones musculares del aparato extensor o bursitis de la rodilla.

Pruebas complementarias 

La radiología descarta otro tipo de lesiones óseas: en ocasiones se pueden observar calcificaciones en el seno del tendón, secundarias a traumatismos repetidos antiguos. Pero son la ecografía, en manos adecuadas, y la RMN las que ofrecen el diagnóstico de certeza (inflamación de las estructuras, calcificaciones, etc.).

Plan de cuidados

La prevención se basa en el uso de un calzado correcto en función del tipo de deporte y del terreno sobre el que éste se practica. Asimismo, debe seguirse un adecuado plan de entrenamiento, incrementando progresivamente las cargas y el tiempo de trabajo. En la fase aguda se prescribe crioterapia, AINEs durante 5-7 días y reposo deportivo durante 2 semanas. Cuando desaparece el dolor, se aconseja fisioterapia y fortalecimiento del cuádriceps. Si existen calcificaciones o dolor en reposo, debe plantearse la cirugía; tras la escisión de la porción de tendón degenerada, la inmovilización necesaria es de 6 semanas. Una vez ha mejorado el cuadro, la reincorporación a los entrenamientos debe ser progresiva, evitando al inicio la sobrecarga del tendón.

—La osteoartritis de cadera es una patología dolorosa común en pacientes mayores de 60 años, más frecuente cuanto mayor es la edad—

Rodilla del corredor (Runner’s Knee)

También conocido como el síndrome de la bandeleta iliotibial, síndrome del limpiaparabrisas o síndrome de la aponeurosis femoral, produce un dolor localizado en el cóndilo femoral externo, que afecta a los corredores de largas distancias. Se debe a que en la flexo-extensión de la rodilla, la cintilla iliotibial se desplaza por encima del cóndilo femoral externo, causando una inflamación local (bursitis) (Figura 8).

Primera consulta

Se debe sospechar de la presencia de la existencia de rodilla del corredor si se cumplen uno o varios de los siguientes supuestos:

  • Dolor en el compartimento externo de la rodilla, sobre la cara externa del cóndilo femoral externo e irradiado hacia la cara externa del muslo. 
  • Es más frecuente si existe una hiperpronación del pie, y si la carrera se realiza en terrenos con peraltes en los caminos o al descender pendientes.
  • El dolor aparece tras haber recorrido una cierta distancia, o al alargar la zancada.
  • El reposo momentáneo mejora la sintomatología, que reaparece al reiniciar la marcha.
  • La exploración de la rodilla es normal.
  • Prueba de Renne positiva: el dolor aparece espontáneamente, en apoyo monopodal con la rodilla en flexión de 30º-40º.
  • Prueba de Noble positiva: con la rodilla en flexión, la presión directa ejercida por el explorador sobre el cóndilo externo, a 3-5 cm por encima de la interlínea, despierta dolor al extender de manera pasiva la rodilla, aproximadamente en los 30º de extensión. Aumenta con el varo de la rodilla.

Diagnóstico diferencial

Se debe descartar la presencia de:

  • Tendinitis del poplíteo (rotador interno de la tibia y flexor): en su caso aparece dolor durante la carrera, más en descensos y en terreno accidentado, en sujetos que presentan una hiperpronación dinámica del pie. El dolor se reproduce al colocar la rodilla en flexión de aprox. 60º y en rotación externa, imprimiendo una fuerza valguizante a la que el paciente opone resistencia. El dolor aparece por detrás del tensor de la fascia lata, inmediatamente anterior al ligamento lateral externo.
  • Lesiones óseas en el cóndilo femoral externo.
  • Lesiones del ligamento lateral externo.
  • Lesiones del cuerno posterior del menisco externo.
  • Lesiones de la articulación tibioperonea superior.

Pruebas complementarias 

El diagnóstico es eminentemente clínico, aunque puede ser de utilidad la ecografía.

Plan de cuidados

En la fase aguda, conviene un reposo deportivo de tres semanas. Se pueden administrar AINEs por vía oral durante 2 semanas, crioterapia y se recomienda un fortalecimiento muscular mediante ejercicios de isometría, además de estiramientos estáticos, dinámicos y de facilitación neuromuscular propioceptiva. Otra opción es la infiltración con esteroides entre la bandeleta iliotibial y el cóndilo. Si fracasa el tratamiento médico, estaría indicada la cirugía, bien disminuyendo la altura del cóndilo femoral externo, o bien realizando una tenotomía de elongación de la cintilla iliotibial.

