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Las reinfecciones por SARS-CoV-2 ocurren, pero en una escasa proporción de la población

La evolución de la pandemia y la amplia capacidad diagnóstica de algunos países han permitido el desarrollo de estudios a nivel poblacional que permiten ampliar el conocimiento sobre la epidemiología de la COVID-19. Como ejemplo se puede poner un trabajo desarrollado en Dinamarca (país donde las pruebas diagnósticas PCR son gratuitas y pueden acceder a ellas tanto ciudadanos sintomáticos como asintomáticos), el más amplio sobre el riesgo de reinfección por SARS-CoV-2 realizado hasta la fecha. Se habían publicado previamente varios estudios, más pequeños y limitados, que apuntaban a tasas de reinfección menores al 1%. Esto se confirma ahora con una evidencia más robusta.

Los investigadores realizaron un estudio observacional retrospectivo con datos de aproximadamente 4 millones de individuos (casi el 70% de la población danesa) que durante 2020 habían sido sometidos a 10,6 millones de pruebas PCR, y analizaron la incidencia de infecciones durante la segunda ola de la epidemia en aquel país (entre los meses de septiembre y diciembre de 2020) para compararla con la proporción de ciudadanos con resultados PCR positivos y negativos durante la primera ola (de marzo a mayo de ese año); del análisis principal se excluyeron datos de personas con primoinfección entre ambos periodos y de fallecidos antes de la segunda ola. Adicionalmente, un análisis de cohortes alternativo comparó las tasas de infección durante el año entre ciudadanos con y sin confirmación de la infección en los 3 meses previos, investigando posibles diferencias por edad, sexo o tiempo desde la infección.

Durante la primera ola se evaluó a 533.381 personas, de las cuales 11.727 (2,2%) tuvieron una PCR positiva; una gran proporción de ellos fueron elegibles para el seguimiento durante la segunda ola (525.339), de los cuales 11.068 (2,11%) habían sido positivos en la primera. Entre estos últimos, solo 72 pacientes (0,65%; IC95% 0,51-0,82) tuvieron un nuevo resultado positivo durante la segunda ola en comparación con 16.819 positivos (3,27% de un total de 514.271 sujetos; IC95% 3,22-3,32) que no se habían infectado –tuvieron PCR negativa– durante la primera ola (RR ajustada= 0,195; IC95% 0,155-0,246). La protección contra la reinfección era del 80,5% (IC95% 75,4-84,5) entre quienes habían tenido una PCR positiva en la primera ola. No se detectó ningún caso de triple infección. El análisis alternativo de cohortes arrojó unas estimaciones similares (RR ajustado= 0,212 y protección frente a la reinfección del 78,8%), si bien reveló que aquellos individuos de 65 años o mayores presentaban una protección frente a la reinfección más reducida, del 47,1% (IC95% 24,7-62,8). No se observaron diferencias significativas, en cambio, en la protección frente a la reinfección en función del sexo (78,4% en hombres y 79,1% en mujeres) ni evidencia de una reducción de la protección según el tiempo desde la primoinfección, mantenida en torno al 80% al menos 6 meses (79,3% tras 3-6 meses de seguimiento vs. 77,7% tras ≥ 7 meses).

Estos hallazgos pueden contribuir a la priorización de determinados grupos poblacionales en la vacunación, incluyendo individuos previamente infectados, ya que prueban que la inmunidad “natural” por haber superado la infección no es del todo protectora, especialmente en personas mayores, que tienen un mayor riesgo de volver a contagiarse. Además, confirman que las reinfecciones son posibles, pero poco frecuentes, no jugando un papel demasiado relevante en la epidemiología de la enfermedad.

Vacuna de AstraZeneca y riesgo de trombosis

La vacuna de AstraZeneca (Vaxzevria®) fue la tercera en aparecer en el escenario pandémico español como herramienta para luchar contra la COVID-19. Se trata de una vacuna de vector viral en torno a la cual ya comenzó cierta polémica desde antes de su autorización debido a ciertas incidencias en los ensayos clínicos que rápidamente saltaron a la prensa. Además, los resultados de eficacia iniciales, inferiores a los de las vacunas de ARN mensajero, junto con la restricción de su uso por edad, le propiciaron una imagen ante la población de “peor” vacuna con respecto a las demás. En España, es la vacuna con la que se ha vacunado a gran parte de los equipos de las farmacias, equipos docentes, cuerpos y fuerzas de seguridad del estado y emergencias.

El día 11 de marzo Dinamarca suspendió la administración de la vacuna tras la aparición de varios casos de trombosis en Europa, a la espera de un pronunciamiento de la EMA (Agencia Europea del Medicamento). Inmediatamente, comienza una reacción en cascada donde otros países europeos se unen a la suspensión, a la que finalmente se suma España, primero retirando algunos lotes en algunas Comunidades Autónomas (con la consiguiente confusión para la población) y, finalmente, el día 16 de marzo, se suspende la administración de la vacuna. Quedamos entonces a la espera de que la EMA y luego la AEMPS revisasen los casos de trombos y se pronunciasen al respecto. Se trataba de unos casos específicos de acontecimientos trombóticos; entre otros, casos de trombosis venosa cerebral (concretamente, trombosis de senos venosos cerebrales) asociadas a una disminución del número de plaquetas en sangre.

El 18 de marzo la AEMPS publica las conclusiones del PRAC (Comité para la Evaluación de Riesgos de Farmacovigilancia Europeo) que afirma que el balance beneficio-riesgo de la vacuna frente a COVID-19 en la prevención de hospitalización y muerte sigue superando el riesgo de posibles reacciones adversas, y que no se considera que la administración de esta vacuna se asocie con un aumento del riesgo global de acontecimientos tromboembólicos en las personas vacunadas, si bien se podría asociar con casos muy poco frecuentes de formación de trombos con presencia de trombopenia, incluyendo trombosis de senos venosos cerebrales (TSVC). También se señala que no se han identificado problemas con lotes específicos de la vacuna.

Posteriormente, el 22 de marzo la empresa farmacéutica emitió un comunicado adelantando los excelentes resultados del ensayo clínico llevado a cabo en varios países en el que se concluía que la vacuna tenía una eficacia del 79% para prevenir infección COVID-19 con síntomas de cualquier tipo y gravedad, incluso en mayores de 65 años, y lo que es más importante, una eficacia del 100% para prevenir COVID-19 grave que precise hospitalización en todos los grupos de edad. Ese mismo día el Ministerio de Sanidad emite una nota de prensa en la que se hace eco de estos resultados, acuerda reiniciar la vacunación con AstraZeneca y ampliar hasta los 65 años el límite de edad para su administración. Estos datos daban un respiro a la imagen de la vacuna, descanso que duraría poco.

El día 6 de abril, el responsable de vacunas de la EMA comunica en unas declaraciones a la prensa que existe una relación entre los casos de trombos asociados a trombopenia y la vacuna, pasando a formar parte de las reacciones adversas graves y raras de la misma.

Finalmente, el 7 de abril la AEMPS emite una nota de seguridad en la que traslada las conclusiones del PRAC (Comité para la Evaluación de Riesgos en Farmacovigilancia Europeo) en las que expone que tras la administración de la vacuna pueden aparecer, muy raramente, trombosis en combinación con trombopenia, como trombosis de senos venosos cerebrales (TSVC), en abdomen (trombosis de venas esplácnicas) y trombosis arterial, que los casos identificados se han presentado mayoritariamente en mujeres de menos de 60 años en las dos semanas posteriores a la administración de la vacuna y que no se han identificado factores de riesgo específicos para su aparición. A fecha de 22 de marzo, se habían notificado en Europa y Reino Unido, 62 casos de TSVC y 22 de trombosis de venas esplácnicas, de los cuales 18 fallecieron. Hasta esa fecha, 25 millones de personas habían recibido esta vacuna.

A partir del 8 de abril en España se deja de vacunar con Vaxzevria® a los menores de 60 años, administrándose solo a pacientes entre 60 y 65 años. Esta es la situación a la fecha de la redacción de este artículo, aunque es posible que en los próximos días se amplíe su uso hasta los 69 años.

La SEMFYC lanza una guía del “No hacer” en vacunas contra la COVID-19

El Grupo de Prevención de Enfermedades Infecciosas de la SEMFYC (Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria) ha emitido un documento que recoge 13 recomendaciones acerca de qué “no hacer” en la vacunación contra el SARS-CoV2. Resulta interesante mencionarlas porque resuelven muchas dudas que se presentan como profesionales sanitarios o a través de los pacientes.

Las trece recomendaciones son:

  • No intercambiar las diferentes vacunas contra la COVID-19 para completar la pauta de vacunación.
  • No dejar de vacunar porque haya habido reacciones posvacunales leves en anteriores ocasiones.
  • No dejar de vacunar porque se presenten enfermedades agudas leves con o sin fiebre, o porque se estén tomando antibióticos.
  • No reiniciar la pauta de vacunación una vez haya comenzado aunque se hayan alargado los intervalos entre dosis más de lo recomendado.
  • No administrar la vacuna contra la COVID-19 a las personas en cuarentena por contacto estrecho, con síntomas sospechosos de COVID-19 o con COVID-19 confirmada hasta que hayan finalizado el aislamiento.
  • No solicitar serología ni antes ni después de la vacunación de forma sistemática.
  • No administrar sistemáticamente paracetamol para prevenir los posibles efectos secundarios de las vacunas contra la COVID-19.
  • No rechazar un tipo u otro de vacuna, no se puede elegir qué vacuna administrar.
  • No dejar de cumplimentar las medidas de protección general aconsejadas pese a estar vacunado.
  • No administrar una vacuna frente al SARS-CoV-2 antes de 7 días de haber administrado cualquier otra vacuna.
  • No dejar de vacunarse por el hecho de haber pasado la infección.
  • No desaconsejar sistemáticamente la vacunación por presentar previamente alergias a alimentos o medicamentos.
  • No dejar de vacunar a un paciente con cáncer o inmunosupresión por la falta de información específica.

Seroprevalencia de enfermedades inmunoprevenibles en España

En España tenemos elevadas coberturas vacunales, sobre todo en lo que a vacunas infantiles se refiere. Esto es en gran parte gracias al refuerzo y seguimiento por parte de los profesionales sanitarios y la confianza de la población en las vacunas. En esto, España se diferencia con respecto a otros países de nuestro entorno, donde la reticencia a la vacunación fue considerada en 2019 por la Organización Mundial de la Salud una de las 10 principales amenazas para la salud mundial. Se trata de un peligro real, ya que, si se pierde la confianza en la vacunación y descienden las coberturas, pueden volver a aparecer brotes de enfermedades que estaban controladas. Así ha ocurrido con el sarampión, que ha sufrido un aumento del 30% de los casos a nivel mundial, a pesar de existir una vacuna altamente efectiva.

A nivel nacional contamos con un calendario interterritorial que tradicionalmente contemplaba las vacunas pediátricas, pero que en la actualidad ha incorporado también las vacunas del adulto para resaltar así la importancia de la vacunación a lo largo de la vida y no solo en la infancia. En la vacunación del adulto, donde las coberturas no son tan ideales como las de las vacunas pediátricas, es clave el papel de la Farmacia Comunitaria. El nuestro es un calendario en constante evolución que se va actualizando con las últimas evidencias. Anualmente, se revisa la seroprevalencia de las enfermedades prevenibles con vacunas y las coberturas de las mismas. Esto, junto con la evidencia disponible, ayuda a conocer el funcionamiento de los programas de vacunación.

El reciente “segundo estudio de seroprevalencia” viene a actualizar el que se llevó a cabo en 1996, hace ya más de 20 años. En este periodo se han introducido nuevas vacunas y se han producido diversas modificaciones, así que los resultados dan una idea del impacto del programa. El objetivo del estudio es estimar la prevalencia de polio, difteria, tétano, tosferina, sarampión, rubeola, parotiditis, varicela, enfermedad meningocócica invasiva por serogrupo C, hepatitis A, B, C, E y VIH en personas de 2 a 80 años. En paralelo, uno de los objetivos específicos es conocer las coberturas de vacunación de personas nacidas a partir de 1985 e identificar grupos de edad con bajas coberturas. También se buscó medir la percepción que tiene la población en cuanto a la importancia de la vacunación.

Se trata de un estudio descriptivo transversal, con una estructura similar al de 1996. para poder comparar los resultados obtenidos con el anterior. Se tomaron muestras a pacientes de 2 a 80 años que acudían a los centros de extracción sanguínea, bien por actividades preventivas o bien por controles periódicos de seguimiento, y se midieron los títulos de anticuerpos. Se excluyeron aquellos pacientes con enfermedades o tratamientos inmunosupresores. Como el sistema de reclutamiento a través de los pacientes que acudían a los centros de extracción quedó corto en algunos grupos de edad (menores y jóvenes, sobre todo), se combinó cuando fue necesario con la selección aleatoria y cita en el centro de salud. A los participantes se les realizó una entrevista de unos 10 minutos. Participaron 19.591 personas.

Algunos datos interesantes en cuanto a la reticencia a la vacunación fueron os siguientes. El 94,5% opina que las vacunas son eficaces; de ellos, el 96,3% son personas de 20 a 29 años y el 89,8% de 70 a 80 años. El 88,4% piensa que las vacunas son productos seguros y de entre ellos; la mayoría, el 92,7% son personas de entre 15 y 19 años. El 73,3% de la población piensa que los adultos deben vacunarse. Es muy interesante el dato de que solo el 53% de los encuestados creen que reciben información suficiente sobre vacunas por parte de los profesionales sanitarios y, de ellos, los jóvenes son los que menos satisfechos están (46,2% personas de entre 20 y 29 años frente al 63% de las personas entre 70 y 80 años). Dentro de la vacunación frente al VPH, se pueden resaltar tres aspectos: destaca que las mujeres le dan más importancia a la vacunación (81,6% frente al 74,7% de los hombres), que los padres de nacionalidad española vacunan más a sus hijas (69,1%) que los extranjeros (62,8%), y que los jóvenes consideran más importante la vacunación que los mayores (85,4% personas con edades entre 15 y 19 años frente al 62,6% entre los 70 y los 80 años).

Entre otras conclusiones, destacan las siguientes:

  • Triple vírica: en relación con la rubeola, contamos con una inmunidad superior al 95%, mayor incluso en mujeres, lo cual pone en valor la capacidad protectora de la vacuna a lo largo del tiempo. Sin embargo, en lo que respecta a sarampión, se observa que los anticuerpos descienden desde los 10 a 15 años hasta los 30-39 años, siendo el descenso más pronunciado en el grupo de 20-29 años, posiblemente porque hace mucho tiempo que recibieron la última dosis y, además, por la posibilidad de que exista falta de contacto con el virus salvaje. En el caso de parotiditis, los anticuerpos descienden a partir de los 14 años, volviendo a aumentar a los 30. Es interesante valorar, por tanto, estrategias de vacunación a medio y largo plazo.
  • Con respecto a la poliomielitis, hay buenos niveles de anticuerpos en todas las edades.
  • En el caso de la difteria, los niveles de anticuerpos comienzan a descender a partir de los 30 años. Afortunadamente, por una parte, la vacunación infantil evita la transmisión secundaria, y por otra, vacunar en la edad adulta contra el tétanos con la vacuna combinada difteria-tétanos es una buena estrategia para mantener los anticuerpos a raya. Los anticuerpos del tétanos, en cambio, descienden de forma importante a partir de los 50 años, y sobre todo, a partir de los 60, donde es importante el trabajo de concienciación desde las farmacias a estos grupos de edad acerca de la vacunación. La tosferina circula a todas las edades entre la población.
  • Varicela: la introducción de esta vacuna en el calendario hace que, a diferencia de los estudios anteriores, tengamos títulos de anticuerpos importantes en la población infantil. La reciente inclusión de la vacuna hace que sea pronto para evaluar los efectos de la vacunación infantil en otros grupos poblacionales.
  • Con respecto al meningococo, la existencia de anticuerpos protectores frente a la enfermedad meningocócica invasiva por serogrupo C es cercana al 75% en las cohortes que se han beneficiado de la vacunación sistemática en la adolescencia (entre 12 y 16 años de edad). Además, se muestra una inmunidad más duradera y mayor protección en estos grupos de edad.
  • Hepatitis B: la vacunación sistemática –primero en la adolescencia y luego en la infancia– muestra dos picos de títulos elevados y resultados generales óptimos en cuanto a protección comunitaria frente a la enfermedad.

Primeros datos de efectividad de las vacunas de ARN mensajero

Hemos seguido muy de cerca el desarrollo de las primeras vacunas usadas contra la COVID-19, celebrando los asombrosos resultados de eficacia de las mismas: mientras la FDA (Agencia Americana del Medicamento) se conformaba con vacunas que superasen el 50% de eficacia, las vacunas de ARNm arrojaron unos porcentajes rondando el 95%.

