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Acalabrutinib (▼Calquence®) en leucemia linfocítica crónica

Resumen

Acalabrutinib es un nuevo inhibidor potente y altamente selectivo de la tirosina cinasa de Bruton (BTK), una enzima que participa en la señalización bioquímica del receptor de antígenos y del receptor de citocinas de las células B, favoreciendo la supervivencia y proliferación de linfocitos B tumorales. Así, la inhibición covalente e irreversible que inducen acalabrutinib y su metabolito ACP-5862 sobre el centro activo de la enzima se traduce en una inhibición de la adhesión y migración dependiente de integrinas de linfocitos B, conducente a la reducción tumoral. El medicamento ha sido autorizado para el tratamiento por vía oral (100 mg/2 veces al día) en monoterapia o en combinación con obinutuzumab de pacientes adultos con leucemia linfocítica crónica (LLC) no tratados previamente, y para su uso en monoterapia en pacientes adultos con LLC que han recibido ≥ 1 tratamiento previo.

Su aprobación se sustentó en los datos clínicos de dos estudios pivotales aleatorizados y multicéntricos, de fase 3, abiertos, simple ciego y de grupos paralelos. En uno de ellos (ELEVATE-IN), con 535 pacientes adultos con LLC no tratados previamente, la asociación acalabrutinib+obinutuzumab y la monoterapia de acalabrutinib mostraron una superioridad notable frente a una combinación de obinutuzumab y clorambucilo (control activo). Tras 28 meses, sin alcanzarse la mediana de SLP en los brazos del fármaco (vs. 22,6 meses en el grupo control), la administración de acalabrutinib con o sin obinutuzumab redujo en un 90% y un 80% el riesgo de progresión o muerte por la enfermedad, respectivamente; se alcanzaron estimaciones de SLP a 24 meses del 93% y del 87%. El otro estudio (ASCEND) incluyó a pacientes adultos con LLC refractaria o en recaída tras ≥ 1 tratamiento previo (N= 310). Tras 16 meses, la monoterapia con acalabrutinib demostró una eficacia superior al régimen activo usado como control (idelalisib + rituximab o bendamustina + rituximab): tampoco se alcanzó la mediana de SLP en el brazo con el nuevo fármaco (vs. 16,5 meses), y se estimó una reducción del 69% en el riesgo de muerte o progresión. En general, la eficacia de acalabrutinib se reveló duradera y consistente en pacientes con factores citogenéticos de alto riesgo. Los datos de supervivencia global (aún inmaduros) y de tasa de respuesta reafirman la utilidad clínica del fármaco tanto en pacientes naïve como pretratados. 

En términos de seguridad, tiene un perfil toxicológico notable, con frecuentes y relevantes eventos adversos en los dos tipos de pacientes. La incidencia de eventos adversos de intensidad de grado 3-4 fue del 50-70% y supone tasas de discontinuación del tratamiento del 10-11% y de reducción de dosis del 4-7%. Las reacciones adversas más frecuentes (> 20%) fueron infección, dolor de cabeza, diarrea, hematomas, dolor musculoesquelético, náuseas, fatiga, tos y erupción cutánea. Entre las más graves, sobresalen las infecciones y las citopenias; pero tampoco se puede obviar el riesgo aumentado de segundas neoplasias primarias. No se observaron diferencias relevantes de seguridad en pacientes de ≥ 65 años o en aquellos con perfil citogenético de peor pronóstico.

En definitiva, se trata de un inhibidor de BTK de 2ª generación cuya mayor selectividad por la enzima hace que sea al menos tan eficaz como ibrutinib pero con un perfil de toxicidad mejorado; presenta, por ejemplo, un menor riesgo de eventos adversos off target a nivel cardiaco (por ejemplo, de generación de arritmias). Sin embargo, no se dispone aún de comparaciones entre ambos, y habrá que esperar a un estudio ahora en marcha en pacientes con LLC en recaída/refractariedad y alto riesgo citogenético para confirmar sus diferencias en eficacia y seguridad. Por ahora, es probable que el uso de acalabrutinib, tanto en monoterapia como asociado a obinutuzumab, se considere una opción preferencial en primera línea para los pacientes con LLC no tratados, similar al uso de ibrutinib o venetoclax (mayoritariamente asociados a obinutuzumab). En pacientes con LLC pretratados la monoterapia con acalabrutinib viene a completar las posibilidades de tratamiento junto a ibrutinib o venetoclax más rituximab, aportando una respuesta clínica relevante en cuadros con escasas opciones terapéuticas, incluso cuando éstas no son funcionales. A la vista de lo demostrado para ibrutinib, es previsible que en un futuro se pruebe un beneficio clínico con acalabrutinib en otras neoplasias de células B.

Aspectos fisiopatológicos

La leucemia linfática crónica o leucemia linfocítica crónica (LLC) se considera un linfoma linfocítico o leucémico de bajo grado, caracterizado por la acumulación de linfocitos B maduros en la sangre, médula ósea y órganos linfáticos. Los linfocitos circulantes son morfológicamente similares a los normales, pero funcionalmente anormales: son células maduras pero más pequeñas1, con una estrecha separación entre el citoplasma y un núcleo denso que carece de nucleolo distinguible y tiene la cromatina parcialmente agregada; expresan marcadores de superficie CD5, CD20 y CD23. La acumulación se inicia frecuentemente en la médula ósea, diseminándose posteriormente hacia los ganglios linfáticos y bazo, pudiendo detectarse esplenomegalia. 

Es la leucemia más frecuente en los países occidentales, sobre todo en Europa y Norte América, constituyendo el 30% de todas las formas de leucemia y 75% de las leucemias crónicas. Su incidencia media en la Unión Europea es de unos 4-5 casos/100.000 habitantes/año, más común en personas de mayor edad (mediana de edad al diagnóstico de 70 años), siendo rara antes de los 40 años. A la edad de 50 años alcanza los 5 casos nuevos/100.000 habitantes/año y a los 80 años llega a los 30 casos/100.000 habitantes/año. Existe un predominio en el sexo masculino (2:1), y afecta a más de 300.000 personas en el mundo. En España, se estima que afecta a más de 15.000 personas; concretamente, se diagnostican alrededor de 1.800 nuevos casos cada año (el 90% en pacientes de > 50 años y muy pocos casos se diagnostican por debajo de los 30 años). Es previsible que la prevalencia de la enfermedad aumente con el paso de los años y el envejecimiento de la población, dada la alta expectativa de vida en nuestro país (82,8 años de media en ambos sexos según datos de la OMS en 2015).

Como se ha indicado, los pacientes con LLC activa se caracterizan por una acumulación progresiva de linfocitos B (el diagnóstico requiere la presencia de al menos 5.000 linfocitos B en sangre periférica durante al menos 3 meses), a veces con linfadenopatía, hepatoesplenomegalia, anemia y trombocitopenia. Asimismo, produce un estado de inmunosupresión que incrementa el riesgo de infecciones, que en última instancia es la principal causa de muerte en estos pacientes. Además del subtipo más frecuente de LLC –el que afecta a células B, representando más del 97% de los casos–, se identifican un 2-3% de casos en que la proliferación clonal anormal se produce a partir de células T. E incluso también se han incluido otros patrones leucémicos crónicos dentro de la LLC, tales como la leucemia prolinfocítica, la fase leucémica del linfoma cutáneo de células T (síndrome de Sézary), la leucemia de células peludas (tricoleucemia) y el linfoma leucemizado. 

Sea como fuere, el origen de la LLC sigue siendo desconocido, aunque se apuntan varias hipótesis, como el efecto de radiaciones ionizantes, los agentes alquilantes o ciertos productos leucemógenos, que parecen aumentar el riesgo de su desarrollo. La acumulación de linfocitos parece deberse a un funcionamiento erróneo en la apoptosis (muerte celular programada); no obstante, se han descrito otros mecanismos que posiblemente colaboren de alguna manera en la acción proliferativa, como ciertas interleucinas (IL) o sus receptores, como el factor de necrosis tumoral (TNF) o las IL-4 e IL-6. Aproximadamente la mitad de los pacientes, y aún más en estadios avanzados, presentan algún tipo de alteración citogenética. 

Desde el punto de vista clínico, la patología tiene una amplia variabilidad de presentaciones y comportamiento, desde una mayoría de pacientes que viven muchos años con linfocitosis asintomática (sin requerir tratamiento) a otros que requieren tratamiento precozmente, con breves respuestas, y fallecen a causa de su enfermedad en pocos años (AEMPS, 2017). En consonancia, la mediana de supervivencia desde el diagnóstico oscila dependiendo de la presencia de factores de riesgo: en pacientes asintomáticos en estadios iniciales, la supervivencia suele ser superior a 10 años, mientras que, en pacientes con enfermedad avanzada, sintomática o progresiva, la mediana de supervivencia varía entre 18 meses y 3 años. Además, los pacientes con LLC también son más propensos a desarrollar una segunda neoplasia. 

Cabe destacar que se han descrito tres grupos pronósticos en función de la citogenética, siendo peor para los casos relacionados con una mutación TP53, una translocación t(11q;v) o una deleción del(11q) o del(17p)2; particularmente, esta última, junto con la mutación TP53, confiere resistencia a la inmunoquimioterapia (sobre todo, a fludarabina) y se considera como de muy alto riesgo. En ambos casos la mediana de supervivencia es de 2-3 años y, aunque son casos relativamente infrecuentes en el diagnóstico inicial (7% para del 17p y 8-12% para TP53), suponen prácticamente el 50% de los casos recidivantes de LLC. La trisomía del par cromosómico 12 (+12), la alteración citogenética más frecuente (25-30%), se asocia con un pronóstico de gravedad intermedia, mientras que los casos con mejor pronóstico son aquellos cuya anomalía citogenética implica una deleción del(13q)

Desde el punto de vista del tratamiento, la mayoría de los pacientes que presentan una linfocitosis asintomática no precisan tratamiento, en cuyo caso se recomienda un seguimiento clínico periódico. Sin embargo, el tratamiento es necesario en pacientes con enfermedad avanzada (con anemia o trombopenia), en progresión o sintomática, con alta carga tumoral, presencia de síntomas B o infecciones de repetición. En ninguno de los casos la terapia es curativa, con excepción del trasplante alogénico de progenitores hematopoyéticos (TPH), para el que una mayoría de pacientes no se consideran aptos. E incluso algunos expertos plantean que el sobretratamiento puede tener más efectos deletéreos sobre el paciente que el infratratamiento.

La farmacoterapia específica incluye quimioterapia citotóxica (fludarabina, ciclofosfamida) y e inmunoquimioterapia –con anticuerpos anti-CD-20 como rituximab, ofatumumab y obinutuzumab–, corticoides y radioterapia. La cirugía (TPH) o la radioterapia solo son útiles en casos concretos. Los tres últimos fármacos específicamente autorizados para esta indicación han sido: ibrutinib, idelalisib y venetoclax. 

El ibrutinib actúa inhibiendo de forma irreversible y selectiva a la tirosina cinasa de Bruton (BTK), un miembro de la familia de las tirosina cinasas Tec que participa en la señalización bioquímica del receptor de antígenos (BCR) y del receptor de citocinas de los linfocitos B, implicados en la patogenia de diversas neoplasias de linfocitos B; dicha inhibición impide la adhesión y migración dependientes de integrinas de los linfocitos B. Fue inicialmente autorizado, como medicamento huérfano, para el tratamiento por vía oral de pacientes adultos con LLC que han recibido al menos un tratamiento previo, o en primera línea en presencia de deleción del 17p o mutación de TP53 en pacientes en los que la inmunoquimioterapia no se considera apropiada. El tratamiento se asocia con altas tasas de respuesta a largo plazo en pacientes con LLC recidivante/refractaria y linfoma de células del manto, incluidos pacientes con lesiones genéticas de alto riesgo. Esto, unido a la facilidad de posología hace que ibrutinib sea hoy en día un tratamiento ampliamente utilizado para pacientes con LLC tanto en primera línea como en recaída o refractariedad.

Por su parte, el idelalisib, un inhibidor selectivo de la fosfatidilinositol 3-cinasa p110δ (PI3Kδ) –mecanismo por el cual inhibe la acción del receptor de células B (BCR)– ha sido autorizado para el tratamiento, en combinación con rituximab, de los pacientes adultos con LLC que han recibido al menos un tratamiento anterior o como tratamiento de primera línea en presencia de la deleción del 17p o de la mutación de TP53 en pacientes no adecuados para quimioinmunoterapia. Los datos clínicos disponibles indican, en relación con un placebo y siempre en asociación a rituximab, una notable superioridad, tanto en términos de supervivencia libre de progresión tumoral (SLP) como de supervivencia global (SG) y tasa de respuesta objetiva (75 vs 15%); una superioridad manifiesta incluso en los pacientes con mutaciones del17p y/o TP53, como con IGHV (fragmento variable de las cadenas pesadas de las inmunoglobulinas) no mutado y en personas con ≥ 65 años.

El último fármaco incorporado para el tratamiento de la LLC ha sido venetoclax, un inhibidor potente y selectivo de la proteína antiapoptótica Bcl-2, que es sobreexpresada por las células de la LLC y en otros tipos celulares tumorales. El medicamento, autorizado como huérfano, está indicado para el tratamiento en monoterapia de la LLC en presencia de deleción 17p o mutación del gen TP53 en pacientes adultos que no son adecuados o han fallado al tratamiento con un inhibidor de la vía del receptor de antígenos del linfocito B; también está indicado en monoterapia para el tratamiento de la LLC en ausencia de dichas mutaciones en adultos que han fallado al tratamiento con inmunoquimioterapia y a un inhibidor de la vía del receptor de antígenos del linfocito B. Venetoclax inauguró una nueva vía farmacológica en oncología, potencialmente útil en cuadros resistentes o refractarios de LLC y en algunas otras formas de leucemia ligadas a linfocitos B, aportando una respuesta clínica relevante en cuadros con muy escasas opciones terapéuticas, incluso cuando éstas no son funcionales (Cuéllar, 2018). Su uso, que se prefiere en tratamientos limitados en el tiempo (que tendría una teórica ventaja asociada al menor riesgo de efectos adversos, de aparición de resistencias y, quizás, mejor adherencia por los pacientes), requiere conocer la posibilidad de aparición de lisis tumoral, sobre todo en las fases iniciales del tratamiento y la toxicidad hematológica, fundamentalmente neutropenia, que puede producir.

En cualquier caso, si bien el mayor progreso se ha realizado en el campo de la identificación de marcadores moleculares y celulares que permiten predecir la evolución de la LLC (en mayor medida que en su terapéutica), las últimas guías de práctica clínica (NCCN, ESMO) reflejan que el inicio y la selección del tratamiento no debe basarse en los factores pronósticos, con la excepción de pacientes que presenten las mutaciones del 17p y/o TP533(AEMPS, 2017). Se acepta que no existe un único tratamiento de primera línea adecuado para todos los pacientes debiendo de individualizarse para cada caso: la elección e inicio del tratamiento en la amplia mayoría de casos se establece fundamentalmente en base a la edad y fragilidad del paciente, según su capacidad de tolerar o no tratamiento con análogos de purinas.

En los últimos años se han desarrollado nuevos fármacos que pretenden cubrir las necesidades médicas no cubiertas en el tratamiento de los pacientes con LLC. Se han investigado nuevos inhibidores de PI3Kδ, como duvelisib o umbralisib, e inhibidores de BTK más específicos (acalabrutinib, zanubrutinib y tirabrutinib entre los inhibidores covalentes o LOXO-305 y vecabrutinib entre los no covalentes). Pero todavía la LLC es una enfermedad incurable y en la que, en ocasiones, deben realizarse diferentes tratamientos en las recaídas que se producen, constituyendo uno de los ejemplos de neoplasias hematológicas en la que los nuevos tratamientos que van apareciendo –basados en pequeñas moléculas orales junto con anticuerpos monoclonales anti-CD20– son la base del abordaje (a excepción de pacientes jóvenes sin citogenética adversa y patrón mutado de IGHV, en el que la combinación fludarabina, ciclofosfamida y rituximab puede considerarse al mismo nivel que el tratamiento con ibrutinib). 

Acción y mecanismo

Acalabrutinib es un nuevo agente antineoplásico que actúa como inhibidor covalente y altamente selectivo de la tirosina cinasa de Bruton (BTK), de segunda generación, la cual participa en la señalización bioquímica del receptor de antígenos (BCR) y del receptor de citocinas de los linfocitos B, implicados ambos en la patogenia de diversas neoplasias de linfocitos B. El medicamento ha sido autorizado para el tratamiento por vía oral (100 mg/2 veces al día) en monoterapia o en combinación con obinutuzumab de pacientes adultos con leucemia linfocítica crónica (LLC) no tratados previamente, y también para su uso en monoterapia en pacientes adultos con LLC que han recibido al menos un tratamiento previo.

La BTK, como molécula implicada en la vía de señalización del BCR y del receptor de citocinas, favorece con su actividad la supervivencia y la proliferación de los linfocitos B, siendo clave en la adhesión y la quimiotaxis celular. Mediante su inhibición, acalabrutinib impide la adhesión y migración dependiente de integrinas de los linfocitos B. Es preciso citar que parte de la actividad del fármaco es mediada por su metabolito activo ACP-5862, que, como la molécula primaria, se unen específicamente en el hueco enzimático para el ATP de la enzima BTK, formando un enlace covalente con un resto de cisteína (Cys-481), lo cual determina el carácter irreversible de la inhibición: esto explica que, si bien acalabrutinib tiene una vida media corta tras su rápida absorción, la respuesta farmacodinámica se extienda en el tiempo. Durante su desarrollo clínico, se probó que, en pacientes oncológicos con neoplasias de células B, la mediana de ocupación de la BTK en estado de equilibrio se mantiene ≥ 95% en sangre periférica durante 12 h, lo cual asegura la inactivación de la enzima durante todo el intervalo de administración recomendado.

Los estudios preclínicos in vitro e in vivo permitieron demostrar que acalabrutinib (IC50= 3-5 nM) y su metabolito activo ACP-5862 (IC50= 5 nM) ejercen un efecto inhibitorio similar sobre la BTK, y muy escaso frente a la cinasa de la tirosin-proteína (TEC), del receptor del factor de crecimiento epidérmico (EGFR) y de la cinasa de la célula T inducible por la interleucina-2 (ITK), lo cual podría explicar el mejor perfil de seguridad frente a ibrutinib. 

Además, los estudios clínicos pusieron de manifiesto que, con uso del fármaco en pacientes con LLC, a los 6 meses se produce un incremento de los linfocitos T CD8+ productores de interferón-γ (lo que puede contrarrestar el agotamiento de células T que se produce conforme progresa la LLC), así como una disminución de la expresión de PD-1, variables ambas relacionadas con la mejoría de la inmunidad T; respecto a la inmunidad humoral, se observó un aumento del nivel de IgA, que tiende a normalizarse, aunque no de IgG e IgM (EMA, 2020). 

Aspectos moleculares

Acalabrutinib es un inhibidor de tirosina cinasa de Bruton (BTK) de segunda generación que tiene por nombre químico el de (S)-4-(8-amino-3-(1-but-2-inoilpirrolidin-2-il)-imidazo[1,5-α]pirazin-1-il)-N-(piridin-2-il)-benzamida; se corresponde con una fórmula molecular de C26H23N7O2 y un peso molecular de 465,51 g/mol. El principio activo contiene un centro quiral (de hecho, es el enantiómero S), se presenta como un polvo no higroscópico de color blanco-amarillo, y exhibe una solubilidad dependiente de pH en medio acuoso. Se han identificado varios polimorfos metaestables, tanto anhidros como hidratos y solvatos.

De forma similar a ibrutinib, con el que comparte una estrecha similitud estructural (Figura 1), se relaciona farmacológicamente también con afatinib y vandetanib. Es decir, se pueden vislumbrar ciertas características estructurales compartidas con otros miembros de la amplia serie de inhibidores de proteína cinasas, los cuales son el resultado de la optimización funcional mediante modelización molecular a partir de una serie de 2-fenilaminopirimidinas, de donde surgió imatinib, cabeza de serie del grupo. Todos ellos guardan –en mayor o menor grado– una familiaridad química con la molécula de ATP (o, en su caso, con la de GTP, como sucede en las cinasas MAPK), con la que compiten para provocar el bloqueo de la cinasa correspondiente.

Eficacia y seguridad clínicas

La autorización de acalabrutinib para su uso por vía oral en pacientes con LLC naïve o no tratados previamente se sustentó en los resultados de un estudio pivotal de fase 3 (ELEVATE-TN), multicéntrico y multinacional (142 centros de 18 países), con diseño abierto simple ciego y de grupos paralelos, que aleatorizó (1:1:1) a un total de 535 pacientes adultos4 a recibir un tratamiento de acalabrutinib (100 mg/12 h) con obinutuzumab, una monoterapia de acalabrutinib, o una combinación de obinutuzumab y clorambucilo por vía oral. Los tratamientos fueron administrados en ciclos de 28 días, manteniendo el nuevo fármaco hasta progresión de la enfermedad o toxicidad inaceptable; obinutuzumab y clorambucilo5 se administraron durante un máximo de 6 ciclos. Tras la progresión de la enfermedad, 45 pacientes aleatorizados inicialmente al brazo de obinutuzumab y clorambucilo cruzaron a recibir monoterapia con acalabrutinib.

El estudio permitió que los pacientes mantuvieran su tratamiento con antitrombóticos, pero se excluyó a aquellos en anticoagulación con antagonistas de la vitamina K, de igual modo que a quienes tenían patología cardiovascular de relevancia clínica o antecedentes de ictus o hemorragia intracraneal. En conjunto, las principales características demográficas y clínicas basales fueron las siguientes: mediana de edad de 70 años (rango 41-91), 62% eran varones, 93% eran de raza caucásica, un 94% tenían buen estado funcional (ECOG de 0-1), la mediana de tiempo desde el diagnóstico de la enfermedad fue de 29 meses y se verificó la presencia de ganglios inflamados en el 32% de los pacientes. Las principales alteraciones citogenéticas de presencia exclusiva fueron: deleción de 17p (9%), deleción de 11q (17%), mutación de TP53 (11%), e IGHV no mutado (63%). 

Los principales resultados de eficacia, tras una mediana de seguimiento de 28,3 meses, se presentan en la Tabla 1, habiéndose considerado como variable principal la supervivencia libre de progresión (SLP) tras revisión por comité independiente –según criterios del Grupo de Trabajo Internacional para la Leucemia Linfocítica Crónica (IWCLL)– en el brazo de acalabrutinib+obinutuzumab frente al brazo control de obinutuzumab+clorambucilo (Sharman et al., 2020). Las curvas de Kaplan‑Meier para la SLP se separan notablemente tras 8-10 meses desde la aleatorización. De modo interesante, los resultados para acalabrutinib fueron consistentes en todos los subgrupos de pacientes, incluidos aquellos con características de alto riesgo citogenético (deleción de 17p, deleción de 11q, mutación de TP53 o IGHV no mutado): la razón de riesgos o hazard ratio a favor de acalabrutinib con o sin obinutuzumab frente a obinutuzumab más clorambucilo fue de 0,08 (IC95% 0,04-0,15) y 0,13 (IC95% 0,08-0,21), respectivamente.

Por otra parte, el estudio ASCEND fue el estudio pivotal de fase 3 que permitió contrastar la eficacia y seguridad clínicas de acalabrutinib en pacientes con LLC que habían recibido al menos un tratamiento previo (excepto inhibidores de la BCL‑2 ni inhibidores del receptor de los linfocitos B) y se encontraban en refractariedad o recaída de la patología. Fue un ensayo abierto, simple ciego, multicéntrico y multinacional (159 centros en 26 países), que aleatorizó (1;1) a 310 pacientes adultos a recibir acalabrutinib en monoterapia (100 mg/12 h hasta progresión de la enfermedad o toxicidad inaceptable) o bien un control a elección del investigador6, con una combinación de idelalisib más rituximab o bendamustina más rituximab. Tras la progresión confirmada, 35 pacientes aleatorizados al brazo control cruzaron a acalabrutinib.

Como en el ensayo en pacientes naïve, se permitió el tratamiento con antitrombóticos pero se excluyó a los pacientes anticoagulados con agentes anti-vitamina K. Las características demográficas y clínicas basales más relevantes para el conjunto de pacientes fueron las siguientes: mediana de edad de 68 años (rango 32-90), 68% eran varones, 92% eran de raza caucásica, un 87% tenían buen estado funcional (ECOG de 0-1), la mediana de tiempo desde el diagnóstico de la enfermedad fue de 82 meses y se verificó presencia de ganglios inflamados en el 49% de los pacientes. Las principales alteraciones citogenéticas de presencia exclusiva fueron: deleción de 17p (16%), deleción de 11q (27%), mutación de TP53 (23%), e IGHV no mutado (78%); tenían cariotipo complejo (≥ 3 anomalías) el 31% de los pacientes. El número de tratamientos previos para la LLC fue de 1 para el 48% de los pacientes, de 2 para el 28% de los pacientes, de 3 para el 13% de los pacientes y de ≥ 4 en el 11%.

Los principales resultados de eficacia, tras una mediana de seguimiento de 16,1 meses, se presentan en la Tabla 2 (Ghia et al., 2020); de nuevo, la variable principal de eficacia fue la SLP tras revisión por comité independiente según criterios del IWCLL. Las curvas de Kaplan‑Meier para la SLP se separan notablemente tras unos 9 meses desde la aleatorización. La eficacia del nuevo fármaco se mostró consistente en todos los subgrupos, siendo independiente de la presencia de factores citogenéticos de alto riesgo; así, para estos pacientes, el hazard ratio para SLP fue de 0,25 (IC95% 0,16-0,38).

Una posterior evaluación por el investigador con un mayor periodo de seguimiento (mediana de 22,1 meses para acalabrutinib y 21,9 meses para los tratamientos usados como comparadores) demostró que la eficacia del fármaco se mantiene en el tiempo: la mediana de SLP no se alcanzó con acalabrutinib y fue de 16,8 meses para el grupo control, siendo el hazard ratio en la comparación entre grupos de 0,27 (IC95% 0,18-0,40), lo que supone una reducción del 73% en el riesgo de muerte o progresión para los pacientes asignados al brazo experimental.

Por último, los datos clínicos que han permitido caracterizar la seguridad del fármaco derivan fundamentalmente de 1.040 pacientes que lo recibieron en monoterapia durante su desarrollo clínico, con una mediana de duración del tratamiento de aproximadamente 26 meses. Las reacciones adversas de cualquier grado descritas con mayor frecuencia tras el uso de acalabrutinib fueron: infección (67%), dolor de cabeza (38%), diarrea (37%), hematomas (34%), dolor musculoesquelético (33%), náuseas (22%), fatiga (21%), tos (21%) y erupción cutánea (20%). Entre las más graves (grado ≥ 3) sobresalen: infección7 (18%), leucopenia (14%), neutropenia (14%) y anemia (8%). La tasa de interrupción del tratamiento por motivos de seguridad fue del 9,3%, destacando como causas la incidencia de neumonía, trombocitopenia y diarrea; otro 4,2% de los pacientes requirió ajustes posológicos por reacciones adversas tales como reactivación de la hepatitis B, sepsis y diarrea. No se observó una mayor tasa de mortalidad en los pacientes tratados con acalabrutinib en comparación con otras opciones antineoplásicas frente a LLC.

Cabe destacar que la combinación de acalabrutinib con otros agentes antineoplásicos fue ligeramente peor tolerada, con una frecuencia de reacciones adversas superior, si bien el tipo de eventos fue similar (infección –74%, dolor musculoesquelético –45%, diarrea –44%, cefalea –43%, leucopenia –32%, neutropenia –32%, tos –31%, fatiga –31%, etc.); la tasa de interrupción del tratamiento fue del 10,8% y la de reducción de dosis del 6,7%. En general, no se observaron diferencias clínicamente relevantes en cuanto a la seguridad o la eficacia entre los pacientes de ≥ 65 años y los de menos.

Aspectos innovadores

Acalabrutinib es un nuevo antineoplásico que actúa como un inhibidor de segunda generación, potente y altamente selectivo, de la tirosina cinasa de Bruton (BTK). Dado que la BTK participa en la señalización bioquímica del receptor de antígenos (BCR) y del receptor de citocinas de las células B, favoreciendo la supervivencia y proliferación de linfocitos B tumorales, la inhibición covalente –irreversible– que inducen acalabrutinib y su metabolito activo ACP-5862 mediante su actuación sobre el centro activo de la enzima se traduce en una inhibición de la adhesión y migración dependiente de integrinas de dichos linfocitos, conducente a la reducción tumoral. El medicamento ha sido autorizado para el tratamiento por vía oral (100 mg/2 veces al día) en monoterapia o en combinación con obinutuzumab de pacientes adultos con leucemia linfocítica crónica (LLC) no tratados previamente, y también para su uso en monoterapia en pacientes adultos con LLC que han recibido al menos un tratamiento previo.

La eficacia y seguridad clínicas del fármaco han sido adecuadamente contrastadas en dos estudios pivotales aleatorizados y multicéntricos, de fase 3 y diseño similar (abierto, simple ciego y de grupos paralelos). 

Uno de ellos (ELEVATE-IN) incluyó a pacientes adultos (N= 535 pacientes de ≥ 65 años o < 65 años con comorbilidades) con LLC naïve o no tratados previamente, quienes recibieron acalabrutinib con obinutuzumab, monoterapia de acalabrutinib, o bien una combinación de obinutuzumab y clorambucilo como grupo control (comparador activo). Tras una mediana de seguimiento de 28 meses, el tratamiento con el nuevo fármaco mostró una superioridad notable en términos de SLP en comparación con el control: sin haberse alcanzado la mediana en los brazos del fármaco (vs. 22,6 meses en el grupo control), la administración de acalabrutinib con o sin obinutuzumab redujo en un 90% y un 80% el riesgo de progresión o muerte por la enfermedad, respectivamente, alcanzándose estimaciones de SLP a 24 meses del 93% y del 87%. Esa eficacia fue consistente, e incluso mayor, en pacientes con factores citogenéticos de alto riesgo, como deleción de 17p, deleción de 11q, mutación de TP53 o IGHV no mutado, en quienes redujo el riesgo de progresión o muerte en un 87-92%. El beneficio con los regímenes a base de acalabrutinib sobre obinutuzumab+corambucilo se ve robustecido por la notable mejora en supervivencia global (reducción del riesgo de muerte del 40-53%) y la diferencia en las tasas de respuesta objetiva global (86-94% vs. 79%). 

El otro estudio (ASCEND) incluyó a pacientes (N= 310) con LLC refractaria o en recaída tras al menos un tratamiento previo; en torno a la mitad había recibido una sola línea de tratamiento y casi el 30% de los pacientes habían recibido 2. Con una mediana de seguimiento de 16 meses, el tratamiento con acalabrutinib en monoterapia se reveló significativamente más eficaz que un régimen antineoplásico activo –a elección del investigador8– usado como control (idelalisib + rituximab o bendamustina + rituximab). Sin alcanzarse la mediana de SLP en el brazo con el nuevo fármaco (vs. 16,5 meses en el grupo control), se estimó una reducción estadísticamente significativa del 69% en el riesgo de muerte o progresión de la enfermedad. De nuevo, la eficacia de acalabrutinib se mostró consistente en todos los subgrupos, incluyendo los pacientes con factores citogenéticos de alto riesgo, en quienes la reducción del riesgo de progresión o muerte fue del 75%. La tendencia favorable en SG y en tasa de respuesta refrendan la utilidad clínica del nuevo fármaco, que se mostró duradera: tras 22 meses no se alcanzó la mediana de SLP para acalabrutinib y la magnitud de la reducción del riesgo de progresión y muerte fue similar.