La vuelta al entrenamiento también debe hacerse de manera progresiva, cuidando el calzado (añadiendo una suela viscoelástica que absorba bien los impactos), y con corrección de la hiperpronación del pie, o si existe genu varo, mediante una cuña valguizante de poca altura en el talón.

Síndrome femoropatelar

También conocido por síndrome de hiperpresión rotuliana externa, condropatía femoropatelar, condromalacia rotuliana o llanamente como dolor en la cara anterior de la rodilla, produce un dolor localizado en la cara anterior (retropatelar o peripatelar) de la rodilla, que puede tener múltiples etiologías: lesiones del cartílago femoropatelar (condromalacia7, osteoartrosis, fracturas osteocondrales, osteocondritis disecante), inestabilidades y displasias femoropatelares (subluxación rotuliana, patela alta, patela baja), plicas sinoviales, distrofia simpática refleja, sobreuso y sobrecarga rotuliana, alteraciones biomecánicas, disfunciones musculares (hipertonía del músculo vasto externo) o mala alineación fémorotibial, etc.). Es un síndrome muy frecuente en adolescentes y mujeres jóvenes. 

Primera consulta

  • Dolor inespecífico retropatelar o peripatelar que se incrementa con el ejercicio, aumentando al descender cuestas o escaleras y en terreno accidentado. 
  • El dolor aumenta al permanecer tiempo con la rodilla en flexión (“claudicación de la butaca”).
  • El dolor presenta un inicio gradual y no suele existir relación con traumatismo previo.
  • Sensación de bloqueos articulares y crujidos articulares.
  • En ocasiones se puede observar en la exploración alteraciones biomecánicas en el miembro inferior (Figura 9): pie plano, pie cavo, genu valgo, genu varo, aumento del ángulo Q (> 20º), patela alta, etc. 

Una de las causas frecuentes de aparición de condropatía rotuliana es el aumento del ángulo Q, que es el comprendido entre una línea que pasa desde la tuberosidad tibial anterior por el centro de la cara superior de la rótula, y una línea que una la EIAS (espina ilíaca anterosuperior) y el punto central de la cara superior de la rótula; cuando este ángulo es > 20º, el sujeto presenta un genu valgo, y las probabilidades de padecer un síndrome de la cara anterior de la rótula son elevadas por la mala mecánica en el desplazamiento rotuliano durante la flexión de la rodilla.

  • El “signo del cepillo” o signo de Zohlën es positivo cuando existe daño en el cartílago. Se explora con el paciente en decúbito supino, la rodilla en flexión de 30º y relajada. Se desplaza la rótula de manera pasiva en sentido distal y se pide al sujeto que realice una contracción brusca y enérgica del cuádriceps. Esto desencadena un intenso dolor y reproduce los crujidos patelares.

Diagnóstico diferencial

  • Artritis reumatoide.
  • Artritis séptica.
  • Osteocondritis disecante.
  • Sinovitis villonodular pigmentada.
  • Dolor referido desde cadera o muslo, en los que es clave realizar un diagnóstico etiológico que permita corregir la causa desencadenante.
  • Pruebas complementarias 
  • Estudio radiológico postero-anterior y lateral, comparativo de ambas rodillas.
  • Telerradiografía completa de ambas extremidades en bipedestación.
  • Perfil de rodilla a 30º de flexión y axial de rotula a 30-45º.
  • RMN de rodillas.

Plan de cuidados

El objetivo es el tratamiento etiológico, siempre que sea posible.

En el deportista está indicado el abandono de la actividad física mientras se halle sintomático, debiéndose evitar también las actividades y las posturas que supongan una compresión de la rótula contra el fémur (arrodillarse, subir escaleras, permanecer mucho tiempo sentado, etc.). Una vez asintomático reiniciará gradualmente el entrenamiento, en terreno llano, sin cambios de dirección ni de ritmo en las primeras semanas, y debiendo incidir en estiramientos del cuádriceps, al menos 20 min diarios, y ejercicios de isometría del cuádriceps, siempre con la rodilla en extensión. Se contraindican, en cambio, todos aquellos ejercicios que supongan una flexión de la rodilla, más si se realiza posteriormente una extensión contra resistencia (bicicleta, pesas, carrera de impacto, etc.).

Otras medidas terapéuticas útiles pueden ser la aplicación de hielo durante 10-20 min tras la actividad o el uso de AINEs por vía oral en los periodos álgicos, mientras que la utilización de rodilleras de centrado rotuliano u otros vendajes (McConnell taping) no han demostrado su eficacia (excepto si existe una rótula inestable).