Como se ha comentado en esta sección en números previos de Panorama Actual del Medicamento, la principal diferencia entre efectividad y eficacia reside en que, mientras la eficacia se mide en ensayos clínicos, con entornos y pacientes estrechamente controlados, la efectividad solo se muestra cuando empezamos a administrar la vacuna en población real. Aquí entran en juego otros factores, tales como la inmunidad de grupo, el transporte y conservación, la administración o el comportamiento en pacientes con comorbilidades, inmunodepresión o inmunosenescencia. Muy importante este último punto, es decir, ver cómo se comportan las vacunas en población mayor, ya que es en este grupo poblacional donde, por una parte, el virus es devastador, y por otra, las vacunas suelen perder capacidad protectora al estar el sistema inmunitario más debilitado.

Por eso, es ahora, con la cantidad suficiente de vacunas de ARN mensajero administradas y el tiempo necesario para ver el comportamiento de las mismas, cuando se pueden obtener los primeros datos de efectividad.

EFECTIVIDAD TRAS LA PRIMERA Y LA SEGUNDA DOSIS

El New England Journal of Medicine ha publicado un estudio realizado entre finales de 2020 y principios de 2021 en el que se ha medido la efectividad en más de un millón de pacientes con una edad media de 45 años. En dicho estudio se midió dicha efectividad tras la primera dosis de la vacuna (en concreto entre los días 14 y 20), y a los 7 días tras la segunda dosis.

Los resultados fueron los siguientes: la efectividad de la vacuna para prevenir la infección era del 46% tras la primera dosis y del 92% tras la segunda. Frente a COVID sintomático se obtuvo una efectividad del 57% tras la primera dosis y del 94% tras la segunda, y para prevenir la enfermedad grave del 62% tras la primera dosis y del 92% tras la segunda. Estos resultados fueron similares en todas las edades (hasta los 70 años) pero descendieron ligeramente en pacientes pluripatológicos.

EFECTIVIDAD EN MAYORES

En Israel, ya se ha vacunado alrededor del 90% de los mayores de 60 años con dos dosis de la vacuna de Pfizer. En los primeros meses del año se observó un descenso del 41% en casos confirmados de infección y un 31 % en las hospitalizaciones. Adicionalmente, se comprobó que las personas vacunadas tenían una menor carga vírica, lo que puede ser indicativo de que la vacuna dificulta la transmisión del virus. Esta capacidad de la vacuna de hacer que los vacunados no transmitan la infección, lo que se conoce como inmunidad esterilizante, es una de las propiedades que se esperan con más anhelo, ya que sería un golpe estratégico contra la pandemia. Cabe señalar que, aunque estos resultados son muy esperanzadores, a fecha de publicación de este artículo no se tiene evidencia lo suficientemente robusta de que los vacunados dejen de transmitir la infección, y es por esto que se debe seguir recomendando que los vacunados continúen con las mismas medidas de seguridad mantenidas durante la pandemia.

Muy interesantes los resultados de otra publicación aún no revisada por pares (preprint) donde también se estudiaron los datos de eficacia en población mayor de 60 años. Se observó una efectividad del 72% en la reducción de casos tanto sintomáticos como asintomáticos a las 2 semanas después de la segunda dosis, pero lo que es más importante, la vacunación conseguía reducir el 83% de las hospitalizaciones por coronavirus y el 86% de los casos graves. Además, entre la tercera y la cuarta semana tras la segunda dosis, la efectividad en casos graves y hospitalizaciones alcanzaría cifras superiores al 90%.

Para terminar con otros resultados favorables, datos de Inglaterra nos muestran que, tras vacunar a pacientes octogenarios con la vacuna de Pfizer/BioNTech (Comirnaty®), incluidas personas institucionalizadas, los casos sintomáticos a las 3 semanas después de la primera dosis se reducen más del 50%. Estos pacientes, además, tienen la mitad de probabilidades de hospitalizaciones y muertes. El estudio de efectividad en estos grupos está entre el 60% y el 70%, lo que es consistente con los datos de Escocia, que hablan de una protección alrededor del 75% tras la primera dosis.

EFECTIVIDAD EN PROFESIONALES SANITARIOS

Al ser los profesionales sanitarios de primera línea los primeros en recibir la vacuna, se dispone ya de literatura que también habla de la efectividad en estos colectivos. En un estudio retrospectivo de cohortes, se comprobó que la tasa ajustada de reducción de la infección fue del 30% (IC95% 2-50) durante los primeros 14 días tras la primera dosis y del 75 % en la segunda quincena. Si nos referimos a casos sintomáticos, se obtuvo una reducción del 47% en los primeros 15 días y del 85% en los 15 días siguientes después de la primera dosis.

En Reino Unido se llevó a cabo un emblemático estudio conocido con SIREN en el que también se hizo seguimiento de los profesionales sanitarios, donde las coberturas de vacunación con Comirnaty® son del 89%. En este estudio se observa una eficacia en la prevención de la infección, con o sin síntomas, del 72% a las tres semanas de la primera dosis y del 86% a la semana de la segunda dosis.

Por último, cabe mencionar el HEROES RECOVER, donde se midió la capacidad para prevenir COVID-19 tanto sintomático como asintomático en profesionales sanitarios de primera línea a través de la vacunación. El estudio se llevó a cabo en 8 lugares diferentes de Estados Unidos entre el 14 de diciembre de 2020 y el 13 de marzo de 2021, y en él participaron 3.950 sanitarios de primera línea, de los cuales 477 recibieron una dosis de la vacuna y 2.479 recibieron dos dosis. La incidencia de COVID-19 tanto sintomática como asintomática fue, en no vacunados, de 1,38 positivos por cada 1.000 personas/día; los vacunados con una dosis tuvieron una incidencia de COVID-19 de 0,19 casos por 1.000 personas/día, mientras que los vacunados con dos dosis tuvieron 0,04 casos por 1.000 personas/día. Los casos positivos se confirmaron con PCR tanto de forma rutinaria como al presentar alguno de los siguientes síntomas: fiebre, escalofríos, tos, dificultad para respirar, dolor de garganta, diarrea, dolor muscular o pérdida del gusto o el olfato. La efectividad para prevenir la infección fue del 90% en vacunados, y del 80% en sanitarios vacunados con una dosis.

COVID-19: un gran reto de Salud Pública

Resumen

Por todos es ya sabido que la COVID-19 es la enfermedad derivada de la infección por el coronavirus SARS-CoV-2. Si bien hay problemas de salud más letales y probablemente más ignorados a nivel mundial, el extraordinario impacto social y económico que, además de la innegable carga sanitaria, ha tenido y continúa teniendo la COVID-19 desde principios del año 2020, hace que a día de hoy sea indudablemente uno de los principales retos –si no el mayor– para alcanzar una buena salud a nivel internacional. Toda vez que se ha cumplido un año desde la declaración oficial de pandemia por parte de la OMS, la COVID-19 ha enseñado que la salud debe promoverse constantemente y que la atención sanitaria solo es verdaderamente eficaz y protectora si todas las personas tienen un acceso equitativo.

En términos clínicos, la infección por SARS-CoV-2 tiene una amplia variabilidad de presentaciones, que dependen en gran medida del estado de salud previo de la persona. Aunque una amplia proporción de infectados son asintomáticos, los signos clínicos más comunes incluyen síntomas respiratorios, fiebre, tos, disnea y alteraciones del gusto u olfato. En los casos más severos cursa con neumonía o síndrome respiratorio agudo severo, pudiendo aparecer diversas complicaciones que, en una proporción nada desdeñable de pacientes, conducen a la muerte. A pesar de las drásticas medidas sanitarias y sociales –nunca antes vistas– que muchos países han tomado para frenar la expansión del virus, su impacto epidemiológico global ha sido muy importante: a modo de ejemplo, a fecha de 23 de marzo de 2021, las cifras oficiales de la OMS recogían un total de 123 millones de casos de infección confirmados y más de 2,7 millones de muertes en todo el mundo.

De modo interesante, en este periodo se ha desarrollado un esfuerzo investigador sin precedentes, que ha permitido la rápida evolución de la farmacoterapia y un rápido conocimiento de diversas características microbiológicas del virus. Todo ello ha permitido que se hayan aprobado varios medicamentos para tratar, e incluso prevenir la aparición de COVID-19. El presente artículo constituye una revisión monográfica sobre la patología, abordando de forma resumida la etiopatogenia de la enfermedad, su epidemiología y aspectos clínicos; se profundiza en mayor medida sobre el estado actual de desarrollo de la terapéutica y la profilaxis farmacológicas, para centrar el foco, finalmente, sobre el papel asistencial que el farmacéutico puede desarrollar en términos de educación sanitaria y de contribución a la prevención y la optimización de los tratamientos.

Introducción: antecedentes

Hasta el año 2020 el coronavirus humano más conocido era el SARS-CoV, un virus que infecta el tracto respiratorio tanto en su parte superior como inferior y que fue identificado por primera vez a finales de febrero de 2003 tras el brote del Síndrome Respiratorio Agudo y Severo (SARS1), iniciado el año previo en Asia (China y otros 4 países). Provocó una ola epidémica en la que más de 8.000 personas se infectaron, entre el 20-30% de pacientes requirieron ventilación mecánica y tuvo una mortalidad cercana al 10% (cifra superior en personas ancianas y con comorbilidades), motivando que la Organización Mundial de la Salud (OMS) emitiera una alerta sanitaria global. La enfermedad se propagó a más de dos docenas de países en Norteamérica, América del Sur, Europa y Asia antes de que se pudiera contener el brote; desde el año 2004, no ha habido ningún caso conocido. Si bien la tasa de letalidad por la enfermedad con los criterios actuales de “definición de caso” de la OMS rondaría el 3%, inferior al 10% calculado en su momento, fue la primera enfermedad transmisible que emergía en el siglo XXI con una clara capacidad de expandirse a través de las rutas de viajes aéreos internacionales.

Posteriormente, en 2012, se identificó en Arabia Saudí un nuevo tipo de coronavirus que fue a la postre bautizado como el coronavirus del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS-CoV2) y que motivó la emisión de otra alerta sanitaria mundial por parte de la OMS. Parecía que el MERS-CoV no se transmitía fácilmente de persona a persona y que la mayoría de personas infectadas –con origen zoonótico– no transmitían el virus; sin embargo, se reportaron algunos casos de transmisión entre humanos en Francia o Túnez. Hacia finales de 2013, se habían registrado 124 casos confirmados en Arabia Saudí, con un balance de 52 muertes. Más tarde, a mediados de 2014, se reportaron 2 casos de infección por este virus en EE.UU. (en profesionales de la salud que habían estado en Arabia Saudí y volvieron a América) y, ya en 2015, también se registró un brote importante en Corea del Sur (uno de los mayores fuera de Oriente Medio), cuando un hombre que había viajado a Oriente Medio visitó 4 hospitales diferentes en Seúl para tratar su enfermedad. Hasta diciembre de 2019, se habían confirmado –por pruebas de laboratorio– un total 2.494 casos y 858 muertes por infección por MERS-CoV en un total de 27 países, lo que supone una tasa de mortalidad estimada en un 34%.

La enfermedad causada por coronavirus o COVID-19 –acrónimo derivado del inglés coronavirus disease 2019 (así designada porque inicialmente al agente etiológico se le llamó “2019 novel coronavirus” o “2019-nCoV”)– es una patología infecciosa causada por el virus zoonótico denominado SARS-CoV-2. Este virus emergió por primera vez como patógeno humano en China a finales de 2019. El 31 de diciembre de ese año las autoridades sanitarias locales de la ciudad de Wuhan (una metrópoli de 11 millones de habitantes en la provincia de Hubei) informaron en primera instancia de un grupo de 27 casos de neumonía de etiología desconocida, incluyendo 7 casos graves, con una exposición común a un mercado mayorista de marisco, pescado y animales vivos en esa ciudad. El inicio de los síntomas del primer caso oficialmente reconocido fue el 8 de diciembre de 2019, y el 7 de enero de 2020 las autoridades chinas identificaron como agente causante del brote al nuevo tipo de virus de la familia Coronaviridae, cuya secuencia genética casi completa se hizo pública rápidamente, el 12 de enero (Gralinski et al., 2020). Los análisis filogenéticos revelaron posteriormente una relación más estrecha del citado virus con el SARS-CoV (homología en torno al 79%) que con otros coronavirus que infectan a los humanos, incluido el MERS-CoV (en torno al 50%).

En esa primera quincena de enero de 2020, la OMS publicó una serie de orientaciones provisionales para todos los países sobre cómo prepararse ante la posible llegada de este virus, respecto a la forma de controlar a las personas enfermas, el análisis de muestras, el tratamiento de pacientes y el control de la infección en centros de salud. A todas luces, estas recomendaciones, limitadas por el escaso conocimiento científico hasta entonces disponible, no fueron suficientemente eficaces y la trayectoria del brote fue imposible de predecir a pesar de la implementación de las estrategias clásicas de salud pública en muchos países.

La OMS lo declaró el día 30 de enero como una Emergencia de Salud Pública de Importancia Internacional, es decir, “un evento extraordinario que constituye un riesgo para la Salud Pública de otros Estados a causa de la propagación internacional de una enfermedad, que puede exigir una respuesta internacional coordinada”. Tal declaración suponía, por aquel entonces, que la situación era: grave, inusual o inesperada, tenía implicaciones para la salud pública más allá de las fronteras del Estado inicialmente afectado y podría requerir una acción internacional inmediata; su principal objetivo era garantizar la aplicación del Reglamento Sanitario Internacional3. Pese a todo, durante los meses de enero a marzo de 2020 asistimos a la rápida propagación de la epidemia por la práctica totalidad de países del mundo –en mayor o menor grado–, debido a la relativamente fácil transmisión persona-persona del virus por vía aérea a través de secreciones (gotículas emitidas al toser o estornudar) y aerosoles respiratorios (generados incluso al hablar). El incremento del número de contagios y defunciones por la enfermedad en ese primer trimestre del año, con una importante transmisión comunitaria confirmada en muchos países de Europa y otros continentes, llevó a la OMS a calificar a la enfermedad provocada por el nuevo coronavirus como pandemia el día 11 de marzo (Hu et al., 2021).

Fundamentalmente a partir de ese momento, en España, como en otros territorios, se establecieron medidas urgentes de salud pública ante la escalada de contagios. El 12 de marzo, en línea con las recomendaciones del Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades (ECDC), se extendieron las medidas de distanciamiento social a todo el país. El 14 de marzo, el Gobierno aprobó el Real Decreto 463/2020 que declaraba el Estado de Alarma, con medidas drásticas para proteger la salud de los ciudadanos, contener la propagación de la COVID-19 y reforzar el Sistema Nacional de Salud; entre ellas, destacó la limitación de la movilidad y libre circulación de personas, la reclusión domiciliaria o confinamiento, y el cierre de diversas actividades económicas o educativas. Toda vez que tras esa primera ola las graves cifras de contagios, hospitalizaciones y muertes se estabilizaron, se inició un proceso de transición en el que las autoridades plantearon el levantamiento gradual de las medidas de contención en una serie de fases, que acabarían el día 21 de junio tras la aprobación de normas legales (por ejemplo, el Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio) que fijaron medidas de prevención y coordinación para hacer frente a la emergencia sanitaria ocasionada por la COVID-19. A partir de entonces, se han sucedido varias oleadas de transmisión comunitaria en diversos países que han hecho incrementar dramáticamente las cifras de contagios y muertes, y que han conducido a nuevas restricciones en España, como los cierres perimetrales de municipios y territorios e incluso la declaración de un nuevo Estado de Alarma por parte de las autoridades en noviembre de 2020, todo ello con importantes consecuencias sociales y económicas. En definitiva, un contexto sanitario excepcional, no vivido al menos en el último siglo, que ha removido conciencias y se ha convertido en el principal desafío para la salud pública y la estabilidad socioeconómica en muchas décadas.

Desde el inicio del brote de COVID-19 en China, la investigación biomédica en torno al nuevo coronavirus, su desarrollo epidemiológico y clínico, y sobre posibles herramientas terapéuticas y preventivas ha avanzado a una velocidad extraordinaria, nunca antes vista. La evidencia científica se ha ido, pues, generando al mismo tiempo que los acontecimientos, y actualizando dinámicamente. El presente informe recoge un resumen de la información disponible tras poco más de 1 año de la declaración de pandemia, pero se debe consultar con cautela, ya que podrían aparecer nuevas evidencias que hagan que esté desactualizado o incluya datos contradictorios con el conocimiento científico vigente. Para mayor información, se recomienda consultar la “Información Científico-Técnica” que actualiza periódicamente el Ministerio de Sanidad, disponible en la siguiente dirección.