En términos de seguridad, acalabrutinib tiene un perfil toxicológico notable, con frecuentes y relevantes eventos adversos tanto en pacientes naïve como en pacientes refractarios/en racaída, que, grosso modo, está en línea con lo ya conocido para el otro inhibidor de BTK autorizado (ibrutinib). La incidencia de eventos adversos emergentes durante el tratamiento de intensidad de grado 3-4 fue del 50-70% (según régimen) y, si bien esa frecuencia parece similar a la descrita para otros tratamientos en LLC, supone tasas de discontinuación del tratamiento del 10-11% y de reducción de dosis del 4-7%. Las reacciones adversas más frecuentes (> 20%) fueron infección, dolor de cabeza, diarrea, hematomas, dolor musculoesquelético, náuseas, fatiga, tos y erupción cutánea, mientras que, entre las más graves, sobresalen las infecciones y las citopenias. Tampoco se puede obviar el riesgo aumentado de segundas neoplasias primarias, como sucede con otros antineoplásicos de “molécula pequeña”. No se observaron diferencias relevantes de seguridad en pacientes refractarios/recurrentes (en comparación con los no pretratados), en pacientes de ≥ 65 años o en aquellos con perfil citogenético de peor pronóstico.

Es preciso recordar que, en pacientes naïve, el estándar de tratamiento de la LLC para pacientes jóvenes o con buen estado de salud general es la quimioinmunoterapia basada en fludarabina, mientras que para pacientes mayores o con comorbilidades –como los incluidos en el estudio pivotal específico–, el régimen de elección está menos definido: se acepta el uso de obinutuzumab+clorambucilo, recomendándose ibrutinib si hay mutación de TP53. En el contexto de enfermedad refractaria o en recaída, se prefieren por su eficacia y menor toxicidad –frente a quimioterapia– las terapias dirigidas a marcadores de células B, como venetoclax, ibrutinib e idelalisib, siendo también una alternativa la combinación de bendamustina y rituximab (EMA, 2020). 

Lo anterior determina que probablemente la selección de los comparadores en los estudios pivotales de acalabrutinib podría haber sido mejorable, aunque ha sido considerada como aceptable por la EMA. No obstante, se trata de la primera vez que se comparan en estudios clínicos de LLC en recaída/refractariedad dos de las nuevas moléculas (acalabrutinib frente a idelalisib en el estudio ASCEND), con ventaja evidente en términos de eficacia y seguridad para la primera de ellas. Además, aunque no existan evidencias que avalen su eficacia en el paciente joven y/o sin comorbilidades, parece razonable que en los pacientes en primera línea se pueda utilizar en todos los casos.

En definitiva, se trata de un inhibidor de BTK de segunda generación, cuya mayor selectividad por la enzima hace que sea al menos tan eficaz como ibrutinib pero con un perfil de toxicidad mejorado; presenta, por ejemplo, un menor riesgo de eventos adversos off target a nivel cardiaco (por ejemplo, el potencial para inducir arritmias). Sin embargo, no se dispone aún de comparaciones directas o indirectas entre ambos, y habrá que esperar a un estudio ahora en marcha en pacientes con LLC en recaída/refractariedad y alto riesgo citogenético (incluyendo del17p y del11q) para confirmar sus diferencias en eficacia y seguridad. En términos de adherencia, parece que el régimen de dos administraciones diarias es menos beneficioso que la pauta única diaria de ibrutinib.

Por ahora, es probable que el uso de acalabrutinib, tanto en monoterapia como asociado a obinutuzumab, se considere una opción preferencial en primera línea para los pacientes con LLC no tratados, similar al uso de ibrutinib o venetoclax (mayoritariamente asociados a obinutuzumab). En pacientes con LLC pretratados (incluso con ibrutinib o venetoclax) la monoterapia con acalabrutinib viene a completar las posibilidades de tratamiento junto a ibrutinib o venetoclax más rituximab, aportando una respuesta clínica relevante en cuadros con escasas opciones terapéuticas, incluso cuando éstas no son funcionales. A la vista de lo demostrado para ibrutinib, es previsible que en un futuro se demuestre un beneficio clínico con acalabrutinib en otras neoplasias de células B.

Valoración

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Caplacizumab (▼Cablivi®) en púrpura tromnocitopénica trombótica adquirida

Resumen

Caplacizumab es un nanoanticuerpo bivalente humanizado que se une con especificidad y afinidad al dominio A1 del factor de von Willebrand (FvW) e inhibe su interacción con las plaquetas, impidiendo la adhesión plaquetaria que median sus multímeros de alto peso molecular. Por abordar una característica fisiopatológica principal de la enfermedad, el medicamento, designado como huérfano, ha sido autorizado para el tratamiento –por vía subcutánea e intravenosa– de adultos y adolescentes a partir de 12 años y 40 kg de peso que presentan un episodio de púrpura trombocitopénica trombótica adquirida (PTTa), junto con intercambio plasmático e inmunosupresión.

Su aprobación se sustentó en los datos clínicos de un ensayo pivotal aleatorizado de fase 3, en el que 144 pacientes adultos con episodios agudos de PTTa recibieron caplacizumab o placebo concomitantemente a la terapia estándar combinada de recambio plasmático e inmunosupresión farmacológica. Un tratamiento con la pauta diaria autorizada del fármaco acortó de forma discreta el tiempo hasta la normalización del recuento plaquetario, en un día y medio sobre el seguimiento completo de 20 días; frente a placebo, los pacientes tenían una probabilidad un 55% mayor de lograr respuesta clínica en cualquier momento. Si bien la relevancia clínica de esos resultados podría cuestionarse, las variables secundarias confirmaron la superioridad de caplacizumab sobre placebo: redujo en un 74% la proporción de pacientes que cumplía una variable combinada de muerte, recurrencias o evento trombótico mayor por la enfermedad; disminuyó la tasa de recurrencias en un 67%; y redujo el número medio de días de recambio plasmático, el volumen medio de plasma usado y la duración de las estancias hospitalarias y en las UCI. Pero la eficacia parece modesta, dado que no se vieron diferencias en el número de eventos tromboembólicos mayores y no se pudo demostrar un beneficio en términos de refractariedad al tratamiento ni en la normalización de biomarcadores de daño tisular. 

El perfil toxicológico de caplacizumab es aceptable, manejable clínicamente y consistente en todos los subgrupos de pacientes. Muestra una buena tolerabilidad: la tasa de eventos adversos graves fue menor que con placebo, y menos de la mitad de ellos se consideraron como posiblemente relacionados el fármaco (14% vs. 6% en el grupo placebo). El principal problema de seguridad es el aumento del riesgo de hemorragias, generalmente leves-moderadas y mayoritarias a nivel de piel y mucosas. Los acontecimientos adversos más frecuentes fueron epistaxis o sangrado nasal (18%) y hematomas, junto con cefalea (21%), hemorragia gingival y petequias. Se debe suspender el tratamiento en caso de hemorragia activa o la realización de cirugía, y monitorizar a pacientes que usen fármacos anticoagulantes o antiagregantes. La práctica totalidad de eventos adversos relacionados con el sistema inmunitario (49% vs. 32% con placebo) fueron leves o moderados.

Dado que el actual tratamiento de primera línea de los episodios agudos de PTTa –inicio rápido de recambio plasmático junto con terapia inmunosupresora– es ineficaz en hasta un 20% de los pacientes, caplacizumab puede representar una alternativa terapéutica en aquellos con respuesta insuficiente al tratamiento estándar o en quienes la enfermedad recurra. Incorpora un nivel reseñable de innovación por tratarse del primer medicamento específicamente autorizado para tratar la PTTa y en abordar su fisiopatología, inaugurando una vía terapéutica y confirmando el potencial terapéutico que tienen los nanoanticuerpos derivados de camélidos. No obstante, no es un tratamiento curativo (no corrige el origen de la enfermedad: el déficit de actividad metaloproteinasa de ADAMTS13) y el beneficio clínico que aporta parece moderado. La necesidad de mantener la terapia estándar durante el tratamiento limita su grado de innovación.

Aspectos fisiopatológicos

La púrpura trombocitopénica trombótica (PTT) es una patología completamente diferente a la púrpura trombocitopénica inmune (PTI), comentada en el número anterior (Fernández-Moriano, 2021) y relacionada con la destrucción de plaquetas por auto-anticuerpos. Se trata, en este caso, de una patología consecuencia de un déficit o disfunción de la metaloproteasa ADAMTS13, responsable de la escisión o catabolismo del factor de von Willebrand (FvW).

Para comprender la relevancia clínica de este hecho, es preciso recordar que el FvW es una proteína no enzimática cuya función principal es la de unirse a otras proteínas, sobre todo al factor VIII de la coagulación1 (pues si éste no está unido a FvW se degrada rápidamente en la circulación), y es muy importante en la adhesión de las plaquetas al tejido conectivo subendotelial en las heridas, jugando un papel clave en el proceso de la hemostasia (Figura 1) y en la activación de la cascada de la coagulación sanguínea (Figura 2). El FvW también se une a las plaquetas a través de la glicoproteína Ib y de algunos de sus receptores (cuando están activados por la trombina) y favorece la agregación plaquetaria; además, se une al colágeno, por ejemplo, cuando el tejido conectivo subendotelial se expone al flujo sanguíneo en un vaso dañado. La deficiencia de FvW, o su disfunción, en la conocida como enfermedad de von Willebrand, se traduce en una tendencia a las hemorragias, que son más evidentes en tejidos con una circulación sanguínea rápida en vasos estrechos.

Por otro lado, el catabolismo –degradación biológica– del FvW está mediado fundamentalmente por la proteína ADAMTS13 (acrónimo de “a disintegrin-like and metalloprotease with thrombospondin type 1 motif no. 13”), que es una metaloproteinasa que escinde el FvW entre la tirosina en posición 842 y la metionina en posición 843 (nucleótidos 1605-1606 del gen) en el dominio A2, lo cual permite la ruptura de los multímeros proteicos en unidades peptídicas menores, que serán degradadas posteriormente por otras peptidasas.

La púrpura trombocitopénica trombótica (PTT) se divide en dos formas principales de presentación según su base fisiopatológica: la adquirida o autoinmune (PTTa), mediada por la producción de anticuerpos anti-ADAMTS13 y de origen generalmente idiopático (a veces asociada a otros trastornos autoinmunes como el lupus eritematoso sistémico), y la congénita (PTTc). La deficiencia de ADAMTS13 en ambos casos determina que se detecten niveles sanguíneos anormalmente altos del factor de von Willebrand y, específicamente, de los multímeros ultra-largos o de alto peso molecular de dicha proteína. Con la unión de éstos a las plaquetas se produce una adhesión plaquetaria excesiva, lo cual explica que la enfermedad se caracterice en esencia por una trombosis microvascular sistémica –formación de microtrombos en la circulación de arteriolas y capilares– que origina un mayor consumo y una grave reducción en el número de plaquetas (trombocitopenia). 

Además, se producirá la fragmentación de los hematíes debido al flujo turbulento de la sangre, y el aumento de los niveles séricos de lactato deshidrogenasa (LDH), entre otras complicaciones con impacto clínico. Así, la trombocitopenia se acompaña de anemia hemolítica, isquemia tisular (por la oclusión parcial de los vasos) y disfunción orgánica que puede afectar al cerebro, corazón o riñones, siendo causa principal de eventos tromboembólicos agudos, tales como ictus, otras alteraciones neurológicas o infarto de miocardio, e incluso de muerte prematura. La PTTa, en sus diferentes tipos es, junto con el síndrome urémico hemolítico, una de las formas más importantes de microangiopatías trombóticas.

La PTTa es considerada como una enfermedad rara, con una incidencia de unos 4-6 casos nuevos por millón de habitantes/año, y un pico máximo en la cuarta década de la vida, con cierto predominio en mujeres (ratio de 3:2 respecto a hombres) y en personas de raza negra (AEMPS, 2021). Otros autores hablan de una incidencia variable de 1,2 a 11 casos por millón de habitantes/año a nivel mundial y de 1,5 a 6 casos/millón/año en la UE (EMA, 2018). La mediana de la edad al diagnóstico ronda los 40 años, y su presentación es muy rara en población pediátrica (solo un 3% respecto a su incidencia en edad adulta), con manifestaciones similares a adultos; en todo caso, es más frecuente en adolescentes que en niños más pequeños.

El curso clínico típico de la patología consiste en la presencia puntual de episodios agudos, con tendencia a la recaída típicamente en los 2 primeros años desde el episodio inicial (tasa de recaída variable entre el 10-84%), y su asociación ocasional a otros trastornos autoinmunitarios. Además de los riesgos agudos, la TPPa puede provocar a largo plazo otras consecuencias, como déficits cognitivos, depresión o hipertensión arterial. Su diagnóstico diferencial se realiza midiendo la actividad de la enzima ADAMTS13, confirmándose ante un hallazgo de una actividad inferior al 5-10% de la normal y por la presencia de anticuerpos inhibidores contra ADAMTS13. En su curso natural sin tratamiento, la PTTa provoca la muerte en hasta el 90% de los pacientes, a menudo en las primeras 24h y como consecuencia de episodios isquémicos cardiovasculares y cerebrales (Joly et al., 2017). 

Con respecto a su abordaje, destaca la introducción en el pasado del recambio plasmático2 junto con la terapia inmunosupresora, cuyo uso en primera línea supuso una reducción drástica de la mortalidad en los episodios de TPPa, hasta niveles del 20%; la mayoría de esas muertes ocurren en menos de 30 días tras el diagnóstico, con una mediana de tiempo hasta la muerte de 9 días (Contreras et al., 2015). La solución de reposición plasmática permite eliminar los anticuerpos dirigidos contra ADAMTS13 y aportar la metaloproteasa deficitaria, mientras que la inmunosupresión farmacológica –mayoritariamente conseguida por el uso de corticosteroides– suprime la producción de nuevos anticuerpos anti-ADAMTS13. 

En todo caso, el tratamiento debe iniciarse en las primeras 24 h desde la presentación del episodio, dado que el retraso en la administración reduce las posibilidades de éxito. Se estima que la proporción de pacientes refractarios a ese tratamiento combinado es de un 17% (no mejoran su trombocitopenia tras 7 días desde el tratamiento o mantienen la trombocitopenia con elevados niveles de LDH tras 4 días); en ellos, el pronóstico de supervivencia es más pobre: se reporta una mortalidad asociada del 42% y pueden acontecer déficits neurológicos irreversibles con graves consecuencias a largo plazo.  

Como se ha indicado, el tratamiento inmunosupresor adyuvante más común es el uso de glucocorticoides, que se administran junto al recambio plasmático y se mantienen en torno a 1-2 semanas posteriormente. Su administración se basa en la evidencia “histórica”, dado que no se han realizado estudios específicos que comparen su uso combinado frente al uso del recambio plasmático solo. 

Más recientemente se ha extendido el empleo en primera línea del anticuerpo monoclonal anti-CD20 rituximab como inmunosupresor, por su efecto sobre las células B, que reduce la formación de autoanticuerpos inhibidores de ADAMTS13. Se trata de un uso off-label o fuera de ficha técnica, ya que dicho fármaco está autorizado para el tratamiento de linfomas no Hodgkin y otros procesos linfoproliferativos de células B, artritis reumatoide, pénfigo vulgar y granulomatosis. Algunos estudios también han demostrado su eficacia en el tratamiento de otras enfermedades con base autoinmunitaria, tales como la púrpura trombocitopénica inmune, la anemia hemolítica autoinmune y la hemofilia adquirida; en la PTTa se ha mostrado eficaz en el tratamiento de casos refractarios o de recidivas precoces, además de en primera línea, aunque con los riesgos de seguridad que se le asocian (infecciones, citopenias, reacciones relacionadas con la perfusión, náuseas, prurito, erupción, etc.). Además, presenta la limitación de su inicio de acción retardado en un escenario clínico agudo, pues requiere al menos 3-7 días para conseguir una adecuada depleción de células B, e incluso más para restaurar los niveles de actividad de ADAMTS13.

La optimización individualizada en duración e intensidad (tipo y dosis de fármaco) de la terapia combinada de recambio plasmático e inmunosupresión requiere de una monitorización estrecha de las manifestaciones clínicas del paciente y de la medida regular de los niveles de plaquetas y de actividad enzimática de ADAMTS13. Se considera que la terapia es eficaz cuando los niveles de plaquetas se mantienen de forma sostenida durante más de 2 días por encima de 150.000 plaquetas/µl, ya que esto suele acompañarse de una recuperación al menos parcial de la actividad de ADAMTS13. 

Sea como fuere, hasta ahora no se ha autorizado en ningún lugar del mundo ningún tratamiento farmacológico específicamente indicado en púrpura trombocitopénica trombótica adquirida. Y ninguno de los tratamientos que se usan actualmente no abordan los mecanismos fisiopatológicos específicos de la enfermedad, o sea, el proceso de adhesión plaquetaria que conduce a los microtrombos y el componente autoinmune. Es evidente, pues, que la TPPa representa una necesidad médica no cubierta, especialmente en aquellos casos que no responden al tratamiento actual y que padecen recurrencias. Se requieren terapias de inicio rápido que inhiban la formación de microtrombos y la generación de isquemia tisular, y ofrezcan así una protección inmediata, crítica en la supervivencia y en la prevención de complicaciones a corto y largo plazo (EMA, 2018).

Acción y mecanismo

Caplacizumab es un nanoanticuerpo bivalente humanizado que se dirige con alta especificidad frente al dominio A1 del factor de von Willebrand (FvW) humano, al que se une ávidamente3 tanto en su forma activa como inactiva, de modo que inhibe su interacción con las plaquetas e impide la adhesión plaquetaria que median los multímeros de alto peso molecular de dicho factor. Así pues, por abordar la característica fisiopatológica principal de la enfermedad (los altos niveles de FvW determinados por la deficiencia de la actividad metaloproteinasa de ADAMTS13), el medicamento, designado como huérfano, ha sido autorizado para el tratamiento –por vía subcutánea e intravenosa– de adultos y adolescentes a partir de 12 años y 40 kg de peso que presentan un episodio de púrpura trombocitopénica trombótica adquirida (PTTa), junto con intercambio plasmático e inmunosupresión.

El efecto farmacológico de caplacizumab sobre su diana terapéutica se evaluó en ensayos in vitro que emplearon dos biomarcadores para la actividad del FvW, la agregación plaquetaria inducida por ristocetina y los niveles del cofactor de ristocetina, demostrando que ambos se reducían rápidamente por debajo del 10% y el 20% del valor normal, respectivamente; esta señal es indicativa de la inhibición completa de la agregación plaquetaria. Los estudios clínicos permitieron corroborar esos hallazgos tras el inicio del tratamiento (por ejemplo, con dosis subcutánea de 10 mg de caplacizumab), detectándose una recuperación completa de sus niveles basales en los 7 días posteriores a la interrupción. Los estudios in vivo en modelos animales han evidenciado la especificidad del nanoanticuerpo, que solo se une a las células que expresan el FvW (megacariocitos y células endoteliales), y no a otras células plasmáticas humanas o trombocitos, así como su nula interferencia con la actividad enzimática de ADAMTS13. 

De igual forma, se ha probado clínicamente que, durante el tratamiento, la administración repetida del fármaco afecta a la disposición del FvW, provocando reducciones transitorias de los niveles totales del antígeno del FvW (en un 30-50%, alcanzando la máxima reducción en el intervalo de 1-2 días tras el inicio). En consecuencia, puesto que el FvW actúa como un transportador en sangre para el factor VIII de la coagulación, se ha evidenciado una reducción simultánea y en similar grado en los niveles de dicho factor; todo ello redunda en una menor activación del sistema hemostático y de la formación de microtrombos en la circulación. La reducción en los niveles de ambas proteínas es transitoria y vuelven al estado inicial cuando se suspende el tratamiento. En cambio, caplacizumab no modifica la capacidad de unión del factor VIII al FvW.

Aspectos moleculares

Caplacizumab es un nanoanticuerpo bivalente humanizado producido en Escherichia coli mediante tecnología de ADN recombinante, que consta de dos subunidades idénticas humanizadas (PMP12A2hum1), genéticamente unidas por un enlace de tres alaninas (Figura 3). Los nanoanticuerpos representan una clase novedosa de proteínas terapéuticas que derivan de los dominios variables de las cadenas pesadas de las inmunoglobulinas obtenidas de forma natural de los camélidos (como las llamas o los camellos), que no contienen cadenas ligeras. Tienen como gran ventaja su tamaño: permite enlazar varios nanoanticuerpos para generar estructuras polivalentes con una secuencia parecida a los anticuerpos monoclonales convencionales, y les aporta la capacidad de fijarse a dianas muy pequeñas a las que no llegarían los anticuerpos más grandes; además, su unión a la diana es robusta (cuando se fijan, no se separan). Actualmente se está evaluando el potencial terapéutico de diversos anticuerpos derivados de camélidos en enfermedades como el cáncer, la enfermedad de Huntington o incluso la COVID-19. 

Caplacizumab contiene, en total, 259 residuos aminoacídicos y un peso molecular de 27,88 KDa. El principio activo se presenta –junto a los excipientes– como un polvo liofilizado que se disolverá en agua estéril previamente a su administración parenteral (EMA, 2018).

Eficacia y seguridad clínicas

La autorización de caplacizumab combinado con el tratamiento habitual (recambio plasmático diario e inmunosupresión) en pacientes adultos que padecen un episodio de púrpura trombocitopénica trombótica adquirida (PTTa) se ha contrastado adecuadamente mediante un estudio pivotal de fase 3, además de en otro ensayo aleatorizado y comparativo de fase 2 (estudio TITAN). 

El ensayo pivotal (HERCULES) fue un estudio doble ciego, multinacional y multicéntrico (101 centros de 16 países) y controlado por placebo, que aleatorizó (1:1) a un total de 145 pacientes con diagnóstico de episodio agudo de PTTa a recibir caplacizumab (N= 72) o un placebo equivalente (N= 73) junto al tratamiento estándar de recambio plasmático e inmunosupresión. El tratamiento con el fármaco se inició con un bolo intravenoso de 10 mg antes del primer intercambio plasmático, seguido de inyecciones subcutáneas diarias tras cada recambio y durante 30 días después del último recambio; si al final de ese periodo se estimaba un riesgo elevado de recurrencia inminente, se podía continuar el tratamiento semanalmente por un máximo de 4 semanas, optimizando la inmunosupresión4. Se realizó un seguimiento de los pacientes hasta 1 mes postratamiento, sin reiniciarse el fármaco en caso de recurrencia en ese periodo (definida como disminución en el recuento plaquetario ya normalizado que requirió reinicio del intercambio plasmático), sino que se optaba por el tratamiento estándar. 

La edad media de los pacientes fue de 46 años (rango de 18 a 79), y la mitad de ellos padecía su primer episodio de PTTa, siendo las características iniciales de la patología las típicas (véase el apartado de “Aspectos fisiopatológicos” del presente artículo). En torno al 40% de los pacientes del estudio recibían rituximab. Se excluyeron pacientes con déficits severo de ADAMTS13 o con otras microangiopatías trombóticas distintas a PTTa. El objetivo primario fue la determinación de la eficacia de caplacizumab en la normalización del recuento plaquetario, para lo cual la variable principal fue el tiempo de respuesta de dicho recuento (hasta alcanzar niveles de ≥ 150.000 plaquetas/μl, que suponía la finalización del recambio plasmático en 5 días). Además, se analizaron jerárquicamente, entre otras, las siguientes variables secundarias: la combinación del porcentaje de pacientes con muerte asociada a la PTTa, recurrencia de PTTa y/o eventos tromboembólicos mayores durante el tratamiento; la proporción de pacientes con recurrencias durante el periodo total de estudio; la proporción de pacientes refractarios al tratamiento; y el tiempo de normalización de tres biomarcadores de daño tisular (LDH, troponina I cardiaca y creatinina sérica).

Los resultados divulgados tras el análisis por intención de tratar (Scully et al., 2020) revelan que, con una mediana de duración de 35 días en el periodo doble ciego (máximo de 65 días), el tratamiento con caplacizumab aportó un beneficio clínicamente relevante, reflejado en una reducción estadísticamente significativa en el tiempo de respuesta del recuento plaquetario (RR= 1,55; IC95% 1,09-2,19; p= 0,0099), desde 2,88 días de mediana con placebo hasta 2,69 días con caplacizumab. La estimación de la reducción media en términos absolutos a 20 días fue de 1,45 días (IC95% 0,05-2,87) a favor de caplacizumab. 

Los resultados de las variables secundarias corroboran la notable eficacia del fármaco:

  • El tratamiento con caplacizumab redujo en un 74% (p< 0,0001) la proporción de pacientes que cumplían la variable combinada de muerte por PTTa (0 muertes en el grupo del fármaco vs. 3 con placebo), recurrencia de la enfermedad (3 vs. 28) y/o evento tromboembólico mayor (6 vs. 6) durante el uso del medicamento: se verificó en 9 de 71 pacientes en el grupo de tratamiento y en 36 de 73 en el grupo control.
  • Caplacizumab redujo en un 67% (en 26 puntos porcentuales) en comparación con placebo la proporción de pacientes con recurrencias –exacerbación o recaída– durante el tiempo total del ensayo, incluido el periodo de seguimiento sin tratamiento. Se produjeron recurrencias en 9 pacientes del grupo experimental (12%) y en 28 del grupo placebo (38%). Es preciso indicar que las recaídas en el grupo de caplacizumab se asociaron a pacientes que mantenían niveles de ADAMTS13 de < 10% al finalizar el tratamiento, lo que indica que la enfermedad autoinmune subyacente no estaba resuelta y resalta la necesidad de monitorizar los niveles de ADAMTS13 y optimizar el tratamiento inmunosupresor como requisitos previos para su uso óptimo.
  • Ninguno de los pacientes tratados con caplacizumab fue refractario al tratamiento (es decir, en todos se cumplía la duplicación del recuento plaquetario tras 4 días de tratamiento estándar y normalización de la LDH), frente a 3 pacientes en el grupo placebo (4%). Por el bajo número de casos refractarios con placebo (indicativo de que todos responden a la inmunosupresión y al recambio plasmático concomitantes), esta variable no alcanzó significación estadística (p= 0,0572), y dada la jerarquización de variables, el resto de análisis posteriores deben considerarse meramente descriptivos.
  • Frente a placebo, caplacizumab redujo numéricamente la mediana del tiempo hasta la normalización de biomarcadores de daño tisular en órganos diana (2,86 días vs. 3,36 días), la mediana de días en tratamiento de recambio plasmático (5,8 vs. 9,4 días), el volumen medio de plasma usado (21,33 vs. 35,93 l), la duración media de la estancia hospitalaria (9,9 vs. 14,4 días) y la duración media de estancia en UCI (3,4 vs. 9,7 días). 

Por otra parte, los datos relativos a la seguridad derivan de 423 personas que han recibido el fármaco durante su desarrollo clínico, e indican que los acontecimientos adversos más comunes con su uso son epistaxis o sangrado nasal (18%) y hematomas, junto con cefalea (21%), hemorragia gingival y petequias. También se notificaron casos de pirexia, fatiga, urticaria, eritema o prurito en el lugar de la inyección, mialgia, infarto cerebral o disnea. En todo caso, parece un fármaco bien tolerado, con una tasa de eventos adversos graves del 39% en el brazo de tratamiento del estudio pivotal (vs. 53% con placebo), de los que solo en el 14% se consideraron relacionados con el fármaco (vs. 6% en el grupo placebo). No hubo ninguna muerte por eventos adversos entre quienes recibieron caplacizumab (vs. 2 con placebo). 

Cabe destacar que la tendencia a padecer un evento hemorrágico es mayor con caplacizumab (27%, 11% graves) que con placebo (19%, 4% graves), independientemente de la duración del tratamiento; la epistaxis es el tipo de hemorragia más frecuente y grave. Aunque la mayoría de los eventos hemorrágicos se resolvieron por su carácter autolimitado, algunos fueron graves (2 casos posiblemente relacionados con el fármaco de hemorragia subaracnoidea y metrorragia) y requirieron atención médica. El riesgo de hemorragias determina la necesidad de interrumpir el tratamiento ante una hemorragia activa o en pacientes que vayan a someterse a cirugía, y de una estrecha monitorización en pacientes con coagulopatías o que reciban de forma concomitante anticoagulantes orales, fármacos antiplaquetarios y/o heparinas de bajo peso molecular, por un posible aumento del riesgo.

Finalmente, caplacizumab se asoció con una frecuencia de eventos adversos relacionados con el sistema inmunitario mayor que placebo (49% vs. 32%), si bien la práctica totalidad fueron leves o moderados en severidad. Las reacciones de hipersensibilidad tuvieron una incidencia similar en ambos grupos (no hubo ninguna reacción anafiláctica relacionada con el fármaco), y hasta el 9% de los pacientes desarrolló anticuerpos anti-fármaco, si bien esto no se correlacionó con ningún cambio relevante en la eficacia o seguridad del fármaco. El perfil de seguridad fue consistente en todos los subgrupos de pacientes, con independencia incluso de si se extendía el periodo de tratamiento.

Aspectos innovadores

Caplacizumab es un nanoanticuerpo bivalente humanizado que se dirige con especificidad y alta afinidad frente al dominio A1 del factor de von Willebrand (FvW), al que se une para inhibir su interacción con las plaquetas, impidiendo la adhesión plaquetaria que median los multímeros de alto peso molecular de dicho factor. Por abordar una característica fisiopatológica principal de la enfermedad (los altos niveles de multímeros ultra-largos de FvW por la deficiencia de la actividad metaloproteinasa ADAMTS13), el medicamento, designado como huérfano, ha sido autorizado para el tratamiento –por vía subcutánea e intravenosa– de adultos y adolescentes a partir de 12 años y 40 kg de peso que presentan un episodio de púrpura trombocitopénica trombótica adquirida (PTTa), junto con intercambio plasmático e inmunosupresión.

Su aprobación se sustentó fundamentalmente en los datos clínicos del ensayo pivotal HERCULES, un estudio aleatorizado de fase 3, multicéntrico, doble ciego y controlado por placebo, que incluyó a un total de 144 pacientes adultos con episodios agudos PTTa, quienes recibieron de forma concomitante la terapia estándar combinada de recambio plasmático e inmunosupresión farmacológica (corticoides o rituximab). Un tratamiento con la pauta diaria autorizada de caplacizumab durante una mediana de 35 días demostró una capacidad de acortar de forma discreta el tiempo hasta la normalización del recuento plaquetario (como medida indirecta de la prevención de trombosis vascular): en términos absolutos, lo redujo en un día y medio frente a placebo, sobre el seguimiento completo de 20 días. Los pacientes tratados con caplacizumab tenían una probabilidad un 55% mayor de lograr respuesta clínica en cualquier momento.

Si bien los resultados de la variable primaria podrían carecer de relevancia clínica, las variables secundarias sirvieron para confirmar la superioridad del fármaco sobre placebo. Comparativamente, la administración de caplacizumab redujo en un 74% la proporción de pacientes que cumplía una variable combinada de muerte, recurrencias o evento trombótico mayor por la enfermedad; disminuyó la tasa de recurrencias en un 67%; y redujo el número medio de días de recambio plasmático en casi 4 (5,8 vs. 9,4 días), el volumen medio de plasma usado (21,33 vs. 35,93 con placebo) y la duración de las estancias hospitalarias (9,9 vs. 14,4 días) y en las UCI (3,4 vs. 9,7 días). Pero la eficacia parece modesta, dado que no se vieron diferencias en el número de eventos tromboembólicos mayores, una de las principales manifestaciones clínicas de la PTTa, y no se pudo demostrar un beneficio del fármaco en términos de refractariedad al tratamiento ni en la normalización de los biomarcadores de daño tisular. 