La cirugía es el último recurso. Clásicamente se realizaba un “shaving” del cartílago afectado, regularizándolo, y se añadían una serie de perforaciones en la faceta posterior de la rótula (perforaciones de Pidrie) con el objeto de disminuir la hiperpresión en el alerón rotuliano externo, sin obtener grandes mejorías. 

El tratamiento más reciente se basa en el trasplante autólogo de condrocitos para reparar las regiones lesionadas, de manera que se intentaría conseguir un nuevo cartílago a partir de cultivos de condrocitos del propio individuo.

Bursitis anserina

Esta patología, llamada también tendinitis de la pata de ganso, es una inflamación de la bursa anserin, la cual se sitúa entre la inserción de los tendones de los músculos semitendinoso (SMT), sartorio y recto interno (RI) en la cara superointerna de la tibia, por delante y por debajo de la inserción del ligamento colateral medial. Es típico en la mujer de 50-70 años, obesa, diagnosticada de artrosis en rodillas, con genu valgo bilateral. Estos hechos condicionan una sobrecarga del compartimento interno de la rodilla.

Primera consulta

  • Dolor mecánico en compartimento interno de la rodilla, que se acentúa al subir y bajar escaleras y al caminar por terreno accidentado.
  • Dolor a la palpación en cara interna de la tibia, por debajo y por detrás de la inserción del ligamento colateral medial.
  • Contracción isométrica dolorosa, tanto del sartorio (dolor a la flexión + abducción + rotación externa de la cadera) como del recto interno (dolor a la aducción pura con rodilla en extensión) y del semitendinoso (dolor a la flexión + rotación interna de la cadera).
  • La maniobra diagnóstica consiste en pedir al enfermo que con la rodilla en rotación interna y en flexión, y con la cadera en flexión, realice una aproximación del talón hacia su nalga, dejando resbalar el pie por la camilla, mientras el explorador le opone resistencia. Esto desencadena dolor en la región afectada.

Diagnóstico diferencial

  • Necrosis avascular del cóndilo femoral interno
  • Meniscopatía.
  • Lesión del ligamento colateral medial de la rodilla.
  • Lesiones óseas.
  • Síndrome de Pellegrini-Stieda: calcificación del ligamento colateral medial de la rodilla en su inserción en el cóndilo femoral, posiblemente de etiología traumática, que limita la flexión de la rodilla.
  • Síndrome de Palmer: cicatrización en acortamiento del ligamento colateral medial, lo que crea dolor y dificultad para la extensión completa de la rodilla.
  • Radiculopatía L3.

Pruebas complementarias 

El diagnóstico es clínico. La ecografía es útil en casos de duda diagnóstica fundada, ya que permite demostrar un engrosamiento hipoecoico en la región correspondiente.

Plan de cuidados

  • Reposo en los momentos de máximo dolor.
  • Mantener un peso adecuado.
  • Corrección, si es posible, de las alteraciones ortopédicas.
  • Analgésicos o AINE durante 1-2 semanas.
  • Infiltración de la zona con esteroides.
  • Ultrasonidos.

Gonartrosis

La artrosis de rodilla es posiblemente la que mayor discapacidad y alteración funcional produzca de todo el grupo de artrosis. Es más frecuente en mujeres, mayores de 60 años, con obesidad en ausencia de osteoporosis, y muchas veces se presenta en relación con traumatismos o cirugías previas (meniscectomia) y también en relación con la actividad laboral o deportiva. Inicialmente considerada una enfermedad degenerativa, hoy se sabe que en su génesis intervienen otros factores que desencadenan una reacción inflamatoria mediada por enzimas proteolíticas que acarrean la alteración de la matriz extracelular del cartílago y desembocan en una importante alteración de la estructura articular.

Sintomatología

El síntoma guía es el dolor. Inicialmente aparece de manera intermitente en relación con el ejercicio, y es más acentuado por las tardes, cuando la rodilla soporta la carga de todas las horas diurnas. Se puede observar también la existencia de rigidez matutina, que no suele alargarse más de 30-40 minutos. A medida que avanza el cuadro, el dolor se presenta de forma más continuada incluso por la noche, impidiendo el descanso nocturno y con la movilización de la rodilla, especialmente en la hiperflexión. Los pacientes pueden presentar episodios de derrame y tumefacción ocasionalmente (artrosis en fase inflamatoria), lo que obliga a la artrocentesis y a descartar la existencia de enfermedades inflamatorias.