Etiopatogenia

En conjunto, los coronavirus son un grupo amplio y diverso de virus de ARN monocatenario y de sentido positivo, esféricos (100-160 nm de diámetro) y envueltos, que pertenecen a la subfamilia Orthocoronavirinae dentro de la familia Coronaviridae (orden Nidovirales). Se descubrieron por primera vez en la década de 1960 y, desde entonces, se ha probado ampliamente su capacidad para causar infección en los seres humanos y en una variedad de animales (incluyendo aves y mamíferos, como camellos, gatos y murciélagos), además de su capacidad para evolucionar epidemiológicamente, pudiendo cruzar barreras entre especies, mutar y mostrar un tropismo específico de tejido. El ARN de los coronavirus presenta una capucha metilada en el extremo 5’ y una cola poliadenilada (poli-A) en el extremo 3’, que le aportan un gran parecido al ARN mensajero del hospedador.

El término que los designa deriva de la visualización a través de microscopía electrónica de una serie de proyecciones proteicas (peplómeros) en los viriones –forma infecciosa del virus– que salen de la envoltura y determinan el tropismo por su hospedador. Se clasifican, en función de sus relaciones filogenéticas y estructura genómica, en 4 géneros principales: AlphacoronavirusBetacoronavirusGammacoronavirus y Deltacoronavirus. Actualmente, se conocen 6 tipos de coronavirus que infectan a humanos, además del “nuevo” coronavirus, a saber: HCoV-229E, HCoV-OC43, HCoV-NL63 y HCoV-HKU1, endémicos a nivel global (suponen un 10-30% de las infecciones leves del tracto respiratorio superior en adultos) y que solo pueden provocar cuadros graves en población pediátrica y adultos de edad avanzada, y los previamente citados SARS-CoV y MERS-CoV, que tienen una mayor patogenicidad y pueden provocar síndromes respiratorios más severos.

En líneas generales, se había descrito que los coronavirus inician su replicación con la entrada de los viriones cuando pierden su envoltura y depositan su ARN viral en el citoplasma de la célula eucariota, donde el parecido con el ARNm del hospedador le permite adherirse directamente a los ribosomas para su traducción. Allí, el ARN viral se emplea como plantilla para traducirse directamente en la poliproteína 1a/1b, en la cual están unidas todas las proteínas que formarán el complejo de replicación-transcripción en vesículas de doble membrana. A partir de dicho complejo, se sintetizan diversos ARN subgenómicos codificantes para los polipéptidos y proteínas (estructurales y no estructurales) que determinan la biología del virus y la simetría helicoidal de su nucleocápsida (Chen et al., 2020).

Encuadrado taxonómicamente en la subfamilia Betacoronavirus, el SARS-CoV-2 es, pues, un coronavirus de ARN monocatenario (+ssRNA, por sus siglas en inglés) y envuelto, de unos 50-200 nm de diámetro cada virión, cuya secuencia genómica de referencia –de las primeras muestras secuenciadas– está compuesta por 29.903 nucléotidos y presenta una estructura y orden de los genes similar a otros coronavirus (Figura 1). En dicho genoma, el gen ORF1ab codifica una poliproteína que se divide en proteínas no estructurales. Tras él, se encuentran una serie de genes que codifican para las 4 proteínas estructurales del virus: S (espícula), E (envoltura), M (membrana) y N (nucleocápside); de todos ellos, el gen codificante para la proteína S es el más largo con 3.822 nucleótidos. La proteína N está en el interior del virión asociada al ARN viral y las otras están asociadas a la envuelta viral.

A diferencia de lo que ocurre para otros coronavirus causantes de patologías en humanos4, aún no está del todo claro el origen del SARS-CoV-2. Los estudios filogenéticos realizados sugieren que muy probablemente provenga de murciélagos (ha mostrado una homología de secuencias genéticas con los coronavirus que infectan a esta especie superior al 96%), y que de allí haya pasado al ser humano a través de mutaciones o recombinaciones sufridas en un hospedador intermediario, probablemente algún animal vivo del mercado de Wuhan; se planteó que ese animal pudiera ser el pangolín, bien de forma directa o indirecta (a través de otra especie), sin que se haya llegado todavía a una conclusión definitiva (Cyranoski, 2020; Hu et al., 2021).

De entre sus componentes, la proteína S o de la espícula (spike) del SARS-CoV-2, que forma las estructuras que sobresalen de la envuelta, es la más relevante en la fisiopatología de la enfermedad; una diferencia notable, por ejemplo, es que la proteína S del nuevo coronavirus es más larga que sus homólogas de murciélago, pero también que las del SARS-CoV y MERS-CoV. Se ha descrito que a través del dominio de unión al receptor (RBD, por sus siglas del inglés receptor binding domain) de la proteína S –concretamente, de la subunidad S1– los viriones se unen a la enzima convertidora de angiotensina 2 (ECA-25) de las células hospedadoras humanas, que actúa como receptor en muchos tejidos del organismo y principalmente en el tracto respiratorio (pneumocitos y células del epitelio nasal). La proteína S también permite –mediante la subunidad S2– la posterior fusión con la membrana celular, en un proceso en que también participa la proteasa transmembrana de serina 2 (TMPRSS2), para liberar el genoma viral en el interior de la célula humana (Figura 2).

La proteína S es una proteína trimérica de fusión (clase I) que existe en una conformación metaestable de prefusión antes de unirse a la célula diana, y contiene también un sitio de escisión polibásico en la unión entre las subunidades 1 y 2, característica típicamente relacionada con un aumento de la patogenicidad y la transmisibilidad en otros virus; ello puede explicar el importante número de tipos celulares que pueden verse infectadas por el SARS-CoV-2 –que incluyen también neuronas, enterocitos, cardiomiocitos, hepatocitos y células renales– y la consecuente variedad de manifestaciones clínicas. En resumen, la proteína S se considera el antígeno más relevante en el desarrollo de vacunas, habiéndose probado que los anticuerpos dirigidos contra ella neutralizan el virus y provocan una respuesta inmunitaria que previene la infección en animales (Hoffman et al., 2020; Yan et al., 2020).

Una vez en nuestro organismo, la infección por SARS-CoV-2 activaría el sistema inmunitario innato y puede generar una respuesta excesiva posiblemente relacionada con una mayor lesión pulmonar y peor evolución clínica. Si esa repuesta no consigue controlar eficazmente el virus, como en personas mayores o pacientes inmunodeprimidos, el virus se propagaría de forma más eficaz produciendo daño tisular pulmonar, que activaría a macrófagos y granulocitos, conduciendo a la liberación masiva de citoquinas pro-inflamatorias a partir de linfocitos T helper CD4+, sobre todo IL-6, IL-1β, TNF-α y GM-CSF (factor estimulante de colonias de granulocitos-macrófagos). Sin embargo, esa hiperactivación –conocida como síndrome de liberación de citoquinas (SLC) o tormenta de citoquinas y asociada a una mayor gravedad de la enfermedad– resulta insuficiente para controlar la infección y provoca una depleción linfocitaria conducente a un mayor daño tisular. Se asocia, además, al síndrome de insuficiencia respiratoria aguda o Síndrome de Distrés Respiratorio del Adulto (SDRA) que se ha descrito como la principal causa de mortalidad por COVID-19. Aunque persisten dudas sobre la patogénesis del SLC por SARS-CoV-2, en pacientes con cuadros graves se ha observado una mayor concentración plasmática de varias citoquinas: IL-1β, IL-6, IL10, GM-CSF, interferón (IFN), proteína quimiotáctica de monocitos 1 (MCP-1), TNF-α, etc. (Asselah et al., 2021).

La citada sobreactivación del sistema inmunitario ocasiona daño del sistema microvascular y activa el sistema de coagulación y de inhibición de la fibrinólisis, habiéndose reportado casos de coagulación intravascular diseminada (CID) que lleva a trastornos generalizados de la microcirculación –microtrombos–, contribuyentes a su vez a la situación de fallo multiorgánico en la COVID-19 grave. El desarrollo de una coagulopatía por infección por SARS-CoV-2 se apoya en los hallazgos de menores niveles de antitrombina y mayores niveles de fibrinógeno y dímero D (este parámetro se asocia directamente a una mayor gravedad de la enfermedad) en pacientes con COVID-19 respecto a la población general (Yin et al., 2020). Aunque el mecanismo de instauración de la coagulopatía –del estado de hipercoagulabilidad– no está del todo claro, se ha postulado que puede haber una retroalimentación con la tormenta de citoquinas6 y también una alteración del funcionamiento de las plaquetas, bien mediante daño indirecto por invasión de las células madre hematopoyéticas de la médula ósea o bien daño directo por la activación del complemento. La inflamación producida en el pulmón, junto con la hipoxia en los casos con neumonía, también contribuyen a la agregación plaquetaria y la trombosis.

Por otro lado, ha sido sobradamente probado –tanto en modelos animales como en humanos recuperados de la enfermedad leve o grave– que la infección por el SARS-CoV-2 activa el sistema inmunitario induciendo la generación de altos títulos de anticuerpos neutralizantes en la mayor parte de los casos, que podrían ser suficiente para la curación y la protección frente al virus en exposiciones futuras. Las que tienen mayor potencia neutralizante son aquellas inmunoglobulinas que se dirigen a la zona de la proteína S de unión a las células humanas (RBD), lo cual ha representado la base principal del desarrollo de las vacunas. No obstante, a día de hoy hay incertidumbres sobre la duración de la inmunidad humoral; algunos autores han planteado que podría empezar a reducirse progresivamente a partir de los 2-3 meses y en mayor medida en los casos de infección asintomática (Long et al., 2020).

El significado epidemiológico de estos hallazgos respecto a la pérdida de protección con el tiempo es aún incierto, ya que también se ha demostrado que la infección por el coronavirus desencadena una potente respuesta celular de linfocitos CD4+ y CD8+, contribuyendo al desarrollo de una inmunidad protectora que permite justificar razonadamente la efectividad de las vacunas. Algunos estudios incluso han sugerido que la inmunidad celular desarrollada en infecciones previas con otros tipos de coronavirus endémicos circulantes podría conferir cierta protección cruzada frente al SARS-CoV-2 y explicar la clínica más leve o asintomática de algunas personas. De hecho, sea detectado la presencia de células CD4+ que reconocen la proteína S del SARS-CoV-2 en sujetos que no se han infectado por dicho virus: la infección previa por otros coronavirus genera pequeños péptidos de la proteína S que estimulan células CD4+ que quedan como células de memoria en el sujeto y, dada la homología de ciertas regiones de la proteína S del SARS-CoV-2 con la de los otros coronavirus, reaccionan ante éste (Braun et al., 2020).

Finalmente, si bien parecía que el genoma del SARS-CoV-2 era muy estable7 -en los primeros meses de expansión del virus, los genomas secuenciados de distintas muestras de pacientes mostraban un 99,9% de homología–, con el paso del tiempo, de modo esperable, han ido apareciendo diversas variantes virales con implicaciones clínicas: las diferentes mutaciones, fundamentalmente detectadas en el gen codificante para la proteína S, pueden atribuirles un mayor impacto en salud pública a través de un aumento en la transmisibilidad y/o la gravedad, o a través de un escape a la inmunidad adquirida tras la infección natural o algunas vacunas.

Hasta marzo de 2020 se han descrito diversas variantes a nivel mundial, pero entre las que en mayor medida se han detectado en España destacan: la variante B.1.1.7 (británica), en rápido crecimiento de su distribución en comparación con otras, asociada a un riesgo de transmisión más alto sin las medidas preventivas adecuadas y que podría implicar una posible mayor gravedad y letalidad, si bien el riesgo de reinfecciones y de disminución de la efectividad vacunal se considera bajo; la variante B.1.351 (sudafricana), con un aumento progresivo en Europa, aunque aún poco distribuida, es probablemente más transmisible y se asocia con un riesgo de escape a la repuesta inmunitaria adquirida tras infección natural o generada por algunas vacunas; y la variante P1 (brasileña, extendida en la región amazónica), que se ha detectado de forma puntual y para la cual están en estudio aún su transmisibilidad y virulencia, con un riesgo posible de escape a la respuesta inmunitaria.

Para una información actualizada sobre las variantes, se recomienda consultar el documento “Circulación de variantes de SARS-CoV-2 de interés para la salud pública en España” que actualiza periódicamente el Ministerio de Sanidad, disponible en: https://www.mscbs.gob.es/profesionales/saludPublica/ccayes/alertasActual/nCov/documentos/20210304-EER.pdf.

Epidemiología

Los coronavirus son virus zoonóticos, esto es, pueden transmitirse entre animales y humanos. Se acepta que los alfacoronavirus y los betacoronavirus solo infectan a mamíferos, siendo responsables fundamentalmente de infecciones respiratorias en humanos y de gastroenteritis en animales, mientras que los gammacoronavirus y los deltacoronavirus pueden infectar a pájaros (algunos de ellos también a mamíferos). Se han descrito diversas especies de mamíferos que pueden servir como reservorios u hospedadores intermedios, destacando entre ellos los murciélagos, en los que se facilita la recombinación y los eventos mutagénicos conducentes a una mayor diversidad genética de los virus. Así pues, según se ha sugerido antes, la fuente primaria más probable del SARS-CoV-2 es el origen animal, y el “salto” a humanos se dio presumiblemente por el contacto directo con animales infectados o bien con sus secreciones respiratorias y/o material procedente del aparato digestivo. La hipótesis más aceptada actualmente sobre el origen ancestral del SARS-CoV-2 es su evolución desde un virus de murciélago a través de hospedadores intermediarios.

Se han notificado casos de infecciones animales que permiten concluir que los hurones, algunos felinos, los visones y los hámsteres son susceptibles a la infección por contagio desde humanos y pueden desarrollar la enfermedad; también, en mucha menor medida, los perros. Pero hay muy pocos casos descritos de transmisión desde estos animales a humanos, por lo que no parece que la enfermedad en animales tenga una gran contribución en la expansión del virus.

La transmisión de persona a persona ha quedado sobradamente contrastada en los meses de pandemia. La vía de transmisión fundamental se considera similar a la descrita para otros coronavirus, esto es, a través del contacto directo –en ojos, boca o nariz– o la inhalación de secreciones respiratorias procedentes de la nasofaringe de personas infectadas (gotículas emitidas con la tos o los estornudos), en las cuales se ha detectado el SARS-CoV-2, incluyendo la saliva. No obstante, el concepto clásico del tamaño de partícula de estas secreciones (> 5 µm de diámetro) se ha visto modificado precisamente por los estudios realizados durante esta época: se considera que solo aquellas secreciones de > 100 µm caen por la gravedad al suelo en pocos segundos desde su emisión, pudiendo recorrer una distancia máxima de 2 m. Las gotículas de < de 100 µm se consideran aerosoles y se acepta que éstos quedan suspendidos en el aire por un tiempo (desde segundos hasta horas), pudiendo ser inhalados8;a una distancia > 2 m del emisor, o incluso en ausencia de éste si persisten suspendidos en el aire. Si bien hubo bastante controversia sobre la posible transmisión del virus mediante los aerosoles emitidos al hablar o respirar (en su mayoría de < 2,5 µm), la evidencia generada ha confirmado esta vía de transmisión a través del aire, que incluso parece ser la principal para el contagio del SARS-CoV-2, el cual se mantiene viable y con capacidad infectiva en los mismos. Esto implica un mayor riesgo de transmisión por los siguientes factores: distancia corta entre el emisor y la persona susceptible, entornos cerrados y concurridos (especialmente, si están mal ventilados), y la realización de actividades que favorecen la producción de aerosoles, como ejercicio físico, hablar alto, gritar o cantar (Prather et al., 2021).

Otra posible vía de transmisión del SARS-CoV-2 es el contacto indirecto a través de las manos o los fómites9 contaminados con secreciones del enfermo, seguido del contacto con las vías respiratorias y/o la conjuntiva de una persona susceptible. Hasta el momento no se ha descrito ningún caso de transmisión exclusiva y evidente mediante este mecanismo –por la dificultad de su demostración (quienes entran en contacto con superficies contaminadas también lo hacen con las personas infectadas)–, pero el contagio por fómites se considera muy probable en ausencia de limpieza y desinfección. No obstante, expertos estadounidenses han descartado la posible transmisión a través de alimentos y sus envases, al menos en las condiciones de la cadena de suministro en países desarrollados. Por otro lado, se han confirmado casos de contagio madre-hijo para los cuales se considera que, aunque la vía vertical a través de la placenta es posible (en cambio, no se han detectado virus viables en la leche materna), la transmisión del virus se produce primordialmente tras el nacimiento por contacto directo del bebé con las secreciones o aerosoles respiratorios de la madre infectada. Para otras vías de transmisión planteadas (por ejemplo, heces u orina, semen, o sangre y hemoderivados) no existe aún evidencia confirmatoria y se consideran improbables (Harrison et al., 2020).