Por otro lado, el perfil toxicológico de caplacizumab es aceptable, manejable clínicamente y consistente en todos los subgrupos de pacientes. Muestra una buena tolerabilidad: la tasa de eventos adversos graves fue menor que con placebo (39% vs. 53%), y menos de la mitad de ellos se consideraron como posiblemente relacionados el fármaco (14% vs. 6% en el grupo placebo). El principal problema de seguridad observado es el aumento del riesgo de hemorragias, generalmente leves-moderadas y mayoritarias a nivel de piel y mucosas, lo cual podría explicarse atendiendo a su mecanismo de acción. Los acontecimientos adversos notificados con mayor frecuencia fueron epistaxis o sangrado nasal (18%) y hematomas, junto con cefalea (21%), hemorragia gingival y petequias. Por ello, se debe suspender el tratamiento en caso de hemorragia activa o la realización de cirugía, y monitorizar a pacientes que usen concomitantemente fármacos anticoagulantes o antiagregantes. Aunque puede inducir el desarrollo de anticuerpos anti-fármaco (9%), no parece que la inmunogenicidad afecte a su perfil de seguridad. La práctica totalidad de eventos adversos relacionados con el sistema inmunitario (49% vs. 32% con placebo) fueron leves o moderados. 

Parece que la evidencia generada en el citado ensayo pivotal es suficiente, si se considera el contexto de una enfermedad rara que padecen un bajo número de personas. No obstante, las principales limitaciones de los datos disponibles se refieren a la exclusión de pacientes con déficit severo de actividad de ADAMTS13 y, sobre todo, a la duración del tratamiento, pues no se tiene información de tratamientos a más largo plazo que la duración máxima en el estudio (65 días) ni de re-tratamiento en pacientes que han interrumpido o cesado el uso del fármaco. Por tanto, para caracterizar por completo el balance beneficio-riesgo a largo plazo y con su uso recurrente se requieren los resultados del estudio en fase 3b ahora en marcha.

Habida cuenta de que el actual tratamiento de primera línea de los episodios agudos de PTTa –un inicio rápido de recambio plasmático junto con terapia inmunosupresora– es ineficaz en hasta un 20% de los pacientes, el IPT establece que la adición de caplacizumab puede representar una alternativa terapéutica en aquellos pacientes con respuesta insuficiente al tratamiento estándar o en quienes la enfermedad recurra. Incorpora un grado reseñable de innovación por tratarse del primer medicamento específicamente autorizado para tratar la PTTa y en abordar su principal evento patológico, inaugurando una vía terapéutica y confirmando el potencial terapéutico que tienen –y tendrán– los nanoanticuerpos derivados de camélidos. No obstante, no es un tratamiento curativo (no corrige el origen fisiopatológico de la enfermedad: el déficit de actividad de ADAMTS13) y el beneficio clínico que aporta parece modesto. El hecho de que se deba mantener la terapia estándar concomitantemente a su uso hace que no sea una innovación terapéutica disruptiva. 

Valoración

Fostamatinib (▼Tavlesse®) en trombocitopenia inmunitaria crónica

Resumen

Fostamatinib es un profármaco que ejerce su actividad a través de su metabolito principal en el que se convierte con rapidez a través de la fosfatasa alcalina intestinal: R406 actúa como un inhibidor potente y selectivo de la tirosina cinasa esplénica (SYK) e inhibe la transducción de señales de los receptores de los linfocitos B y de los receptores activadores de Fc, importantes en el inicio y propagación de respuestas autoinmunes celulares inducidas por anticuerpos. Así, el fármaco reduce el aclaramiento –vía fagocitosis– de las plaquetas circulantes mediado por los macrófagos en bazo e hígado. El medicamento ha sido autorizado para el tratamiento por vía oral de la trombocitopenia inmunitaria crónica (TIPC) en pacientes adultos que son resistentes a otros tratamientos.

Su autorización se ha sustentado en los resultados clínicos de dos ensayos pivotales (FIT-1 y FIT-2), aleatorizados, doble ciegos y controlados por placebo (N= 150), que incluyeron una amplia mayoría de pacientes con TIPC crónica, y con respuesta insuficiente a al menos una línea de tratamiento previo con corticoides, inmunoglobulinas, esplenectomía (un tercio) y/o un agonista del receptor de trombopoyetina (TPO). En el conjunto de la población, un tratamiento diario durante 24 semanas aportó una tasa de respuesta plaquetaria estable (recuento de ≥ 50.000/µl) significativamente más alta que con placebo: 16,8% (17/101) con fostamatinib frente al 2,1% (1/49) en el grupo placebo. Las variables secundarias relativas a los niveles sanguíneos de plaquetas a las semanas 12 y 24, comparativamente con el momento basal, respaldaron los objetivos primarios de eficacia. Además, la eficacia del fármaco fue consistente y de similar magnitud con independencia del número de líneas de tratamiento previo que hubieran recibido los pacientes (entre quienes habían fracasado a ≥ 3 terapias, se observó una respuesta plaquetaria estable en el 14% de los pacientes tratados con fostamatinib frente al 0% con placebo) y tras el cambio de tratamiento en pacientes con placebo inicialmente (en el estudio de extensión FIT-3). La respuesta plaquetaria tuvo una duración de > 1 año en dos tercios de los pacientes respondedores.

El perfil toxicológico para su uso en TIPC es importante, pero se considera clínicamente manejable con ajustes posológicos o farmacoterapia. Las reacciones adversas más frecuentemente notificadas en relación con el uso del fármaco fueron trastornos gastrointestinales (sobre todo, diarrea y náuseas), hipertensión, mareo y aumento de niveles de enzimas hepáticas; pero la mayoría fueron leves o moderadas en severidad y se resolvieron espontáneamente o con tratamiento. Las reacciones adversas graves fueron muy poco frecuentes (≤ 1%), y el uso del fármaco no se ha asociado con ninguna muerte ni con un riesgo específico de hemorragias.

En resumen, fostamatinib aporta cierto grado de innovación terapéutica: aunque su mecanismo de acción –inhibición de tirosina cinasa– es ampliamente conocido para muchos principios activos, inaugura una vía terapéutica en la indicación, con una novedosa diana terapéutica (la tirosina cinasa esplénica). Ha mostrado superioridad significativa frente a placebo en términos de respuesta plaquetaria, de especial interés en pacientes con TIPC refractaria que han agotado varias opciones terapéuticas, incluyendo esplenectomía, rituximab o agentes trombopoyéticos. Si bien en estos pacientes un efecto de magnitud incluso modesta se puede considerar importante, se aprecian importantes limitaciones para concluir sobre la relevancia clínica de los hallazgos. En este sentido, la ausencia de comparación con otros fármacos dificulta en gran medida el posicionamiento de fostamatinib: parece que puede tener un papel en el tratamiento de pacientes adultos a partir de una segunda línea de tratamiento inefectiva. Se debe esperar a tener seguimientos más prolongados de su uso para caracterizar el perfil beneficio-riesgo a largo plazo, como ya se conoce para los agonistas de receptores de TPO.

Aspectos fisiopatológicos

En líneas generales, la trombocitopenia se define como una reducción en el número de trombocitos o plaquetas circulantes en la sangre, las cuales que juegan un papel crítico en la hemostasia, como se indica en el artículo anterior. 

El principal factor específico implicado en la trombopoyesis –producción de plaquetas– es la trombopoyetina (TPO), que ejerce su influencia en el proceso global de la hematopoyesis manteniendo la proliferación y supervivencia de los progenitores de los megacariocitos en la médula ósea e induce la diferenciación de las células progenitoras hacia megacariocitos capaces de producir plaquetas. Los niveles de TPO en circulación se relacionan inversamente con el número de plaquetas en la sangre y de megacariocitos en la médula ósea. Al menos la mitad de la producción de TPO acontece en el hígado, pero el riñón y el músculo esquelético también pueden producir una parte de los niveles de hormona circulantes. La producción hepática de TPO puede ser potenciada por la IL-6, elevada en estados inflamatorios. En casos de trombocitopenia severa, las células del estroma medular incrementan la producción de TPO. Por otro lado, las plaquetas y los megacariocitos tienen receptores que son capaces de absorber la TPO de la circulación (Cuéllar, 2011).

Los niveles normales de plaquetas en sangre suelen estar entre 150.000 y 450.000 plaquetas/microlitro (μl), y generalmente se habla de trombocitopenia cuando el recuento de plaquetas en sangre es inferior a 150.000/μl. La trombocitopenia puede tener distintos orígenes. Es, por ejemplo, una complicación frecuente en las personas con cirrosis (independientemente de la etiología de esta), pudiendo aparecer hasta en casi el 80% de los pacientes y empeorar con la progresión de la insuficiencia hepática.

El bajo recuento plaquetario (< 100.000/µl) y el riesgo de hemorragias también acontece, con independencia de la funcionalidad hepática, en pacientes que padecen trombocitopenia inmunitaria primaria crónica (TIPC), antes conocida como púrpura trombocitopénica idiopática, pero drásticamente diferente de la púrpura trombocitopénica trombótica (definida en el artículo anterior) en cuanto a su fisiopatología y manifestaciones.

La TIPC se caracteriza esencialmente por una destrucción incrementada de plaquetas, pero la evidencia científica también apunta a una producción subóptima de plaquetas por una supresión en la función de los megacariocitos. Se manifiesta bajo 3 formas clínicas según su duración: a) de nuevo diagnóstico; b) alteración aguda de carácter transitorio pero persistente, de 3-12 meses de duración, que afecta fundamentalmente a niños que han sufrido recientemente una infección viral (con frecuencia varicela y, menos comúnmente, rubeola, citomegalovirus, hepatitis viral y mononucleosis), quienes suelen recuperarse espontáneamente en los primeros 6 meses (dos tercios de los casos); o b) una forma crónica, de inicio silente o insidioso, que afecta principalmente a adultos de 20 a 50 años, a mujeres jóvenes1 (ratio 3:1 frente a hombres; el 70% de las mujeres afectadas tiene < 40 años), y se asocia con otras comorbilidades, tales como lupus eritematoso sistémico, anemia hemolítica autoinmune o alteraciones linfoproliferativas (por ejemplo, linfomas o leucemia linfocítica crónica), no estando típicamente relacionada con infecciones virales. 

La patogénesis de las dos formas principales también se ha descrito como diferente: la forma aguda es debida a la formación de complejos inmunes, mientras que la forma crónica se asocia a la presencia de auto-anticuerpos IgG anti-plaquetas específicos, en su mayoría dirigidos frente a epítopos de la glucoproteína IIb/IIIa, que afectan a los megacariocitos y son los responsables de la menor producción de plaquetas y de la destrucción de las mismas; tras la unión de estos anticuerpos a las plaquetas, se produce el aclaramiento plaquetario por fagocitosis, fundamentalmente en bazo, pero también en hígado, mediado por monocitos y/o macrófagos tisulares a través de los receptores de Fc. 

Sin una causa o factor desencadenante claramente identificado, la incidencia global de TIPC entre los adultos es de 1,6-3,0 casos por 100.000 personas-año, y la prevalencia se sitúa en torno a 25 casos por 100.000 habitantes. En la UE, se habla de cifras de incidencia entre 1,6 y 4,4 casos anuales por 100.000 (de entre 1,9 y 6,4/100.000 en niños), creciente conforme aumenta la edad de las personas, y una prevalencia de 9,5 casos/100.000. Sin embargo, se cree que la trombocitopenia inmune secundaria constituiría hasta el 20% de los diagnósticos de TIPC. Se considera que la trombocitopenia inmunitaria primaria es crónica cuando tiene una duración igual o superior a 12 meses, y se estima que en torno a 50.000 adultos padecen la enfermedad en la UE.

Desde un punto de vista clínico, la enfermedad tiene una presentación ampliamente variable, con muchos de los pacientes sin síntomas o hematomas mínimos. Las principales anomalías observadas en otros pacientes con TIPC son la existencia de anemia hemolítica microangiopática –caracterizada por la fragmentación de los eritrocitos– y de trombocitopenia, pero también puede apreciarse una insuficiencia relativa de la médula ósea, posiblemente asociada al efecto de los anticuerpos sobre los megacariocitos. En los casos sintomáticos, las manifestaciones más comunes son la aparición y el mantenimiento de hemorragias en las mucosas y en la piel (en correlación solo parcial con el grado de trombocitopenia, sobre todo cuando hay < 50.000 plaquetas/μl), dando lugar a moretones y petequias, hematomas que proporcionan una tonalidad rojiza a la piel, de donde deriva el término “púrpura”. 

Como consecuencia de las hemorragias mucosales, son comunes la epistaxis, las hemorragias en la mucosa bucal y las menorragias durante la menstruación. En cambio, son infrecuentes las hemorragias graves (< 10% de los pacientes, ocurren si el nivel de plaquetas es < 20-30.000/μl), tanto en la forma aguda como en la crónica, aunque la principal complicación –muy rara– de la TIPC es la hemorragia intracraneal. Se ha reportado una tasa de hemorragias fatales en adultos de solo 0,02-0,04 casos por paciente-año y la mortalidad prevista a 5 años ronda el 2,2% en pacientes menores de 40 años, pero crece hasta el 48% en mayores de 60 años. Más allá de los signos asociados a las hemorragias, no hay síntomas específicos del cuadro (ni fiebre, ni esplenomegalia o hepatomegalia) y, de hecho, el diagnóstico suele hacerse por exclusión, cuando no se aprecian otras causas de trombocitopenia a partir de la historia clínica, del examen físico, del recuento sanguíneo completo y del estudio del frotis de sangre periférica (los índices de eritrocitos y de leucocitos son normales). 

El tratamiento más común de la TIPC, dirigido a alcanzar un recuento plaquetario que prevenga hemorragias graves más que a normalizar los niveles de plaquetas, se basa en procedimientos que reduzcan su destrucción y normalmente se limita a pacientes que tienen presencia de hemorragias, traumatismos, cirugía o factores de alto riesgo, como los anticoagulados. Aunque debe decidirse de forma individualizada, con tal objetivo se utilizan fundamentalmente corticosteroides –prednisona o prednisolona, mayoritariamente– o inmunoglobulinas por vía intravenosa, como la gammaglobulina o la inmunoglobulina anti-D. Solo uno de cada cinco pacientes (20%) experimenta una respuesta completa a estos tratamientos, mientras que un 30-50% adicional se beneficia de una respuesta parcial, manteniendo unos niveles moderados de trombocitopenia sin necesidad de más tratamiento o solo con mínimas dosis de corticoides. El 30-50% restante de los pacientes, incluyendo algunos de los que respondieron inicialmente de forma parcial al tratamiento farmacológico, acabarán requiriendo una esplenectomía2, la cual tiene una tasa de respuesta inicial del 90%, aunque un tercio de los pacientes acaba experimentando recaídas a largo plazo (es decir, no superan niveles de 30.000 plaquetas/µl). Para quienes no respondan a la esplenectomía o al aumento de dosis de corticoides o inmunoglobulinas en una primera fase de tratamiento, las opciones terapéuticas son escasas y la enfermedad fluctúa a lo largo de los años, requiriendo una monitorización permanente, ya que existe un cierto riesgo de hemorragia cerebral (constituye, de hecho, la principal causa de muerte de estos pacientes).

Dado que la transfusión de plaquetas es ineficaz (a diferencia de los casos de trombocitopenia por hepatopatía), pues las plaquetas transfundidas no sobreviven más que las producidas por el propio organismo, se suele recurrir en segunda línea a agentes citotóxicos o inmunosupresores, incluyendo: ciclofosfamida, ciclosporina, azatioprina, micofenolato de mofetilo, derivados de alcaloides de vinca –vincristina–, danazol e incluso a la administración única off label del anticuerpo monoclonal anti-CD20 rituximab (Cuéllar, 2011; EMA, 2020). 

Hace aproximadamente una década se comercializó por primera vez en España romiplostim, una proteína recombinante de fusión Fc-péptido que actúa sobre el receptor fisiológico de trombopoyetina, activándolo y mimetizando, por tanto, las acciones fisiológicas de la TPO; como medicamento huérfano fue aprobado para el tratamiento de la púrpura trombocitopénica inmune crónica en adultos esplenectomizados que sean refractarios a otros tratamientos. Requiere una inyección subcutánea semanal.

También se comercializó eltrombopag, una molécula pequeña no peptídica que también estimula la producción de plaquetas al activar los receptores de TPO presentes en la superficie de los megacariocitos; el medicamento fue autorizado para el tratamiento de la TIPC en pacientes adultos esplenectomizados y refractarios a otros tratamientos (corticosteroides, inmunoglobulinas, etc.), pudiendo también considerarse su uso en 2ª línea de tratamiento en adultos no esplenectomizados en los que la cirugía está contraindicada. Los riesgos potenciales asociados con el uso de eltrombopag son la fibrosis de la médula ósea, la trombosis o las toxicidades oculares o hepáticas. 

Más recientemente (en 2021), se ha comercializado en esta indicación por primera vez en España avatrombopag, otra molécula pequeña activa por vía oral que actúa como agonista del receptor de la TPO expresado en megacariocitos humanos y en las células progenitoras de la médula ósea, de modo que estimula la proliferación y diferenciación de los mismos y, en consecuencia, provocan un aumento de la producción de plaquetas a través de la trombopoyesis. No compite con la TPO por su unión al receptor, sino que se unen al dominio transmembrana del mismo, y suma su efecto al de esta hormona en la producción de plaquetas a través de una señalización bioquímica similar a la usada por la TPO endógena. Ha recibido aprobación para tratar la TIPC en pacientes adultos que no responden a otros tratamientos (por ejemplo, corticosteroides, inmunoglobulinas). Se incorpora al arsenal terapéutico como una opción alternativa a romiplostin o eltrombopag en segunda línea, en pacientes que no responden al tratamiento preferente con corticosteroides o inmunoglobulinas, e incluso esplenectomía.

La última guía de la Sociedad Americana de Hematología recomendaba para el tratamiento de la TIPC lo siguiente (Neunert et al., 2021): 

  • Esplenectomía para pacientes que hayan fracasado a la corticoterapia.
  • Agonistas de los receptores de TPO para pacientes con riesgo de hemorragias que recaen tras esplenectomía, o en quienes ésta se contraindica y, además, han fracasado a una línea de terapia previa. Estos fármacos pueden considerarse también en pacientes de riesgo que han fracasado a al menos una línea de tratamiento (corticoides o inmunoglobulinas intravenosas) sin haberse sometido a esplenectomía. 
  • Rituximab puede ser considerado en pacientes con riesgo de hemorragias que han fracasado a una primera línea a base de corticoides, inmunoglobulinas o esplenectomía.

Acción y mecanismo

Fostamatinib es un profármaco que ejerce su actividad a través de su metabolito principal, R406, en el que se convierte con rapidez, presumiblemente a través de enzimas intestinales (fosfatasa alcalina). R406 actúa como un inhibidor potente y relativamente selectivo de la tirosina cinasa esplénica (SYK) e inhibe la transducción de señales de los receptores de los linfocitos B y de los receptores activadores de Fc, reduciendo la destrucción de plaquetas mediada por anticuerpos. En base a ello, el medicamento ha sido autorizado para el tratamiento de la trombocitopenia inmunitaria crónica (TIPC) en pacientes adultos que son resistentes a otros tratamientos.

La señalización del receptor Fcγ (FcγR) en monocitos y macrófagos juega un papel importante en el inicio y propagación de respuestas autoinmunes celulares inducidas por anticuerpos. Dicho receptor se asocia con una subunidad de señalización cuya fosforilación posactivación da como resultado el reclutamiento y la activación de la tirosina cinasa del bazo (SYK)3, que es un componente importante del sistema de señalización de los receptores Fc activados, como también lo es el receptor de células B (BCR). La agregación de los receptores Fc, inducida por complejos anticuerpo-antígeno, puede desencadenar una multitud de funciones celulares según el tipo celular (desgranulación, metabolismo del ácido araquidónico, citotoxicidad celular dependiente de anticuerpos, fagocitosis, secreción de citocinas, etc.), dando lugar a daño tisular y a la propagación de respuestas inflamatorias. Se ha implicado también este mecanismo en la destrucción inmunitaria de plaquetas: se cree que en la TIPC existe un aclaramiento acelerado –vía fagocitosis– de las plaquetas circulantes recubiertas por IgG mediado por los macrófagos en bazo e hígado. Se comprende, entonces, que la inhibición por fostamatinib de la señalización por SYK puede prevenir la destrucción plaquetaria debida a la absorción por macrófagos que media el receptor Fc.

Todos los ensayos preclínicos in vitro se desarrollaron con R406, y no con fostamatinib, por el hecho de que éste se convierte rápidamente in vivo en su componente activo. En estudios bioquímicos se ha probado que la inhibición por R406 de la actividad enzimática de la SYK humana es potente, con una IC50 de 25 nM, junto con un bloqueo de la activación por el receptor de Fcε en mastocitos humanos en cultivo que es dosis-dependiente (con una EC50 aproximada de 43 nM). La inhibición de la enzima es de carácter competitivo, ya que R406 se une al sitio de unión del enzima y desplaza al ATP, mostrando una inhibición in vitro 5-100 veces más potente que frente a otras muchas cinasas evaluadas. Las acciones farmacológicas comentadas se pusieron de manifiesto en un modelo murino de TIPC, en que el tratamiento oral con fostamatinib protegió significativamente a los animales de la inducción de aclaramiento plaquetario por una inyección de anticuerpos anti-glicoproteína IIb.

Además, se ha postulado que el fármaco y su metabolito ejercen un efecto antiinflamatorio que previene la trombosis y las hemorragias asociadas a la inflamación, posiblemente mediante la reducción del efecto proinflamatorio local de los inmunocomplejos y la reducción dosis-dependiente de la permeabilidad vascular; así, por ejemplo, redujo los síntomas clínicos de la artritis reumatoide en ratas (EMA, 2019).

Aspectos moleculares

El nombre químico de fostamatinib es 6-({5-fluoro-2-[(3,4,5-il}amino)-2,2-dimetil-3-oxo-2,3-dihidro-4H-trimetoxifenil)amino]pirimidin-4-pirido[3,2-b]-1,4-oxazin-4-il]metil fosfato, que se corresponde con la fórmula molecular C23H24FN6Na2O9P · 6H2O y un peso molecular relativo de 732,52 g/mol en su forma disodio hexahidrato (y 580,46 g/mol en su forma de ácido libre). Se presenta como un polvo de color blanco a blanquecino no higroscópico, prácticamente insoluble o muy poco soluble en tampones acuosos ácidos, ligeramente soluble en etanol, escasamente soluble en tampones acuosos neutros-alcalinos y soluble en metanol. Tiene un coeficiente de partición de -0,6, y se han determinado 3 valores de pKa:  pKa1= 1,7, pKa2= 4,2, y pKa3= 6,5. Solo se ha descrito y aislado una forma cristalina del fármaco (forma A), que es aquiral por no presentar centros estereogénicos.

Se trata del primer fármaco que actúa sobre la vía de señalización de la tirosina cinasa del bazo (SYK) y, como primer representante del grupo, guarda escasa relación estructural con otros fármacos usados en trombocitopenia inmune crónica, como es el caso de los agonistas de receptores de trombopoyetina (eltrombopag o avatrombopag) (Figura 1). 

Fostamatinib es el primer inhibidor de tirosina cinasas que se autoriza en el tratamiento de TIPC. Se pueden vislumbrar ciertas características estructurales con otros miembros de la amplia serie de inhibidores de proteína cinasas, los cuales son el resultado de la optimización funcional mediante modelización molecular a partir de una serie de 2-fenilaminopirimidinas, de donde surgió el imatinib, cabeza de serie del grupo. Todos ellos guardan –en mayor o menor grado– una familiaridad química con la molécula de ATP (o, en su caso, con la de GTP, como sucede en las cinasas MAPK), con la que compiten para provocar el bloqueo de la cinasa correspondiente.

Eficacia y seguridad clínicas

La eficacia y seguridad clínicas del uso de fostamatinib por vía oral en pacientes adultos pretratados con trombocitopenia inmune se ha contrastado adecuadamente mediante dos estudios pivotales aleatorizados de fase 3 –FIT-1 (N= 76) y FIT-2 (N= 74)–, multicéntricos y multinacionales (87 centros de 16 países), con idéntico diseño doble ciego, de grupos paralelos y controlado por placebo. 

En conjunto, los estudios asignaron al azar (2:1) a 150 pacientes con trombocitopenia inmune crónica (> 12 meses desde el diagnóstico) o persistente (3-12 meses) que habían tenido respuesta insuficiente al tratamiento –corticoides, inmunoglobulinas, esplenectomía y/o un agonista del receptor de TPO– a recibir fostamatinib a la dosis inicial de 100 mg/2 veces al día (N= 101) o un placebo equivalente (N= 49) durante 24 semanas. Los pacientes fueron estratificados según antecedentes de esplenectomía y la severidad de la trombocitopenia. El tratamiento con fostamatinib podía aumentarse progresivamente hasta 150 mg/12 h en la semana 4 o posteriormente (lo que ocurrió en el 86% de los pacientes), según recuento plaquetario y tolerabilidad, y, además, se permitió el tratamiento concomitante estable para la TIPC (en casi la mitad de la población) e incluso tratamiento de rescate.

Entre las características basales de los pacientes se puede destacar que tenían una mediana de edad de 54 años (rango 20-88, 27% con ≥ 65 años), un 61% eran mujeres y un 93% de raza blanca, la mediana del recuento de plaquetas era de 16.000/µl (45% con < 15.000/µl), y habían tenido una mediana de 3 tratamientos previos (intervalo 1-14), más frecuentemente corticosteroides (94%), inmunoglobulinas (53%) y agonistas del receptor de la trombopoyetina (48%). Para la práctica totalidad de los pacientes la enfermedad se consideró crónica (93%), con una mediana del tiempo desde el diagnóstico de 8,5 años; en torno a 1 de cada 3 pacientes se había sometido a una esplenectomía. La variable principal de eficacia en ambos estudios fue la respuesta plaquetaria estable (recuento de ≥ 50.000 plaquetas/µl) en ≥ 4 de las 6 visitas bisemanales entre las semanas 14 y 24, sin necesidad de terapia de rescate. Los principales resultados de eficacia divulgados, relativos a la población por intención de tratar, se recogen en la Tabla 1

De forma reseñable, se observó una respuesta terapéutica en el plazo de las 6 primeras semanas en la mayoría de los pacientes respondedores al fármaco (11 de 17 pacientes con respuesta), que fue del 100% si se consideraba el plazo de 12 semanas en aquellos con respuesta estable. En ese subgrupo, la mediana del recuento de plaquetas aumentó a 95.000/µl, con un máximo de 150.000/µl. Requirieron medicación de rescate el 30% de los pacientes tratados con fostamatinib, frente al 45% de quienes recibieron placebo. Es preciso subrayar que, entre quienes habían recibido 3 o más terapias previas (población refractaria), la proporción de respondedores fue similar a la población general, con una respuesta plaquetaria estable que se verificó en el 14% (10/72) de los tratados con fostamatinib, frente al 0% con placebo (p= 0,0287); el 60% de los pacientes en el brazo de fostamatinib fueron candidatos al estudio de extensión a la semana 12 (vs. 88% con placebo) y el 22% completaron los estudios (vs. 3% con placebo). 

De igual modo, para todos los parámetros relativos al recuento de plaquetas, los resultados del tratamiento con fostamatinib fueron consistente en la población conjunta de los dos estudios pivotales y en el subgrupo de población refractaria. Así, a la semana 12, el 22,8% de los pacientes del primer grupo y el 19,4% de los pacientes refractarios alcanzaron respuestas plaquetarias (recuento de ≥ 50.000/µl), con una variación mediana en el recuento de +4.000 plaquetas/µl en la población conjunta y de +3.000/µl en la población refractaria; al finalizar los estudios, la mediana del recuento de plaquetas había crecido en +22.000 y +16.750 plaquetas/µl, respectivamente.

Finamente, nos debemos referir al ensayo FIT-3, un estudio de extensión en el que se permitió participar a todos los pacientes de los dos ensayos pivotales que completaron las 24 semanas de tratamiento o no habían respondido al tratamiento tras 12 semanas, de modo que incluyó un total de 123 pacientes (79 aleatorizados previamente a fostamatinib y 44 a placebo). La dosis inicial del fármaco se basó en el último recuento de plaquetas previamente al inicio. Los resultados revelan que, entre los 44 pacientes que habían recibido placebo anteriormente, la tasa de respuesta plaquetaria estable con fostamatinib fue del 22,7% (10/44); dado que uno de ellos había sido clasificado como respondedor a placebo en uno de los ensayos pivotales, la diferencia en la respuesta entre fostamatinib y placebo se estimó en el 20,5% (IC95% 8,5-32,4), muy similar a lo mostrado en la Tabla 1. Entre los 27 pacientes que lograron respuesta estable en los ensayos FIT-1, FIT-2 y FIT-3, hasta 18 mantuvieron el recuento de plaquetas superior a 50.000/µl durante 12 meses o más.

Con respecto a la seguridad clínica, en los ensayos controlados con pacientes con TIPC, los eventos adversos notificados con mayor frecuencia fueron: diarrea (31% con fostamatinib vs. 15% con placebo), hipertensión (28% vs. 13%), náuseas (19% vs. 8%), mareo (11% vs. 8%), y elevaciones de las transaminasas hepáticas (11% vs. 0%). La mayoría de dichos eventos fueron leves o moderados en severidad y se resolvieron espontáneamente o con tratamiento farmacológico (antihipertensivo o anti-motilidad gastrointestinal). Las reacciones adversas graves fueron muy poco frecuentes (≤ 1% de los pacientes tratados con fostamatinib); entre ellas se observaron las siguientes: neutropenia febril, diarrea, neumonía y crisis hipertensiva. Las escasas muertes notificadas durante los estudios se han considerado como probablemente no relacionadas con el tratamiento (EMA, 2019; AEMPS, 2020).

En particular, la incidencia de hemorragias fue del 29% y 37% en los pacientes de los grupos de fostamatinib y placebo, respectivamente. Así, con fostamatinib se observó una tendencia a la reducción de los eventos adversos hemorrágicos, si bien la tasa de eventos moderados o intensos considerados en relación con el tratamiento fue casi 2 veces superior con el uso de fostamatinib (16,3% vs. 9,9% con placebo), notificándose como graves en el 10% de los pacientes que recibieron el fármaco (vs. 5% con placebo). Por último, dado el efecto del fármaco sobre la vía del VEGF –factor de crecimiento vascular endotelial– detectado en estudios in vivo, permanecen incertidumbres sobre un posible riesgo de afectación del sistema esquelético (desarrollo, recuperación de fracturas u osteoporosis) que contraindican su uso en mujeres gestantes o lactantes o en población pediátrica.

Aspectos innovadores

Fostamatinib es un profármaco que ejerce su actividad a través de su metabolito principal, R406, en el que se convierte con rapidez a través de la fosfatasa alcalina intestinal. R406 actúa como un inhibidor potente y selectivo de la tirosina cinasa esplénica (SYK) e inhibe la transducción de señales de los receptores de los linfocitos B y de los receptores activadores de Fc. Ambos receptores juegan un papel importante en el inicio y propagación de respuestas autoinmunes celulares inducidas por anticuerpos, y se ha postulado que la inhibición de sus acciones por el fármaco reduce el aclaramiento –vía fagocitosis– de las plaquetas circulantes mediado por los macrófagos en bazo e hígado. En base a ello, el medicamento ha sido autorizado para el tratamiento por vía oral de la trombocitopenia inmunitaria crónica (TIPC) en pacientes adultos que son resistentes a otros tratamientos.