La afectación puede acontecer en uno o varios compartimentos de la rodilla: femoropatelar, femorotibial medial y femorotibial lateral. Se hablaría, entonces, de artrosis mono, bi o tricompartimental. El proceso suele iniciarse en el compartimento medial, observándose en la radiología al inicio una disminución de la interlinea articular femorotibial medial. Cuando se observa una artrosis unilateral en un paciente menor de 50 años, se debe sospechar la existencia de traumatismos previos, lesiones previas, meniscopatías, etc.

Lo más común en atención primaria es encontrarse frente a una artrosis primaria, no asociada a ninguna otra enfermedad. Se hablará ocasionalmente de artrosis secundaria cuando existen antecedentes de traumatismo, infección o meniscectomia, o incluso asociación con enfermedades inflamatorias, osteocondritis disecante, o necrosis avascular de cóndilos femorales.

Diagnóstico

Se basa en los criterios clínicos y en los hallazgos radiológicos. No hay alteraciones analíticas, y en la artrocentesis encontraremos un líquido sinovial mecánico, que presenta menos de 2.000-5.000 células, con cifras de glucosa y proteínas normales. 

A pesar de ello, no se debe atribuir cualquier proceso doloroso de rodilla (gonalgia) a la artrosis. De hecho, la primera causa de gonalgia es la bursitis anserina, si bien es cierto que suele ser un cuadro acompañante de la gonartrosis; aun así, es la bursitis, y no la propia artrosis, la responsable del cuadro doloroso. Esa diferenciación determina consideraciones terapéuticas, ya que si tratamos dicha bursitis o cualquier cuadro doloroso en la vecindad de la articulación, el paciente mejorará y su calidad de vida también. En definitiva, no se debe achacar cualquier dolor a la existencia de artrosis. 

Es recomendable seguir los criterios diagnósticos dictados por el ACR (Figura 10).

A pesar de que los hallazgos radiológicos no se correlacionan con la intensidad de la sintomatología, permiten establecer una clasificación de la gonartrosis en grados de afectación (Tabla 4, Figura 11), teniendo en cuenta la existencia de osteofitos, esclerosis subcondral y pinzamiento articular.

Otras pruebas de imagen, como la ecografía, se muestran especialmente útiles en el estudio de partes blandas superficiales (ligamentos laterales, porciones más externas de ambos meniscos, recesos suprapatelares y ambos retináculos), especialmente para diagnosticar la existencia de un componente inflamatorio o un quiste de Baker.

Tratamiento

En principio, todos los pacientes deben realizar ejercicio, de una duración y una intensidad hasta donde el dolor les permita. Aporta beneficios a corto, a medio y a largo plazo. Se debe individualizar la pauta de ejercicio para cada paciente, siendo lo ideal prescribir ejercicios de bajo impacto (natación, carrera continua en terreno llano, bicicleta) de cualquier manera, aeróbico y continuado en el tiempo. La pérdida de peso es otro pilar importante del tratamiento, pues evitará la sobrecarga de la articulación, su deterioro y la presencia de dolor.

La valoración biomecánica de la pisada y de las rodillas (varo, valgo, recurvatum) puede aconsejar el uso de plantillas para compensar el desequilibrio que agravaría el dolor y la impotencia funcional.

En lo referente al tratamiento farmacológico, se puede insistir en lo ya descrito en el apartado de coxartrosis (artrosis de cadera). Para la artrosis de rodilla se está implantando el tratamiento intraarticular con PRP (plasma rico en plaquetas), con resultados variables, y se empieza a trabajar con células madre, aunque aún no existen conclusiones ni evidencia científica sólida. Otras medidas a considerar es el uso de bastones para ayuda a la deambulación, siempre en la mano de apoyo contralateral a la rodilla afectada, y las rodilleras con centrado rotuliano o de valgo, que podrían mejorar levemente la sintomatología.

Por último, el tratamiento quirúrgico está indicado en aquellos pacientes que no han respondido a tratamientos no invasivos previamente. Es importante evaluar la situación previa del paciente y qué se puede esperar de la cirugía para no traicionar las expectativas del enfermo. Entre las técnicas a las que se puede recurrir, destacan algunas como el desbridamiento artroscópico (en gonartrosis aislada sin afectación meniscal), la implantación de condrocitos autóloga (defectos cartilaginosos moderados y bien localizados), la osteotomía (pacientes con tibia en varo o valgo acentuados), la artroplastia unicompartimental (en enfermos con afectación limitada a un compartimento) y la artroplastia total (en gonartrosis severa y sintomática).