Una vez contraída la infección, el periodo de incubación se ha estimado –aunque con amplia variabilidad entre distintos estudios– en un valor mediano de 5,1 días (IC95% 4,5-5,8), desarrollándose el 95% de los casos sintomáticos en los 11,7 días (IC95% 9,7-14,2) posteriores a la exposición al virus, periodo que se ha usado como para estimar la cuarentena ante contactos de riesgo; puntualmente, se han hallado casos de hasta 27 días de incubación. En base a los hallazgos de estudios de contactos, actualmente se acepta que la transmisión del virus desde una persona infectada comienza 2-3 días antes del inicio de síntomas, lo cual dificulta en gran medida la vigilancia epidemiológica, y puede prolongarse hasta 10 días después, aunque el periodo infectivo varía en función de la gravedad y la persistencia del cuadro clínico, en relación también con la carga viral (Figura 3; Ministerio de Sanidad, 2021).

La evidencia disponible sugiere que la transmisión de la infección ocurriría mayoritariamente en los casos leves en la primera semana de la presentación de los síntomas, siendo más intensa y duradera en los casos más graves de COVID-19. Es preciso subrayar que la positividad en una prueba PCR u otra técnica de detección de ácidos nucleicos no implica necesariamente infecciosidad por parte de la persona infectada. Todavía no se ha esclarecido por completo el papel que los casos asintomáticos tienen en la transmisión de la enfermedad, pero se ha planteado que esos pacientes sin síntomas –pre-sintomáticos o que nunca desarrollan síntomas– pueden ser responsables de casi 2 de cada 3 contagios (59%) (Johansson et al., 2021).

Desde el inicio de la pandemia se lanzaron diversas hipótesis sobre si el desarrollo epidemiológico de la COVID-19 tendría un patrón de estacionalidad similar al de otros virus respiratorios, como la gripe o los coronavirus causantes de los catarros comunes. Varios grupos de investigadores han tratado de dilucidar esta cuestión y han realizado observaciones importantes que apuntan a una correlación inversa de la trasmisión del SARS-CoV-2 con la temperatura. Por ejemplo, autores chinos describieron una reducción de la propagación del virus proporcional a cada aumento de un grado Celsius en la temperatura y un 1% de la humedad ambiental como factores independientes (Wang et al., 2021); otros estudios sugirieron que se producía una mayor expansión del virus en regiones con determinados patrones climáticos (5-11º C y 47-79% humedad). Así pues, los datos son consistentes con un riesgo aparentemente mayor en climas o estaciones de temperaturas y humedades ambientales más elevadas (Mecenas et al., 2020).

No obstante, todo ello puede verse condicionado por otros factores, incluidos un posible menor nivel de cumplimiento del distanciamiento social y otras medidas preventivas durante el verano, el grado de susceptibilidad a la infección de la población en su conjunto y la realización de actividades en espacios cerrados con poca ventilación y el hacinamiento durante el invierno, época en que las enfermedades respiratorias típicamente se amplifican por el estrecho contacto interpersonal en centros de trabajo o escolares y reuniones en domicilios.

Además, hay que tener en cuenta que no todos los casos iniciales dan lugar al mismo número de contactos, con estudios que han reportado un rango amplio desde 2 hasta 649 contagios a partir de un único infectado; tales observaciones confirman que, como en otras infecciones respiratorias, para la COVID-19 existen los llamados súper-diseminadores o súper-contagiadores, con una altísima capacidad de transmisión del virus a otras personas. Las estimaciones más precisas sobre el R0 o número básico de reproducción (promedio de casos secundarios producidos a partir un caso) lo situaron en un rango desde 1,5 a 6,5 en los primeros meses de la pandemia. En España, se observó que tanto ese R0 como el Re o número de reproducción efectivo (estimación del número promedio de contagios diarios a partir de los casos existentes) se redujeron notablemente a partir de la introducción de las medidas de distanciamiento social a mediados de marzo de 2020, si bien después ha habido fluctuaciones epidemiológicas coincidentes con las conocidas como oleadas u olas de infecciones.

Sea como fuere, se puede considerar que la expansión de la infección por el SARS-CoV-2 ha sido muy amplia y muy rápida desde que surgiera el brote en Wuhan, tardando solo 1 mes en convertirse en epidemia en China (frente a 3 o 4 meses que tardó el del SARS-CoV) y poco más de 3 meses en ser declarado pandemia mundial por las autoridades sanitarias internacionales. Esto se ilustra con el incremento incesante de los casos confirmados desde la aparición del brote, inicialmente en China y, después, en su propagación por el resto de continentes, siendo España uno de los casos más ilustrativos en Europa. Cualquier referencia en este documento a cifras de incidencia de la COVID-19 quedaría desactualizada en el momento de su publicación, y tampoco sería reflejo del elevado número de contagios, hospitalizaciones y fallecimientos diarios que se confirmaban en nuestro país en las peores semanas de la crisis sanitaria durante los meses de marzo a mayo de 2020 o, posteriormente, en la tercera ola durante las primeras semanas de 2021. Para acceder a una información oficial, completa y pormenorizada sobre el número de diagnósticos confirmados, de pacientes en estado grave y de muertes por COVID-19 en España y en las distintas regiones geográficas a nivel mundial, se recomienda consultar:

  • El espacio específico en la web del Ministerio de Sanidad: https://www.mscbs.gob.es/profesionales/saludPublica/ccayes/alertasActual/nCov-China/situacionActual.htm
  • Los informes de situación que publica semanalmente la Organización Mundial de la Salud: https://www.who.int/emergencies/diseases/novel-coronavirus-2019/situation-reports/

En cuanto al perfil demográfico de los pacientes, el SARS-CoV-2 ha infectado e infecta a sujetos de todas las edades y de ambos sexos. Hay consenso en torno a la idea de que el impacto y la susceptibilidad a la infección en niños es claramente menor al que se observa en adultos (una explicación posible sería la menor madurez y funcionalidad de la ECA-2 en esa población) y, aunque los casos oficialmente confirmados en los inicios de la epidemia eran mayoritarios en adultos de > 45 años, las características notificadas de los pacientes infectados en las sucesivas oleadas han ido variando significativamente, y de forma progresiva se han ido viendo afectados pacientes más jóvenes. Con respecto al sexo, las cifras publicadas apuntan a una mayor proporción de contagios entre mujeres, pero los casos de COVID-19 graves han predominado en el sexo masculino. A modo de ejemplo, en el Informe del Centro Nacional de Epidemiología de 17 de marzo de 2021, con los datos de los 2.972.403 casos de COVID-19 confirmados en España con diagnóstico posterior al 10 de mayo de 2020, el 52,1% de los casos son mujeres y la mediana de edad de los casos es de 42 años, siendo mayor en mujeres que en hombres (42 vs 41 años). La mayor proporción de casos de COVID-19 se producen en el grupo de 15 a 59 años (66% del total), siendo el grupo etario de 15-29 años el más representado (19,7%), seguido del grupo de 40 a 49 (17,0%).

A este respecto, un amplio estudio observacional de cohortes desarrollado a partir del registro SEMI-COVID analizó datos de los pacientes hospitalizados por COVID-19 grave en España (N> 12.000), y halló que el 56,8% eran hombres, los cuales presentaban una edad media menor que las mujeres ingresadas (65,7 vs. 67,9 años; p< 0,001). La incidencia de neumonía bilateral (31,8% vs. 29,9%; p< 0,001) y de complicaciones conducentes a la necesidad de ventilación mecánica fue significativamente superior en varones; la complicación más frecuente fue el síndrome agudo de distrés respiratorio, que aconteció 1 de cada 5 hombres hospitalizados (20% vs. 14% en mujeres). Las tasas de ingreso en UCI (10% vs. 6,1%; p< 0,001) y de mortalidad (23,1% vs. 18,9%; p< 0,001) también fueron mayores en hombres en comparación con mujeres; esa diferencia de mortalidad por género fue especialmente significativa en los grupos etarios entre 55 y 89 años. Así, un análisis multi-variable concluyó que el sexo masculino es un factor pronóstico independiente para la mortalidad por COVID-19, mientras que el sexo femenino se asocia con un menor riesgo de mortalidad (Josa-Laorden et al., 2021).

En cualquier caso, la más que posible discrepancia entre el número de casos confirmados y notificados por las autoridades sanitarias y el número de infecciones reales, especialmente en la primera mitad de año 2020, suscitó cierta polémica, ante la limitación en las capacidades diagnósticas y asistenciales del Sistema Nacional de Salud, sobrecargado en los peores momentos de la epidemia en España. Para contrarrestar esas deficiencias y conocer de forma más detallada la verdadera difusión del SARS-CoV-2, el Ministerio de Sanidad impulsó el amplio Estudio Nacional de Seroprevalencia ENE-COVID, basado en la realización de test rápidos de anticuerpos. Los informes previos de dicho estudio (Pollán et al., 2020) se han visto complementados por los últimos resultados 10divulgados hacia mediados del mes de diciembre de 2020, pertenecientes a la cuarta ronda de la investigación (coincidió con el “fin” de la segunda ola de contagios).

Los datos –relativos a 51.409 participantes– revelaron que la prevalencia global de anticuerpos IgG frente al SARS-CoV-2 se situaba en el 9,9% (IC95% 9,4-10,4), siendo bastante similar en mujeres (10,1%; IC95% 9,5-10,7) y en hombres (9,6%; IC95% 9,0-10,2). Es decir, que, hasta ese momento, prácticamente una de cada diez personas en España habría sido infectada por el virus desde el inicio de la pandemia (más de 4,5 millones de personas si se extrapola en base al número de habitantes), lo que supone el doble de lo calculado en las primeras fases del estudio. En esta ronda se observó una mayor dispersión de la epidemia en España, mas todavía se apreciaba una marcada variabilidad geográfica: mientras Canarias y algunas provincias gallegas (Coruña y Lugo) presentan tasas de seroprevalencia inferiores o cercanas al 4%, la zona centro del país (Madrid y provincias limítrofes como Cuenca, Guadalajara o Toledo) muestra cifras cercanas o superiores al 15%. La proporción de personas con anticuerpos IgG frente a SARS-CoV-2 es mayor en residentes de grandes ciudades (11,6%) en el total del periodo de estudio. En cuanto a grupos poblacionales, el personal sanitario y las mujeres que cuidan a personas dependientes en el domicilio son quienes presentaron una prevalencia más alta, del 16,8 y el 16,3%, respectivamente. Esas cifras se ven también elevadas en mayor medida entre las personas que en algún momento han sido convivientes de un caso sintomático de COVID-19 (tasa de prevalencia del 31% en la 4ª ronda).

Con respecto al diagnóstico de COVID-19, entre las personas que han tenido síntomas compatibles la prevalencia de IgG aumenta con el número de síntomas, siendo particularmente alta entre quienes refieren anosmia (43%), similar a lo encontrado en la primera fase. Además, un 33% de las personas con anticuerpos detectables no han referido síntomas en ninguna de las rondas, y la tasa de seroconversión se sitúa en el 3,8% (IC95% 3,5-4,1) entre quienes fueron seronegativas en la primera fase. Aunque estos resultados no son concluyentes11 ni deben tomarse como definitivos sobre la prevalencia de una epidemia en desarrollo, representan una aproximación a la verdadera expansión del virus y el número de infecciones reales. Afortunadamente, los autores del estudio estiman que en la segunda ola de la epidemia mejoró de forma destacada la capacidad diagnóstica del sistema sanitario, habiéndose confirmado el diagnóstico microbiológico de 6 de cada 10 pacientes infectados (frente al 10% de diagnósticos en las primeras rondas).

Por otra parte, en la definición de la tasa de letalidad por la COVID-19 se encuentra una problemática similar a la comentada para la incidencia: se calcula a partir de los fallecimientos producidos entre los casos confirmados, viéndose influenciada no solo por la capacidad del sistema de detectar y cuantificar las muertes por causa directa de la enfermedad (numerador), sino por la capacidad de confirmar y detectar todos los casos de enfermedad (denominador), incluyendo los asintomáticos. Por ello, durante el periodo de mayor presión del curso de una epidemia, en que solo pueden detectarse los casos más graves, la letalidad se estima en base a los casos hospitalizados, siendo muy superior a la letalidad real. En España, la letalidad se calcula sobre los casos confirmados notificados de forma diaria por las Comunidades Autónomas a la Red Nacional de Vigilancia Epidemiológica. Así, por ejemplo, con datos de 22 de marzo para casos (3,23 millones) y fallecimientos notificados (73.543), la tasa de letalidad observada es del 2,3%. Cabe destacar que la mayor proporción de muertes se ha dado entre personas de edad avanzada (> 60-70 años) o con otras enfermedades previas, tales como tumores, insuficiencia hepática crónica, miocarditis o disfunción renal, entre otras.

Con fines meramente ilustrativos de la magnitud y el impacto de la pandemia, se pueden resaltar las cifras recogidas en la página web del Ministerio de Sanidad a fecha de 23 de marzo de 2021: 3.228.803 casos confirmados en España (de los cuales 326.216 han precisado hospitalización, 29.211 han requerido ingreso en UCI, y 73.543 han fallecido), 41.368.704 casos confirmados en Europa y 122.822.505 casos confirmados en todo el mundo. Sin embargo, también se debe subrayar la controversia surgida en torno a las cifras de mortalidad por COVID-19, que deben considerarse con prudencia: el Informe MoMo (vigilancia de los excesos de mortalidad por todas las causas) del Instituto de Salud Carlos III, a 16 de marzo de 2021, refleja un exceso 82.640 defunciones por todas las causas en el conjunto de la población española desde el 10 de marzo de 2020, lo que indica que el número de muertes por COVID-19 puede ser probablemente superior a las notificadas por las autoridades sanitarias.

Aspecto clínicos

MANIFESTACIONES

Además de las vías respiratorias superiores, el SARS-CoV-2 puede infectar el tracto respiratorio inferior. Aunque con gran variabilidad en las diferentes series de casos, los signos y síntomas más frecuentes de la COVID-19, en orden decreciente de aparición, incluyen (Casas-Rojo et al., 2020; Li et al., 2020):

  • Fiebre o historia reciente de fiebre: su tasa de incidencia oscila en los distintos estudios entre el 47% y el 90% de los pacientes;
  • tos seca o productiva (25-74%);
  • disnea o dificultad para respirar, con sensación de falta de aire (19-58%);
  • astenia (6-44%);
  • dolor de garganta (14-24%);
  • cefalea (14%)
  • mialgias o artralgias (5-15%);
  • escalofríos (11-27%);
  • otras manifestaciones: náuseas o vómitos (5-6%), diarrea (4-24%) o congestión nasal o conjuntival (5%).

En los casos más severos la infección puede causar bronquitis o neumonía (bien neumonía viral directa o neumonía bacteriana secundaria), hipoxia, síndrome respiratorio agudo severo (asociado a la respuesta hiperinflamatoria sistémica), fallo o insuficiencia renal e incluso la muerte. Según las principales series de casos publicadas a nivel nacional e internacional, los síntomas más frecuentes (> 40%) en el momento del ingreso hospitalario suelen ser fiebre, astenia y tos, aunque en algunos pacientes la fiebre puede no estar presente. La aparición de infiltrados alveolares bilaterales en radiografía de tórax es también un signo muy común al momento de la hospitalización (52-64%).

Diversos trabajos han definido otras manifestaciones relacionadas con distintos sistemas funcionales diferentes al respiratorio:

  • Neurológicas: mareo (6-17%), alteración del nivel de conciencia (7-20%) y, en menor proporción (< 3%), accidente cerebrovascular, ataxia, epilepsia o neuralgia. Un estudio llevado a cabo por la Sociedad Española de Neurología en base al registro español de casos ALBACOVID puso de manifiesto que un 57% de los pacientes hospitalizados por COVID-19 durante el mes de marzo de 2020 (N= 841) desarrolló algún síntoma neurológico, los cuales supusieron la causa principal de muerte en el 4% de los fallecimientos por coronavirus. Entre ellos, se destaca que casi un 20% de los pacientes hospitalizados sufrió algún trastorno de la conciencia, con mayor incidencia en pacientes de mayor edad y en formas más severas de la enfermedad (Romero-Sánchez et al., 2020).
  • Cardiológicas: la COVID-19 puede presentarse con síntomas relacionados con el fallo cardiaco o el daño miocárdico agudo, incluso en ausencia de fiebre y síntomas respiratorios. La alta incidencia de los síntomas cardiovasculares por daño de cardiomiocitos estaría posiblemente relacionada con la respuesta inflamatoria sistémica, el efecto de la desregulación de ECA-2 y la propia disfunción pulmonar e hipoxia.
  • Oftalmológicas: puede cursar con ojo seco (≈20%) y, con menor frecuencia, con visión borrosa o sensación de cuerpo extraño.
  • Otorrinolaringológicas: además de dolor facial y obstrucción nasal, se ha descrito una incidencia variable (5-65%) de disfunción olfatoria (hiposmia/anosmia) y del gusto (hipogeusia/disgeusia), siendo en muchos casos los primeros síntomas en aparecer (Lechien et al., 2020) y asociándose con casos más leves de la enfermedad; en el estudio nacional de seroprevalencia, la prevalencia media de las personas con IgG anti-SARS-CoV-2 que habían tenido anosmia fue del 43%.
  • Dermatológicas: se han observado manifestaciones muy variadas, desde erupciones tipo rash (sobre todo, en tronco) a erupciones urticarianas vesículosas similares a varicela o púrpura; también pequeñas lesiones tipo sabañones en dedos de manos y pies en niños y adolescentes sin otros síntomas.
  • Hematológicas: se han notificado fenómenos trombóticos tales como infarto cerebral, isquemia cardiaca, muerte súbita, embolismos, trombosis venosa profunda y hemorragias (Gómez-Mesa et al., 2021). Se ha descrito, por ejemplo, que tener antecedentes de ictus aumenta en 3 veces el riesgo de fallecer por COVID-19, siendo los ictus asociados a la COVID-19 más graves (conllevan mayor discapacidad y mortalidad).