La autorización de fostamatinib en su indicación se ha sustentado fundamentalmente en los resultados clínicos de dos ensayos pivotales (FIT-1 y FIT-2), multicéntricos y multinacionales, doblemente ciegos, de grupos paralelos y controlados por placebo (N= 150), que incluyeron una amplia mayoría de pacientes con TIPC crónica, y con respuesta insuficiente a al menos una línea de tratamiento previo con corticoides, inmunoglobulinas, esplenectomía (un tercio) y/o un agonista del receptor de trombopoyetina (TPO); casi la mitad de ellos recibió, además, tratamiento concomitante estable para la TIPC e incluso tratamiento de rescate.

Los datos en la población por intención de tratar se consideraron agrupados para los dos estudios pivotales. Con un tratamiento diario –dosis ajustables de fostamatinib– durante un total de 24 semanas, los resultados revelan una tasa de respuesta plaquetaria estable (recuento de ≥ 50.000/µl en ≥ 4 de las 6 visitas entre las semanas 14 y 24) significativamente más alta con el uso del fármaco: el 16,8% (17/101) de los pacientes tratados con fostamatinib frente a solo el 2,1% (1/49) en el grupo placebo (p= 0,0071). La respuesta global (≥ 1 recuento de ≥ 50.000/µl en las primeras 12 semanas) también se verificó en una proporción de pacientes mayor entre los que recibieron el fármaco (43% vs. 14% con placebo; p= 0,0006), detectándose una mediana del tiempo hasta la respuesta al fármaco de 15 días. Se acepta que las variables secundarias relativas a los niveles sanguíneos de plaquetas a las semanas 12 y 24, comparativamente con el momento basal, respaldaron los objetivos primarios de eficacia. 

Cabe destacar que la eficacia del fármaco fue consistente con independencia del número de líneas de tratamiento previo que hubieran recibido los pacientes: entre quienes habían fracasado a 3 o más terapias, se observó una respuesta plaquetaria estable en el 14% de los pacientes tratados con fostamatinib frente al 0% con placebo. Una magnitud similar del efecto se comprobó en el estudio de extensión FIT-3, donde el cambio de tratamiento a los pacientes sin respuesta a la semana 12 en los estudios pivotales aportó una diferencia de +20,5% de respuesta estable en quienes habían sido tratados inicialmente con placebo. En el conjunto de los estudios, se observó que la respuesta plaquetaria tenía una duración de > 1 año en dos tercios de los pacientes respondedores.

En términos de seguridad, el perfil toxicológico de fostamatinib para su uso en TIPC es importante, en línea con el ya conocido en los estudios de artritis reumatoide, pero se considera clínicamente manejable con ajustes posológicos o farmacoterapia. Las reacciones adversas más frecuentemente notificadas en relación con el uso del fármaco fueron: diarrea (31% vs. 15% con placebo), hipertensión (28% vs. 13%), náuseas (19% vs. 8%), mareo e incremento de los niveles sanguíneos de transaminasas. La mayoría de ellas fueron leves o moderadas en severidad y se resolvieron espontáneamente o con tratamiento. Las reacciones adversas graves fueron muy poco frecuentes con fostamatinib (≤ 1%), destacando la neutropenia febril, diarrea, neumonía y crisis hipertensiva. No se ha asociado su uso con ninguna muerte ni con un riesgo específico de hemorragias.

Entre las limitaciones de la evidencia, sobresale el uso de una variable surrogada en la evaluación de la eficacia, que no ha sido apoyada por variables relevantes desde el punto de vista clínico (como la prevención de hemorragias o la reducción de tratamientos concomitantes), lo cual limita las conclusiones sobre el beneficio con fostamatinib (EMA, 2019). El hecho de que la diferencia en la edad media de los pacientes en los dos estudios pivotales fuera de 7,5 años también puede poner en entredicho la comparabilidad o la consideración conjunta de sus datos clínicos. Tampoco debe subestimarse la amplitud de los intervalos de confianza (IC95%) en la proporción de pacientes con respuesta plaquetaria estable, que se aproximan a 0, y podrían sugerir una baja tasa de respuesta en la práctica clínica. Además, la seguridad a largo plazo en una indicación que requerirá un tratamiento prolongado no ha sido bien caracterizada. 

A modo de recordatorio, el tratamiento de primera línea de la TIPC incluye el uso de corticosteroides e inmunoglobulinas intravenosas, pero muchos pacientes no muestran remisión duradera o presentan una toxicidad inaceptable de la corticoterapia prolongada. Por ello, en segunda línea se consideran tratamientos de administración única (como rituximab o la esplenectomía) o de administración crónica (continuación con corticosteroides, agentes inmunosupresores o agonistas del receptor de TPO) que buscan una efectividad prolongada. Por tanto, se identifica una necesidad médica no cubierta en pacientes que se mantienen refractarios tras este tipo de terapias. 

En ese contexto, fostamatinib aporta cierto grado de innovación terapéutica: aunque su mecanismo de acción –inhibidor de tirosina cinasa– es ampliamente conocido para otros muchos principios activos, inaugura una vía terapéutica en la indicación, con una novedosa diana terapéutica (la tirosina cinasa esplénica). Ha demostrado superioridad significativa frente a placebo en términos de respuesta plaquetaria, de especial interés en pacientes con TIPC refractaria que han agotado varias opciones terapéuticas, incluyendo esplenectomizados o pretratados con rituximab o agentes trombopoyéticos. Si bien en estos pacientes un efecto de magnitud incluso modesta se puede considerar importante, se aprecian importantes limitaciones para concluir sobre la relevancia clínica de los hallazgos. En este sentido, la ausencia de comparación con otros fármacos dificulta en gran medida el posicionamiento de fostamatinib: parece que puede tener un papel en el tratamiento de pacientes adultos a partir de una segunda línea de tratamiento inefectiva. Se debe esperar a tener seguimientos más prolongados de su uso para caracterizar el perfil beneficio-riesgo a largo plazo, como ya se conoce para los agonistas de receptores de TPO.

Valoración

Editorial

Queridos lectores,

Avanzamos hacia el otoño con una gran novedad referente a nuestra revista. Como parte del proceso de renovación digital del Consejo General, que busca ofrecer soluciones informativas y formativas a los farmacéuticos y a toda la sociedad, estrenamos una nueva página web de Panorama Actual del Medicamento, que os animamos a visitar en la dirección https://www.farmaceuticos.com/pam, y de cuyo resultado estamos muy satisfechos. Confiamos en que facilitará la navegabilidad por los distintos contenidos y actualizará la imagen de la revista para hacerla más atractiva a un mayor número de usuarios. Os esperamos en esa casa común que el portal en internet de la organización farmacéutica colegial pretende ser, y quedamos abiertos a cualquier propuesta de mejora para un futuro (la propia web incluye un buzón a través del que podéis remitirnos vuestras sugerencias).

Desde el punto de vista sanitario, gran parte de la actualidad informativa sigue relacionándose con la COVID-19 y las estrategias para combatir el impacto sociosanitario del virus. Más allá de nuestras fronteras, leíamos en las pasadas semanas el informe anual del Fondo Global (impulsado por la ONU), que arroja demoledoras conclusiones que indican que las pruebas de detección de la infección por VIH y los tratamientos de tuberculosis resistente han caído desde el inicio de la pandemia casi un 20%, mientras el progreso contra la malaria se estanca en todo el mundo. Estos datos reflejan los efectos colaterales de la COVID-19, y deben hacer reflexionar a los gobiernos de los países sobre la necesidad de un enfoque integral de la salud de sus ciudadanos, más allá de contextos concretos.

Por otra parte, durante el mes septiembre también se ha celebrado el Día Mundial del Alzheimer. Se debe llamar la atención de un modo especial sobre esta patología, que representa ya una epidemia en nuestro país y de la que se espera una tendencia de crecimiento en los próximos años. Habida cuenta de la ausencia de tratamientos farmacológicos efectivos, el diagnóstico precoz y el abordaje extrafarmacológico –incluyendo el cuidado de los propios cuidadores– se erigen en una necesidad para minimizar la alta carga social de la enfermedad. Desde aquí, expresamos el deseo de que se tome como prioridad sanitaria la implantación y desarrollo efectivos, a pesar de los avatares de la COVID-19, de las medidas recogidas en el Plan Integral de Alzheimer y otras Demencias (2019-2023), aprobado en su momento por el Ministerio de Sanidad. 

Entre los contenidos de este nuevo número destacamos la revisión monográfica inaugural centrada en los aspectos clínicos y la farmacoterapia del dolor -trastorno de alta relevancia en la población-, y de una segunda revisión que reflexiona sobre la importancia de la medición en la ciencia. Se incluye, de modo interesante, la evaluación de la innovación de tres fármacos de reciente comercialización en España: acalabrutinib en leucemia linfocítica crónica, caplacizumab (el primer nanoanticuerpo terapéutico para uso en humanos) en púrpura trombocitopénica trombótica adquirida y fostamatinib en trombocitopenia inmunitaria crónica. El resto de secciones complementan los contenidos de un número de cuya lectura esperamos que podáis disfrutar.

Recibid un afectuoso saludo.

Las consideraciones sobre las dosis de refuerzo y una tercera dosis de la vacuna frente a la COVID-19

A principios de septiembre se publicó una revisión en la que participaron expertos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Agencia Norteamericana del Medicamento (FDA, por sus siglas en ingles) en la que se realizaba un promedio de los resultados informados de los estudios observacionales, cuyo resultado era que la vacunación tenía una eficacia del 95% contra la enfermedad grave tanto de la variante Delta como de la variante Alfa, y más del 80% de eficacia en la protección contra cualquier infección por estas variantes (Krause et al., 2021). Este trabajo concluía que, como la efectividad de las actuales vacunas era tan elevada, por el momento, no era necesaria una dosis de refuerzo para el conjunto de la población en esta etapa de la pandemia. Aunque el estudio sí que reconoce que pueden existir grupos de población –por ejemplo, aquellos que han recibido vacunas con baja eficacia o aquellos pacientes inmunodeprimidos-, en los que puede ser apropiado recibir una tercera dosis, dado que su primovacunación podría no haber inducido una protección adecuada. Es relevante distinguir entre terceras dosis, para personas trasplantadas o inmunocomprometidas, y dosis de refuerzo, que se refiere a personas con un sistema inmune normal, es decir, en la población general.

Por otro lado, a principios de octubre, la Agencia Europea de Medicamentos (EMA, por sus siglas en inglés) publicó una serie de recomendaciones respecto a la administración de dosis de refuerzo y terceras dosis. Basándose en dos estudios con pacientes que han sido receptores de trasplantes de órganos, la EMA concluye que en pacientes inmunodeprimidos se podrá administrar una dosis adicional (tercera dosis), mínimo 28 días después de recibir la segunda, de Comirnaty® (Pfizer/BioNTech) o Spikevax® (Moderna). En receptores de trasplantes de órganos sólidos se ha observado una respuesta inmune débil a dos dosis de vacuna y también casos graves de COVID-19 en receptores que habían recibido las dos dosis. En este ensayo (N=101), con la vacuna Comirnaty® (Kamar et al., 2021), las dos primeras dosis se administraron con 1 mes de diferencia y la tercera dosis se administró 61 ± 1 días después de la segunda dosis. La prevalencia de anticuerpos anti-SARS-CoV-2 fue del 0% (IC95% 0-4) antes de la primera dosis, 4% (IC95% 1-10) antes de la segunda dosis, 40% (IC95% 31-51) antes de la tercera dosis, y 68% (IC95% 58-77) 4 semanas después de la tercera dosis. Este estudio mostró que la administración de una tercera dosis a los receptores de trasplantes de órganos sólidos mejoró significativamente la inmunogenicidad de la vacuna, sin que se notificaran casos de COVID-19 en ninguno de los pacientes. 

Otro ensayo (Hall et al., 2021), también en receptores de trasplantes de órganos (N=120), doble ciego, aleatorizado (1:1) y controlado de una tercera dosis de Spikevax® (Moderna) en comparación con el placebo, administrada dos meses después de la segunda dosis, muestra, en el cuarto mes, que el 55% de los pacientes a los que administró la tercera dosis presentaban un  nivel de anticuerpos anti-RBD de al menos 100 U por mililitro, frente al 18% de los pacientes que habían recibido placebo (RR=3,1; IC95% 1,7-5,8; p <0,001). Aunque no hay evidencia científica de que la capacidad de producir estos anticuerpos proteja más eficazmente frente a la COVID-19, se espera que la tercera dosis aumente su protección, al menos, en algunos casos.

Respecto a las dosis de refuerzo en la población general, la EMA ha evaluado datos de Comirnaty® que muestran un aumento en los niveles de anticuerpos cuando se administra una dosis de refuerzo aproximadamente 6 meses después de la segunda dosis en personas de 18 a 55 años y ha concluido que estas dosis de refuerzo podrían considerarse al menos 6 meses después de la segunda dosis en adultos. En cuanto a Spikevax®, se siguen evaluando los datos presentados.

En Israel, a finales de julio se aprobó la administración de dosis de refuerzo de Comirnaty® para personas de 60 años o más que habían recibido una segunda dosis de la vacuna al menos 5 meses antes. Se ha publicado un estudio de cohortes (Bar-On et al., 2021) basado en 1.137.804 de personas mayores de 60 años que habían recibido las dos dosis al menos hace 5 meses. Doce días después de administrar la dosis de refuerzo, la tasa de infección confirmada fue 11,3 veces menor en el grupo de pacientes que habían recibido esta dosis que en el grupo que no la había recibido (IC95% 10,4-12,3) y la tasa de enfermedad grave 19,5 veces menor (IC95% 12,9-29,5).

Una nueva era en la prevención de la migraña

La migraña es el tipo de cefalea primaria más frecuente en la práctica clínica habitual –supone algo más del 50% de los casos consultados en unidades especializadas en cefalea–. Se define como un trastorno paroxístico con gran carga genética y se caracteriza por la aparición de crisis de dolor de cabeza recurrente e intenso que suelen durar entre 4 y 72 horas si no se tratan o se tratan sin éxito. El dolor asociado a esta enfermedad neurológica suele ser, de forma característica, unilateral (localizado habitualmente en un lado o mitad de la cabeza), aunque a veces tiene localización bilateral, de intensidad moderada-grave, de carácter pulsátil (“latido dentro de la cabeza”), que empeora con el esfuerzo físico, se asocia a náuseas y vómitos, y se acompaña de fotofobia y fonofobia (hipersensibilidad a la luz y al ruido, respectivamente); de forma más infrecuente también puede aparecer dolor cervical, intolerancia a los olores y dificultad para pensar con claridad.

Uno de los objetivos del tratamiento de la migraña es prevenir la recurrencia de las crisis. Los fármacos más comúnmente empleados en el tratamiento preventivo son: antiepilépticos (topiramato o valproato), betabloqueantes (propranolol, metoprolol), antidepresivos (amitriptilina), calcioantagonistas (flunarizina), la toxina botulínica tipo A y, desde que se comercializaran los primeros hace dos años, los anticuerpos monoclonales específicamente diseñados para unirse al péptido relacionado con el gen de la calcitonina (CGRP) que se administran por vía subcutánea, como son erenumab, fremanezumab y galcanezumab. En la actualidad, existen un nuevo grupo farmacológico, los gepantes, que también son antagonistas del CGRP, que se encuentra en investigación tanto para el tratamiento sintomático de la migraña como para el tratamiento preventivo y que presentan una gran ventaja respecto a los anticuerpos monoclonales, se administran por vía oral. Alguno de estos principios activos, como ubrogepant y rimegepant, ya se encuentran autorizados por la FDA para el tratamiento agudo de la migraña.

En el caso de rimegepant se han publicado datos de un ensayo multicéntrico (N=695), de fase 2/3, aleatorizado, doble ciego y controlado con placebo en el que participaron adultos con historial de migraña al menos desde hace un año (Croop et al., 2021). Fueron tratados con rimegepant 75 mg por vía oral (n=348) o con placebo (n=347) en días alternos durante 12 semanas. El cambio durante el período de observación en el número medio de días con migraña por mes, durante las semanas 9-12, fue de -4,3 días (IC95% -4,8 a –3,9) con rimegepant y −3,5 días (IC95% –4,0 a –3,0) con placebo (p = 0,0099).

Recientemente se ha publicado un ensayo de fase 3 (N=873), doble ciego, aleatorizado (1:1:1:1) en el que se evalúa la reducción del número medio de días de migraña por mes durante las 12 semanas al administrar atogepant, otro fármaco del mismo grupo terapéutico (antagonista del CGRP) que se administra también por vía oral (Ailani et al., 2021). Los pacientes incluidos en el ensayo fueron tratados con atogepant oral una vez al día -10 mg (n=214), 30 mg (n=223), o 60 mg (n=222)- o placebo (n=214) durante 12 semanas. El criterio de valoración principal fue el cambio desde el valor inicial en el número medio de días de migraña por mes durante las 12 semanas. Al inicio del estudio, los días de migraña por mes oscilaban entre 7,5 y 7,9 en los cuatro grupos. A las 12 semanas, las diferencias en la reducción de los días por mes con respecto al valor inicial fueron de -3,7 días con atogepant 10 mg (IC95% -4,3 a -3,1), -3,9 días con atogepant 30 mg (IC95% -4,4 a -3,3), -4,2 días con 60 mg de atogepant (IC95% -4,8 a -3,7) y -2,5 días con placebo (p <0,001). En cuanto al perfil de seguridad de atogepant, los eventos adversos más comunes fueron estreñimiento (6,9 a 7,7% en función de la dosis) y náuseas (4,4 a 6,1%). 

Los gepantes pueden ser capaces de reducir el número de días con migraña al mes durante un periodo de 12 semanas, como han demostrado en ensayos clínicos dos de los fármacos que forman parte de este grupo (rimegepant y atogepant), pudiendo situarse como una alternativa más para el tratamiento preventivo de la migraña, con la gran ventaja, respecto a los anticuerpos monoclonales de reciente autorización y comercialización, de administrarse por vía oral. 

El riesgo de reingreso por COVID-19 se mantiene bajo

La Sociedad Española de Medicina Interna (SEMI) ha publicado los resultados de un estudio de cohortes multicéntrico realizado en España que determina la proporción de pacientes con COVID-19 que reingresaron en el hospital y las causas y factores más comunes asociados con este reingreso. Un mayor conocimiento de la magnitud y de las características (causas y factores más comunes) de este problema pueden ayudar a reconocer a aquellos pacientes con alto riesgo de reingreso y de esta manera, ayudar en la toma de decisiones relacionadas con la estancia hospitalaria inicial, el momento del alta y el seguimiento clínico tras la misma. 

Se realizó un seguimiento a un total de 8.392 pacientes, que habían sufrido un ingreso hospitalario por COVID-19 durante los meses de marzo y abril de 2020, durante los 30 días posteriores a su alta. La readmisión se definió como un nuevo ingreso durante estos 30 días de seguimiento. La conclusión principal de este estudio es que la tasa de reingreso tras el alta hospitalaria en pacientes COVID-19 a 30 días es baja, situándose aproximadamente en el 4,2% (298 pacientes), siendo la mediana de tiempo desde el alta hasta el reingreso de 7 días (con un rango intercuartílico -IQR- de 3 a 15 días). De todos los pacientes estudiados, 7.137 pacientes fueron dados de alta tras el ingreso índice, de los cuales 298 sufrieron un reingreso; mientras que 1.541 (17,7%) murieron durante el ingreso índice y 35 fallecieron durante el reingreso hospitalario (11,7%, p= 0,007). La duración de los síntomas en los pacientes que reingresaron (mediana de 5 días) fue más corta que en los que no reingresaron (7 días).

Las causas más frecuentes de reingreso hospitalario fueron, por este orden: empeoramiento de la neumonía previa (54%), infección bacteriana (13%), tromboembolismo venoso (5%) e insuficiencia cardiaca (5%). Asimismo, la edad (OR=1,02, IC95% 1,01–1,03), y algunas comorbilidades asociadas como enfermedad pulmonar obstructiva crónica (OR=1,84, IC95% 1,26-2,69), asma (OR=1,52, IC95% 1,04-2,22) y haber recibido un tratamiento con glucocorticoides (OR=1,29; IC95% 1,00-1,66) se asociaron con un mayor riesgo de reingreso. Mientras que los pacientes con niveles más altos de hemoglobina (OR=0,92; IC95% 0,86-0,99) y mínimas opacidades vitales de base (OR=0.86; IC95% 0.76–0.98) al ingreso tenían un riesgo menor de reingreso. Asimismo, la tasa de reingreso por neumonía fue menor en los pacientes que habían sido ingresados en UCI durante el ingreso índice (2%) que en los que no habían ingresado en UCI (5,7%).

La principal conclusión de este estudio es que la tasa de reingresos hospitalarios es relativamente baja y la mitad de los mismos se producen durante la primera semana después del alta hospitalaria, debiéndose la mayoría de ellos a un empeoramiento respiratorio. La edad y la comorbilidad (especialmente, asma y EPOC) se asociaron con un mayor riesgo de reingreso.

El dolor y su farmacoterapia

Resumen

La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor (IASP, por sus siglas en inglés) define el dolor como “una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada o similar a la asociada con daño tisular real o potencial”. Por tanto, el dolor es una experiencia compleja que tiene una constitución múltiple: un componente sensorial/discriminativo, relacionado con su localización, su calidad, su intensidad y sus características físicas; un componente afectivo/emocional que refleja las consecuencias del dolor para cada persona; y, un componente cognitivo/evaluador que permite al individuo darle un significado a la sensación dolorosa.  

El dolor crónico es uno de los problemas de salud más subestimados en el mundo pese a que tiene consecuencias muy serias, tanto en la calidad de vida de quienes lo padecen, como para los sistemas de salud puesto que suponen una carga muy importante para los mismos. La prevalencia del dolor es muy elevada, siendo una de las causas más frecuentes de consulta en atención primaria. Se estima que, en Europa, del 20 al 30% de la población sufre dolor crónico. 

En líneas generales, la estrategia de tratamiento de las patologías dolorosas se basa fundamentalmente en la educación del paciente, medidas farmacológicas y no farmacológicas. En 1986, la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó por primera vez la Escala analgésica, a través de la cual describía un protocolo de tratamiento y control del dolor oncológico (pero que se emplea en todo tipo de pacientes que presentan dolor crónico) basado en 3 escalones principales: el primero, para el dolor breve, basado en el uso de fármacos no opioides; el segundo nivel, para el dolor moderado, en el que se incorporan los analgésicos opioides débiles y se mantienen los fármacos del primer escalón; y, por último, el tercer nivel, para el dolor grave, en el que se sustituyen los opioides débiles por los opioides fuertes y se siguen manteniendo los fármacos del primer escalón. En cualquiera de los escalones se pueden emplear fármacos coadyuvantes. En esta revisión se hace referencia a las características farmacológicas de los grupos terapéuticos más usados habitualmente: analgésicos y antinflamatorios no esteroídicos (AINE), analgésicos y antiinflamatorios tópicos y analgésicos opioides. Y, por último, se aborda el papel asistencial que el farmacéutico puede desarrollar para con los pacientes con dolor y la población general.

Introducción: definición y clasificación

En 1979, la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor (IASP, por sus siglas en inglés) definió el dolor como “una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada con un daño tisular real o potencial, o descrita en términos de dicho daño”. En 2020, la IASP propuso modificar esta definición por la siguiente: “el dolor es una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada o similar a la asociada con daño tisular real o potencial”.

Esta nueva definición se propuso teniendo en cuenta las siguientes consideraciones: el dolor es una experiencia personal influenciada en diferentes grados por factores biológicos, psicológicos y sociales; no es lo mismo el dolor y la nocicepción: el dolor no puede ser inferido solamente por la actividad de las neuronas sensoriales; las personas aprenden lo que es el dolor a través de sus propias experiencias; aunque el dolor normalmente cumple una función adaptativa, puede tener efectos adversos sobre la funcionalidad y el bienestar social y psicológico de los pacientes; la manera más habitual de expresar el dolor es la descripción verbal, pero la incapacidad para comunicarse no niega la posibilidad de que una persona experimente dolor.

Esta definición indica que el dolor es una experiencia compleja y, por tanto, tiene una constitución múltiple. El dolor tiene un componente sensorial/discriminativo que está relacionado con su localización, su calidad, su intensidad y sus características físicas. También presenta un componente cognitivo/evaluador que permite al individuo darle un significado a la sensación dolorosa. Por último, también tiene un componente afectivo/emocional que refleja las consecuencias específicas del dolor para cada persona en particular: el temor a que éste sea consecuencia de una enfermedad grave, la amenaza de que le impida realizar su trabajo, etc. (López Timoneda, 2012).

El dolor se puede deber a la activación de diferentes tipos de receptores: receptores nociceptivos, encargados de responder a estímulos mecánicos (presión, corte); los receptores térmicos (frío, calor); o los receptores químicos (inflamación, isquemia). Dicha activación se produce a través de la transmisión de impulsos nerviosos conducidos por fibras nerviosas de tipo Aδ (mielínicas) y C (amielínicas) (Tabla 1). La activación prolongada y repetida de fibras aferentes nociceptivas puede incrementar la sensibilidad a estímulos dolorosos, siendo uno de los principales responsables en el desarrollo de hiperalgesia y alodinia. La activación de receptores NMDA (ácido N-metil-D-aspártico) podría tener una importante implicación en estos fenómenos de hipersensibilidad (Díaz et al., 2019). 

Clasificación del dolor

La clasificación del dolor la podemos hacer atendiendo a su evolución temporal o a su etiología, entre otros. 

Considerando su duración, el dolor puede ser agudo, que suele aparecer como consecuencia de un desencadenante (por ejemplo, tras un traumatismo), y generalmente dura lo mismo que la lesión. Frente a él, el dolor crónico persiste mucho más que el tiempo normal de curación previsto; es decir, tras la resolución de la lesión causal. Este último tipo suele ser un síntoma de una enfermedad que perdura y evoluciona, no habiéndose resuelto con los tratamientos efectuados cuando se tiene una expectativa de que esto ocurra; también se define como el dolor que dura más de 3-6 meses, a pesar de estar siendo tratado con estrategias adecuadas.

Según los criterios de la Clasificación Internacional de Enfermedades, establecidos en mayo de 2019 por la Organización Mundial de la Salud, el dolor crónico se subdivide en: 

  • dolor crónico primario: caracterizado por la alteración funcional o estrés emocional no explicable por otra causa, siendo un dolor multifactorial, ya sea debido a causas biológicas, psicológicas o sociales; 
  • dolor crónico oncológico: causado por el propio cáncer o la metástasis, o también puede ser causado por su tratamiento (dentro de este grupo se encuentra también la polineuropatía crónica dolorosa inducida por quimioterapia o el dolor crónico posterior a la radioterapia);
  • dolor crónico postquirúrgico o postraumático: dolor que se desarrolla o aumenta de intensidad después de un procedimiento quirúrgico o una lesión tisular y que persiste más allá del proceso de curación; 
  • dolor crónico neuropático: causado por una lesión o enfermedad del sistema nervioso, ya sea tanto del sistema central como periférico; 
  • dolor crónico orofacial y cefalea: comprende todos los trastornos de dolor provocado por lesiones en boca y cara y por dolor de cabeza o cefalea que se padecen al menos en un 50% de los días, durante al menos 3 meses; 
  • el dolor visceral crónico: se origina en los órganos internos de la zona de la cabeza, del cuello, así como en las cavidades torácica, abdominal y pélvica; y
  • el dolor musculoesquelético: es aquel que surge de los huesos, articulaciones, músculos, columna vertebral, tendones o tejidos blandos.

Según el mecanismo neurofisiológico subyacente, se distingue entre el dolor nociceptivo, que se origina por activación o estimulación de los nociceptores somáticos y viscerales; el dolor no nociceptivo, que puede originarse por una lesión nerviosa (dolor neuropático), por mecanismos psicológicos (dolor psicógeno) o por otros de origen desconocido no relacionados con la nocicepción; el dolor mixto, que tiene un componente nociceptivo y neuropático debido a una misma etiología; y el dolor benigno/maligno, términos que se utilizan para diferenciar el dolor de causa oncológica (maligno) del que tiene otro origen (benigno o no maligno).

Adicionalmente, el dolor nociceptivo se clasifica en somático (superficial o profundo) o visceral. El subtipo somático se refiere en general a una lesión o enfermedad que afecta al tejido musculoesquelético o piel; al existir campos sensoriales pequeños con alta densidad de receptores, el dolor suele estar bien localizado. El dolor somático, por su parte, puede ser superficial, si se asienta sobre piel y mucosas y se localiza con precisión, o profundo, el cual, procedente de músculos, huesos, articulaciones y ligamentos, es menos preciso y produce reacciones de carácter defensivo o adaptativo (cambios posturales, etc.). Por otro lado, el dolor visceral es un dolor sordo, difuso y mal localizado, cuyo punto de partida son las vísceras huecas (aparato digestivo, vejiga urinaria, uréteres, etc.) o parenquimatosas (hígado, riñones, etc.), que generalmente es referido a un área de la superficie corporal, acompañándose con frecuencia por una intensa respuesta refleja motora y autonómica.

La forma más común de dolor es el nociceptivo y, dentro de éste, lo son particularmente los dolores osteomusculares y articulares, que tienen un sentido fisiológico trascendental, ya que son un elemento defensivo del organismo. La percepción de estos estímulos negativos o nocivos (nocicepción) es absolutamente indispensable para la supervivencia del individuo, ya que la ausencia de ellos impediría adoptar cualquier tipo de medida, preventiva, paliativa o reconstructiva frente a cualquier agresión externa o trastorno interno, más allá de los automatismos fisiológicos básicos. Para entender fácilmente este extremo, basta con imaginar los desastrosos efectos que tendría no percibir el dolor producido por el fuego o por una fractura ósea, entre otras situaciones.

Epidemiología

El dolor es indudablemente una de las causas más frecuentes de consulta en atención primaria. Se estima que, en Europa, el dolor crónico afecta aproximadamente al 20-30% de la población, siendo la causa más frecuente el dolor de origen osteomuscular que engloba principalmente a patologías degenerativas y a las lumbalgias. Este tipo de molestias dolorosas son especialmente frecuentes entre las personas que no realizan habitualmente ningún tipo de ejercicio físico; si bien su realización de forma incontrolada también puede llevar a los mismos resultados que la ausencia completa, o sea, a lesiones musculares, articulares y tendinosas. Este tipo de dolores suelen tener un carácter agudo, aunque los dolores que más afectan al estilo de vida y a la actividad cotidiana de las personas son los dolores de carácter crónico.

Según la Encuesta Europea de Salud en España en 2020, los problemas de salud crónicos padecidos por las personas mayores de 15 años son distintos en hombres que en mujeres, pero ambos comparten entre los más frecuentes el dolor de espalda crónico lumbar (el 17,1% de las mujeres y el 10,1% de los hombres). De forma similar, se estima que más del 20% de la población adulta de Estados Unidos sufren algún tipo de dolor crónico no oncogénico (INE, 2020). Pero esos porcentajes crecen cuando se refieren a población de mayor edad: los estudios realizados con mayores de 65 años indican que el 80-85% de ellos sufren de enfermedades que están relacionadas con el dolor (25-50% de ellos tienen un dolor moderado, tasa que crece hasta un 45-80% para los que viven en residencias).