La principal vía de transmisión del SARS-CoV-2 es a través de secreciones y aerosoles respiratorios

En líneas generales, el tiempo medio desde el inicio de los síntomas hasta la recuperación suele ser de 2 semanas cuando la enfermedad es leve y de 3-6 semanas cuando es grave o crítica. En estos últimos, el tiempo entre el debut clínico hasta la instauración de complicaciones como la hipoxemia o el síndrome de distrés respiratorio agudo (SDRA) es de 7-8 días, y de 2-8 semanas hasta que se produce el fallecimiento. Otras posibles complicaciones que se han descrito como asociadas al peor estado de los pacientes con COVID-19, e incluso al fallecimiento, son las cardiacas (arritmias, lesión cardiaca aguda, shock) y las tromboembólicas (a nivel pulmonar o a nivel cerebral, incluso en personas de < 50 años sin factores de riesgo).

Fuera de esta norma, una significativa proporción de pacientes refieren síntomas prolongados y recurrentes durante semanas o meses tras el primer episodio de COVID-19, lo cual está permitiendo describir una entidad específica que se ha bautizado como “COVID persistente”. El Instituto Nacional de Estadística de Reino Unido llegó a estimar que 1 de 5 personas con COVID tiene síntomas más allá de las 5 semanas, y 1 de cada 10 más allá de los 3 meses. Por el momento se desconoce la base fisiopatológica de este síndrome, pero se barajan 3 teorías: i) la persistencia del virus en reservorios como el epitelio del intestino delgado desde donde continuaría activo; ii) la presencia de una respuesta inmunitaria aberrante desregulada por exceso; y iii) el daño producido como consecuencia de la autoinmunidad. Por ahora no hay cohortes de casos que describan claramente la evolución, y son muy numerosas y variadas las manifestaciones referidas por estos pacientes, añadiendo complejidad al síndrome en cuanto a su diagnóstico y la necesidad de atención sanitaria de carácter multidisciplinar. Son comunes su presentación intermitente (exacerbación de la sintomatología con el esfuerzo físico o mental, y posibles periodos libres de manifestaciones) y la llamada “niebla mental”, caracterizada por signos de deterioro cognitivo, como la pérdida de memoria, la desorientación o la confusión, o los problemas para el aprendizaje y la concentración. También se ha descrito el mantenimiento a largo plazo de la fatiga y el malestar general, la anosmia, la ageusia, el dolor torácico y la debilidad muscular, junto con dolores osteomusculares y articulares hasta más allá de los 6 meses.

Cabe destacar que la proporción de infectados por SARS-CoV-2 que desarrollan las manifestaciones propias de la COVID-19 ha sido ampliamente variable entre países y en función de la capacidad diagnóstica y de vigilancia en distintos momentos de la epidemia. Es difícil, por tanto, conocer exactamente la tasa de infectados asintomáticos, habiéndose reportado valores que oscilan entre el 1,2% en una serie de casos en China (N > 72.000) al inicio de la epidemia, el 18% en un barco cuarentenado en Japón o hasta el 33% en el estudio de seroprevalencia desarrollado en España, aunque los métodos diagnósticos difieren. Otros estudios indican que los casos asintomáticos son más frecuentes en niños y adultos jóvenes. Por lo general, todos coinciden en que los infectados asintomáticos pueden presentar una alta proporción de alteraciones radiológicas pulmonares (opacidades multifocales en un importante número de casos) pero los marcadores de inflamación están al mismo nivel que las personas sanas, descartando que generen una respuesta inflamatoria detectable. Un meta-análisis realizado a este respecto estimó que la proporción de pacientes que no desarrolla síntomas durante toda la infección ronda globalmente el 20%, con un amplio intervalo que varía desde el 3 al 67% (Buitrago-García et al., 2020).

Entre los pacientes sintomáticos (de proporción también variable), según patrón general observado en diversos países, aproximadamente el 80% de los casos detectados se presentan con una sintomatología leve-moderada, un 15% precisa ingreso hospitalario y un 5% requiere ingreso en la UCI. Grosso modo, la gravedad de la enfermedad depende de diversos factores de riesgo, entre ellos, los relacionados con la propia persona infectada: las personas mayores o los pacientes con patologías crónicas previas, como enfermedad cardiovascular (incluyendo hipertensión arterial), EPOC o diabetes mellitus, tienen un mayor riesgo de desarrollar formas severas de COVID-19. Además, estudios observacionales han sugerido que el cáncer o las enfermedades neurológicas tienen una mayor prevalencia entre fallecidos por esta infección, indicativo de un peor pronóstico al diagnóstico. Otras comorbilidades, como enfermedades hepáticas o renales crónicas, la inmunodepresión12 (por ejemplo, corticoterapia crónica o infección por VIH), el embarazo, la obesidad o el hábito tabáquico también se han postulado como factores determinantes de la mala evolución de la enfermedad, del mismo modo que la carga viral13 en el momento del diagnóstico. Para una mayor información sobre la evidencia disponible respecto a los factores de riesgo de gravedad de COVID-19, se recomienda consultar el informe técnico del Ministerio de Sanidad (Ministerio de Sanidad, 2021).

Se dispone de mayores certezas respecto a los marcadores bioquímicos que permiten predecir el deterioro de los pacientes de COVID-19 y el riesgo de gravedad/mortalidad. Entre ellos, destaca el síndrome hiperinflamatorio (tormenta de citoquinas), que se asocia a una elevación progresiva de los niveles de neutrófilos, indicadores de inflamación (como ferritina) y de daño miocárdico (como creatinina fosfoquinasa miocárdica) en sangre. Asimismo, la activación excesiva de la coagulación, evidenciada por un aumento de los niveles de dímero D (producto de la degradación de la fibrina), un mayor tiempo de protrombina y trombocitopenia, se asocia a fenómenos trombóticos, daño tisular y peor pronóstico de las personas con sepsis. En este sentido, ciertos estudios han demostrado que la anticoagulación profiláctica o terapéutica (con heparinas de bajo peso molecular u otros fármacos) es capaz de reducir notablemente la tasa mortalidad en pacientes graves-críticos hasta más de 20 puntos porcentuales (Paranipe et al., 2020).

Pero el factor que se asocia a una mayor gravedad y mortalidad por COVID-19 es indudablemente la mayor edad, si bien no se puede establecer un umbral a partir del cual el riesgo está aumentado, ya que hay otros factores que pueden contribuir a aumentar este riesgo; por ejemplo, la presencia de comorbilidades y la vida en residencias cerradas (Figura 4). De las series de casos descritas se desprende que, a menor edad, mayores son las probabilidades de desarrollar un curso clínico mucho más leve o asintomático, incluso en presencia de una alta carga viral. Es preciso citar, no obstante, que numerosos países de Europa y EE.UU. han notificado casos pediátricos graves con un síndrome inflamatorio sistémico, con características del síndrome de Kawasaki y el shock tóxico, sin que se haya establecido una relación causa-efecto definitiva.

Por último, con respecto a las posibles secuelas de la COVID-19 en los supervivientes parece bien contrastado el riesgo de desarrollo de fibrosis pulmonar, debida al depósito de fibrina e infiltración de células inflamatorias y fibroblastos en el tejido, que parece estar presente en alrededor del 40% de los pacientes tras la resolución del cuadro agudo (asociada o no a disnea residual multifactorial14): se produce fundamentalmente en los pacientes con una clínica más grave, mayor afectación pulmonar y edad avanzada. Sin embargo, aún es precipitado afirmar que estos cambios no se revertirán con el tiempo y que progresarán a fibrosis crónica. El SARS-CoV-2 también podría generar un daño neurológico prolongado o permanente a nivel del tejido nervioso cerebral o periférico, probablemente producido por la hiperinflamación inducida por citoquinas, de forma secundaria a la hipercogulabilidad o por daño directo del virus en neuronas (por ejemplo, a nivel de la corteza olfativa central). Tampoco se debe restar importancia a las posibles secuelas cardiovasculares –como el daño miocárdico conducente a insuficiencia cardiaca– ni a las de tipo psiquiátrico o psicológico –ansiedad o depresión– relacionadas con el estrés postraumático por las consecuencias socio-sanitarias de la pandemia.

DIAGNÓSTICO

En líneas generales, el diagnóstico de la infección por SARS-CoV-2 se basa en la observación de las manifestaciones clínicas previamente comentadas y/o en la detección de antígenos o ARN virus mediante técnicas microbiológicas de laboratorio, a las que puede acompañar la alteración de ciertas determinaciones bioquímicas, inmunológicas y hematológicas (García-collía et al., 2021).

Entre dichas técnicas, en el momento actual se dispone de dos pruebas de detección de infección activa (PDIA): las pruebas rápidas de detección de antígenos del virus, y la detección del ARN viral mediante una RT-PCR o una técnica molecular equivalente. La realización de una u otra, o una secuencia de ellas (prueba de antígenos seguida de PCR), dependerá del ámbito de realización, de la disponibilidad y de los días de evolución de los síntomas. Adicionalmente, se han realizado, en ocasiones con finalidad errónea, pruebas serológicas de detección de anticuerpos (IgG/IgM) específicos frente al SARS-CoV-2. El fundamento, los requerimientos y las características de los 3 tipos de técnicas se resumen a continuación y se ilustran, de modo resumido, en la Figura 5.

  • RT-PCR o reacción en cadena de la polimerasa en tiempo real: ha sido y continúa siendo la técnica de referencia o gold standard. Es una técnica de biología molecular que realiza una retrotranscripción del ARN a ADN, formando la cadena de ADN complementario, la cual se amplifica posteriormente y se detectan niveles de fluorescencia asociados a fragmentos amplificados específicos de este virus. Las dianas habitualmente empleadas se encuentran en las regiones de los genes Orf1aNRdRp (polimerasa dependiente de ARN) y E. Detecta el ARN viral desde antes (3-4 días) de que aparezcan los síntomas, alcanzando un pico entre el 6º y el 8º día tras el inicio de los síntomas15 y negativizándose habitualmente entre los 15-30 días, dependiendo de la carga viral y la gravedad de los pacientes. Se consideran muestras biológicas adecuadas para el diagnóstico aquellas procedentes del tracto respiratorio superior (exudado nasofaríngeo u orofaríngeo) o del tracto respiratorio inferior (esputo o aspirado endotraqueal, especialmente en pacientes con enfermedad respiratoria grave); también con una adecuada sensibilidad se están empleando en los últimos meses muestras de saliva.

La positividad de la PCR informa de una infección actual. Sin embargo, un resultado negativo no excluye de la existencia de infección y, ante un primer resultado negativo y continuación de la sospecha clínica, se debe solicitar un segundo test de PCR pasadas 24 h, consiguiendo un aumento de la sensibilidad diagnóstica (de hasta casi un 30%).

  • Test de detección de antígenos: son pruebas basadas en métodos de inmunocromatografía que permiten detectar la presencia de proteínas virales, principalmente la proteína S. La muestra debe ser igual que para la PCR. La carga viral es alta en la nasofaringe de los pacientes infectados en la 1ª semana de evolución de la enfermedad (especialmente en pacientes sintomáticos con hasta 5 días de evolución, en quienes se pueden considerar PDIA de elección tanto en el ámbito comunitario como en centros sanitarios y socio-sanitarios), por lo que en ese periodo estas pruebas permiten detectar el virus con una sensibilidad elevada16, con la ventaja de su rapidez de resultados y su coste frente a la PCR.

Aparentemente, las pruebas antigénicas no serían idóneas en el estudio de contactos o de casos asintomáticos, ya que en ese contexto clínico los niveles de carga viral suelen ser bajos. Pero su sencillez y bajo coste permiten repetirlas con frecuencia y poder confirmar el resultado negativo en los días sucesivos; este abordaje se ha demostrado más útil para controlar la expansión de la infección en poblaciones cerradas que realizar una prueba más sensible, pero con mayor tiempo de demora y coste (prueba molecular). Ante las diferentes pruebas rápidas de detección de antígenos existentes en el mercado, solo deben usarse aquellas que cumplan los criterios de la OMS de sensibilidad ≥ 80% y especificidad ≥ 97% y que hayan seguido estudios independientes de validación por laboratorios clínicos o de referencia a nivel nacional o internacional.

  • Test de detección de anticuerpos: estas técnicas tratan de detectar la respuesta inmunitaria de nuestro organismo al virus, por lo que no son diagnósticas de infección activa; también requieren prescripción y seguimiento por facultativos especialistas. La detección de anticuerpos en muestras serológicas –suero, plasma, sangre completa o sangre capilar– puede realizarse a través de técnicas de inmunocromatografía (test rápidos), de enzimainmunoanálisis (ELISA) o de quimioluminiscencia (CLIA).

Con estas pruebas se detectan uno o varios de los anticuerpos específicos: IgA es el primer anticuerpo en aparecer, a los 4-5 días del inicio de la infección; la IgM aparece a los 7-10 días del inicio de la misma y se detecta con mayor positividad a los 15 días, negativizándose alrededor del día 20 desde el inicio de los síntomas; y la IgG es el último tipo de anticuerpo en aparecer, aproximadamente a los 10-15 días del inicio de la infección, y confiere probable inmunidad de una duración aún no completamente definida, aunque no hay suficiente evidencia de la relación de anticuerpos IgG detectables mediante estas técnicas y la producción en cantidad suficiente de anticuerpos neutralizantes frente al virus. Los resultados de estas pruebas, que tienen una sensibilidad creciente con el curso de la infección (hasta > 90% a la segunda semana tras el inicio de los síntomas), deben interpretarse con prudencia en relación a dicho curso, sobre todo por la tasa de falsos negativos en la detección de la IgM, o por el hecho de que la detección de anticuerpos IgG solo indica contacto previo con el virus, pero no es útil para confirmar la presencia y excreción del virus, ni descarta enfermedad COVID-19 activa mientras persisten IgM.

Es preciso resaltar que no se recomienda la realización de ningún tipo de pruebas de detección de anticuerpos para el diagnóstico de infección activa ni en personas con síntomas ni en asintomáticos.

Además, la capacidad de detección de anticuerpos puede descender de forma significativa con el tiempo, por descender los títulos de anticuerpos por debajo del umbral de detección de la prueba; tal efecto puede ser mayor en personas asintomáticas o con síntomas leves, que pueden tener una respuesta inmunitaria menor. Las principales aplicaciones de la detección de anticuerpos se enmarcan en el contexto de investigaciones epidemiológicas: identificar aquellos pacientes que ya están inmunizados (presencia de IgG), comprender la epidemiología de la COVID-19, permitiendo también saber el papel que podrían haber tenido las infecciones asintomáticas, identificar potenciales donantes de suero hiperinmune o evaluar la eficacia de una vacuna.

En un bajo porcentaje de casos se observa el fenómeno de la positividad de la prueba de PCR tras la negativización, tanto en personas dadas de alta como hospitalizadas, lo que no se ha relacionado con un empeoramiento clínico ni con el contagio de otras personas en contacto. La interpretación de este fenómeno puede ser la propia sensibilidad de la prueba PCR, especialmente cuando la carga viral es baja y cuando la eliminación de ARN viral se encuentra en el umbral de detección de la prueba. Para una mayor información sobre las técnicas y supuestos diagnósticos, se recomienda consultar el informe “Diagnóstico por el laboratorio del virus SARS-CoV-2, agente de la infección COVID-19”, disponible en Farmaceuticos.com.

En base a lo anterior, el Ministerio de Sanidad ha establecido cuatro definiciones de caso:

  • Caso sospechoso: cualquier persona con cuadro clínico de infección respiratoria aguda de aparición brusca que cursa con fiebre, tos o disnea, entre otros síntomas; si el paciente tuvo una PDIA positiva hace más de 90 días, es sospechoso de reinfección.
  • Caso probable: personas con infección respiratoria aguda grave con cuadro clínico y radiológico compatible con COVID-19 y resultado negativo o no concluyente de PDIA; también los casos con alta sospecha clínico-epidemiológica con PDIA repetidamente negativa, pero positividad para alguna técnica serológica de alto rendimiento.
  • Caso confirmado (infección activa): paciente que cumple los criterios clínicos de caso sospechosos con PDIA positiva, o persona asintomática con PDIA positiva e IgG negativa o no realizada.
  • Caso descartado: caso sospechoso con PDIA negativa y serología por técnicas de alto rendimiento negativa, para el que no hay alta sospecha clínico-epidemiológica.

Así pues, en la situación óptima se recomienda que a toda persona con sospecha de infección por el SARS-CoV-2 se le realice una prueba diagnóstica de infección activa (PDIA) en las primeras 24 horas: si resulta negativa y hay alta sospecha clínico-epidemiológica de COVID-19, se debería repetir (si inicialmente se realizó una prueba rápida de detección de antígeno, se realizará una PCR, y si inicialmente se realizó una PCR, se repetirá la PCR a las 48 h). En casos sintomáticos en los que la PDIA salga repetidamente negativa y exista una alta sospecha clínico-epidemiológica, se podrá valorar la realización de test serológicos de alto rendimiento para orientar el diagnóstico.

Tratamiento

Tras las epidemias precedentes de SARS y de MERS, se desarrollaron distintos agentes farmacológicos anti-coronavirus, dirigidos contra proteasas, polimerasas o proteínas de entrada virales, pero ninguno alcanzó la fase de investigación clínica: las estrategias de tratamiento más respaldadas seguían siendo las terapias con plasma y anticuerpos obtenidos de pacientes infectados. En cambio, desde la aparición del brote y la difusión de la pandemia por COVID-19 a principios de 2020 se han venido realizando numerosos ensayos clínicos a nivel nacional e internacional (muchos de ellos aún en marcha17) con diversas opciones terapéuticas frente al SARS-CoV-2, en el que ha sido un esfuerzo investigador mundial sin precedentes, que ha dado sus frutos en unos plazos de tiempo excepcionalmente cortos.

Si bien se han iniciado desarrollos de nuevas moléculas y estrategias frente al SARS-CoV-2, la mayoría de fármacos evaluados en fases clínicas y empleados en los protocolos hospitalarios iniciales –incluyendo los programas de acceso especial a medicamentos– ya existían; o sea, en la breve historia de la COVID-19 se ha recurrido en gran medida al reposicionamiento terapéutico de fármacos diseñados y/o aprobados frente a otras patologías. Conviene destacar que muchas de las manifestaciones de la patología pueden ser manejadas clínicamente con tratamientos sintomáticos, de modo que el abordaje debe individualizarse en base al estado del paciente y debe asegurar el mantenimiento vital en caso de complicaciones. Además del aislamiento del paciente, entre los tratamientos de soporte se suele asegurar una correcta hidratación, se administran antitérmicos para el tratamiento de la fiebre (paracetamol, preferentemente), antibióticos ante sospecha de infecciones bacterianas secundarias, analgésicos para controlar posibles dolores y, en casos graves-críticos con disnea, hipoxia o SDRA, se recurre a la administración de oxígeno o a la ventilación mecánica.

El principal objetivo del tratamiento contra la COVID-19 ha sido, pues, el de asegurar la supervivencia y reducir la mortalidad de los pacientes graves. Los objetivos secundarios han incluido la más rápida recuperación clínica o evitar el agravamiento de los pacientes y la hospitalización en casos leves. En los primeros meses de pandemia, la evidencia derivaba mayoritariamente de estudios observacionales, y fueron surgiendo datos contradictorios, pero progresivamente los ensayos clínicos prospectivos bien diseñados han ido aportando resultados robustos que respaldan el uso sistemático de algunos principios activos. En todo caso, la investigación clínica continúa siendo profusa y es probable que los ensayos controlados ahora en marcha ayuden a comprender con mayor profundidad y esclarecer las posibilidades terapéuticas de otros muchos fármacos en estudio.

Se resumen aquí las principales certezas en el momento de redacción de este artículo, derivadas de los estudios más recientes o que han respaldado las autorizaciones. Para ampliar esta información se recomienda consultar los números 432-441 de Panorama Actual del Medicamento, donde se han venido publicando los principales hallazgos que se iban divulgando (en concreto, en la sección Actualidad Farmacoterapéutica).

FÁRMACOS CON BENEFICIO CONTRASTADO

Remdesivir

Este análogo de nucleótidos (Figura 6) fue desarrollado inicialmente como tratamiento para la infección por el virus del Ébola, por su capacidad para interferir con la polimerización del ARN viral (compite con el sustrato natural para la incorporación en las cadenas de ARN nacientes e induce la terminación de la cadena durante la replicación del ARN viral), pero no había sido autorizado para su uso en humanos. Tras mostrar una interesante actividad in vitro e in vivo también frente a otros virus, incluyendo el SARS-CoV-2, comenzó a ser evaluado en fases clínicas en pacientes con COVID-19.

Fue el primer fármaco en ser autorizado frente a la COVID-19 en la Unión Europea. El 25 de junio de 2020 la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) recomendó su autorización condicional18 de comercialización (Veklury®), refrendada por la Comisión Europea una semana más tarde, para el tratamiento de la “COVID-19 en adultos y adolescentes (≥ 12 años y ≥ 40 kg de peso) con neumonía que requiere la administración de oxígeno suplementario”. En esa población el balance beneficio-riesgo del fármaco es positivo, en base fundamentalmente a los resultados clínicos del ensayo pivotal de fase 3 ACTT-1 (Adaptive COVID-19 Treatment Trial), impulsado por el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (NIAID) de EE.UU. Sus resultados (Beigel et al., 2020) fueron evaluados por la EMA mediante un proceso de evaluación continua excepcionalmente rápido, que sirvió de base para la aceleración de los procesos regulatorios (rolling reviews) que ha predominado durante la época de pandemia, por ejemplo, en la autorización de vacunas.

El citado estudio –multicéntrico, multinacional y doblemente ciego– incluyó un total de 1.062 pacientes ingresados con confirmación de COVID-19 y evidencia de infección del tracto respiratorio inferior (media de edad 59 años, 64% hombres, 53% de raza blanca, 50% hipertensos), quienes fueron aleatorizados a recibir remdesivir por vía intravenosa durante 10 días (200 mg como dosis de carga, seguida de 100 mg/día los siguientes 9 días; N= 541) o bien placebo (N= 521), ambos adicionados a la terapia de soporte estándar. La variable primaria de eficacia fue el tiempo hasta la recuperación clínica, definida ésta como el alta hospitalaria y/o la ausencia de necesidad de aporte exógeno de O2, o bien continuación de la hospitalización sin requerir O2 ni otro tratamiento médico. Los datos ponen de manifiesto que remdesivir ejerce una eficacia significativamente superior a placebo en el acortamiento del tiempo hasta mejoría clínica: la mediana del periodo hasta recuperación fue de 10 días (IC95% 9-11) en el grupo de remdesivir frente a los 15 días (IC95% 13-18) en el grupo placebo, lo que representa un tiempo hasta mejoría un 29% más rápido (RR= 1,29; IC95% 1,12-1,49; p< 0,001). De manera interesante, ese efecto fue consistente en el subgrupo mayoritario de pacientes con enfermedad grave (un 90%), en quienes el tiempo hasta la recuperación fue de 12 días con remdesivir frente a 18 días con placebo. No se observaron diferencias significativas, sin embargo, en el tiempo hasta recuperación en los pacientes que ya estaban sometidos a ventilación mecánica u oxigenación por membrana extracorpórea al inicio del estudio; ni tampoco en los pacientes con enfermedad leve-moderada (en quienes el tiempo hasta recuperación en ambos grupos de tratamiento fue de 5 días).

Con respecto a la seguridad, la reacción adversa más frecuente en voluntarios sanos es la elevación de transaminasas (14%), mientras que en pacientes con COVID-19 tratados con remdesivir sobresalen las náuseas (4%). En el estudio pivotal, la incidencia general de eventos adversos fue similar en ambos grupos de tratamiento; los más comunes en el brazo de remdesivir fueron: anemia o hemoglobina baja (7,9% vs. 9% con placebo), insuficiencia renal aguda (7,4% vs. 7,3%), pirexia (5% vs. 3,3%), hiperglucemia (4,1% vs. 3,3%) y elevación de los niveles de transaminasas hepáticas (4,1% vs. 5,9%). Se reportaron eventos adversos graves en una menor proporción de pacientes tratados con remdesivir en comparación con placebo (24,6% vs. 31,6%), destacando un menor número de casos de fallo respiratorio severo (5,2% vs. 8%). Ninguna muerte se relacionó con el tratamiento asignado.

En base a lo anterior, el Protocolo Farmacoclínico del uso de remdesivir en España, publicado por el Ministerio de Sanidad, ha establecido que se deben considerar candidatos a aquellos pacientes hospitalizados con neumonía grave por COVID-19 –confirmada por PCR– que cumplan todos los siguientes requisitos: i) edad ≥ 12 años y peso ≥ 40 Kg; ii) necesidad de suplemento de O2 que revierte con oxigenoterapia de bajo flujo (gafas nasales o mascarilla simple, con o sin reservorio); iii) un máximo de 7 días de síntomas; y iv) al menos 2 criterios de entre los 3 siguientes: frecuencia respiratoria ≥ 24 rpm, SpO2 < 94% en aire ambiente y cociente presión arterial/fracción inspirada de O2 < 300 mm Hg. No se administrará, en cambio, si el paciente precisa ventilación no invasiva o utilización de dispositivos de O2 de alto flujo, ventilación mecánica invasiva u oxigenación por membrana extracorpórea, enfermedad hepática grave (ALT o AST ≥ 5 veces el límite superior de la normalidad), insuficiencia renal grave (filtrado glomerular < 30 ml/min, en hemodiálisis o diálisis peritoneal), necesidad de dos ionotrópicos para mantener la tensión arterial, mujeres embarazadas, lactantes o con test positivo de embarazo, o pacientes con fallo multiorgánico. Además, recomienda no prolongar el tratamiento más allá de los 5 días, pues otro ensayo aleatorizado y abierto de fase 3 que comparó dos duraciones de tratamiento (5 y 10 días) no mostró diferencias relevantes entre ambos (Goldman et al., 2020).

Por otro lado, en términos de mortalidad remdesivir no muestra ningún beneficio clínico significativo. Así, en el estudio ACTT-1 no se hallaron diferencias estadísticas en la supervivencia estimada, con una tasa de mortalidad a los 14 días del 6,7% en pacientes tratados con remdesivir y del 11,9% para el grupo placebo (HR= 0,73; IC95% 0,52-1,03; p= 0,059), y una tasa a los 29 días de 11,4% con remdesivir y 15,2% con placebo.

En la misma línea han concluido los investigadores del ensayo SOLIDARIDAD (Pan et al., 2021): un amplio estudio de fase 3 (N > 11.000), abierto, controlado, multinacional y multicéntrico (desarrollado en 405 hospitales de 30 países) y de grupos paralelos, impulsado por la OMS, que aleatorizó en el brazo de remdesivir 2.750 pacientes ingresados con COVID-19 grave y otros 2.708 en su grupo control, quienes recibieron solo la terapia de mantenimiento estándar disponible en cada zona geográfica. La tasa de mortalidad en el brazo de remdesivir fue del 10,97% (301/2.743) frente al 11,19% en los pacientes que recibieron su control (303/2.708) (RR= 0,95; IC95% 0,81-1,11; p= 0,50).

En definitiva, todo apunta a que remdesivir tiene una eficacia modesta como antiviral en la COVID-19 grave, sin representar una cura radical. No obstante, aún permanecen incertidumbres sobre el beneficio real de remdesivir: bien es cierto que algunos trabajos apuntan a una mejora de la supervivencia, y diversos investigadores plantean la posibilidad aún no esclarecida de un mayor beneficio con el antiviral si se emplea en fases más precoces de la infección. A este respecto, por ejemplo, se ha publicado un estudio descriptivo del uso en vida real, que incluyó un total de 123 pacientes (mediana de edad 58 años, 61% hombres, 57% recibieron al menos un tratamiento antiinflamatorio concomitante) ingresados durante ≥ 48 h con COVID-19 confirmada y que fueron tratados con el fármaco, toda vez que había sido autorizado en la UE. No se registraron acontecimientos adversos que requirieran la interrupción del remdesivir y la necesidad de ingreso en UCI, la necesidad ventilación mecánica y la mortalidad a los 30 días fueron del 19,5%, el 7,3% y el 4,1%, respectivamente. Tales resultados se alinean con los del estudio pivotal y muestran el potencial del fármaco para optimizar recursos del sistema sanitario.

Dexametasona

Los corticosteroides como grupo se han usado extensamente off label a nivel intrahospitalario por su efecto antiinflamatorio e inmunosupresor, sobre la hipótesis de su capacidad para contrarrestar la respuesta hiperinflamatoria en tejido pulmonar en pacientes graves. Por ejemplo, a finales de mayo de 2020 se publicaba un estudio observacional multicéntrico (Fadel et al., 2020) que ya sugería un beneficio al administrar de forma precoz un curso corto de metilprednisolona (0,5-1 mg/kg/día dividido en 2 dosis intravenosas durante 3 días) en pacientes con COVID-19 severa (N= 213): con un seguimiento mínimo de 14 días, una menor proporción de los pacientes tratados cumplía una medida compuesta de intensificación de los cuidados (paso a UCI), requerimiento de ventilación mecánica y mortalidad respecto al grupo control que solo recibió cuidados estándar (34,9% vs. 54,3%; p= 0,005). Se describió, además, un acortamiento notable del periodo de estancia hospitalaria en el grupo de pacientes tratados con metilprednisolona (5 días vs. 8 días; p< 0,001).

Pero han sido los resultados del estudio RECOVERY –por sus siglas en inglés Randomised Evaluation of COVid-19 thERapY– (Horby et al., 2021) los que han dado el espaldarazo definitivo a su utilización sistemática: dexametasona ha sido el primer fármaco que ha demostrado ser capaz de reducir la mortalidad en pacientes con COVID-19 grave. Se trata de un estudio aleatorizado, controlado y abierto, que ha investigado varios tratamientos en pacientes ingresados (N > 35.000) en 176 hospitales del Reino Unido, los cuales debían presentar hipoxia (saturación de O2 < 92%, o necesidad de oxigenoterapia) y evidencia de inflamación sistémica (niveles de proteína C reactiva ≥ 75 mg/l). En uno de los brazos del estudio, 2.104 pacientes fueron tratados con dexametasona a dosis bajas (6 mg una vez al día por vía oral o intravenosa) durante 10 días, y sus datos comparados con los de 4.321 pacientes que recibieron los cuidados de mantenimiento estándar. La mortalidad global en ambos grupos en los primeros 28 días fue del 22,9% y del 25,7%, respectivamente, lo que representa una razón de probabilidad ajustada por edad de 0,83 (IC95% 0,75-0,93; p< 0,001). Los resultados confirman que dexametasona redujo en aproximadamente un tercio la mortalidad a 28 días entre los pacientes que necesitaban ventilación mecánica invasiva al inicio (29,3% vs. 41,4%; RR= 0,64; IC95% 0,51-0,81; p= 0,0003) y en un quinto entre los pacientes que recibían oxígeno sin ventilación invasiva (23,3% vs. 26,2%; RR= 0,82; IC95% 0,72-0,94; p= 0,0021); se estima, por tanto, que su administración podría evitar la muerte de 1 de cada 8 pacientes con ventilación mecánica y de 1 de cada 25 pacientes que requieren O2 suplementario. No se identificó, en cambio, ningún beneficio significativo entre aquellos pacientes que no necesitaban asistencia respiratoria (17,8% vs. 14,0%; RR= 1,19; IC95% 0,92-1,55; p= 0,14).

Dexametasona (Figura 7) es un glucocorticoide fluorado de uso común desde la década de 1960 para tratar una amplia gama de afecciones con componente inflamatorio y autoinmune –entre ellas, artritis reumatoide, asma o procesos alérgicos o neoplásicos–, por sus propiedades antiinflamatorias, inmunosupresoras y antialérgicas, y su casi nula actividad mineralocorticoide. Está disponible en España en numerosas presentaciones de medicamentos para diversas vías de administración, siendo su perfil de seguridad no desdeñable, pero bien conocido (caracterizado por frecuentes eventos adversos tales como: susceptibilidad aumentada a las infecciones, candidiasis orofaríngea, hiperglucemia, osteoporosis, cataratas, insuficiencia adrenocortical e inducción de síntomas parecidos al síndrome de Cushing, etc.). La indicación autorizada para su uso en “COVID-19 en pacientes de ≥ 12 años y ≥ 40 kg que requieran oxígeno suplementario” ha sido incluido en la ficha técnica de varios medicamentos. No se ha probado, sin embargo, su beneficio en aquellos pacientes con enfermedad leve-moderada (una mayoría).