El dolor crónico constituye, por tanto, un problema particularmente grave desde el punto de vista epidemiológico. La prevalencia del dolor crónico musculoesquelético generalizado o extenso en la población general se estimó en un 10-15% según un estudio realizado en diversos países europeos (Branco et al., 2010), mientras que los datos obtenidos en España en el estudio EPISER2019 muestran que el 8,1% de la población encuestada presentan dolor musculoesquelético generalizado el día que realizó la entrevista, de los cuales el 5,1% reúne los requisitos para calificarlo como crónico (duración > 3 meses), y una mayor parte de ellos refieren dolor a la palpación en varias zonas del cuerpo (Font et al., 2020). El perfil de pacientes más comúnmente afectado es el de mujeres con edades comprendidas entre 51 a 57 años, que viven con sus familias en un entorno urbano y que suelen presentar sobrepeso. La duración del dolor crónico no maligno –no oncológico– oscila de 6 a 14 años y su importancia es potenciada por el hecho de que dos terceras partes (67%) de los pacientes con dolor crónico no consiguen un control adecuado del mismo y un 70% ha cambiado el tratamiento en varias ocasiones por este motivo. Para los pacientes mayores de 65 años con dolor no canceroso, la prevalencia de la interferencia del dolor con las actividades de la vida diaria es del 49%. 

En lo referente a los dolores no nociceptivos, un estudio transversal realizado sobre una población de 23.529 pacientes atendidos en atención primaria en España concluyó que la prevalencia específica de dolor neuropático entre los pacientes que acudían a consulta era del 11,8% (Pérez et al., 2009). Por su parte, utilizando los criterios de la Academia Americana de Reumatología (ACR) para el dolor en la exploración física, la prevalencia calculada de la fibromialgia a partir del estudio EPISER2016 fue del 2,45% de la población española, con un claro predominio en mujeres (4,5% en mujeres vs. 0,3% en hombres; razón de probabilidades u odds ratio de 10,16), que representan más del 90% de las personas afectadas, y un pico de prevalencia entre 60 y 69 años (con una frecuencia casi 7 veces mayor que la observada en el grupo etario de 20-29 años) (Font et al., 2020). 

Fisiopatología del dolor y de la inflamación

Según se ha sugerido, en función de los mecanismos fisiopatológicos implicados, el dolor puede clasificarse en dolor nociceptivo, que se origina por activación o estimulación de los nociceptores somáticos y viscerales, y dolor no nociceptivo, que puede originarse por una lesión nerviosa (dolor neuropático), por mecanismos psicológicos (dolor psicógeno) o por otros de origen desconocido no relacionados con la nocicepción.

Dolor nociceptivo

El dolor nociceptivo se genera por la estimulación de los nociceptores por diferentes agentes entre los que se encuentran estímulos mecánicos, estímulos térmicos y agentes químicos. Entre los agentes químicos conocidos pueden citarse: neurotransmisores (serotonina –estímulo potente–, noradrenalina, acetilcolina, histamina –estímulo leve–), metabolitos celulares (adenosín trifosfato o ATP, adenosín difosfato o ADP, iones potasio K+, isquemia, prostaglandinas1, cininas –producidas por escisión proteolítica de precursores plasmáticos inactivos como la bradicinina–) y sustancias exógenas, como la capsaicina. 

Los nociceptores son terminaciones nerviosas situadas en diversos órganos y tejidos, con capacidad para discernir entre sucesos potencialmente lesivos y aquellos de carácter inocuo, y con capacidad de enviar información al sistema nervioso central (SNC). Los principales órganos sensoriales de los estímulos nociceptivos son los llamados nociceptores polimodales (NPM), un tipo de fibras nerviosas carentes de mielina, sensibles al dolor, al calor y a la presión. 

Tras la estimulación de los nociceptores, éstos producen y liberan mediadores químicos de acción rápida que generalmente son aminoácidos (ácido glutámico) o pequeños péptidos (cadenas de hasta 25 aminoácidos), como la sustancia P (11 aminoácidos), considerada como el principal neurotransmisor nociceptivo en las fibras de tipo C (amielínicas). La liberación de estos mediadores químicos induce modificaciones del flujo iónico –fundamentalmente, salida de potasio y entrada de calcio– que conducen a la despolarización de la membrana neuronal. Si el nivel de despolarización es adecuado, se generará un potencial de acción, que se propaga en sentido aferente (desde la periferia hacia las estructuras nerviosas superiores). El impulso nociceptivo recorre los nervios periféricos, llega a las capas superficiales del asta dorsal espinal y asciende por alguna de las múltiples vías medulares, pasando por el cerebro medio, para acabar en el tálamo, desde donde se distribuye hacia la corteza cerebral (Figura 1). 

El estímulo nociceptivo activa tanto los sistemas ascendentes de transmisión del dolor como los sistemas endógenos inhibitorios de la transmisión nociceptiva (opiáceo, α2-adrenérgico, colinérgico, etc.) situados a nivel periférico, espinal y supraespinal. La integración de la transmisión excitatoria e inhibitoria a estos tres niveles determina las principales características de la transmisión y percepción del dolor y permite al sistema nervioso discriminar entre estímulos lesivos y otros inocuos.

El impulso nociceptivo es transmitido por diversos tipos de conducciones nerviosas. La velocidad de transmisión del impulso varía según el grado de mielinización de estas conducciones, puesto que la mielina actúa como un aislante eléctrico: por cada micra (µm) de grosor de la capa de mielina, se ha estimado un valor de 6 metros por segundo. Dado que el diámetro neuronal es de 2 a 20 µm, la velocidad de conducción fisiológica de los estímulos dolorosos está comprendida entre 12 y 120 m/s; en casos especiales, el diámetro neuronal alcanza valores tan bajos como 0,2 µm, lo que implica velocidades de transmisión de apenas 0,8 m/s. Este tipo especial de neuronas juega un papel decisivo en la transmisión de los impulsos que dan origen al dolor lento, y son denominadas fibras C. 

Las fibras con mayor grosor en la capa de mielina (entre 1 y 6 µm) son denominadas fibras Aδ (A delta), que conducen los impulsos causantes del dolor rápido (la velocidad de transmisión es de 6 a 35 m/s). Este último tipo de fibras son las únicas activadas en los procesos en los que hay un intenso estímulo cutáneo como, por ejemplo, el que se produce por el pinchazo de un alfiler.

Según el tipo de fibra por la que se trasmita el impulso nociceptivo, el acceso al tálamo se produce por vías medulares diferentes:

  • El complejo ventrobasal del tálamo, formado por los núcleos laterales y posteriores, recibe conexiones neuronales procedentes del sistema de conducción rápida. En estos núcleos están representados topográficamente la cara, la cabeza y el cuerpo, lo que implica un elevado grado de especialización y selectividad en la ulterior interpretación de los impulsos dolorosos a nivel de la corteza cerebral.
  • Las neuronas que siguen el sistema ascendente múltiple de la médula transmiten los impulsos lentos (dolor lento); pasan por la formación reticular y terminan en el núcleo medial y en el intralaminal del tálamo. A diferencia de los otros núcleos talámicos antes indicados, estos últimos no muestran ninguna organización topográfica, lo que indica que no existe, o bien no se conoce, reciprocidad entre áreas determinadas de estos núcleos y una localización orgánica específica. A partir de ellos, irradian fibras aferentes en dirección a la corteza, al sistema límbico (relacionado con las emociones y la memoria) y a los ganglios basales (implicados en el control de los movimientos voluntarios). Por todo lo anterior, el tálamo aparece como el gran discriminador de los estímulos dolorosos que ascienden por la médula. 

Además de los estímulos nociceptivos aferentes (periféricos), existen vías descendentes de los centros superiores que participan en la transmisión ascendente. Uno de los elementos esenciales de este sistema de control de apertura o control de barrera es el sistema inhibitorio descendente, a través de cual el cerebro es capaz de modular, parcialmente, la percepción de estímulos dolorosos. En particular, el estrés y el propio dolor parecen activar estas vías inhibitorias descendentes. Este sistema tiene especial interés desde el punto de vista farmacológico, puesto que su activación produce analgesia efectiva. Estos sistemas se activan en presencia del estímulo nocivo o lesión periférica, implican a diversos neurotransmisores y constituyen importantes dianas terapéuticas. Los mejor caracterizados son el sistema opiáceo, el noradrenérgico, el serotoninérgico, el gabaérgico y el colinérgico. Todos ellos son independientes, aunque actúan simultánea y sinérgicamente, lo que, desde una perspectiva farmacológica, parece justificar de algún modo la utilización de combinaciones de varios medicamentos en cuadros de dolor muy intenso. En definitiva, considerando los mecanismos neuroquímicos implicados en la transmisión y modulación del dolor nociceptivo, las estrategias para conseguir analgesia podrán ser: inhibición de la transmisión excitatoria o activación los sistemas moduladores inhibitorios de la nocicepción.

Por otro lado, los procesos inflamatorios están relacionados con el dolor nociceptivo puesto que la inflamación provoca una irritación de las fibras nerviosas del área lesionada, tanto por el propio agente causal como por la liberación de varios mediadores químicos implicados en el proceso inflamatorio, los cuales pueden tener un origen celular o plasmático. La respuesta inflamatoria siempre va acompañada por la liberación de diversos prostanoides: el más frecuentemente encontrado es la prostaglandina E2 (PGE2) y, en menor medida, la prostaciclina (PGI2); además, durante los procesos más inmediatos de la inflamación, los mastocitos liberan PGD2. Todos ellos tienen un potente efecto vasodilatador y potencian el efecto de la bradicinina y de la histamina sobre la permeabilidad vascular. 

Cualquier lesión muscular suele manifestarse con dolor de carácter agudo y de intensidad variable porque en los músculos existe una gran cantidad de receptores nerviosos para el dolor. Se suele hablar de macrotrauma cuando se supera la máxima tensión soportable por las estructuras óseas, musculares, ligamentos o tendones; suelen ser repetidos y consecuencia generalmente de movimientos muy violentos. Los microtraumas son alteraciones microscópicas, normalmente consecuencia de una actividad deportiva o laboral repetida a lo largo de un cierto periodo que conllevan la aparición de sobrecargas musculares y suficientemente intensos como para superar la capacidad de autorreparación de los tejidos; la forma más común es la tendinitis. Los esguinces y las torceduras son los motivos más comunes de dolor muscular y de limitación del movimiento, que pueden ir acompañados por la rotura parcial o completa de un ligamento. Las contusiones o magulladuras también pueden implicar la rotura de tejidos blandos y de vasos sanguíneos, lo que conduce a la formación de hematomas. Finalmente, las distensiones pueden implicar la rotura parcial de algún músculo.

Por su parte, el dolor articular puede estar causado por diferentes factores. Una de las causas más comunes es la inflamación de las bolsas serosas (cavidades con forma de saco, que están llenas de líquido sinovial y situadas en las zonas orgánicas donde existe fricción entre elementos móviles, como es el caso de las localizaciones donde los tendones y los músculos rozan algún hueso), por un exceso de actividad muscular o por golpes repetidos o exceso de presión externa. No obstante, es importante tener en cuenta que el dolor articular puede ser causado por otras muchas patologías, tanto de carácter crónico como agudo, tales como la artritis reumatoide y la osteoartritis. Sin embargo, respecto al dolor muscular, probablemente la forma más común es el dolor lumbar, lumbago o lumbalgia, que se estima puede llegar a afectar a tres cada cuatro personas en algún momento de su vida; la lumbalgia afecta más frecuentemente a personas sedentarias, que por cualquier motivo interrumpen bruscamente su inactividad física.

Dolor neuropático

A diferencia del dolor nociceptivo, el dolor neuropático no aparece como respuesta a la estimulación de nociceptores periféricos. De hecho, en un alto porcentaje de casos, el dolor no coincide con lesiones neurológicas y cuando las hay, es frecuente el retraso en el tiempo entre el daño neurológico y el inicio del dolor (semanas, meses e incluso años). En la mayoría de los casos está mal localizado y su alivio con analgésicos convencionales (incluyendo a los opioides) es mínimo o incluso nulo. Así, ni la intensidad ni el carácter crónico de este dolor no se relacionan directamente con una etiología específica.

Los pacientes con dolor neuropático presentan dolor persistente o paroxístico que es independiente de estímulos. Puede cursar como descargas de tipo lancinante o quemante, en función de la actividad del sistema nervioso simpático:

La actividad espontánea de las fibras nociceptoras de tipo C es la responsable del dolor quemante persistente, así como de la sensibilización de las neuronas del asta posterior de la médula. 

La actividad espontánea de las fibras mielínicas de tipo A (que normalmente transmiten sensaciones inocuas) se relaciona con parestesia independiente del estímulo y, tras la sensibilización central, genera las disestesias y el dolor. 

Numerosos síndromes dolorosos de distinta etiología cursan con dolor neuropático, destacando los siguientes orígenes: 

  • Metabólico: diabetes mellitus (neuropatía diabética), insuficiencia renal crónica, etc.
  • Traumático: síndrome del túnel carpiano, neuropatías compresivas, dolor posamputación, etc.
  • Quirúrgica: radiculopatías, poslaminectomía, neuromas, cicatrices, etc.
  • Infecciosa: neuropatía posherpética, tabes dorsal, aracnoiditis, etc.
  • Isquémica: ictus, síndrome talámico, trombosis venosa o arterial, etc.
  • Hereditaria: neuropatías sensitivo-motoras-autonómicas, etc.
  • Degenerativa (autoinmune): esclerosis múltiple, etc.
  • Iatrogénica: fármacos antineoplásicos, radioterapia, contrastes radiológicos, etc.

Otros: distrofia simpático-refleja (SDR) y causalgia2.

Neuropatía diabética

El término neuropatía diabética agrupa a un colectivo diverso de síndromes de alta prevalencia entre los pacientes diabéticos, que comparten como característica una lesión de las fibras nerviosas que puede afectar a todo el cuerpo (con mayor frecuencia a las de piernas y pies, así como manos y brazos), y es consecuencia de la hiperglucemia crónica. La neuropatía diabética es un importante problema de salud pública, dado que supone la complicación microvascular más común de la diabetes mellitus. Se han descrito prevalencias desde un 10% hasta un 90% de los pacientes, habiéndose descrito como causa directa del 50-70% de las amputaciones no traumáticas realizadas en ellos.

Aunque un control estricto de la hiperglucemia permite controlar el desarrollo de complicaciones microvasculares en el diabético, no previene por completo la aparición de la neuropatía, lo que sugiere la implicación de otros mecanismos metabólicos en su patogénesis, entre los que cabrían ciertos componentes genéticos. Por tanto, se considera que la neuropatía periférica es el resultado de una serie compleja de interacciones metabólicas, vasculares y neurotróficas. Los mecanismos patogénicos más importantes implicados en su aparición son:

_Glucosilación de proteínas y lípidos. El proceso de glucosilación avanzada3 afecta, entre otros, a los constituyentes proteicos de la mielina, provocando modificaciones en su composición. Los macrófagos identifican esta mielina y actúan atacándola y provocando la desmielinización segmentaria, mediante un proceso de digestión. La glucosilación también afecta a otras proteínas del citoesqueleto axonal, como la tubulina, los neurofilamentos y la actina, que una vez alteradas conducen a un enlentecimiento de conducción axonal, así como a la atrofia y a la degeneración axonal. 

_Incremento en la actividad de la vía de polioles y alteración funcional de la ATPasa de Na+/K+. Tiene como resultado final la producción de sorbitol y fructosa, con depleción compensatoria de mioinositol y taurina. La depleción del mioinositol se asocia con alteraciones del potencial redox celular, provocando a su vez la reducción concomitante de la actividad de la ATPasa de Na+/K+, que explica en parte las alteraciones de velocidad de conducción nerviosa. 

_Alteraciones hemodinámicas. Ciertas isoformas de la proteincinasa C (PKC) han sido implicadas como mediadores de la disfunción vascular inducida por diabetes. En este sentido, el daño tisular podría ser reproducido con activadores de PKC.

_Estrés oxidativo. La asociación del estrés oxidativo con la activación de la vía de los polioles resulta de la deficiencia de NAPDH, que es utilizado en la interconversión de glucosa en sorbitol y fructosa y, por tanto, no puede estar disponible para su papel como cofactor en el reciclamiento de glutatión a partir de glutatión oxidado. 

Una vez que se produce la lesión del nervio, el dolor puede surgir tanto de forma dependiente como independientes de estímulos: se convierte en una patología especialmente resistente al tratamiento. El dolor dependiente de estímulos parece estar relacionado con una sensibilización de las neuronas del asta dorsal mediada por glutamato, por estimulación de los receptores NMDA. El dolor neuropático independiente de estímulos directos parece estar ligado a alteraciones neuronales, como la acumulación de canales de sodio, la expresión de receptores -adrenérgicos en los axones deteriorados, la penetración de axones neuronales simpáticos en los ganglios de la raíz dorsal y la desinhibición de las neuronas del asta dorsal. Concretamente, esa desinhibición podría estar relacionada con un descenso de los niveles de ácido gamma aminoburírico (GABA) y con una regulación a la baja de los receptores de GABA y de opioides endógenos en las neuronas del asta dorsal y a la pérdida de la inhibición en las interneuronas de dicho asta (Cuéllar, 2015). 

Neuropatía posherpética

Como el segundo ejemplo de situaciones de dolor neuropático más frecuentes, la neuralgia posherpética es debida al virus de la varicela-zóster (VVZ). Este virus es capaz de producir dos entidades clínicas distintas: la varicela y el herpes zóster. La varicela, una infección universal y sumamente contagiosa, suele ser una enfermedad benigna de la infancia caracterizada por la presencia abundante de exantemas vesiculosos. Sin embargo, al reactivarse el VVZ latente (más frecuente a partir de 60 años), el herpes zóster se presenta como un exantema vesiculoso circunscrito a un dermatoma y generalmente asociado a un intenso dolor.

La neuralgia posherpética es, pues, la complicación crónica de la infección por el VVZ más común y consiste en la persistencia de dolor de 1 a 3 meses después de la resolución de las lesiones dérmicas. A veces es constante, pero en otras ocasiones se desencadena por estímulos como el tacto, el frío o el calor; incluso la presión de la ropa o de las sábanas pueden desencadenar los ataques de dolor. Generalmente, es un problema autolimitado en el tiempo, tendiendo a disminuir de manera progresiva hasta desaparecer. Menos de un cuarto de los pacientes presentan dolor tras 6 meses desde la aparición de las lesiones y menos del 5% presentan dolor 1 año después de la reactivación del VVZ. Su frecuencia aumenta con la edad, siendo muy rara en personas jóvenes y afectando a más de un 50% de los pacientes en los mayores de 50 años.

La población adulta con cáncer, en especial los afectados por la enfermedad de Hodgkin u otros linfomas, y los receptores de un trasplante de médula ósea tienen un riesgo significativamente más elevado de contraer una infección por VVZ. El 30% de los casos de infección por VVZ en postrasplantados aparecen en el primer año (50% de ellos en los primeros 9 meses); el 45% de ellos sufren una diseminación cutánea o visceral. La tasa de mortalidad es del 10%, siendo la neuralgia posherpética, las cicatrices y la sobreinfección bacteriana especialmente frecuentes en las infecciones por VVZ sufridas en los primeros 9 meses siguientes al trasplante. En los pacientes con linfomas la incidencia de infección por VVZ es 10 veces superior a la de la población general; además de ese mayor riesgo de sufrir un herpes zóster progresivo, hasta un 40% de estos pacientes onco-hematológicos desarrollan diseminación cutánea de la enfermedad, con una probabilidad un 5-10% mayor de desarrollar adicionalmente neumonitis, meningoencefalitis hepatitis y otras complicaciones graves.

Dolor oncológico

El dolor en el paciente oncológico suele ser un dolor continuo y constante, que en muchas ocasiones sufre periodos de agudización en relación con la expansión del proceso tumoral. Según datos de la Sociedad Española de Oncología Médica, el dolor es el síntoma principal en el 40% de los pacientes oncológicos en tratamiento y el 75% en enfermedad avanzada (SEOM, 2015). Además, se ve agravado por una serie de factores, entre los que sobresalen el insomnio, la fatiga, la anorexia, el miedo a la muerte, la rabia, la tristeza, la depresión o el aislamiento, conformando en conjunto un síndrome de dolor complejo (López Timoneda, 2012). 

El dolor que presentan los enfermos neoplásicos puede clasificarse en tres grupos: a) directamente relacionado con la invasión tumoral, debido a la compresión o infiltración nerviosa por células malignas, a la obstrucción de vísceras huecas o a la oclusión de vasos sanguíneos (con el consiguiente aumento de la isquemia local, inflamación o necrosis tisular, o aumento de la presión intracraneal); b) relacionado con el tratamiento antineoplásico efectuado, ya sea dolor posquirúrgico, dolor posradioterapia o dolor posquimioterapia; y c) dolor no relacionado con el cáncer ni con su terapia, como el dolor miofascial, la neuralgia postherpética, o las molestias por drenajes o catéteres, entre otros.

Otras patologías dolorosas

La fibromialgia constituye la causa más frecuente de dolor crónico difuso en la población general. Considerada un síndrome complejo, se la conoce también en ocasiones con el nombre de fibromiositis, fibrositis, reumatismo muscular o síndrome de fibromialgia. Se puede definir como un trastorno crónico de la modulación del dolor –posiblemente por presencia de trastornos degenerativos o inflamatorios de origen musculoesquelético– que condiciona la aparición del mismo, de manera difusa y generalizada, que se acompaña característicamente de otras manifestaciones, entre las que destaca la astenia intensa, un sueño no reparador y un cortejo sintomático muy variopinto.

La fibromialgia implica una alteración de la modulación y amplificación del dolor, donde el umbral para cualquier estímulo está disminuido y, además, su efecto se ve amplificado. El rasgo clave de la fibromialgia es la persistencia del dolor, que habitualmente afecta a grandes áreas corporales. Junto al dolor, los pacientes con fibromialgia presentan otros síntomas como cefalea, fatiga, trastornos del sueño, cuadros digestivos (como colon irritable), ansiedad y parestesias, generalmente en ambas manos. También puede aparecer incontinencia urinaria, movimientos periódicos anormales y trastornos cognitivos, manifestados habitualmente como una dificultad para concentrarse y para recordar cosas. 

Actualmente, no se dispone de un conocimiento profundo de la etiología de esta patología. De todas las teorías disponibles la que parece aportar un mayor grado de explicación es la que adjudica a la fibromialgia una condición de síndrome de hiperexcitabilidad central. Asimismo, son numerosas las anomalías que pueden asociarse con la fibromialgia. A nivel bioquímico, los pacientes con fibromialgia manifiestan una clara disminución en los niveles plasmáticos y en líquido cefalorraquídeo de serotonina: la asociación del estado de hiperexcitabilidad con bajos niveles de serotonina guarda una estrecha relación con el número de puntos sensibles, la sensación de dolor sin causa aparente y las alteraciones del sueño. En los pacientes también se detecta una elevación en las concentraciones de glutamato en la ínsula, en la amígdala, en la corteza cingular y en el líquido cefalorraquídeo, junto con la de otros metabolitos excitatorios, como la sustancia P y el factor de crecimiento neuronal. A nivel neuroendocrino, los pacientes con fibromialgia parecen presentar una disfunción en el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal y en el eje locus coeruleus-noradrenalina, ambos componentes críticos de la respuesta de adaptación al estrés y que son estimulados por la hormona liberadora de corticotropina (secretada por el hipotálamo, la amígdala y otras estructuras cerebrales). Otra alteración endocrina que se ha observado es la existencia de niveles bajos de somatropina en estos pacientes (Fernández-Moriano, 2021a).

Por otra parte, la migraña es el tipo de cefalea primaria más frecuente en la práctica clínica habitual –supone algo más del 50% de los casos consultados en unidades especializadas en cefalea– y mejor estudiado. Se define como un trastorno paroxístico con gran carga genética y se caracteriza por la aparición de crisis de dolor de cabeza recurrente e intenso que suelen durar entre 4 y 72 horas si no se tratan o se tratan sin éxito. Las crisis de migraña se producen en personas constitucionalmente predispuestas, de forma recurrente, y se desencadenan en el hipotálamo (parte del cerebro responsable de la regulación hormonal, los ciclos de sueño, el hambre y la temperatura corporal), favorecidas o no por factores desencadenantes. 

El dolor asociado a la esta enfermedad neurológica suele ser, de forma característica, unilateral (localizado habitualmente en un lado o mitad de la cabeza), aunque a veces tiene localización bilateral, de intensidad moderada-grave, de carácter pulsátil (“latido dentro de la cabeza”), que empeora con el esfuerzo físico, se asocia a náuseas y vómitos, y se acompaña de fotofobia y fonofobia (hipersensibilidad a la luz y al ruido, respectivamente); de forma más infrecuente también puede aparecer dolor cervical, intolerancia a los olores y dificultad para pensar con claridad (Fernández-Moriano, 2019). 

Aspectos clínicos

Cuantificar el dolor, dada su complejidad, diversidad y el carácter intensamente subjetivo de su percepción, constituye un reto muy difícil de afrontar. Esta dificultad para conseguir evaluarlo hace que se recurra a instrumentos que sean fácilmente comprensibles y que tengan una alta fiabilidad y validez, que generalmente toman forma de escalas validadas: analógica, verbal, numérica, gráfica, etc. En la Figura 2 se recogen algunas de las escalas más utilizadas en la valoración de dolor (Vicente et al., 2018), particularmente las siguientes:

_La escala analógica visual (VAS, por sus siglas en inglés) permite medir la intensidad del dolor con la máxima reproducibilidad entre los observadores. Es posiblemente la técnica más empleada para la medición del dolor4. Consiste en una línea horizontal de 10 cm de longitud, en cuyos extremos figuran las expresiones mínimas y máximas del síntoma, en este caso, “sin dolor” y “máximo dolor”. El paciente debe marcar sobre la línea el punto que mejor refleje la intensidad del dolor que en esos momentos padece, o bien el grado de alivio conseguido tras la administración de un fármaco o un procedimiento analgésico. Si bien es cierto que, con estas escalas, los pacientes suelen sobredimensionar su valoración de la experiencia dolorosa y el factor emocional del dolor, se reconocen como un instrumento altamente confiable y válido para la medición del dolor, particularmente si es de intensidad grave. La escala VAS se usa ampliamente en el ámbito clínico (sobre todo en ensayos clínicos) y ha demostrado su utilidad para comparar la intensidad del dolor en el mismo paciente con diferencias temporales, o en grupos de pacientes que reciben distintos tratamientos analgésicos.

_La escala verbal simple, posiblemente el método más sencillo, consiste en una línea en la que se han interpuesto unos intervalos que emplean términos referidos, de forma gradual, a la intensidad del dolor o a la respuesta a fármacos analgésicos. Tiene el inconveniente de la distinta comprensión del significado de tales palabras (que dependen de la capacidad verbal del sujeto), y de que no se conoce la distancia semántica que existe entre tales palabras, las cuales consideran solo las variaciones cuantitativas del dolor (intensidad) y no los factores psicológicos. 

La escala numérica consiste en asignar una puntuación numérica del 0 al 10 o del 0 al 100 –siendo el 0 sin dolor y el 10 o el 100 el peor dolor posible– para poder realizar el tratamiento estadístico de los resultados.

Junto con las escalas, también se utilizan de forma habitual los cuestionarios. Algunos de los más empleados en la práctica clínica son: el Cuestionario de Dolor de McGill (MPQ), el Cuestionario de Dolor en español, el Cuestionario de Afrontamiento ante el Dolor crónico (CAD), el Cuestionario DN4 (DN4) o el Inventario Multidimensional del Dolor de West Haven-Yale (WHYMPI), entre otros.

A modo de ejemplo, el cuestionario de McGill (MPQ, por sus siglas en inglés) consiste en un método que intenta integrar la valoración de los tres aspectos fundamentales del dolor –sensorial, afectivo y evaluativo– mediante la selección de descriptores, una escala de intensidad del dolor y un esquema del cuerpo humano que permite la localización anatómica del dolor por el paciente. Este cuestionario permite obtener datos tanto cualitativos como cuantitativos. A los pacientes se les pide que escojan un adjetivo de cada 20 subclases de grupos de adjetivos; cada palabra está asociada a una puntuación específica y los índices de dolor se calculan para la puntuación total, así como para cada dimensión. No obstante, el MPQ también tiene algunas limitaciones; por ejemplo, su extensión, el hecho de que las respuestas estén fuertemente condicionadas por la riqueza verbal del paciente, la sobredimensión de los aspectos sensoriales en relación con los afectivos (a pesar de que se ha comprobado que los cambios en el aspecto afectivo del dolor pueden ser más interesantes), o los términos que utiliza, no siempre comprensibles por todos los niveles culturales.

Tratamiento

En el tratamiento del dolor, dirigido a la búsqueda de la analgesia, se emplean una amplia variedad de fármacos con mecanismos de acción muy diversos. Habida cuenta de la imposibilidad de abarcarlos todos, en esta revisión solo se hace referencia a las características farmacológicas de los grupos terapéuticos más usados habitualmente: analgésicos y antinflamatorios no esteroídicos (AINE), analgésicos y antiinflamatorios tópicos y analgésicos opioides. 

La analgesia se define como la eliminación de la sensación de dolor mediante el bloqueo de las vías de transmisión del impulso nociceptivo (por ejemplo, con el empleo de anestésicos locales u opioides) o inhibición de los mediadores dolorosos (por ejemplo, a través de antiinflamatorios no esteroideos o corticoides) a través de la utilización de sustancias exógenas.

En 1986, la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó por primera vez la Escala analgésica, también denominada Escala del dolor de la OMS, a través de la cual describía un protocolo de tratamiento y control del dolor oncológico (pero que se emplea en todo tipo de pacientes que presentan dolor crónico) basado en 3 escalones principales: el primero, para el dolor breve, basado en el uso de fármacos no opioides; el segundo nivel, para el dolor moderado, en el que se incorporan los analgésicos opioides débiles y se mantienen los fármacos del primer escalón; y, por último, el tercer nivel, para el dolor grave, en el que se sustituyen los opioides débiles por los opioides fuertes y se siguen manteniendo los fármacos del primer escalón. En cualquiera de los escalones se pueden emplear fármacos coadyuvantes junto con los medicamentos principales para mejorar la respuesta analgésica; entre ellos se valora el uso de antidepresivos, anticonvulsionantes (antiepilépticos), neurolépticos, ansiolíticos, esteroides, corticoides, relajantes musculares, calcitonina, antieméticos, antiespasmódicos y anestésicos locales.

Antiinflamatorios no esteroideos (AINE)

Los antiinflamatorios no esteroideos o AINE son en la mayor parte de los casos la primera opción terapéutica para el tratamiento del dolor en la población general. Los AINE convencionales inhiben de forma inespecífica las dos isoformas fisiológicas de la ciclooxigenasa (COX-1 o constituyente, y COX-2 o inducible). Esta inhibición disminuye la síntesis de prostaglandinas (PG) y, en consecuencia, la inflamación periférica. Sin embargo, las prostaglandinas también participan en la transmisión de la señal nociceptiva, por lo que estos fármacos tienen un mecanismo de acción tanto central como periférico. La inhibición inespecífica de las COX induce alteraciones en la coagulación de tipo hemorrágico, alteraciones gastrointestinales, renales, etc. Sin embargo, una inhibición especifica de la COX-2 (coxibs) es una alternativa para evitar algunos de los efectos indeseables mencionados, aunque los coxibs parecen presentar un riesgo cardiovascular incrementado sobre los AINE convencionales. 