FÁRMACOS CON EFICACIA DESCARTADA

Cloroquina e hidroxicloroquina

Estos fármacos antimaláricos y antiinflamatorios (Figura 8) han sido probablemente de los que más se especuló a nivel internacional durante las etapas iniciales de la pandemia. Su uso se apoyó en datos de estudios in vitro que sugerían una inhibición de la infección por SARS-CoV-2 a concentraciones bajas, en el rango micromolar, actuando bien mediante el aumento del pH endosomal (requerido para la fusión del virus con la célula) o interfiriendo con la glicosilación del receptor celular del virus (ECA-2). Pero quizá su trampolín a un uso amplio fue el controvertido estudio de Marsella (Gautret et al., 2020), un pequeño estudio aleatorizado y abierto que incluyó un total de 36 pacientes (edad media de 51,2 años) hospitalizados con diagnóstico microbiológico de infección por SARS-CoV-2: 6 asintomáticos, 22 con infección del tracto respiratorio superior y 8 con infección del tracto inferior; 26 de ellos recibieron 600 mg/día de hidroxicloroquina, añadiendo en algunos casos azitromicina. Tras el análisis de la carga viral de 20 pacientes a los 6 días, y comparando con pacientes controles que no recibieron hidroxicloroquina, los autores describieron que los tratados con el fármaco presentaban una carga viral significativamente más baja (70% de pacientes con cura virológica vs. 12,5% en los controles; p< 0,001) y una duración promedio hasta el aclaramiento viral menor que la reportada para pacientes no tratados. En aquellos pacientes en que se añadió la azitromicina, la eficacia del tratamiento para la erradicación del virus fue mayor (100% de cura virológica vs. 57,1% en pacientes tratados solo con hidroxicloroquina).

Más tarde se publicaron diversos resultados clínicos favorables y desfavorables para cloroquina e hidroxicloroquina, e incluso se aludió al posible riesgo de arritmias graves por prolongación del intervalo QT en su combinación con azitromicina. En cualquier caso, su posible beneficio clínico, al menos en pacientes hospitalizados, fue también descartado por los resultados del estudio RECOVERY (Horby et al., 2020). Un total de 1.542 pacientes fueron aleatorizados y tratados en el brazo de hidroxicloquina y sus datos comparados con los de 3.132 pacientes que recibieron el tratamiento de soporte estándar como control. De forma consistente en todos los subgrupos de pacientes, no se hallaron diferencias significativas en la variable primaria de mortalidad a los 28 días, que fue del 27,0% con el fármaco frente al 25,0% en el grupo control (HR= 1,09; IC95% 0,97-1,23; p= 0,10); tampoco se observaron beneficios en términos de duración de la estancia hospitalaria (la proporción de altas al día 28 fue de 59,6% en el grupo de hidroxicloroquina vs. 62,9% en el grupo control; RR= 0,90) u otras variables como la necesidad de requerir ventilación mecánica entre quienes no la requerían al inicio (30,7% vs. 26,9%; RR= 1,14). Se observó un pequeño exceso numérico en la muerte por causas cardiacas (0,4%) pero sin diferencias significativas en la incidencia de arritmias entre los pacientes tratados con hidroxicloroquina. Las conclusiones del estudio SOLIDARIDAD de la OMS respaldan (Pan et al., 2021) la ausencia de reducción de mortalidad en pacientes graves: en el brazo de hidroxicloroquina la mortalidad fue del 10,98% (104/947) frente al 9,27% con su control (84/906) (RR= 1,19; IC95% 0,89-1,59; p= 0,23).

Adicionalmente, se ha descartado su utilidad en el supuesto de profilaxis postexposición para prevenir el desarrollo de la COVID-19. Un estudio clínico de fase 3 y abierto incluyó 2.314 adultos asintomáticos, “contactos de riesgo” de 672 pacientes con confirmación microbiológica de COVID-19 o “casos índices”, quienes fueron aleatorizados (1:1) a recibir hidroxicloroquina (800 mg el día 1, seguido de 400 mg/día durante 6 días más; N= 1.116) o el cuidado estándar sin tratamiento preventivo específico (grupo control; N= 1.198). Los resultados evidencian que la incidencia de casos sintomáticos de COVID-19 confirmados por PCR en los 14 días de seguimiento fue similar en ambos grupos (5,7% en el grupo de hidroxicloroquina vs. 6,2% en el grupo control; RR= 0,86; IC95% 0,52-1,42). Además, el uso del fármaco no se asoció con una menor transmisión del SARS-CoV-2 (18,7% vs. 17,8% de contagios con los cuidados estándar). Es más, la frecuencia de eventos adversos fue mayor en el grupo de hidroxicloroquina (56,1%, incluyendo 5 eventos de palpitaciones posiblemente relacionadas con el tratamiento) en comparación con el grupo control (5,9%), si bien no se reportaron eventos adversos graves relacionados con el tratamiento. Cabe citar también que dicho estudio incluía inicialmente otro brazo de tratamiento (no profilaxis) con darunavir con unos 200 pacientes con COVID-19, pero que fue detenido al descartarse la eficacia clínica del antirretroviral.

Lopinavir/ritonavir

La asociación de estos dos inhibidores de la proteasa del VIH fue uno de los tratamientos recomendados por las autoridades sanitarias chinas en los protocolos para el manejo de pacientes en el comienzo de la epidemia de COVID-19. Sin embargo, varios estudios clínicos pequeños empezaron a sembrar dudas sobre su potencial (Cao et al., 2020), hasta que los resultados preliminares del estudio RECOVERY permitieron descartar definitivamente cualquier eficacia de dicha combinación en pacientes graves.

Un amplio número de pacientes en el brazo experimental fueron aleatorizados a recibir lopinavir más ritonavir (N= 1.616; 4% requerían ventilación mecánica y 70% solo aporte de O2), y sus resultados clínicos comparados con los controles asignados al tratamiento estándar (N= 3.424). No se observó ninguna diferencia reseñable en la mortalidad a los 28 días entre ambos grupos, que fue del 23% en el brazo experimental y del 22% en el control (RR= 1,03; IC95%= 0,91-1,17; p= 0,60); los resultados fueron consistentes en los distintos subgrupos de pacientes analizados. Tampoco se halló ninguna mejoría en el riesgo de empeoramiento de la patología –progresión a ventilación mecánica o muerte (RR= 1,09; IC95% 0,99-1,20; p= 0,092)–, en la duración del ingreso hospitalario (mediana de 11 días en ambos grupos) o en la proporción de pacientes recuperados y dados de alta en los 28 días (RR= 0,98; IC95%= 0,91-1,05; p= 0,53). Conviene subrayar, en este caso, que el número de pacientes sujetos a ventilación mecánica desde el inicio fue pequeño (debido a la dificultad de administrar estos fármacos por vía oral en pacientes ventilados), no pudiéndose sacar conclusiones en esa subpoblación.

El estudio SOLIDARIDAD concluyó en un sentido similar: la estimación de Kaplan-Meier de mortalidad global a los 28 días en el brazo de ritonavir fue del 10,58% (148/1.399) frente al 10,64% en los pacientes que recibieron su control (146/1.372) (RR= 1,00; IC95% 0,79-1,25; p= 0,97), por lo que no se puede verificar una mejora de la supervivencia en pacientes ingresados. Dado que lopinavir se empleó en este estudio combinado con interferón β1a en numerosos pacientes, conviene subrayar los hallazgos también negativos para este fármaco: en el brazo de interferón la mortalidad a 28 días alcanzó el 11,85% (243/2.050) frente al 10,54% en los pacientes que recibieron su control (216/2.050) (RR= 1,16; IC95% 0,96-1,39; p= 0,11).

Azitromicina

El uso del macrólido azitromicina, a menudo en combinación con hidroxicloroquina, fue planteado por diversos investigadores y clínicos sobre la hipótesis de un efecto dual, tanto por sus propiedades antibióticas (de interés ante una eventual complicación con infección respiratoria bacteriana) como por sus efectos inmunomoduladores. De nuevo, el estudio RECOVERY también ha permitido descartar que el tratamiento con azitromicina suponga ninguna alguna ventaja significativa en términos de supervivencia u otra variable clínica en pacientes ingresados con enfermedad grave, probando que la azitromicina no debe figurar en la farmacoterapia sistemática estándar en los pacientes con COVID-19 grave a nivel hospitalario, y debe ser restringido su uso a aquellas situaciones en que esté justificado por una posible infección concomitante por bacterias sensibles al fármaco.

Entre abril y noviembre de 2020, 7.763 pacientes con enfermedad grave de los incluidos en el ensayo abierto fueron aleatorizados para evaluar la eficacia y seguridad de este fármaco; la media de edad fue de 65,3 años, aproximadamente un tercio (38%) eran mujeres, y el tiempo medio desde el inicio de los síntomas era de 8 días. De ellos, 5.181 pacientes fueron aleatorizados a recibir el tratamiento de soporte estándar, como control, y otros 2.582 asignados a éste más azitromicina (500 mg/día por vía oral o intravenosa, durante 10 días o hasta el alta o cruce a otro de los brazos activos del estudio). El análisis de los datos en la población por intención de tratar reveló que en el brazo de azitromicina fallecieron, en los 28 días posteriores a la inclusión en el estudio, el 22% de los pacientes (561), proporción muy similar a la tasa de mortalidad estimada en el brazo control (22%, 1.162 muertes), no habiendo diferencias estadísticamente significativas entre ambos tratamientos (RR= 0,97; IC95% 0,87-1,07; p= 0,50). Tampoco se observaron cambios en la duración de la estancia hospitalaria (mediana de 10 días en el grupo de azitromicina vs. 11 días en el grupo control) o en la proporción de pacientes que se recuperaron y fueron dados de alta en los 28 días (RR= 1,04; IC95% 0,98-1,10; p= 0,19).

OTROS TRATAMIENTOS EN INVESTIGACIÓN

A la vista de todo lo anterior, se deduce que los principales esfuerzos han ido dirigidos a estudiar opciones de tratamiento en pacientes graves, no pudiéndose extraer conclusiones firmes sobre el uso de fármacos en pacientes leves-moderados, que representan la mayoría de los infectados por SARS-CoV-2. Se exponen a continuación de forma breve los principales resultados de algunas de las numerosas terapias que han alcanzado las fases avanzadas de la investigación clínica (no se abordan todas por limitaciones de espacio), que continúa en marcha para todas ellas. Por tanto, es seguro que la evidencia emergente irá ampliando y clarificando el conocimiento científico, de manera que lo aquí reflejado no es en ningún caso definitivo y está sujeto a cambios a la vista de futuros resultados. Conviene llamar a la prudencia ante el hecho de que, en una época en que cualquier noticia sobre un posible tratamiento frente a la COVID-19 tiene un impacto extraordinario, la divulgación de datos clínicos antes de haber sido publicados en revistas científicas tras revisión –“validación”– por pares de expertos no debe tomarse como concluyente.

Tocilizumab

El anticuerpo monoclonal anti-IL-6 tocilizumab (Roactemra®) ha sido otro de los fármacos más ampliamente usados frente a la COVID-19, bajo el razonamiento de que sus efectos inmunosupresores podrían ser eficaces en la lucha contra la hiperreactividad –la tormenta de citoquinas– que acontece a nivel pulmonar en los casos más graves de la infección, esto es, un fundamento similar al que explica su utilización en el tratamiento del síndrome de liberación de citoquinas grave inducido por el tratamiento con células T-CAR. Por su experiencia de uso –también en artritis reumatoide– se conoce bien su perfil de seguridad, en el que destacan por su frecuencia (≥ 5%) las siguientes reacciones adversas: infecciones en el tracto respiratorio superior, nasofaringitis, cefalea, hipertensión y elevación de enzimas hepáticas (ALT); las reacciones adversas más graves asociadas al uso del fármaco son: infecciones graves, complicaciones de la diverticulitis y reacciones de hipersensibilidad.

Los resultados que se han ido publicando al respecto de su uso y los posibles beneficios en diversos contextos clínicos de COVID-19 no han sido del todo esclarecedores, posiblemente por la diferencia en los diseños de los estudios. Hasta que en febrero de 2021 se hicieron públicos los resultados específicos del amplio ensayo de fase 3 RECOVERY (Horby et al., 2021b), aún no revisados por pares. A lo largo de 8 meses, en uno de sus brazos se aleatorizaron 4.116 adultos –562 requerían ventilación mecánica invasiva, 1.686 recibieron asistencia respiratoria no invasiva y 1.868 solo O2 exógeno– a recibir exclusivamente el tratamiento de soporte estándar, que actuó como control, o bien éste más una dosis de tocilizumab por vía intravenosa (400-800 mg, según peso); una segunda dosis se podía administrar tras 12 y 24 h si el estado del paciente no mejoraba. Un 82% de los pacientes estaba recibiendo corticosteroides sistémicos, como dexametasona, en el momento de la aleatorización.

El análisis de los datos en la población por intención de tratar reveló que fallecieron en los 28 días siguientes a su inclusión en el estudio –variable primaria– el 29% (596/2.022) de pacientes tratados con tocilizumab y el 33% (694/2.094) de los asignados al grupo control, lo que representa una reducción estadísticamente significativa de la mortalidad en un 4% en términos absolutos (RR= 0,86; IC95% 0,77-0,96; p= 0,007). Aunque pueda parecer modesto, este efecto se traduce en que, por cada 25 pacientes tratados con tocilizumab, se salvaría una vida adicional. Los resultados fueron consistentes en todos los subgrupos de pacientes pre-especificados: en particular, se observó un beneficio más marcado para tocilizumab en quienes también recibían corticosteroides sistémicos (como dexametasona), habiéndose postulado que tal combinación permite una reducción de un tercio de la mortalidad en quienes solo requieren oxigenoterapia y de casi la mitad de los pacientes sometidos a ventilación mecánica invasiva. Además, quienes recibieron tocilizumab tuvieron más probabilidad de recuperarse y ser dados de alta del hospital en 28 días (54% vs. 47% en el grupo control; RR= 1,22; IC95% 1,12-1,34; p< 0,0001) y, entre aquellos que no necesitaban ventilación mecánica invasiva al inicio, también se observó un riesgo un 5% menor de necesitarla o de muerte con el uso del fármaco (33% vs. 38%; RR= 0,85; IC95% 0,78-0,93; p= 0,0005). Sin embargo, no se observó ningún efecto sobre la posibilidad de retirar la ventilación mecánica invasiva en aquellos pacientes que la requerían.

En resumen, los datos evidencian que, en pacientes con ese perfil de COVID-19 grave (hospitalizados con hipoxia e inflamación sistémica), tocilizumab mejora la supervivencia y otros resultados clínicos, un beneficio independiente del nivel de asistencia respiratoria, siendo el segundo fármaco, tras dexametasona, para el cual se demuestra una reducción significativa de la mortalidad. Ese beneficio es, además, adicional al que aportan la corticoterapia sistémica, de modo que su uso en combinación tiene un impacto sustancial en pacientes graves, mayor incluso que el que aporta la dexametasona sola. No obstante, la EMA aún no ha autorizado su indicación de uso en COVID-19.

Es preciso comentar que también se han difundido recientemente los resultados del estudio COVACTA, otro ensayo clínico de fase 3, multicéntrico y multinacional, más pequeño (N= 452), que aleatorizó (2:1) a pacientes hospitalizados con neumonía grave por COVID-19 a recibir una única infusión intravenosa de tocilizumab (8 mg/kg) o placebo; en torno a una cuarta parte de los participantes recibió una segunda dosis de tocilizumab o placebo de 8 a 24 h después de la primera. Los resultados (Rosas et al., 2021) muestran que la mediana de la puntuación de la escala ordinal del estado clínico –que varía desde 1, alta hospitalaria, a 7 puntos, muerte– en el día 28 fue de 1,0 (IC95% 1,0-1,0) en el grupo de tocilizumab (N= 294) y de 2,0 puntos (IC95% 1,0-4,0) –hospitalización fuera de la UCI sin O2 suplementario– en el grupo placebo (N= 144); la diferencia entre grupos fue de -1,0 puntos (IC95% -2,5 a 0; p = 0,31). Se produjeron eventos adversos graves en el 34,9% de pacientes en el grupo de tocilizumab y en el 38,5% en el grupo placebo, con una tasa de mortalidad al día 28 también muy similar en ambos grupos (19,7% y 19,4%; p= 0,94). La ausencia de significación estadística en la variable primaria de este estudio, así como en la mortalidad (variable secundaria), no limitan los resultados del estudio RECOVERY, cuya evidencia es más robusta.