En relación con el efecto inhibitorio de la síntesis de PG, se distinguen 4 mecanismos específicos (Cuéllar, 2018):

  • Inhibidores de tipo 1 (ibuprofeno, naproxeno, piroxicam, celecoxib, etc.): inhibición reversible, simple y competitiva, mediante la competición con el sustrato –ácido araquidónico– por la zona activa de la COX (COX-1 y COX-2, con mayor o menor selectividad hacia cada isoforma). El desacoplamiento del fármaco de la COX permite la recuperación funcional de su actividad enzimática.
  • Inhibidores de tipo 2 (indometacina, flurbiprofeno, ácido meclofenámico, etc.): se trata, en realidad, de una variante parcial de los anteriores, ya que la inhibición que producen es también reversible –aunque en este caso es dependiente del tiempo y competitiva– mediante su unión a la zona activa de la COX en una primera fase, formando un complejo inhibitorio enzimático reversible que, si es retenido durante el tiempo suficiente, provoca un cambio conformacional de tipo no covalente en la enzima, que la inactiva funcionalmente de forma irreversible.
  • Inhibidores de tipo 3 (paracetamol): inhibición reversible, de carácter débil y no competitivo. Las características de este fármaco se abordarán más adelante.
  • Inhibidores de tipo 4 (ácido acetilsalicílico –AAS): inactivación química irreversible de la enzima, que implica la pérdida de su actividad catalítica. La capacidad de síntesis de PG no podrá ser recuperada hasta que la célula sintetice nuevas moléculas de enzima. Esta es la forma en que el ácido acetilsalicílico y algunos derivados actúan, pero no los salicilatos no acetilados. Provocan una reacción de acilación –acetilación, en este caso– de la cadena peptídica de la enzima, concretamente en la serina (en posición 530), alterando definitivamente la conformación molecular, con pérdida de la actividad ciclooxigenasa, pero no de la hidroperoxidasa; en cualquier caso, con el primer bloqueo es suficiente. Hay que tener en cuenta que el AAS es rápidamente desacetilado por las esterasas plasmáticas, siendo transformado en el salicilato correspondiente, por lo que su mecanismo de acción es doble: inactivador irreversible e inhibidor reversible competitivo.

En conjunto, todos los AINE cumplen la regla de las tres A: son analgésicos, antipiréticos y antiinflamatorios. Dado que su mecanismo de acción se centra en la inhibición de la síntesis de PG, evitan la sensibilización de las terminaciones nociceptivas por dichas moléculas. Estas PG, además, se encuentran incrementadas en el choque febril pirogénico y tienen un efecto vasodilatador y quimiotáctico. 

Los AINE forman un amplio grupo de sustancias, aunque en las dos últimas décadas su número ha ido descendiendo de forma sustancial. Bien por motivos de seguridad, bien por no aportar ninguna ventaja terapéutica diferencial, un buen número de estos principios activos ha desaparecido del arsenal farmacéutico. Existen muchas clasificaciones de los AINE, siendo las más usadas aquellas que los dividen según su vida media, su potencia antiinflamatoria o su acción sobre las isoformas de la COX (Tabla 2).

Actualmente, los AINE más empleados son (Figura 3):

  • Salicilatos: el ácido acetilsalicílico es un inhibidor no selectivo de ambas isoformas de la COX; a dosis bajas (100 mg/día) inhibe irreversiblemente la COX de las plaquetas, produciendo un efecto antiagregante plaquetario. Está contraindicado en el último trimestre del embarazo (por el riesgo de hemorragia fetal), en niños y adolescentes (por riesgo de síndrome de Reye), en asmáticos y pacientes con EPOC (por riesgo de broncoespasmo).
  • Derivados del ácido acético: aceclofenaco, diclofenaco, indometacina.
  • Derivados del ácido propiónico: ibuprofeno, ketoprofeno, naproxeno, flurbiprofeno.

Estos fármacos presentan un cierto tipo de asimetría molecular que condiciona la aparición de dos isómeros ópticos, R y S, de los que solo este último es biológicamente activo. En la práctica, la mayoría de los medicamentos comercializados de este grupo están formados por una mezcla al 50% de ambos estereoisómeros (mezcla racémica), con lo que su actividad es, al menos, la mitad de la que correspondería si el total correspondiese al isómero S. Aunque, en condiciones fisiológicas, existe un cierto grado de interconversión química de isómeros R en S, y viceversa, normalmente es demasiado pequeño como para tener incidencia biológica. En otras palabras, no parece que la parte correspondiente al isómero inactivo (R) sea responsable de ninguna merma del efecto farmacológico del isómero S y, por tanto, su exclusión no parece determinar una mejora significativa de los perfiles de eficacia y seguridad de este tipo de fármacos. En definitiva, el empleo de enantiómeros puros S, como el dexibuprofeno o el dexketoprofeno, no parece ser clínicamente ventajoso frente a las formas racémicas, ibuprofeno y ketoprofeno.

  • Derivados del ácido antranílico o fenamatos: ácido mefenámico.
  • Coxibs (inhibidores selectivos de COX-2): parecoxib, celecoxib, etoricoxib.
  • Oxicams: meloxicam, piroxicam.

Hay numerosos análisis que comparan la eficacia de algunos AINE, en dosis y vías de administración diversas, y permiten visualizar con cierto grado de rigor la eficacia analgésica. Entre estos análisis destaca el estudio The 2007 Oxford League table of analgesic efficacy (Bandolier, 2007), una clasificación de analgésicos para el tratamiento del dolor agudo que contiene información obtenida de revisiones sistemáticas de estudios clínicos en pacientes con dolor de moderado a intenso. El parámetro final es el NNT (number needed to treat), esto es, el número de pacientes que necesita recibir el medicamento para conseguir un alivio del dolor de al menos un 50% comparado con el placebo durante un periodo de 4-6 horas. De acuerdo con ello, los analgésicos más efectivos son los que tienen un valor de NNT más bajo. Un NNT de 2 significa que por cada 2 pacientes que reciben el fármaco, al menos uno consigue una reducción ≥ 50% en la intensidad de su dolor debido al tratamiento (el otro paciente también puede sentir alivio, pero en este caso no llegaría al nivel del 50%). Entre los fármacos que obtuvieron un NNT menor de 2 están: etoricoxib, valdecoxib, ibuprofeno, ketorolaco, diclofenaco y proxicam. 

Según los datos publicados por la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios en 2017 sobre la utilización de medicamentos con AINEs en España durante el periodo 2013-2016, se observa un descenso del 12,13% del consumo de estos fármacos de 2013 a 2016, medido en DHD (número de dosis diarias definidas por 1.000 habitantes/día). El grupo de mayor consumo han sido los derivados del ácido propiónico (26,79 de DHD en 2016), que implican el 70,72% del consumo total de AINE en 2016. El segundo grupo más utilizado ha sido el de los coxibs (16,02% del consumo de 2016), seguido de los derivados del ácido acético (10,88% del total en 2016). En cuanto a principios activos (Figura 4), el ibuprofeno es el AINE más empleado con un 36,09% del total de consumo de AINE en el año 2016, seguido por el naproxeno (22,60%) y por etoricoxib (9,50%).

Desde el punto de vista de la seguridad, los efectos adversos de los AINE son bastante comunes, destacando por su frecuencia y gravedad las complicaciones digestivas, y específicamente, las relacionadas con la aparición de lesiones en la mucosa gastroduodenal. Como se ha indicado previamente, los AINE son el primer escalón en el tratamiento del dolor y algunas presentaciones pueden adquirirse sin receta médica, pero no por ello son inocuos. La toxicidad digestiva por AINE no se limita al tracto digestivo alto, estimándose que un 15-50% de las complicaciones por AINE aparecen a nivel del intestino delgado o del colon. Con todo, en la mayoría de los pacientes, las lesiones inducidas por los AINE sobre la mucosa digestiva son superficiales y autolimitadas. 

El espectro clínico de dichas lesiones incluye una combinación de hemorragias subepiteliales, erosiones (lesiones limitadas a la mucosa) y ulceraciones (cuando la lesión penetra hasta la submucosa); este cuadro clínico se conoce como gastropatía por AINE. Tras la administración por vía oral de un AINE, se produce en pocos minutos un daño ultraestructural del epitelio de la superficie gástrica; algunas horas después pueden ser apreciadas endoscópicamente hemorragias y erosiones en el epitelio gastrointestinal. No obstante, en la mayoría de las personas se produce una adaptación de la mucosa en respuesta al uso crónico de los AINE. Además, existen otros factores ajenos a los fármacos que pueden agravar el riesgo de complicaciones gastrointestinales con los AINE, como la existencia de historial previo de complicaciones digestivas por AINE o de úlcera péptica, edad superior a 75 años y combinaciones con otros fármacos, en especial otros AINE, antiagregantes, corticoides o antidepresivos de tipo ISRS, como la fluoxetina. Como es obvio, la combinación de 2 o más factores incrementa notablemente el riesgo, hasta el punto de que 2 factores combinados lo multiplican por 2,5, 3 factores juntos lo hacen por 10, y 4 lo hacen por 25 (Cuéllar, 2018).

Una de las estrategias para prevenir la aparición de efectos adversos gastrointestinales graves, en especial cuando existe algún factor de riesgo, consiste en la utilización de agentes antisecretores gástricos y, en particular, inhibidores de la bomba de protones, como el omeprazol (20 mg/24 h), el lansoprazol (30 mg/24 h), etc. El tratamiento gastroprotector debe iniciarse a la vez que se indica el tratamiento con AINE y debe mantenerse hasta 7-14 días después de finalizado el tratamiento con AINE. Su eficacia ha sido ampliamente demostrada. 

Dado que la ciclooxigenasa tiene un papel determinante en la síntesis de PGI2 (prostaciclina), se ha sugerido que su inhibición podría estar relacionada con un incremento del riesgo aterotrombótico y las patologías relacionadas en pacientes tratados crónicamente con AINE y, en particular, con los coxibes (principalmente, infarto de miocardio, pero también se ha notificado ictus y problemas vasculares arteriales periféricos en algunos estudios). Se ha comprobado que tal riesgo puede suponer, para la mayoría de los pacientes, unos 3 casos extra de episodios aterotrombóticos por cada 1.000 años-paciente en tratamiento. Para la población de pacientes con antecedentes de enfermedad cardiovascular, aunque en términos relativos el riesgo es similar (un RR cercano a 2), en términos absolutos es mayor. 

Por este motivo, en 2004 la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), a solicitud del laboratorio titular y en coordinación con el resto de las agencias de la Unión Europea, suspendió la comercialización de los medicamentos a base de rofecoxib (Vioxx® y Ceoxx®), aduciendo los resultados de un ensayo clínico en el que se demostraba que el rofecoxib en tratamientos prolongados incrementaba el riesgo de accidentes cardiovasculares graves (especialmente infarto agudo de miocardio e ictus) en comparación con placebo. Sin embargo, este problema no es único con los coxibes, ya que varios AINEs convencionales también han sido relacionados con un incremento del riesgo antitrombótico en tratamientos prolongados. En este sentido, tratamientos crónicos con 150 mg/día de diclofenaco se han asociado con un aumento del riesgo de episodios aterotrombóticos equiparable al de algunos coxibes. Con todo, la AEMPS considera que el balance global entre los beneficios terapéuticos de los AINE y sus riesgos continúa siendo positivo, siempre y cuando se utilicen en las condiciones de uso autorizadas.

De forma similar, la nefrotoxicidad está directamente relacionada con la inhibición de la síntesis de las prostaglandinas (se asocia incluso con fármacos que la inhiben débilmente, como el paracetamol o el metamizol) y puede llegar a ser clínicamente relevante cuando el volumen de sangre circulante efectivo esté comprometido. Las consecuencias de esta inhibición consisten en un aumento en el tono vascular, un efecto antinatriurético, antirreninémico y antidiurético. La toxicidad renal puede manifestarse clínicamente como fracaso renal agudo, nefritis intersticial, hiperpotasemia secundaria e hipoaldosteonismo hiporreninémico, retención de sodio y agua (aunque esto suele ser transitorio y sin trascendencia clínica) e hipertensión arterial.

Analgésicos

En el primer escalón terapéutico, según la escala analgésica de la OMS, además de los AINE, también se encuentran fármacos analgésicos asignados al grupo N02 de la clasificación ATC de la OMS, como el paracetamol y el metamizol. Estos fármacos son los denominados analgésicos antitérmicos (A/A): tienen una acción inhibitoria débil sobre las isoformas de la COX y se ha postulado que inhiben también la síntesis del óxido nítrico (NO) tanto a nivel central como periférico. Sus efectos adversos gastrointestinales, así como sus efectos sobre la coagulación, son algo menos relevantes que con los AINE convencionales, pero pueden producir sedación ligera e hipotensión, así como cuadros de hepatotoxicidad. Los más utilizados en el tratamiento del dolor agudo son el metamizol y el paracetamol.

Paracetamol

El paracetamol es un derivado de para-aminofenol (Figura 5), con actividad analgésica y antipirética:

  • Efecto analgésico: su mecanismo de acción no está totalmente esclarecido, pero parece estar mediado fundamentalmente por la inhibición de la ciclooxigenasa a nivel central, especialmente la COX-2, disminuyendo la síntesis de prostaglandinas. Presenta, además, cierto efecto periférico al bloquear la generación del impulso nervioso doloroso. Se ha postulado también un posible efecto periférico por inhibición de la síntesis de prostaglandinas, activación del receptor de cannabinoides CB1, modulación de las rutas de señalización serotonérgicas u opiáceas, inhibición de la síntesis de óxido nítrico o hiperalgesia inducida por la sustancia P. 
  • Efecto antipirético: el paracetamol actúa sobre el centro termorregulador hipotalámico, inhibiendo la síntesis de prostaglandinas y los efectos del pirógeno endógeno, dando lugar a vasodilatación periférica, aumento del flujo sanguíneo a la piel e incremento de la sudoración, que contribuyen a la pérdida de calor. 

A igualdad de dosis se considera que el paracetamol tiene una potencia analgésica y antipirética similar al ácido acetilsalicílico (AAS). Los efectos son máximos a las 1-3 h posadministración y se prolongan durante 3-4 h. A diferencia del AAS y otros AINE, no presenta una actividad antiinflamatoria apreciable (salvo en algunas patologías no reumáticas, aunque no demasiado importante). Una ventaja frente a los AINE es que no solo no inhibe la síntesis de prostaglandinas a nivel gástrico, sino que parece aumentarla, por lo que no da lugar a efectos gastrolesivos. De igual manera, carece de efectos antiagregantes plaquetarios.

En España, la hepatitis toxica constituye el 14% de los casos de lesión hepática que ingresan en un hospital (elevación de transaminasas por encima de 400 UI/dl). Un estudio prospectivo multicéntrico sobre los ingresos de pacientes con fracaso hepático agudo en 17 hospitales de Estados Unidos señalaba a los medicamentos como la causa más frecuente de fallo hepático agudo (incluyendo los casos de intoxicación por paracetamol: 39%), superando incluso a los producidos por los virus de hepatitis A y B (Ostapowicz et al., 2002). 

La mayor parte (> 85%) del paracetamol absorbido es metabolizado en el hígado mediante conjugación catalizada por UDP-glucuronosil transferasas (UGT) y sulfotransferasa (SULT), con conversión a metabolitos glucuronidados y sulfatados, que son eliminados con la orina. Aproximadamente, un 10% es oxidado por el citocromo CYP2E1 (en menor medida, por CYP1A2 y 3A4) formando un metabolito toxico altamente reactivo, la N-acetil-para-benzoquinona-imina (NAPQI). La hepatotoxicidad de ese metabolito se produce cuando está presente en cantidades excesivas, consecuencia de un agotamiento de las reservas de glutatión reducido (GSH), de modo que el estrés oxidativo y la disfunción mitocondrial conducen al agotamiento en los depósitos de adenosin trifosfato (ATP) y, en consecuencia, al deterioro de los procesos celulares generadores de energía. En concreto, NAPQI se une a diversas proteínas mitocondriales y agota las funciones antioxidantes nativas y también altera la subunidad α de la ATP-sintasa mitocondrial, conduciendo a una deficiente producción de ATP. En condiciones normales y a dosis terapéuticas (hasta 4 g/día), el procesamiento del metabolito toxico NAPQI se realiza mediante una conjugación rápida con glutatión hepático, formando mercaptato no tóxico y compuestos de cisteína que se excretan en la orina. Cuando se utilizan dosis excesivas, las vías mayoritarias de glucuronidación y sulfonación se saturan, empujando a la mayoría del paracetamol a transformarse en NAPQI por la vía CYP2E1, lo que agota las reservas de glutatión y provoca la acumulación tóxica del metabolito.

A pesar de que la hepatotoxicidad acumulada por paracetamol sigue un curso relativamente predecible de insuficiencia hepática, su presentación clínica puede variar. La terapia con N-acetilcisteína (NAC) se considera como la terapia principal, pero el trasplante hepático puede representar un procedimiento que puede salvar la vida a algunos pacientes. El paracetamol es el fármaco que con mayor frecuencia se relaciona como causa de hepatotoxicidad en Reino Unido y Estados Unidos.

Metamizol

El metamizol es de los pocos representantes que queda en el mercado del grupo de las pirazolonas (Figura 5). Se usa fundamentalmente como analgésico y antitérmico, aunque también tiene cierta actividad antiinflamatoria y antiespasmódica, que pueden completar a las anteriores en determinadas condiciones patológicas, con especial relevancia en dolores asociados a espasmos de musculatura lisa, como la dismenorrea o los temibles cólicos renales, en los que se genera una elevada cantidad de PG.

Entre las posibles reacciones adversas asociadas al uso de metamizol se encuentra la aparición de agranulocitosis y, aunque la frecuencia es muy baja, es una reacción adversa grave que puede llegar a producir la muerte del paciente. En 2018, la AEMPS publicó una nota informativa, tras la revisión de casos de agranulocitosis notificados y el consumo de metamizol en España, recomendando utilizar estos medicamentos solo para tratamientos de corta duración (7 días como máximo), dentro de sus indicaciones autorizadas y a las dosis mínimas eficaces. Si fuera necesario un tratamiento más prolongado, se deben realizar controles hematológicos periódicos, adoptando especial precaución en caso de pacientes de edad avanzada AEMPS, 2018). 

Como es sabido, los neutrófilos son los glóbulos blancos más abundantes en sangre y juegan un papel crítico en la prevención de infecciones como parte del sistema inmunitario innato. La neutropenia (reducción de neutrófilos por debajo de un recuento absoluto de 500 células/pl) se considera una reacción adversa grave –agranulocitosis– y se manifiesta habitualmente con fiebre, escalofríos e infecciones, muchas de las cuales son de muy difícil tratamiento, pudiendo ser fatales, aunque el tratamiento con factores estimulantes de colonias de granulocitos (filgrastim, etc.) puede acelerar la recuperación de los niveles normales de neutrófilos. 

—Durante el periodo 2013-2016 se ha observado un descenso del 12% en el consumo de AINE en España, siendo el ibuprofeno el más empleado—

Aine y otros analgésicos tópicos

Se trata de agentes capaces de aliviar el dolor mediante su aplicación local –tópica– en la zona de la piel que recubre el área dolorida. Grosso modo, se pueden clasificar en dos grupos: los contrairritantes y los AINE. La principal ventaja de su uso tópico reside en la mayor seguridad, ya que la incidencia de efectos adversos sistémicos es en general muy baja, con especial relevancia en lo que se refiere a los gastrointestinales. Se describen, pues, pocas reacciones adversas, entre las que destacan el eritema local moderado, la dermatitis, irritaciones locales o picor en el punto de aplicación; por lo general, desaparecen al suspender el tratamiento.

Básicamente, los AINE tópicos contienen los mismos principios activos que se emplean de forma sistémica y se han citado anteriormente, aunque se puede apreciar la persistencia en forma tópica de algunos derivados que dejaron de estar disponibles en formas de uso por vía sistémica, especialmente de aquellos que, aun siendo potentes antiinflamatorios, se asociaron a problemas significativos de toxicidad o, simplemente, por estrictos motivos comerciales. 

Como es lógico, la administración tópica de AINE da lugar a concentraciones sanguíneas muy bajas del fármaco, muy inferiores en cualquier caso a las conseguidas tras la administración sistémica (supone, en término medio, menos del 5% de esta). Asimismo, las concentraciones en las zonas inflamadas y, en particular, en el fluido sinovial de las articulaciones son también inferiores (aunque no en la misma proporción); sin embargo, los niveles alcanzados en meniscos o en cartílagos llegan a ser entre 4 y 7 veces superiores a los posteriores a una administración oral y, particularmente, las conseguidas en las vainas de los tendones son varios cientos de veces mayores que las plasmáticas tras la aplicación tópica. La concentración máxima en líquido sinovial se alcanza de forma relativamente lenta, entre 3 y 6 h tras la aplicación tópica local, aunque permanece elevada durante más tiempo (más de 12 h), equilibrándose con la plasmática posteriormente (Cuéllar, 2018). 

En un metaanálisis realizado a partir de 39 estudios clínicos con AINE tópicos para el dolor musculoesquelético crónico en adultos (en osteoartritis), incluyendo información de 10.857 participantes, se demostró que el diclofenaco tópico y el ketoprofeno tópico fueron significativamente más eficaces que el vehículo para aliviar el dolor; alrededor del 60% de los participantes experimentaron una notable reducción del dolor. Con diclofenaco tópico, el NNT para el éxito clínico en 6 ensayos (2.343 participantes) fue de 9,8 (IC95% 7,1-16), mientras que, con ketoprofeno tópico, el NNT para el éxito clínico en 4 ensayos (2.573 participantes) fue de 6,9 (IC95% 5,4-9,3) (Derry et al., 2016). 

Por otro lado, se conoce como fármacos contrairritantes a un conjunto extremadamente heterogéneo de sustancias capaces de reducir el dolor aprovechando los mecanismos fisiológicos de modulación de la sensación dolorosa. La contrairritación consiste básicamente en aplicar un estímulo externo pequeño con el fin de anular o mitigar la percepción de otro más intenso. Los medicamentos contrairritantes pueden ser clasificados básicamente en 3 grandes grupos, según las terminaciones nerviosas cutáneas sobre las que actúan preferentemente:

  • Los rubefacientes producen dolor (irritación) y calor; de hecho, son los contrairritantes más potentes y, posiblemente, los más útiles. Dan lugar a un efecto vasodilatador y, consecuentemente, a una sensación marcada y muy localizada de calor en la piel y enrojecimiento. Los más empleados son la esencia de mostaza (cuyo principal principio activo vasodilatador es el isotiocianato de alilo), la esencia de trementina, el salicilato de metilo (y otros salicilatos como el de dietilamina o el de trolamina) y el nicotinato de metilo. 
  • Los irritantes producen esencialmente dolor localizado en la zona de aplicación. El más característico es la capsaicina que, aplicada por vía tópica, desencadena una irritación local, que se manifiesta sintomáticamente como eritema y una sensación de quemazón, a veces con picor. Se trata de un agonista de elevada selectividad por el receptor vaniloide 1 de los canales de potencial receptor transitorio (TRPV1): su efecto inicial es la activación de los nociceptores cutáneos que expresan TRPV1, produciendo dolor áspero y eritema causados por la liberación de neuropéptidos vasoactivos. Tras la exposición a capsaicina, los nociceptores cutáneos pierden parte de su sensibilidad a diversos estímulos. Respecto a su eficacia en pacientes con dolor crónico, el NNT en dolor neuropático con capsaicina al 0,075% fue de 5,7 (IC95% 4,0-10), mientras que en dolor crónico de origen musculoesquelético la capsaicina al 0,025% se relacionó con un NNT de 8,1 (IC95% 4,6-34), siendo la concentración utilizada determinante tanto para la eficacia como para la incidencia y gravedad de los efectos adversos (Chung et al., 2016)
  • Por último, los refrescantes actúan estimulando los receptores cutáneos del frío (corpúsculos de Krause), produciendo una sensación de frescor en la piel. Muchos de ellos tienen un aroma característico, de carácter agradable, que refuerza psicológi-camente la acción analgésica. Algunos de los más típicos son: mentol, alcanfor, cineol y eucaliptol.

Analgésicos opioides

Las encefalinas son péptidos de tamaño variable (desde 5 hasta 31 aminoácidos) pero con importantes puntos en común: actúan como transmisores inhibitoríos que se unen a receptores específicos situados en las membranas de las neuronas encefalinérgicas, las cuales forman parte del control de apertura o barrera que modula la transmisión del dolor. Su estimulación es capaz de anular la liberación de neurotransmisores excitatorios, bloqueando así la transmisión del impulso doloroso. Esos receptores fueron identificados como diana de los analgésicos opioides (morfina, etc.), de ahí que a las encefalinas también se las denomine como opioides internos, endorfinas o morfinas endógenas.

Aunque se han descrito numerosos receptores opioides en el organismo, la farmacología del dolor en este ámbito se reduce básicamente a tres tipos: mu (μ), delta (δ) y kappa (κ). La ubicación de los receptores a los que se unen con mayor o menor afinidad los diferentes fármacos opioides determina su espectro concreto de acciones farmacológicas (Tabla 3).

En base a lo anterior, los efectos farmacológicos de los fármacos opioides dependen básicamente de 3 factores: afinidad por los receptores (fuerza de la unión fármaco-recep-tor), actividad intrínseca sobre los receptores (efecto estimulante o agonista) y perfil de receptores (combinación específica de receptores sobre los que actúan). Una elevada afinidad y nula actividad supone, de hecho, un efecto antagonista frente a los ligandos en-dógenos (opioides) y los fármacos opioides con menor afinidad pero mayor actividad; existe una situación intermedia, que es la de los agonistas parciales, que presentan elevadas afinidades y actividades intrínsecas moderadas (Figura 6). Así pues, se suele clasificar a los fármacos opioides en:

  • Los agonistas puros (de tipo morfina): actúan fundamentalmente sobre receptores μ y presentan una potente acción analgésica y euforizante, pero tienen una elevada capacidad para producir adicción. En este grupo se incluyen prácticamente todos los analgésicos opioides utilizados en clínica: junto a la morfina, la codeína, la dihidrocodeína, la oxicodona, la hidromorfona, el fentanilo, el tapentadol y el tramadol. 
  • Los agonistas parciales ejercen un grado de acción euforizante y depresora respiratoria inferior a la de la morfina. El fármaco de referencia es la buprenorfina, capaz de desplazar a la morfina de los receptores μ, actuando como antagonista en casos de dependencia elevada.
  • Los antagonistas puros son fármacos con alta afinidad por todos los receptores opioides, pero sin actividad intrínseca, al menos, con las dosis convencionales. Son capaces de competir con los agonistas puros y antagonizar sus efectos. La naloxona se utilizada en casos de sobredosis, la naltrexona en tratamientos de deshabituación de heroína, la metilnaltrexona, naloxegol y la naldemedina (principio activo recientemente comercializado) se utilizan en el tratamiento del estreñimiento inducido por opioides y, el nalmefeno en la deshabituación alcohólica (Fernández-Moriano, 2021b). Durante años estuvieron comercializados algunos otros opioides con diferentes perfiles farmacológicos, como los agonistas-antagonistas (pentazocina), pero fueron retirados por presentar un balance eficacia-riesgo desfavorable con relación a los agonistas puros.

De forma general, entre las acciones farmacológicas ejercidas por los opioides como grupo destacan:

  • Analgesia: se debe a la alteración de la percepción del dolor –a través del bloqueo del impulso doloroso mediado por la sustancia P– a nivel de la sustancia gelatinosa de la médula espinal y de los centros superiores del SNC, como el núcleo trigémino espinal, las zonas grises periacueductal y periventricular, el núcleo medular del rafe y el hipotálamo. 
  • Anestesia: normalmente es producida con dosis superiores a las requeridas para producir analgesia y, en general, precisa del aporte adicional de otras sustancias para mantenerla (benzodiazepinas, habitualmente). 
  • Depresión respiratoria: clásicamente atribuida a los opioides, es debida a un efecto directo sobre los centros respiratorios cerebrales, mediante una reducción de la sensibilidad y de la respuesta frente al incremento de la presión parcial de CO2 (pCO2) en sangre, deprimiendo los centros nerviosos que regulan el ritmo respiratorio. La falta de respuesta ante el incremento de pCO2 hace que esta siga aumentando hasta provocar un efecto vasodilatador cerebral, con el consiguiente aumento de la presión del líquido cefalorraquídeo. 
  • El efecto antitusivo es también independiente del analgésico, y se produce con dosis iguales, o incluso inferiores, a este último. Se debe a una acción depresora directa sobre el centro medular de la tos. 
  • La producción de náuseas está relacionada con una estimulación de la zona gatillo quimiorreceptora de la médula, aunque también puede ser una consecuencia indirecta de la hipotensión ortostática producida por los opioides. Sin embargo, como actúan deprimiendo el centro del vómito, raramente los opioides producen vómitos, muy especialmente después de varias dosis. 
  • Miosis (contracción de la pupila del ojo): tiene un origen claramente colinérgico, ya que es antagonizable por atropina. Este mismo efecto parece ser responsable de la reducción de la presión intraocular. Por el contrario, algunos opioides derivados de la petidina pueden producir midriasis (dilatación pupilar), al desarrollar efectos anticolinérgicos. 
  • Los opioides actúan sobre la musculatura lisa de numerosos órganos, como el estómago, el intestino, las vías urinarias o las biliares. Su efecto da lugar a una reducción de la actividad, pero a través de un aumento del tono muscular del músculo liso que llega hasta el espasmo, con el consiguiente bloqueo. Estos espasmos musculares lisos provocan el típico estreñimiento de los opioides, así como espasmos en las vías urinarias y biliares. 

Los datos publicados por la AEMPS en 2019 sobre la utilización de opioides en España durante el periodo 2010-2017 muestran un aumento del 78% del consumo de estos fármacos entre ambos años. En cuanto a principios activos concretos, la combinación de tramadol con paracetamol es la más consumida, con un 34,84% del consumo total de opioides en el año 2017, seguido por el tramadol solo (22,53%) y el fentanilo (16,28%).

La reacción adversa que aparece con mayor frecuencia en los tratamientos prolongados es el estreñimiento, que debe ser prevenido de forma sistemática utilizando medicación laxante adecuada a su intensidad y la reacción del paciente. Las náuseas y los vómitos se relacionan también habitualmente con los analgésicos opioides; se han citado incidencias desde un 10% hasta un 40% de los pacientes, generalmente en tratamientos agudos o al principio de tratamientos prolongados, ya que se genera tolerancia con relativa facilidad. Asimismo, en los tratamientos crónicos, la sedación y las alteraciones de tipo cognitivo (desorientación, pérdida de memoria, etc.) pueden llegar a ser muy limitantes, aunque hay personas en las que se crea tolerancia relativa con rapidez y, pasadas las primeras dosis, se recuperan.

En el perfil toxicológico de los opioides destaca la depresión respiratoria, espe-cialmente cuando se utilizan los opioides en analgesia posoperatoria. Es una reacción prácticamente no detectada con la administración oral, que tiene su origen principal en casos de mala dosificación por otras vías o incluso de abierta sobredosis, si bien los pacientes con historial de dificultades respiratorias (enfisema, EPOC, etc.) deberán ser objeto de una vigilancia especial en este sentido.

Otro efecto conocido de los opioides es la generación de dependencia física y la adicción. La primera consistente en la aparición de un síndrome de abstinencia, con toda su expresión física, cuando se interrumpe la dosificación del opioide crónicamente administrado, se reduce bruscamente la dosis o se administra un antagonista opioide en el curso de la administración crónica de un agonista puro. Aparece con probabilidad a lo largo de un tratamiento prolongado, pero no tiene por qué constituir un problema grave si se advierte al paciente de que no suspenda ni reduzca la dosis del opioide por su cuenta; cuando se decida suprimir el tratamiento, se rebajará lentamente la dosis. Por su parte, la adicción implica la aparición de un cuadro psicológico y conductual en el que el sujeto se esfuerza por conseguir nuevas dosis del opioide que le permitan seguir sintiendo sus efectos.

Tratamiento no farmacológico

En muchas ocasiones, ante un cuadro de dolor agudo leve o moderado que está causado por pequeñas lesiones osteomusculares es habitual recurrir a medidas no farmacológicas previamente o incluso al mismo tiempo que al tratamiento farmacológico. En este sentido, es muy frecuente recurrir a la fisioterapia, que utiliza el ejercicio físico para incrementar la circulación sanguínea a un nivel más profundo de lo que la aplicación local de calor permite. Esto es útil para recuperar la funcionalidad perdida o reducida por una lesión, pero si se realiza sin ningún control o por profesionales no cualificados se corre el riesgo de perjudicar más de lo que puede beneficiar.

La aplicación de frío o de calor, dependiendo la selección de uno u otro del tipo y extensión de la lesión traumática, es otra de las medidas extrafarmacológicas más empleadas. Con ambas opciones se busca prevenir o frenar la aparición de las molestias a través de mecanismos fisiológicos, actuando sobre el calibre de los pequeños vasos sanguíneos superficiales, el aporte de sangre a la zona lesionada, la relajación de los músculos afectados y el bloqueo del dolor. En particular, al aplicar frío se consigue una reducción de la respuesta inflamatoria, del flujo sanguíneo y del dolor; por ello, está especialmente recomendado en pequeños accidentes traumáticos y lesiones deportivas muy recientes o inmediatas, en las que la previsible reacción inflamatoria podría agravar las consecuencias de la propia lesión. Por su parte, la aplicación de calor en la zona dolorosa permite incrementar el flujo sanguíneo y reducir la rigidez muscular. La estimulación leve de las terminaciones nerviosas de la piel por el calor produce un efecto contrairritante, y, además, facilita la recuperación de la elasticidad del colágeno de la piel y de los tejidos subcutáneos; por ello, la aplicación de calor está especialmente recomendada en los cuadros en los que el componente inflamatorio no sea el más importante, predominando factores de tipo irritativo o neurálgico (lumbalgia), o con entumecimiento o contracturas musculares. 

En ocasiones la combinación alternante de frío y calor, en forma de baños de contraste, puede resultar muy útil frente a ciertas lesiones con un fuerte componente inflamatorio que respondan mal a otras medidas. Este tipo de tratamiento produce un efecto de bombeo que ayuda a eliminar los productos de desecho provocados por la inflamación (Moseley, 2002).

En cierto sentido, el masaje debe ser considerado como un tratamiento basado en el calor, ya que la fricción sobre la piel incrementa la temperatura de los tejidos y, por consiguiente, aumenta la circulación local. También facilita el drenaje linfático, mejorando las condiciones de recuperación de los tejidos dañados. Asimismo, ayuda a relajar los músculos con espasmos. No obstante, si el masaje es aplicado de forma inmediata a la lesión en zona en la que se ha producido algún derrame interno, puede reactivarlo o incrementarlo.

Por otra parte, en el dolor crónico, la terapia psicoemocional juega un papel clave. Existen varios tipos de tratamiento psicológico, pero entre todos ellos destaca el tratamiento cognitivo conductual (TCC): terapia que pretende ayudar a los pacientes a identificar pensamientos maladaptativos relacionados con la enfermedad y dotarles de estrategias de comportamiento que les permitan controlar sus vidas, manteniendo la mayor funcionalidad. El TCC se basa en combinar varias técnicas, tales como técnicas de relajación, reestructuración cognitiva, resolución de problemas, control de estímulos, etc. Una revisión sistemática de la evidencia disponible (Bernardy et al., 2018) concluyó que los pacientes que reciben la terapia TCC pueden tener una mejora de mayor magnitud en términos de dolor, funcionalidad física y estado anímico que aquellos pacientes que reciben los cuidados usuales, están en lista de espera o están siendo tratados mediante otros métodos activos no farmacológicos. 

Estrategias terapéuticas

Dolor agudo

Para el tratamiento del dolor agudo, además de fármacos pertenecientes a los grupos terapéuticos descritos previamente, disponemos de los anestésicos locales que se aplican sobre o cerca de terminaciones nerviosas, nervios/troncos o bien en la médula espinal a nivel epidural o subaracnoideo, interrumpiendo temporalmente (de forma reversible) la transmisión de la conducción nerviosa sensorial, motora y simpática. A este grupo pertenecen la lidocaína, la mepivacaína, la levobupivacaína, la bupivacaína y la ropivacaína, entre otros. Se utilizan ampliamente en el tratamiento del dolor agudo posoperatorio, bien por infiltración/perfusión de la herida quirúrgica o por vía espinal; en este último caso, pueden inducir hipotensión, bloqueo motor, sedación y, ocasionalmente, secuelas neurológicas. 

Todos los analgésicos disponibles presentan efectos adversos, a veces importantes, que limitan su uso. Para prevenir su aparición es habitual recurrir a utilizar coadyuvantes o fár-macos que de por sí no son analgésicos, pero que mejoran la eficacia/seguridad de los analgésicos. Un ejemplo característico es la asociación de morfina y antieméticos (como droperidol, metoclopramida u ondansetrón) para prevenir los vómitos asociados al opioide; esta estrategia constituye la base de la analgesia multimodal o balanceada

En resumidas cuentas, resulta fundamental conocer la causa del dolor agudo antes de comenzar a tratarlo. Se debe elegir un analgésico con un balance eficacia/riesgo bien documentado (para lo que es conveniente atenerse a las guías clínicas internacionales o nacionales), personalizar la dosis, la vía y la pauta de administración y, si se cambia la vía de administración, se debe ajustar convenientemente la dosis.

Dolor agudo osteomuscular

En los cuadros dolorosos agudos leves o moderados causados por pequeñas lesiones osteomusculares (golpes, torceduras, estiramientos musculares, etc.) es habitual recurrir a los AINE orales y tópicos, así como a los contrairritantes tópicos. En la práctica clínica, el criterio principal para seleccionar un AINE es la duración de acción, buscando dar el mínimo número posible de tomas diarias para comodidad del paciente y para facilitar el cumplimiento del tratamiento. 

En dolores agudos derivados de pequeños traumatismos, torceduras y esguinces, la aplicación de AINES tópicos a lo largo de una semana de tratamiento parece producir resultados clínicamente satisfactorios, aunque la eficacia no es uniforme para todos los fármacos disponibles. En este sentido, los AINE con eficacia más contrastada se consideran ketoprofeno, ibuprofeno y piroxicam, mientras que los preparados con bencidamina o indometacina no parecen resultar diferentes al placebo en cuanto a eficacia. La principal ventaja de los AINES tópicos reside en la mayor seguridad, ya que la incidencia de efectos adversos es en general muy baja, con especial relevancia en lo referente a los gastrointestinales.

Dolor en el parto

La analgesia epidural es una forma eficaz de aliviar el dolor durante el trabajo de parto. El grado de intensidad del dolor durante y después del parto está influido por múltiples factores, como la edad, la preparación, la personalidad, el nivel cultural, los embarazos previos, las patologías asociadas y la evolución del parto, entre otros. Frente a lo que afirman determinadas corrientes seudonaturalistas, no hay evidencia de que el dolor durante el esfuerzo del parto sea beneficioso para la madre o para el feto; sino más bien al contrario: el dolor, el miedo y la ansiedad son capaces de desencadenar una serie de respuestas reflejas que pueden producir efectos nocivos sobre la madre, el feto y el desarrollo del parto. Por consiguiente, el alivio del dolor está plenamente justificado en las parturientas, desde cualquier ángulo que se contemple. Las técnicas de analgesia o anestesia regional en obstetricia, que se realizan mediante la administración en el espacio epidural y/o subaracnoideo de anestésicos locales, opioides y otros coadyuvantes, son muy más eficaces y presentan un margen amplio de seguridad para la madre y el niño.

Dolor dental

Se caracteriza por su gran agudeza e intensidad. En general, los AINE resultan eficaces en el tratamiento del dolor dental, y la utilización tópica de anestésicos locales (por ejemplo, lidocaína o benzocaína) o analgésicos de uso tópico estomatológico (bencidamina) puede también aliviar la odontalgia y otras molestias de la cavidad oral.

El temor al dolor dental es una barrera importante para los niños que necesitan atención odontológica. Por ello, se ha sugerido que el uso de analgésicos preoperatorios podría reducir el malestar posoperatorio y aliviar el dolor intraoperatorio. Un metaanálisis de dos ensayos clínicos comparando paracetamol con placebo mostró un cociente de riesgos (CR) no significativo para los comportamientos posoperatorios relacionados con dolor de 0,81 (IC95% 0,53-1,22; p = 0,31), lo que parece indicar la ausencia de beneficio al tomar el paracetamol antes de la cirugía (52% informó dolor en el grupo placebo versus 42% en el grupo de prueba). Sin embargo, sí hubo un beneficio estadísticamente significativo, con respecto a la gravedad del dolor posoperatorio, para la administración del ibuprofeno en niños antes de una ortodoncia, con una diferencia de medias de -19,12 (IC95% -29,36 a -8,87; p=0,0003) en una escala analógica visual (0 a 100) (Ashley et al., 2012).

Dolor crónico no oncológico

Bajo el término de dolor crónico benigno solemos incluir fundamentalmente al dolor neuropático, fibromialgia y migraña. En todos estos casos, el objetivo primario del tratamiento es el alivio del dolor y del sufrimiento, así como la corrección del déficit funcional para restablecer la actividad laboral, lo que requiere en la mayoría de los casos un enfoque terapéutico multidisciplinar.

Dolor neuropático

El dolor neuropático es un síntoma resultante de un daño neurológico central o periférico. En España se estima su prevalencia entre un 6-8%. Tiene importantes repercusiones en el desarrollo de otras patologías como ansiedad y depresión, y supone un deterioro de la calidad de vida, así como elevados costes económicos. Según se sugirió en apartados anteriores, los mecanismos fisiopatogénicos más importantes en el desarrollo del dolor neuropático son la generación ectópica de impulsos en la membrana axonal dañada y la sensibilización central a estos estímulos nociceptivos. En su diagnóstico resulta esencial una anamnesis y exploración física y neurológica minuciosa que descarten que se trata de un dolor nociceptivo. Puede acompañarse de pruebas complementarias como estudios neurofisiológicos, test sensoriales cuantitativos y técnicas de imagen. Sin embargo, muchas de estas pruebas solo están disponibles en centros médicos especializados.

Los agentes farmacológicos mejor estudiados y utilizados en el dolor neuropático son los anticonvulsivantes y los antidepresivos. Entre los primeros, cabe citar como algunos de los más experimentados a la carbamazepina, la oxcarbazepina, la lamotrigina, la gabapentina y la pregabalina; de hecho, estas dos últimas constituyen los agentes más habitualmente empleados a día de hoy para tratar este tipo de dolores. Por su parte, entre los antidepresivos más empleados se encuentran la amitriptilina, la clomipraina, la doxepina, la imipramina, la nortriptilina, la duloxetina y la venlafaxina (Saarto et al., 2014). 

En el caso de la pregabalina, el agente antiepiléptico más empleado en el dolor neuropático (tanto en el diabético como en el posherpético), actúa uniéndose de forma selectiva y con una elevada afinidad a una subunidad auxiliar específica (α2δ) de los canales de calcio dependientes de voltaje presentes en la membrana neuronal. Esto conduce a un bloqueo de dicho canal iónico, con la consiguiente reducción de la entrada de calcio en la célula neuronal. Por ello, aunque la membrana neuronal experimente un proceso de despolarización (por estímulo externo procedente de otras neuronas), no habrá incremento de las concentraciones intraneuronales de calcio. El incremento de la concentración de Ca2+ intracelular determina el proceso de liberación de los neurotransmisores en las neuronas; al no producirse ese incremento, se reduce la liberación neuronal de neurotransmisores, que es especialmente marcada en el caso de que la neurona haya sido estimulada anteriormente. El resultado es un bloqueo o amortiguación de la dispersión tanto de la señal excitatoria neuronal como de la señal dolorosa de origen neuropático.

Un amplio metaanálisis realizado con 229 estudios clínicos aleatorizados, controlados y doblemente ciegos sobre farmacoterapia oral y tópica del dolor neuropático (Finnerup et al., 2015) ha demostrado que las opciones farmacológicas disponibles tienen efectos clínicos modestos. En concreto, los NNT fueron de 6,4 (IC95% 5,2-8,4) con los antidepresivos inhibidores de la recaptación de serotonina y noradrenalina, principalmente duloxetina; de 7,7 (IC95% 6,5-9,4) con pregabalina; de 7,2 (IC95% 5,9-9,2) con gabapentina; y de 10,6 (IC95% 7,4-19,0) con capsaicina. Entre ellos, quizá el agente más estudiado sea la duloxetina, para la que otro metaanálisis, realizado a partir de 8 estudios clínicos con dosis diarias de 60 mg y 120 mg, ha probado su efectividad en el tratamiento del dolor en la neuropatía diabética periférica, aunque a dosis diarias menores no lo es (Lunn et al., 2014).

Finalmente, otro metaanálisis (Saarto et al., 2014) encontró resultados algo mejores; en concreto, los antidepresivos tricíclicos tenían un NNT de 3,6 (IC95% 3-4,5), mientras que para la venlafaxina era de 3,1 (IC95% 2,2-5,1). Los resultados parecen ser mejores en la neuropatía diabética que en la neuralgia posherpética; igualmente, los datos sugieren que los antidepresivos tricíclicos no son efectivos para las neuropatías asociadas al VIH. Por otro lado, el número necesario de pacientes a dañar (NND) por efectos adversos graves –eventos que provocan la suspensión del tratamiento– fue de 28 (IC95% 17,6-68,9) para la amitriptilina y de 16,2 (IC95% 8-436) para la venlafaxina. El NND para los efectos adversos leves fue de 6 (IC95% 4,2-10,7) para la amitriptilina y 9,6 (IC95% 3,5-13) para la venlafaxina.

Migraña

La migraña es un trastorno paroxístico con gran carga genética, caracterizado por la aparición de episodios agudos de cefalea, y que tiene una prevalencia del 12% en la población general, siendo del 17% en mujeres y 6,5% en hombres. Se diferencian tres tipos principales: i) migraña sin aura, descrita como episodios recurrentes de dolor de cabeza que duran de 4 a 72 h y presentan localización unilateral, carácter pulsátil e intensidad moderada o severa, agravándose o impidiendo la actividad física habitual; ii) migraña con aura es aquella que se presenta como crisis recurrentes de varios minutos de duración, consistentes en síntomas visuales, sensitivos o del SNC (aura) reversibles y de localización habitualmente unilateral, comienzo gradual y normalmente seguidos de cefalea; y iii) migraña crónica, descrita como el dolor de cabeza que aparece durante 15 o más días al mes durante > 3 meses, y que presenta características de cefalea migrañosa al menos durante 8 días al mes (May et al., 2016). Las comorbilidades que se asocian a la cefalea migrañosa con mayor frecuencia son: epilepsia, accidente cerebrovascular, ansiedad, depresión, infarto de miocardio, fenómeno de Raynaud, síndrome de intestino irritable y trastornos del dolor como fibromialgia.

El tratamiento no farmacológico de las migrañas se basa en las siguientes recomendaciones: reposo en cama con aislamiento de estímulos visuales y auditivos, frío local, dieta suave e hidratación, ejercicio físico e higiene del sueño. 

En cuanto al tratamiento farmacológico, debemos diferenciar la terapia de la crisis aguda del tratamiento profiláctico que debe establecerse en pacientes con alta frecuencia de episodios recurrentes de migraña. 

En el primer caso se emplean comúnmente analgésicos, posiblemente acompañados de otros medicamentos (buscando el alivio sintomático del paciente), como son los antieméticos y coadyuvantes. Si el dolor es leve-moderado, los AINE por vía oral son de elección, principalmente ibuprofeno arginina y ácido acetilsalicílico, aunque durante el embarazo puede administrarse paracetamol-codeína; en aquellos pacientes que no mejoran con los AINE, y también en dolor moderado-grave, se administrarán triptanes como sumatriptán, zolmitriptán, rizatriptán, etc. 

Por su parte, el tratamiento profiláctico de la migraña tiene una importancia capital cuando las crisis son frecuentes, el dolor grave, o la respuesta al tratamiento analgésico es inadecuada. Entre los fármacos empleados en el tratamiento profiláctico destacan los β-bloqueantes como el propranolol; antiepilépticos como topiramato, valproato, etc.; antagonistas del calcio como flunarizina, cinarizina y verapamilo; toxina botulínica tipo A; y los más novedosos antagonistas del péptido relacionado con el gen de la calcitonina (CGRP) como erenumab, galcanezumab, fremanezumab y eptinezumab. Estos últimos fármacos, cuya administración buscará contrarrestar el papel fundamental del CGRP en la fisiopatología de la migraña (pues ejerce un efecto vasodilatador), son anticuerpos monoclonales indicados en el tratamiento de la migraña en pacientes con al menos 4 episodios al mes (Fernández-Moriano, 2019).

Fibromialgia

En línea con lo descrito en la revisión publicada en el número 443 de Panorama Actual del Medicamento, la fibromialgia es una afección de etiología desconocida, caracterizada por la presencia de dolor crónico musculoesquelético difuso y generalizado, que suele coexistir con otros síntomas, fundamentalmente fatiga y problemas de sueño, pero también pueden estar presentes otros, como parestesias, rigidez articular, cefalea, sensación de tumefacción en manos, ansiedad y depresión, problemas de concentración y memoria. Presenta una elevada prevalencia, entre el 2,5% y el 4,5% de la población española (variable según la fuente consultada) y no se dispone de pruebas específicas que confirmen el diagnóstico –complejo– de esta enfermedad eminentemente femenina, ni de protocolos de atención adecuadamente consensuados, lo que enmascara el impacto real de la fibromialgia y su efecto incapacitante en los pacientes. 

El grupo de medicamentos más ampliamente empleado en el tratamiento de la fibromialgia son los antidepresivos. Sus efectos más destacables se observan en el control del dolor, de las alteraciones del sueño y, por supuesto, de la depresión, así como sobre la calidad de vida de los pacientes. Entre los diferentes tipos de antidepresivos utilizados en fibromialgia, los que mejor estudiados y, probablemente, mejores respuestas dan, son los antidepresivos tricíclicos; y, en particular, la amitriptilina. Aunque se trata de fármacos con mecanismos de acción complejos, el responsable de su actividad analgésica es posiblemente la inhibición de la recaptación de serotonina y noradrenalina, aunque con una mayor proporción de recaptación de serotonina; de hecho, los inhibidores duales de la recaptación de serotonina y noradrenalina parecen mostrar eficacia en la reducción del dolor, las alteraciones del sueño y la depresión con una pequeña dimensión del efecto. Algunos estudios han encontrado que la duloxetina disminuye significativamente el dolor y mejora el sueño, el estado de ánimo, la calidad de vida y la capacidad funcional. 

La ausencia de un tratamiento auténticamente eficaz, así como la sensación de impotencia que llegan a soportar muchos de los pacientes –frecuentemente tratados como enfermos imaginarios– tienden a acrecentar la afectación de su calidad de vida, su aislamiento y su desconfianza en el sistema sanitario y, en muchas ocasiones, en la propia sociedad. Desde el punto de vista de la terapéutica, la evidencia disponible para recomendar una u otra medida analgésica en fibromialgia es por lo general de calidad limitada, siendo necesaria la realización de ensayos clínicos aleatorizados y controlados más amplios y de mayor rigor metodológico (Fernández-Moriano, 2019).

Dolor oncológico

El dolor en el paciente oncológico, que puede verse agravado por diferentes factores como insomnio, fatiga, depresión, etc., suele ser un dolor continuo y constante, que en muchas ocasiones sufre periodos de agudización en relación con la expansión del proceso tumoral (López Timoneda, 2012). El dolor que presentan los enfermos neoplásicos puede clasificarse en tres grupos: a) directamente relacionado con la invasión tumoral; b) relacionado con el tratamiento antineoplásico efectuado (ya sea dolor posquirúrgico, dolor posradioterapia o dolor posquimioterapia); y d) dolor no relacionado con el cáncer ni con su terapia, como el dolor miofascial, la neuralgia posherpética, molestias por drenajes o catéteres, entre otros. 

La estrategia farmacológica empleada en el alivio del dolor oncológico suele ser la recomendada por la OMS, basada en la utilización de fármacos analgésicos de forma escalonada. Los analgésicos no opioides, como el paracetamol y los AINE, son de primera elección en el primer escalón de la analgesia. Si el dolor persiste o aumenta, deben combinarse con analgésicos opioides débiles (tramadol, etc.). Y, si persiste o aumenta a pesar de todo, adquiriendo una gran intensidad, los analgésicos opioides débiles deben sustituirse por otros más potentes, de tipo morfina, hidromorfona, oxicodona, tapentadol o fentanilo, por vía oral, subcutánea, intravenosa, transdérmica, transmucosa, sublingual o intranasal. 

La morfina es considerada como el analgésico opiáceo de referencia –gold standard– en dolor canceroso moderado o intenso; en general, los datos disponibles indican que la oxicodona ofrece niveles similares de analgesia y eventos adversos que la morfina (Schmidt-Hansen et al., 2015). Igualmente, la capacidad analgésica y la incidencia de efectos adversos con el uso de tapentadol son comparables a las de la morfina y la oxicodona (Wiffen et al., 2015).

Papel asistencial del farmacéutico

Todos los profesionales farmacéuticos, desde sus diversos ámbitos de actuación y competencias, pueden contribuir de forma sustancial al adecuado asesoramiento y asistencia sanitaria a los pacientes que sufren dolor. Es importante tener en cuenta que el dolor agudo es un síntoma, por lo que se deberá estudiar la causa que lo está provocando. Sin embargo, el dolor crónico constituye una enfermedad y está considerado como un problema de salud pública a nivel mundial, siendo la causa más frecuente de sufrimiento y discapacidad, por lo que la mejora en su manejo repercutiría en una mejor calidad de vida para los pacientes que lo sufren.

Teniendo en cuenta las particularidades comentadas en la presente revisión, se comprende que el dolor es una enfermedad con un gran impacto en la vida diaria de los pacientes y, por tanto, es tratado mayoritariamente en el ámbito ambulatorio, siendo en muchos casos necesario un tratamiento prolongado o crónico. En este contexto, la figura del farmacéutico comunitario que cobra un especial interés, ya que gran parte de los medicamentos indicados en el tratamiento del dolor disponibles en España son de dispensación en farmacia comunitaria. Además, de las casi 2.000 presentaciones comercializadas autorizadas indicadas en el tratamiento del dolor, más de 200 corresponden a medicamentos no sujetos a prescripción médica, o de dispensación libre por el farmacéutico. 

Atendiendo al hecho de que cada día más dos millones de pacientes y usuarios acuden a las más de 22.000 farmacias españolas, y que en ellas se ofrecen al año más de 182 millones de consejos sanitarios, parece evidente el potencial divulgador del farmacéutico comunitario como profesional sanitario, así como su incuestionable papel para canalizar hacia el médico a personas con problemas relevantes de salud, para un estudio clínico detallado. La farmacia constituye un centro accesible y ubicuo capaz de suministrar una información rigurosa y veraz. 

Por otro lado, el papel del farmacéutico especialista a nivel hospitalario también tiene una indudable influencia en la consecución de los mejores resultados en salud de la farmacoterapia, orientada principalmente al tratamiento de pacientes que presentan dolor crónico en general y dolor crónico oncológico en particular. En el ámbito hospitalario la evaluación del dolor y las pertinentes recomendaciones terapéuticas son parte importante de las tareas del farmacéutico especialista. Los farmacéuticos hospitalarios trabajan en los equipos multidisciplinares del dolor con participación activa en protocolización, dispensación y monitorización de los resultados de estas terapias.

La proximidad y accesibilidad del farmacéutico para el ciudadano, en todos sus ámbitos profesionales, permite que pueda ejercer una labor activa a través de los Servicios Profesionales Farmacéuticos Asistenciales. Se describen, a continuación, las principales vías asistenciales de actuación del profesional farmacéutico:

Educación sanitaria

Un aspecto particularmente relevante en la labor asistencial del farmacéutico es la labor educativa de los pacientes. La educación sanitaria en las patologías dolorosas, como en cualquier proceso crónico, es fundamental para un buen control de éstas y, hoy en día, es un pilar más del tratamiento de estas enfermedades, enfocado al mantenimiento de una buena calidad de vida para que el paciente pueda llevar a cabo con naturalidad sus actividades cotidianas, participando de forma proactiva en su estado de salud. Habida cuenta de que la farmacia y el farmacéutico son, en muchas ocasiones, el primer establecimiento y profesional sanitario con que entra en contacto un paciente (esto es, la puerta de entrada al sistema de salud), tienen una posición privilegiada en este abordaje educativo.

Se sabe que un paciente que presenta dolor crónico y tiene la suficiente información, conoce mejor sus síntomas y, en ocasiones, puede afrontarlos sin necesidad de acudir a urgencias. Además, al comprender su situación puede intercambiar información con su médico de forma más eficiente, reduciendo el número de visitas y, por consiguiente, el gasto sanitario.

En este sentido, una revisión con metaanálisis de los estudios publicados sobre el efecto de las intervenciones educativas realizadas por los farmacéuticos en pacientes con dolor crónico, ha mostrado que son capaces de producir beneficios estadísticamente significativos en varios parámetros: una reducción media de 0,5 puntos (sobre una escala de 10) en la intensidad del dolor, una disminución de más del 50% en la incidencia de efectos adversos y una mejora de un 1 punto (sobre una escala de 10) en la satisfacción con el tratamiento (Bennett et al., 2011).

Actuación y criterios de derivación

Como complemento del ineludible papel como educador sanitario, la detección por parte del farmacéutico de los casos de dolor leve y/o autolimitado, en su interacción con el paciente puede permitir una resolución directa mediante el Servicio de Indicación, a través de la dispensación de medicamentos no sujetos a prescripción médica, sobre todo ante adultos jóvenes, junto con el resto de recomendaciones no farmacológicas. Si se considera preciso el empleo de algún medicamento, se recomiendan utilizar la dosis mínima eficaz del analgésico y durante un periodo de tratamiento que no debe exceder los cinco días aproximadamente. Dependiendo el origen del dolor, también se puede indicar el empleo de analgésicos y antiinflamatorios por vía tópica, que en su mayoría se trata de presentaciones que no requieren receta médica para su dispensación.  No obstante, el farmacéutico deberá orientar al paciente hacia la consulta del médico en casos en que sea pertinente la investigación clínica.

Dado que el dolor tiene importantes implicaciones afectivas y culturales, no es fácil valorar la declaración de dolor que puede hacer un paciente. En cualquier caso, es importante no minusvalorar el dolor, ya que un dolor inadecuadamente tratado puede modificar por sí mismo la función cardiaca (aumento de las catecolaminas plasmáticas: taquicardia, hipertensión, infarto de miocardio), la función respiratoria (hipoventilación, hipoxemia, atelectasias, infección), la digestiva (íleo, aumento de secreciones), la genitourinaria (retención urinaria, aumento de la liberación de la hormona antidiurética –ADH–), la musculoesquelética (atrofia muscular), la circulatoria (tromboembolismo), la respuesta inmune, la función cognitiva en pacientes geriátricos, etc.

Los dolores osteomusculares o articulares agudos son una consulta frecuente en las farmacias comunitarias. Los criterios de valoración se centran básicamente en la duración del dolor, su posible origen, su intensidad y los síntomas asociados. La persistencia del dolor es un claro indicativo del tipo de lesión que lo origina y, en la mayoría de las ocasiones, de la gravedad del proceso. En general, deberá remitirse al médico a cualquier paciente que presente dolores persistentes durante más de un día, que no hayan remitido de forma sustancial tras la administración de un analgésico convencional (ácido acetilsalicílico, paracetamol o ibuprofeno, por ejemplo). Los criterios de derivación del paciente al médico son los siguientes (Ara et al., 2018):

  • Niños menores de 6 años.
  • Mujeres embarazadas. 
  • Personas mayores de 50 años (especialmente mujeres) en los que pudiera existir una patología metabólica (osteoporosis, osteopenia).
  • Pacientes con dolor intenso que no mejore con cambio postural o que impida la movilidad.
  • Pacientes con dolor en reposo.
  • Pacientes con dolor de espalda recurrente o crónico.
  • Pacientes en los que el dolor se acompañe de síntomas como fiebre, escalofríos, náuseas o vómitos, cansancio injustificado, coloración anormal de orina o sangre en orina.
  • Pacientes con dolor lumbar leve que irradia por la pierna o brazo, acompañado o no de pérdida de fuerza muscular, sensibilidad o movilidad.
  • Pacientes en tratamiento con esteroides.
  • Pacientes con claudicación a la marcha.
  • Pacientes con patologías de espalda diagnosticadas en el pasado.

En general, la recomendación de tratamiento, salvo en las comentadas excepciones, es mediante el empleo de medicamentos no sujetos a prescripción médica, generalmente analgésicos o AINE por vía oral o vía tópica, especialmente cuando el dolor esté claramente asociado a un cuadro inflamatorio relacionado con contusiones, bursitis, etc. Esta opción puede ser especialmente interesante como primer tratamiento, cuando la administración sistémica de AINE esté contraindicada por la presencia de alguna patología (úlcera gastroduodenal, asma, etc.) o por el riesgo de interacciones con otros tratamientos actualmente en curso. Por su parte, los medicamentos contrairritantes están indicados en los dolores que no estén asociados a cuadros inflamatorios evidentes. Por este motivo, se recomienda su uso preferentemente en contracturas musculares, mialgias y lumbalgias (Cuéllar, 2015). En la Figura 7 se detalla el protocolo de actuación farmacéutica ante pacientes que presentan dolor.

Optimización de la farmacoterapia

Para alcanzar los mejores resultados clínicos los pacientes que presentan dolor deben conocer bien el medicamento o medicamentos prescritos por el médico, conociendo su posología, precauciones, cómo deben administrarlo, posibles reacciones adversas e interacciones, entre otros aspectos. Como en otras patologías crónicas, conviene tener claros los objetivos de la farmacoterapia y la importancia de cumplir el tratamiento. Consecuentemente, el abordaje del dolor debe hacerse bajo los más estrictos requisitos de seguridad, vigilando interacciones de fármacos, adherencia al tratamiento, vías de administración de fármacos y atención social.

A través del Servicio de Adherencia Terapéutica, los farmacéuticos, tanto a nivel comunitario como hospitalario, pueden jugar un papel clave en la mejora de las tasas de adherencia de los pacientes con dolor, teniendo en cuenta que el dolor está presente en el 15-25% de la población y que la falta de efectividad y la incidencia de efectos secundarios sitúan las tasas de incumplimiento en los tratamientos analgésicos entre el 4% y el 48% (Dagó, 2015). En cuanto al dolor irruptivo oncológico -dolor intenso, de rápida aparición y corta duración, que altera la calidad de vida-, uno de cada cuatro pacientes con cáncer no cumple con los tratamientos para paliarlo, lo que influye en la pérdida de calidad de vida del enfermo (López et al., 2021). La labor asistencial del farmacéutico es esencial por la mayor complejidad de alcanzar una adherencia óptima en los tratamientos crónicos. Las intervenciones personalizadas orientadas, por ejemplo, a cambios de comportamiento y adaptación de las rutinas diarias para promover la administración de los fármacos siempre a la misma hora pueden mejorar significativamente el cumplimiento.

Las estrategias para asegurar una implicación activa en el tratamiento deben desarrollarse de forma personalizada, con el paciente y la familia, fomentando su confianza en los fármacos administrados y recomendando la toma de la medicación cada día preferiblemente a la misma hora y en las mismas condiciones de ingesta de alimentos. Pueden incluir información verbal y escrita y recursos interactivos, debiendo siempre recordarles que las consecuencias de la falta de adherencia pueden ir desde un empeoramiento de la calidad de vida, una falta de control de la enfermedad y una mayor probabilidad de recaídas, complicaciones o ingresos hospitalarios, hasta la aparición de efectos secundarios.

Pero, sin duda, uno de los aspectos más relevantes en que los farmacéuticos pueden y deben participar es el relativo a un adecuado seguimiento farmacoterapéutico, que permitirá detectar, atenuar y resolver la posible aparición de resultados negativos y problemas relacionados con la farmacoterapia. La farmacovigilancia ante posibles reacciones adversas (con su correspondiente notificación, en su caso, al Sistema Nacional de Farmacovigilancia) o fenómenos de tolerancia o dependencia (especialmente en el caso de los analgésicos opioides), y la identificación y prevención de interacciones farmacológicas y contraindicaciones del tratamiento analgésico –y, en su caso, la activación de la ruta asistencial que asegure un cambio temprano de tratamiento– revertirán en una mejor calidad de vida de los pacientes.  Para ello, junto a la recomendación de consultar las fichas técnicas autorizadas de los medicamentos, si se tiene en consideración que la información científica se actualiza constantemente, cobran especial relevancia las bases de datos que contienen información actualizada y pormenorizada sobre aspectos farmacológicos. Es el caso, por ejemplo, de la base de datos de medicamentos y productos de parafarmacia BOT PLUS, que permite, entre otras funcionalidades, la detección y evaluación de interacciones farmacológicas entre múltiples medicamentos y/o principios activos.

Por último, como complemento a lo expuesto en apartados anteriores, ya que un apropiado seguimiento farmacoterapéutico requiere tener presente algunos conceptos sobre el perfil beneficio-riesgo de las opciones de tratamiento, en la Tabla 4 se recogen las posibles interacciones más frecuentes que pueden ocasionar los fármacos más comúnmente prescritos en pacientes con dolor:

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Medición y ciencia

Resumen

El objetivo de la ciencia es crear una imagen de la realidad hasta donde la evidencia empírica permita establecer; es decir, su utilidad alcanza solo hasta donde llegan sus pretensiones legítimas de conocimiento experimental. 

La medición es una parte integral de la ciencia; de hecho, es uno de sus sellos distintivos y una fuente prioritaria de conocimiento, frente a los procedimientos meramente cualitativos de la investigación, como la metafísica y, en general, toda la filosofía. En el estudio de cualquier fenómeno, la intervención del observador –el que realiza la medición– y el propio fenómeno de la observación afectan significativamente al fenómeno estudiado: introducir en la realidad un observador implica –se quiera o no– una perturbación. Eso ocurre a todos los niveles y escalas. La medición implica la interacción con un sistema concreto con el objetivo de representar aspectos de ese sistema en términos abstractos (clases, números, vectores, etc.) o que tienen un carácter meramente ideal o teórico (paciente promedio, electrón en reposo, etc.), pero que no tienen existencia real. 

En ciencia y tecnología las reglas de medida deben incorporar necesariamente una escala; si no, carecen de utilidad. En investigación clínica, por ejemplo, es fundamental decidir la magnitud del cambio en un resultado que produce un efecto clínicamente significativo; es lo que se conoce como diferencia mínima clínicamente importante (minimum clinically important difference, MCID). ¿Qué significa que los datos experimentales coincidan –dentro de un rango de tolerancia aceptable previamente establecido– con los predichos por la hipótesis testada? Puede ser porque la hipótesis sea cierta, pero también puede ocurrir que, en realidad, no hayamos sido capaces de demostrar que tal correspondencia es meramente accidental (aleatoria). Por esta última razón, la cuantificación se hace imprescindible en ciencia experimental. Se denomina variable en el ámbito de la investigación científica a todo concepto o parámetro que representa a un elemento –objeto o fenómeno– con características cuantitativas o cualitativas propias –es decir, que la distingue del resto– que es susceptible de cambio o modificación respecto a las unidades de observación, y cuyo estudio, control y medida nos permiten contrastar empíricamente una hipótesis científica. La falsificación (modificación o invención voluntaria) de un dato –una medida– es una de las patologías de la investigación científica más graves, aunque su incidencia real es muy difícil de conocer.

El método científico y la realidad

El objetivo de la ciencia es crear una imagen de la realidad hasta donde la evidencia empírica permita establecer; es decir, su utilidad alcanza solo hasta donde llegan sus pretensiones legítimas de conocimiento experimental. Más allá, se abre un océano desconocido donde la ciencia no tiene referencias ni salvavidas a los que agarrarse. 

La ciencia no se basa solo en deducciones teóricas; por muy bien construida que esté una formulación matemática, no demuestra por sí misma la realidad del fenómeno formulado. Fuera de la evidencia experimental, la ciencia entra en la desnuda especulación y ahí está obligada a ceder el testigo a la metafísica, que tiene la obligación –y el derecho– de plantearse preguntas que la ciencia tiene el derecho –y la obligación– de ignorar.

Así pues, la esencia del método científico es la retroalimentación entre teoría y experimento. De hecho, lo que diferencia al método científico de otras formas de conocimiento es la experimentación y, particularmente, la reproducibilidad de los resultados experimentales; en este sentido, Richard Feynman –premio Nobel de física– consideraba que “el experimento es el único juez de la verdad científica”. Pero lo que proporciona al método científico una gran fiabilidad en numerosos ámbitos de una realidad también lo hace inútil en otros muchos porque esa realidad no se deja domesticar ni acotar a conveniencia del ser humano.

La urgencia oportunista por acaparar méritos académicos, profesionales, empresariales o institucionales para la promoción o consolidación de su posición personal lleva a algunos científicos a dejarse en la cuneta aspectos tan relevantes como el rigor metodológico o la ética, formulando hipótesis delirantes con retazos deshilachados de otras bien fundamentadas y documentadas, ocultando o falsificando sus métodos reales de investigación –haciéndola intencionadamente irreproducible– y obteniendo conclusiones arbitrarias –pero siempre a la medida de sus intereses– a partir de datos irreproducibles, de procedencia ignota. La ciencia es un procedimiento para conocer la realidad –o “una cierta realidad”, como decía el ya mencionado Richard Feynman– a través de un procedimiento estándar pero rigurosamente aplicado, que implica no solo el seguimiento estricto de una metodología previamente justificada, con los medios y recursos necesarios, sino también el compromiso ético de decir la verdad, toda la verdad (que se llegue a conocer) y nada más que la verdad (sin especulaciones gratuitas ni invenciones ad hoc). ¡Cuántas veces calificamos como evidencia científica lo que tan solo es una reconstrucción estadística de la realidad, generalmente a la medida de los intereses del observador y deformada por sus prejuicios!

El hábito –lamentablemente generalizado– de seleccionar solo algunos entre todos los parámetros conocidos en las descripciones científicas, así como su distorsión a la medida de los intereses del investigador, parece sugerir que incluso algunas de las teorías y modelos actuales más difundidos están lejos de ser correctos; los paradigmas, no lo olvidemos, se convierten en la calma chicha de la ciencia, solo perturbada por las tempestades que provocan los problemas de una realidad que desarbola la compresión humana. La ciencia no tiene ética, es tan solo un procedimiento; la ética corresponde al ser humano y por ello hay científicos éticos y de los otros; a estos últimos, que se dejan la ética fuera al entrar en su laboratorio o al publicar en revistas especializadas, habría que recordarles que hasta su propia vida depende de las convicciones éticas de los demás.

Si algo han aprendido los científicos es que la inmutabilidad de las leyes físicas es solo aparente. Su simetría –su aplicabilidad general en todo orden, tiempo y espacio– está plagada de fisuras. Además, algunas formas de simetría científica, como la invarianza de escala, han sido desestimadas por la teoría de la relatividad (al fijar la velocidad de la luz en el vacío como una constante) y la mecánica cuántica. Paradójicamente, estas rupturas de la simetría han permitido obtener conocimientos más amplios, exactos y precisos; por ello, la fragilidad de la ciencia constituye muchas veces su mayor fortaleza.

La ciencia es metodológicamente reduccionista –reduce a un mínimo manejable el número de parámetros que es capaz de controlar al mismo tiempo de forma fiable– porque es incapaz de afrontar el elevado número de las posibles variables implicadas en cualquier fenómeno real; de hecho, desconoce muchas de ellas, así como la mayoría de las ecuaciones que las relacionan entre sí. Por otro lado, la ciencia es obligadamente –pero artificialmente– determinista porque, si no redujésemos hasta un umbral mínimo la incertidumbre íntima de la realidad en la formulación de las leyes científicas, la ciencia no pasaría de ser un vago relato voluntarista. Pero, de ahí a considerar que la realidad es un todo cerrado y absolutamente determinado, hay un abismo conceptual. 

En ciencia, una prueba –una evidencia experimental– es definida como una construcción que puede ser revisada racionalmente, reproducida y verificada por cualquier persona ajena al estudio original que disponga de los medios adecuados para ello. Sin embargo, en demasiadas ocasiones se olvida –con la complicidad de algunos editores científicos– esta condición fundamental que permite catalogar como científico a un estudio. La relación entre la experimentalidad y el marco conceptual de las teorías científicas es siempre compleja, porque los criterios utilizados para su verificación son inevitablemente cambiantes y están intensamente influenciados por la inercia de los intereses personales, empresariales e institucionales. Por ello, el gran reto de los que apuestan por nuevos paradigmas científicos está no solo en ofrecer un mejor marco racional sino también en llegar a convencer a la comunidad científica ya asentada de que puede resultarle rentable el cambio en términos de mayor estabilidad o mejora laboral y de capacidad de influencia.

Verificar empíricamente una hipótesis –es decir, comprobar la efectividad representativa de una propuesta de explicación racional de un fenómeno u objeto– consiste en intentar confirmarla mediante un experimento realizado en condiciones controladas, de tal manera que cada vez que se repita el experimento en las mismas condiciones, los resultados siempre confirmen esa hipótesis. Sin embargo, la confirmación de una hipótesis no implica necesariamente excluir la posibilidad de que otras hipótesis diferentes puedan explicar el fenómeno igual de bien o incluso mejor. 

Por ello, al publicar los resultados y conclusiones de un estudio científico, uno de los elementos fundamentales que proporciona credibilidad racional al mismo es la discusión rigurosa y sistemática de las propias limitaciones de ese estudio. Este apartado es siempre relevante, sobre todo porque permite al lector calibrar cuál es el grado confianza en la representatividad de los resultados y qué puede esperar sobre del impacto científico del estudio, entre otras muchas cosas. Lo que genera confianza y da vigor racional a la ciencia es, precisamente, reconocer y detallar las limitaciones de la investigación, así como señalar honradamente otras explicaciones de los resultados como posibles alternativas a las conclusiones propuestas, analizar si es posible y en qué medida los resultados son generalizables o extrapolables a otras circunstancias, valorar detalladamente la representatividad –incluyendo los criterios de selección y exclusión– de la muestra seleccionada con relación al objetivo del estudio, discutir las características que las pueden hacer más o menos aplicables en circunstancias no consideradas en dicho estudio, comentar los métodos y mediciones empleadas utilizadas, incluyendo sus posibles alternativas y los motivos por los que se optó por los efectivamente realizados, la secuencia y el plan temporal de medición, el empleo de incentivos, tasas de conformidad o tolerancia de las medidas, entre otros diversos elementos. En definitiva, ser honrados.

Thomas Kuhn defendía la idea de que las teorías científicas son aceptadas mucho antes de que estén disponibles los métodos cuantitativos para probarlas empíricamente. De hecho, Kuhn pensaba que la fiabilidad de los métodos de medición se prueba con las predicciones proporcionadas por la teoría y no al revés. Sin embargo, cabe argumentar frente a este razonamiento que, de hecho, algunas de las teorías más exitosas de la ciencia –como la mecánica cuántica– surgieron para tratar de explicar las mediciones empíricas que no encajaban con los marcos teóricos previos.

—La esencia del método científico es la experimentación y la reproducibilidad de los resultados—

La medición científica

La medición es una parte integral de la ciencia; de hecho, es uno de sus sellos distintivos y una fuente prioritaria de conocimiento, frente a los procedimientos meramente cualitativos de la investigación, como la metafísica y, en general, toda la filosofía. La metrología, la ciencia de la medición, establece referencias comunes para los investigadores, permitiendo que las mediciones de diferentes parámetros de un fenómeno observado o de un experimento puedan compararse con un patrón acotado por unos márgenes de incertidumbre conocidos; también se aplica para el diseño y la difusión de nuevos, más precisos y más exactos métodos de medición.

Está ampliamente aceptada en el ámbito científico la idea de que, en el estudio de cualquier fenómeno, la intervención del observador –el que realiza la medición– y el propio fenómeno de la observación afectan significativamente al fenómeno estudiado: introducir en la realidad un observador implica –se quiera o no– una perturbación. Eso ocurre a todos los niveles y escalas: desde el nanomundo de la física cuántica, allí donde gobiernan las unidades de Planck, hasta el más rotundo universo de la astrofísica, dominado por los pársecs y las masas solares, pasando por los estudios sociológicos o los ensayos clínicos. 

No nos equivoquemos: correlación no implica causalidad. Observar dos fenómenos asociados temporal o espacialmente no presupone la influencia de uno sobre otro. Es frecuente en cualquier ámbito, incluido el científico, confundir previsibilidad con causalidad. El principio de incertidumbre de Heisenberg establece que no podemos predecir al mismo tiempo y con precisión varias propiedades subatómicas individuales aunque estén relacionadas entre sí. No sabemos realmente si esta incapacidad para la predicción –la indeterminación– es debida a la ausencia de causas –en un sentido clásico de causalidad– de los eventos más fundamentales o solo a la incapacidad para medirlos con precisión, ya que la propia medición, como decíamos antes, afecta a lo observado. El problema es que, por el momento, no tenemos ninguna otra forma de saber qué está sucediendo en la realidad sin introducir un observador en ella, asumiendo que al sumergirse provocará una onda de perturbación que modificará la propia realidad o, al menos, su superficie visible. 

A pesar de su ubicuidad e importancia, hay poco consenso sobre cómo definir la medición, qué tipo de cosas son medibles o qué condiciones hacen posible la medición. Muchos científicos, no todos, consideran que ésta implica la interacción con un sistema concreto con el objetivo de representar aspectos de ese sistema en términos abstractos (clases, números, vectores, etc.) o que tienen un carácter meramente ideal o teórico (paciente promedio, electrón en reposo, etc.), pero que no tienen existencia real. 

Por otro lado, no todas las relaciones matemáticas empleadas en la medición son adecuadas ni todas las escalas de medición transmiten una información significativa. Cuando se pide a una persona que valore con una escala numérica (del 0 al 10, por ejemplo) una experiencia personal, como la percepción del dolor, el grado de acuerdo con una opinión o la tonalidad de un color, por ejemplo, esa escala nunca es lineal, porque cada intervalo solo tiene significado específico para cada persona, e incluso una misma persona puede dar diferente significado a los intervalos entre 2 y 3 y entre 8 y 9, aunque la longitud del intervalo sea la misma. Medir es un fenómeno mucho más complejo que la simple comparación con la unidad, más que el simple registro de un valor sobre una escala. 

Pese a todo lo dicho, en ciencia y tecnología las reglas de medida deben incorporar necesariamente una escala; si no, carecen de utilidad. En investigación clínica, por ejemplo, es fundamental decidir la magnitud del cambio en un resultado que produce un efecto clínicamente significativo. Es lo que se conoce como diferencia mínima clínicamente importante (minimum clinically important difference, MCID), definida como la diferencia más pequeña en la puntuación en cualquier dominio o desenlace de interés que los pacientes son capaces de percibir como beneficiosa o dañina (Salas et al., 2021). La MCID es fundamental para interpretar los resultados de los ensayos clínicos, para tomar decisiones clínicas y para diseñar estudios con suficiente poder estadístico para detectar un efecto significativo en dichos resultados. Es decir, vincula la magnitud del cambio con las decisiones de tratamiento en la práctica clínica y enfatiza la primacía de la percepción del paciente. En definitiva, el establecimiento de una MCID beneficia a los pacientes, los cuidadores, los profesionales y sistemas de atención sanitaria y, por el contrario, la ausencia de MCID puede favorecer que se multiplique la realización de ensayos clínicos científica y clínicamente irrelevantes (Liu et al., 2021).

En el ámbito científico moderno, explosivamente evolutivo y cada vez más multidisciplinar (que diversifica las disciplinas del conocimiento), más interdisciplinar (que relaciona a éstas para alcanzar un objetivo compartido) y más transdisciplinar (que las interconecta matemática y metodológicamente), se emplean todo tipo de técnicas y terminologías, pero no siempre son coherentes ni siquiera inteligibles entre ellas y eso puede provocar que las mediciones no se validen de la manera adecuada. A ello cabe agregar que, cada vez más frecuentemente, los datos primarios –en bruto– sean sometidos a procedimientos de “refinado estadístico”, que pueden desvirtuar –si no se procede con extrema pulcritud metodológica– el resultado final, y hacer que su grado de incertidumbre varíe significativamente. 

A veces, la estadística mal aplicada se convierte es una especie de “caja negra” en la que se nos pide que confiemos, pero muchas veces nos oculta las diversas formas en que podría provocar una lectura incorrecta de la realidad investigada. Los algoritmos predictivos en los que se fundamenta el análisis estadístico automatizado de enormes bases de datos –big data– surgen de la inferencia de correlaciones entre múltiples y diversas variables, pero no buscan explicaciones de los fenómenos que llegan a predecir; simplemente, los predicen sin preguntarse por su causa. Sin embargo, tales predicciones –tan exactas como carentes de explicación– permiten poner a prueba y mejorar modelos científicos explicativos, o incluso orientar en la búsqueda de otros nuevos. Este fenómeno está cambiando radicalmente el modelo científico tradicional que, aunque conserve su papel predominantemente explicativo, está dejando en manos de los sistemas basados en la inteligencia artificial su antiguo papel de anticipación de escenarios futuros.

¿Qué significa que los datos experimentales coincidan –dentro de un rango de tolerancia aceptables previamente establecido– con los predichos por la hipótesis testada? Puede ser porque la hipótesis sea cierta –es decir, el modelo explica correctamente la realidad observada y medida– pero también puede ocurrir que, en realidad, no hayamos sido capaces de demostrar que tal correspondencia es meramente accidental (aleatoria). Por esta última razón, la cuantificación se hace imprescindible en ciencia experimental y es ahí donde la estadística –la buena, la bien seleccionada y ejecutada– resulta fundamental, ya que nos permitirá calcular cómo de seguros podemos estar de la coherencia de los datos observados con el modelo hipotético propuesto. 

Así pues, la estadística es una magnífica herramienta que facilita la comprensión y la comprobación de algunos fenómenos mediante la agrupación de datos homogéneos y su adecuada combinación, para extraer relaciones y generar imágenes globales sobre los sistemas y sus interacciones, así como para generar otras ideas interesantes, a veces inesperadas. La (buena) estadística aporta un valor añadido y un sello distintivo –otro más– a la ciencia como instrumento de conocimiento de la (o de una cierta) realidad.

El término inconmensurable hace referencia a la ausencia de una medida o escala común que pueda emplearse al considerar conjuntamente dos aspectos diferentes de la realidad. Sin embargo, que dos cosas sean inconmensurables no significa necesariamente que sean incomparables. De hecho, es posible juzgar correctamente que una cosa es mejor que otra, aunque sea imposible medir cuánto mejor es (Hsieh et al., 2021). Los primeros matemáticos se vieron obligados a descubrir –no a inventar– los números irracionales, ante su incapacidad para definir bien las dimensiones de diversos objetos y sus interrelaciones porque carecían de una unidad de medida común, como la relación entre el lado y la diagonal de un cuadrado (raíz cuadrada de 2), o entre el diámetro y la circunferencia (número pi). Pero si no existe una relación de valor positivo entre dos cosas, entonces no se pueden colocar en la misma escala cardinal.

Un área donde resulta particularmente compleja la medición es el de las propiedades cuánticas de las partículas elementales de la física fundamental, que parecen estar a medio camino entre la teoría (funciones de onda colapsadas) y la realidad (registros en un detector); son como fantasmas que pululan en la incierta conexión entre ambos mundos. La teoría cuántica de campos define a las partículas como “excitaciones de los campos cuánticos que llenan todo el espacio”, algo así como pequeñas islas de energía que agitan los campos (porciones de espacio caracterizados por propiedades –temperatura, presión, magnetismo, etc.– que son medibles y que pueden relacionarse con esa porción de espacio). La(s) teoría(s) de cuerdas propone(n) que las partículas elementales no son puntos sino cuerdas unidimensionales que vibran en un espacio multidimensional; su formulación matemática requiere, al menos, seis dimensiones adicionales a las tres clásicas, que estarían nanométricamente enrolladas sobre sí mismas en cada punto del espacio-tiempo. 

Hemos aprendido a medir, a contar, a utilizar e incluso a predecir con mucha aproximación cuáles son los efectos de la energía, de la materia, del espacio o del tiempo, incluyendo algunas de sus interacciones, conexiones e interconversiones, pero seguimos sin saber qué son la energía, la materia, el espacio y el tiempo. “No sabemos qué es una partícula elemental”, reconocen honradamente los físicos (Wolchover, 2020).

Se denomina variable en el ámbito de la investigación científica a todo concepto o parámetro que representa a un elemento –objeto o fenómeno– con características cuantitativas o cualitativas propias –es decir, que la distingue del resto– que es susceptible de cambio o modificación respecto a las unidades de observación, y cuyo estudio, control y medida nos permiten contrastar empíricamente una hipótesis científica. Aunque existen numerosos tipos de variables, las más relevantes para la investigación científicas son las independientes y las dependientes. 

Una variable independiente representa un fenómeno que es la causa, el motivo o la explicación de que ocurra otro fenómeno. Obviamente, es el tipo de variable que más interesa y que mejor puede manejar el investigador experimental. Complementariamente, una variable dependiente representa el fenómeno que pretende explicarse y que, obviamente, depende de una variable independiente o primaria. En la experimentación científica se controlan variables independientes a través de metodologías con diseños diversos (aleatorios, por bloques, cuadrados latinos, diseños factoriales, etc.), que forman parte del análisis de varianza, ANOVA, herramienta que permite relacionar variables cuantitativas y cualitativas.

En investigación clínica existe un tipo de variables muy empleada, por su versatilidad, por su fácil tratamiento estadístico y por el ahorro de esfuerzo y recursos que permite. Se trata de las variables subrogadas que consisten en “medidas de laboratorio o signos físicos que se usas en ensayos terapéuticos como sustituto de una variable clínicamente significativa que es una medida directa sobre lo que percibe un paciente, sus funciones o su supervivencia y que se espera que prediga el efecto de la terapia” (FDA, 1995). Es decir, son determinaciones –bioquímicas, físicas, etc.– relativamente sencillas que se relacionan de forma biunívoca y con un alto grado de precisión con un determinado estado fisiopatológico, cuya correspondencia ha sido previa y rigurosamente determinada y reiteradamente confirmada. Ejemplos característicos son: la hemoglobina glicosilada (HbA1c) como referencia de la evolución clínica de la diabetes mellitus, las lipoproteínas de baja densidad (c-LDL) o la presión arterial para la enfermedad cardiovascular, y la densidad mineral ósea (DMO) para la osteoporosis.

Aunque es evidente la utilidad y manejabilidad de las variables subrogadas, su fácil tratamiento estadístico les hace manipulables –también fácilmente– y puede llevar a algunos científicos y médicos clínicos tomar decisiones equivocadas o, en el peor de los casos, a proponer conclusiones improcedentes para un estudio o la evaluación de un procedimiento terapéutico. 

Sobre cómo algunos investigadores falsifican la medición científica y de cómo la inteligencia artificial se mofa de ellos, aunque sin saber por qué

La falsificación (modificación o invención voluntaria) de un dato –una medida– es una de las patologías de la investigación científica más graves, aunque su incidencia real es muy difícil de conocer.

En una encuesta realizada entre psicólogos académicos de Estados Unidos, a quien se les pidió que autoinformaran sobre prácticas de investigación cuestionables, un 1,7% reconoció haber falsificado datos (John et al., 2012); en otra encuesta de científicos financiada por los Institutos de Salud de Estados Unidos (NIH), el 33% de los encuestados reconocieron comportamientos cuestionables (un 16% cambiaron el diseño, la metodología o los resultados de algún estudio en respuesta a la presión de la fuente de financiación y un 0,3% admitió falsificar –cocinar– datos) (Martinson et al., 2005). Este mismo autor mencionó algunos años después (Martinson et al., 2009) que el porcentaje de científicos estadounidenses “fabricantes o inventores” de datos habría subido hasta el 1%. En un meta-análisis de encuestas de prácticas de investigación cuestionables desde 1987 hasta 2008, aproximadamente el 2% de los encuestados admitió haber fabricado, falsificado o alterado datos, y aproximadamente el 34% admitió otras prácticas algo menos controvertidas (Fanelly, 2009). Curiosamente, estos porcentajes subieron espectacularmente al 14% y al 72%, respectivamente, cuando los científicos encuestados se referían al comportamiento de sus compañeros, lo que cuestiona la fiabilidad de la declaración sobre sus propias deficiencias e incumplimientos… y les deja en muy mal lugar como colegas.

¿Cuál es la situación una década después? Me temo que –lamentablemente– ha ido a peor, a mucho peor incluso. Un estudio publicado en 2021 (Chawla, 2021) con datos procedentes de cerca de 7.000 científicos holandeses, mostró que el 8% de los investigadores –el 10% en el caso de médicos y otros científicos en el ámbito de la biomedicina– que habían respondido a la encuesta reconocieron haber falsificado o fabricado datos. El estudio también reveló que más de la mitad de los respondedores reconocieron “realizar prácticas de investigación cuestionables». Si eso reconocieron los que respondieron… imagine el lector lo que pueden hacer muchos de los que se negaron a responder a la encuesta. En cualquier caso, muy probablemente, estos datos son extrapolables a científicos de otras nacionalidades.

Pocos cuestionan el valor exponencialmente creciente de la inteligencia artificial, especialmente en el ámbito científico y tecnológico. Pero, frente a lo que algunos de sus defensores peor informados afirman, por el momento la inteligencia artificial es incapaz de comprender el verdadero sentido de un texto o de un discurso; tan solo, en el mejor de los casos, es capaz de identificar sus componentes y traducirlos linealmente a su propio idioma mecánico y, eventualmente, crear un texto o discurso aparentemente coherente a partir de ellos; es decir, es capaz de leer y escribir como un ser humano… pero sin entender lo que lee o dice. En realidad, los humanos aprendemos el sentido real del lenguaje a partir de las interacciones y la comunicación con los demás humanos, no deletreando textos. La ambigüedad natural del lenguaje ordinario, la extremada dependencia contextual de su significado concreto y, especialmente, la necesidad de contrastarlo con gran cantidad de conocimientos de carácter cotidiano, hace incompetente a la inteligencia artificial para mantener un auténtico diálogo humano, algo que cualquier niño de cuatro años es capaz de hacer sin dificultad.

En resumen, un sistema de inteligencia artificial solo es capaz –por el momento, repito– de escribir como un ser humano, pero sin entender lo que dice. Los modelos de lenguaje, entre los que destaca GPT-31, son programas de inteligencia artificial capaces de generar flujos de texto coherente a partir de una instrucción. En un reciente experimento se programó un sistema de inteligencia artificial utilizando este modelo de lenguaje para que escribiera definiciones satíricas de términos científicos y académicos. He aquí algunas de las respuestas que “fabricó” el programa de inteligencia artificial (Hutson, 2021).

  • Literatura científica: Nombre dado a los artículos que publican otras personas, citados por científicos que en realidad no los han leído.
  • Científico: Contingente basado en la ciencia, dedicado a realizar trabajos para los que no hay tiempo material en una sola vida.
  • Investigación clínica: Investigación realizada en humanos, aunque a los investigadores no les gusta este tipo de trabajo porque los humanos no responden bien y son poco fiables.

Ciertamente, cualquier científico con la humildad suficiente para tener buen humor (e inteligencia), podría haber escrito estas mismas definiciones, con un intencionado tono jocoso. Pero lo hizo un programa informático que solo hizo –aunque bastante bien– lo que le instruyó su programador. En definitiva, la inteligencia artificial arrastra la doble condena de servir para un fin que ella misma no ha elegido y de no experimentar la alegría de alcanzar sus metas ni la frustración de no haberlo conseguido… quizá porque no entiende los “porque sí”, ni se contradice a sí misma, como hacemos con tanta frecuencia los seres humanos. 

Medicamentos con nuevos principios activos o biosimilares

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Valoración de la innovación terapéutica en PAM

Es importante indicar que se valora el grado de innovación. Todos los medicamentos, sean innovadores o no, tienen utilidad terapéutica, en tanto que su autorización por las autoridades sanitarias implica que han demostrado rigurosamente su eficacia, su seguridad, su calidad y las condiciones de uso (incluyendo la información contenida en la ficha técnica – sumario de características – y en el prospecto del medicamento). Por tanto, la valoración que se hace se refiere a la incorporación, en el grado que se determine, de algún elemento innovador con respecto a otros medicamentos autorizados previamente para iguales o similares indicaciones terapéuticas o, en su caso, cubriendo la ausencia de éstas.

Asimismo, debe considerarse que ésta es una evaluación que se practica coincidiendo con la comercialización inicial del medicamento. Se trata, por consiguiente, de una valoración provisional de la innovación realizada en función de la evidencia clínica disponible hasta el momento, lo que no prejuzga, en ningún caso, la disponibilidad posterior de nuevas evidencias científicas (de eficacia o de seguridad) en la indicación autorizada o el potencial desarrollo y autorización, en su caso, de nuevas indicaciones terapéuticas o la imposición de restricciones de uso en las anteriores. 

Se consideran tres posibles niveles, adjudicados en función de la relevancia de la(s) innovación(es) presentes en el nuevo medicamento, siempre en relación al arsenal terapéutico disponible clínicamente en España en el momento de la comercialización:

  • SIN INNOVACIÓN (*). No implica aparentemente ninguna mejora farmacológica ni clínica en el tratamiento de las indicaciones autorizadas.
  • INNOVACIÓN MODERADA (**). Aporta algunas mejoras, pero no implica cambios sustanciales en la terapéutica estándar.
  • INNOVACIÓN IMPORTANTE (***). Aportación sustancial a la terapéutica estándar.

Se distinguen dos niveles de evidencia científica para los aspectos innovadores de los nuevos medicamentos:

Evidencia clínica: mediante estudios controlados, específicamente diseñados y desarrollados para demostrar la eficacia y la seguridad del nuevo medicamento, con demostración fehaciente de lo que puede ser un avance o mejora sobre la terapia estándar hasta ese momento, en el que caso de que exista.

Plausibilidad científica (potencialidad): existencia de aspectos en el medicamento que teórica y racionalmente podrían mejorar la terapéutica actual, pero que no han sido adecuadamente demostrados mediante ensayos clínicos, bien por motivos éticos o bien por imposibilidad de realización en el momento de la comercialización del nuevo medicamento: perfil de interacciones, mecanismos nuevos que permiten nuevas vías terapéuticas, nuevos perfiles bioquímicos frente a mecanismos de resistencia microbiana, posibilidad de combinar con otros medicamentos para la misma indicación terapéutica, efectos sobre el cumplimiento terapéutico (por mejoras en la vía, número de administraciones diarias, etc.), mejora de la eficiencia económica, etc.

El rigor de los datos contrastados mediante ensayos clínicos controlados (evidencia clínica) es determinante en la valoración de la innovación, mientras que las potencialidades solo pueden ser valoradas accesoriamente, como aspectos complementarios de esta valoración. En ningún caso, un medicamento es valorado con un nivel de innovación importante en función de sus ventajas potenciales, si no aporta otras ventajas demostradas clínicamente. Se analizan cinco aspectos de la innovación: clínica, molecular, toxicológica, físico-química y económico-tecnológica. Como ya se ha indicado, la fundamental y determinante es la novedad clínica.