Plasma hiperinmune o inmunoglobulina hiperinmune

La infusión en pacientes de plasma de donantes que ya han superado la infección y han desarrollado anticuerpos específicos contra el virus es un enfoque terapéutico muy antiguo y se remonta, al menos, a 1918, cuando fue usado para luchar contra la mal llamada “gripe española”. Una serie de estudios con una muestra reducida de pacientes sugirieron que podría ser una terapia eficaz frente a la COVID-19 para minimizar el daño orgánico producido por el SARS-CoV-2 y mejorar la evolución clínica. Para tratar de aclarar el perfil beneficio-riesgo del tratamiento con plasma hiperinmune o plasma convaleciente, una revisión Cochrane evaluó la evidencia disponible (Chai et al., 2020), procedente de 19 estudios clínicos (2 ensayos aleatorizados y controlados, 8 estudios controlados no aleatorizados y 9 estudios no controlados ni aleatorizados) con un total de 36.081 pacientes. Los autores concluyeron que había incertidumbre –por la baja calidad de la evidencia– sobre la posible reducción de mortalidad por cualquier causa tras el alta hospitalaria (RR= 0,55; IC95% 0,22-1,34), apuntando a que el tratamiento puede tener un efecto pequeño o nulo en la mejora de los síntomas a los 7 días (por ejemplo, la necesidad de apoyo respiratorio), pero posiblemente podría inducir una mejoría clínica a los 15 y 30 días. No quedaba claro, por tanto, que dicha terapia fuera eficaz y segura para tratar a personas ingresadas con COVID-19.

Los resultados más sólidos al respecto son quizás los recientemente divulgados del ensayo RECOVERY (Horby et al., 2021c), que han aportado la evidencia definitiva para descartar el uso sistemático de plasma convaleciente con títulos elevados de anticuerpos, pues en el citado estudio no mejoró la supervivencia ni otras variables clínicas en pacientes hospitalizados. Los resultados demuestran que no se hallaron diferencias significativas en la mortalidad a 28 días entre los pacientes aleatorizados a recibir plasma hiperinmune (N= 5.795) en comparación con aquellos que recibieron el tratamiento de soporte estándar (N= 5.763), siendo la tasa de mortalidad del 24% en ambos grupos (RR= 1,00; IC95% 0,93-1,07; p= 0,93). Tampoco mostró efectos significativos en la proporción de pacientes dados de alta en los 28 días (66% vs. 67%; RR= 0,98; IC95% 0,94-1,03; p= 0,50) ni en el empeoramiento clínico de pacientes que no requerían ventilación mecánica invasiva al inicio (28% vs. 29%; RR= 0,99; IC95% 0,93-1,05; p= 0,79). Una reciente revisión sistemática y meta-análisis con datos de casi 12.000 pacientes (Janiaud et al., 2021) también ha concluido que la evidencia disponible apunta a que el tratamiento con plasma convaleciente comparado con placebo o tratamiento estándar de soporte no se asocia con una reducción significativa de la mortalidad por cualquier causa o con cualquier otro resultado clínico. Se plantea la duda aún de si el beneficio puede ser mayor si la transfusión de plasma se realizara antes de la aparición de los síntomas o en las etapas más precoces de la infección.

Anticuerpos monoclonales anti-SARS-CoV-2

Bamlanivimab es una inmunoglobulina de tipo IgG1 diseñada específicamente para unirse a la proteína S del virus con el objetivo de neutralizar su entrada a la célula y que está, junto a etesevimab (otro anticuerpo diseñado para unirse a la proteína S en un epítopo diferente), en un proceso de evaluación continua por la EMA frente a la COVID-19 en distintos escenarios clínicos.

Las principales evidencias para ambos fármacos derivan del estudio de fase 2/3 BLAZE-1, multicéntrico (49 centros sanitarios de EE.UU.), doble ciego y controlado por placebo, realizado en 613 pacientes ambulatorios con COVID-19 de reciente diagnóstico y con uno o más síntomas leve-moderados, quienes fueron asignados a recibir una administración intravenosa única de bamlanivimab de 700 mg (N= 101), 2.800 mg (N= 107) o 7.000 mg (N= 101), de una combinación de 2.800 mg de bamlanivimab y 2.800 mg de etesevimab (N= 112), o bien de placebo (N= 156). Los resultados (Gottlieb et al., 2021) demuestran que para los 533 pacientes que recibieron una infusión y fueron evaluables hasta el día 29 (media de edad de 44,7 años, 55% mujeres), el cambio en el logaritmo de la carga viral al día 11 en comparación con el estado basal –variable primaria– fue de -3,72 para la dosis de 700 mg de bamlanivimab, de -4,08 para la de 2.800 mg, -3,49 para la de 7.000 mg, de -4,37 para el tratamiento combinado y de -3,8 para el grupo control. Así pues, en comparación con placebo, las diferencias en esa variable fueron de +0,09 (p= 0,69) para 700 mg, -0,27 (p= 0,21) para 2.800 mg, y 0,31 (p= 0,16) para 7.000 mg de bamlanivimab, y de -0,57 (p= 0,01) para la combinación de los dos anticuerpos; solo esta última comparación alcanzó significación estadística. Además, la proporción de pacientes con hospitalización o visita a urgencias relacionadas con la COVID-19 fue de: 5,8% para placebo, 1,0% para 700 mg, 1,9% para 2.800 mg y 2,0% para 7.000 mg de bamlanivimab, y de 0,9% para el tratamiento en combinación. En términos de seguridad, los anticuerpos fueron bien tolerados (similar a placebo) sin reportarse eventos adversos graves relacionados con el tratamiento. Se notificaron reacciones de hipersensibilidad inmediata en 9 pacientes: 6 tratados con bamlanivimab, 2 con la combinación de anticuerpos, y 1 con placebo. Los últimos datos conocidos para una cohorte de pacientes de ≥ 12 años de alto riesgo tratados con bamlanivimab 700 mg y etesevimab 1.400 mg demuestran una reducción del 87% en la tasa de hospitalización y muerte (p< 0,0001) cuando se administra en fases iniciales de la enfermedad.

Adicionalmente, la compañía comercializadora de bamlanivimab ha divulgado19datos de otro estudio similar, el BLAZE-2, en el que se ha administrado de forma profiláctica el fármaco (4.200 mg) o placebo a adultos mayores que viven en residencias (N= 299) y al personal sanitario de estos centros (N= 666), incluyendo 132 participantes en los que se confirmó la infección por SARS-CoV-2 en el inicio. En el análisis primario de los datos, a las 8 semanas de seguimiento, se observó una frecuencia significativamente menor de casos sintomáticos de COVID-19 en el grupo de tratamiento con bamlanivimab en comparación con placebo (OR= 0,43; p= 0,00021); en el subgrupo de residentes mayores, ese efecto fue más notable (OR= 0,20; p= 0,00026) y sugiere una reducción del 80% del riesgo de desarrollar la enfermedad. Se notificaron 4 fallecimientos atribuidos a COVID-19 en el grupo placebo, ninguno entre los tratados con el fármaco.

En el mismo proceso de evaluación continua por la EMA se halla regdan- vimab, otro anticuerpo monoclonal anti-proteína S cuyo uso se plantea para pacientes ambulatorios con síntomas de COVID-19 leve a moderados que no requieren oxígeno suplementario. En un estudio aún en marcha, el fármaco parece haber reducido significativamente el riesgo de hospitalización y de necesidad de oxígeno al día 28, reduciendo la tasa de progresión a enfermedad severa en un 54% entre pacientes leves-moderados y en un 68% en el subgrupo de pacientes con enfermedad moderada y más de 50 años; además, ha acortado el tiempo hasta la recuperación clínica entre 3,4 y 6,4 días en comparación con placebo. En cualquier caso, la EMA ha considerado20 que los resultados no son suficientemente robustos todavía como para alcanzar una conclusión firme de los beneficios del fármaco, el cual presenta un perfil de seguridad relativamente benigno, con la mayoría de eventos adversos –que incluyen reacciones alérgicas relacionadas con la infusión– leves o moderados.

Por otra parte, casirivimab e imdevimab –también en rolling review por la EMA– son otros dos anticuerpos monoclonales IgG1 diseñados para reconocer y unirse a la proteína S del SARS-CoV-2 en diferentes sitios de unión del dominio de RBD. Éstos, igual que bamlanivimab, han recibido la autorización de uso de emergencia por la FDA estadounidense21 para el tratamiento –en perfusión intravenosa única– de pacientes de ≥ 12 años no hospitalizados con un diagnóstico reciente de COVID-19 de leve a moderado, y que tengan alto riesgo de progresar a enfermedad grave y/o ser hospitalizados, incluyendo a pacientes con ≥ 65 años de edad o que tienen ciertas comorbilidades crónicas.

Los datos clínicos que respaldan su eficacia derivan de un ensayo clínico aleatorizado, doble ciego y controlado con placebo en 799 adultos no hospitalizados con sintomatología leve-moderada de COVID-19, de los cuales 266 recibieron una única infusión intravenosa de 1,2 g de cada fármaco, 267 recibieron 4 g de cada fármaco y 266 recibieron placebo, dentro de los 3 días siguientes a la confirmación del diagnóstico. La disminución de la carga viral al día 7 en los pacientes tratados con el cóctel de anticuerpos fue mayor que en aquellos que recibieron placebo. Se verificó una reducción significativa –en un 57%– del número de hospitalizaciones y visitas a urgencias dentro de los 28 días posteriores al tratamiento (3% vs. 9% con placebo). No se observaron diferencias significativas, en cambio, entre las dos dosis de los anticuerpos. Los posibles efectos secundarios de casirivimab e imdevimab incluyen: anafilaxia y reacciones relacionadas con la infusión, fiebre, escalofríos, urticaria, prurito y enrojecimiento. Aunque se sigue evaluando la seguridad y eficacia de esta terapia, no parece que aporte ningún beneficio clínico en pacientes hospitalizados graves.

Habida cuenta de que la mayoría de casos de COVID-19 son leves-moderados y se afrontan en el ámbito extrahospitalario (contexto para el que no se ha autorizado aún ningún medicamento), la administración de estos tipos de inmunoterapia pasiva tras un diagnóstico lo más precoz posible de COVID-19 –los procedimientos de cribado se revelan fundamentales– supone una opción terapéutica prometedora en contextos de transmisión comunitaria y no disponibilidad de vacuna.

Colchicina

Se trata de un fármaco antiinflamatorio (Figura 9) ampliamente conocido y autorizado en España para el tratamiento de la gota y de la fiebre mediterránea familiar, entre otras. Su posible uso en COVID-19 se justifica por su posible capacidad para atenuar el efecto de las citoquinas proinflamatorias que median la patogénesis de las complicaciones de la enfermedad. Ha sido del primer fármaco de administración oral para el que se demostrado que su uso en pacientes con enfermedad leve previene significativamente las complicaciones de la COVID-19 en al menos 1 de cada 5 casos.

El Instituto de Salud de Montreal (Canadá) anunció los resultados del ensayo clínico de fase 3 COLCORONA (Tardif et al., 2021), controlado, doble ciego, multicéntrico y multinacional, que aleatorizó un total de 4.488 pacientes no hospitalizados con COVID-19 –confirmación por PCR o criterios clínicos– a recibir colchicina (0,5 mg/12 h durante 3 días, y posteriormente una vez al día) o placebo durante 30 días. La variable primaria de eficacia –una medida compuesta de muerte u hospitalización por COVID-19– se verificó en el 4,7% de los pacientes tratados con colchicina y en el 5,8% de los pacientes en el grupo placebo (OR= 0,79; IC95% 0,61-1,03; p= 0,08). Si se consideran solo los 4.159 pacientes con confirmación de la infección por PCR, la variable primaria ocurrió en el 4,6% de los tratados con colchicina frente al 6,0% de los pacientes en el grupo control (OR= 0,75; IC95% 0,57-0,99; p= 0,04). Concretamente, para ese grupo los autores refieren una reducción del 25% en las probabilidades de hospitalización (OR= 0,75; IC95% 0,57-0,99), del 50% en el riesgo de ventilación mecánica (OR= 0,50; IC95% 0,23-1,07) y del 44% en el riesgo de muerte (OR= 0,56; IC95% 0,19-1,66). Respecto al perfil toxicológico, se reportó una frecuencia de eventos adversos significativamente menor en el grupo de colchicina que en el grupo placebo (4,9% vs. 6,3%; p= 0,05), notificándose con menor frecuencia, por ejemplo, casos de neumonía (2,9% vs. 4,1% en el grupo control), si bien la diarrea fue más común en el grupo del fármaco (13,7% vs. 7,3%; p< 0,0001). Se debe recordar, no obstante, que la colchicina tiene un margen terapéutico estrecho y es extremadamente tóxica en caso de sobredosis, lo que requiere un ajuste muy riguroso de su pauta posológica.

Agentes antiinflamatorios e inmunosupresores específicos

Baricitinib (Figura 10) es un inhibidor de las cinasas Janus (JAK) que en la UE está autorizado para el tratamiento de la artritis reumatoide y la dermatitis atópica. Se ha aprobado su uso de emergencia en EE.UU. en combinación con remdesivir (tratamiento de pacientes de ≥ 2 años con sospecha o confirmación de COVID-19 que requieren O2 suplementario, ventilación mecánica invasiva u oxigenación por membrana extracorpórea) en base a los datos clínicos procedentes del ensayo clínico de fase 3 ACCT-2 (Kalil et al., 2021), que  demostraron la superioridad clínica y la mejor tolerabilidad de la asociación de baricitinib con remdesivir en comparación con la utilización de la monoterapia con remdesivir.

Ha consistido éste en un estudio aleatorizado, doble ciego y controlado por placebo (N= 1.033), que evaluó si baricitinib (4 mg/día, durante un máximo de 14 días) modificaba el tiempo que tardaban los pacientes con COVID-19 moderada-grave tratados con remdesivir –siempre junto con los cuidados estándar de soporte– en recuperarse clínicamente; se definió la recuperación como: alta hospitalaria o continuación de la hospitalización sin necesitar O2 suplementario ni atención médica continua. Tras un seguimiento durante 29 días, la mediana del tiempo hasta la recuperación para los pacientes que recibieron la combinación de fármacos (N= 515) se redujo en un 12,5%: fue de 7 días, frente a 8 días para los que recibieron placebo más remdesivir (N= 518); había un 30% más de probabilidades de mejoría clínica al día 15 en quienes recibieron baricitinib (OR= 1,3; IC95% 1,01-1,32; p= 0,03). El acortamiento del tiempo hasta la recuperación era mayor incluso en pacientes que recibían O2 de alto flujo o ventilación no invasiva al inicio (mediana de 10 días vs. 18 días en el grupo control; RR= 1,51; IC95% 1,10-2,08). También se observó una tendencia favorable para la mortalidad a 28 días: del 5,1% en el grupo de la combinación frente al 7,8% en el grupo control (HR= 0,65; IC95% 0,39-1,09). En relación con la seguridad, los posibles eventos secundarios asociados a la combinación (tasa de incidencia del 41% vs. 48% con remdesivir solo; 16% vs. 21% de eventos graves) incluyen los ya conocidos para los fármacos aislados: riesgo de infecciones graves, eventos trombóticos, alteración de pruebas de laboratorio y reacciones alérgicas. Aún se sigue evaluando el perfil beneficio-riesgo de la combinación, y cabe subrayar que baricitinib no ha sido aún autorizado en la UE para su uso en COVID-19.

Por otra parte, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) ha valorado el acceso en condiciones especiales a varios fármacos antiinflamatorios e inmunosupresores en etapas experimentales. Es el caso de los anticuerpos monoclonales anti-IL-6 sarilumab y siltuximab (cuyo fundamento de uso sería el mismo que el descrito para tocilizumab) y el fármaco antagonista de los receptores de IL-1 anakinra. Una reciente revisión sistemática y meta-análisis de 71 estudios con un total de 22.058 pacientes con COVID-19 (incluyendo 6 ensayos randomizados) ha concluido que la evidencia actualmente disponible para estos tres fármacos es insuficiente, y se requieren nuevos datos para poder sacar conclusiones en uno u otro sentido.

Acaso el fármaco para el que haya una mayor información sea sarilumab, pues fue estudiado en un ensayo clínico multinacional y multicéntrico de fase 3, doble ciego y controlado por placebo, que aleatorizó 420 pacientes adultos hospitalizados por COVID-19 grave con neumonía y requerimiento de O2 suplementario o cuidados intensivos a recibir sarilumab 400 mg (N= 173), sarilumab 200 mg (N= 159) o placebo (N= 84). Con una tolerabilidad similar a placebo, los resultados (Lescure et al., 2021) no mostraron eficacia destacable para sarilumab en pacientes con ese perfil de gravedad: al día 29, no hubo diferencias estadísticamente significativas en el tiempo hasta una mejoría de 2 o más puntos en la escala ordinal de 1 a 7 puntos (1- muerte, y 7- alta hospitalaria) entre el grupo placebo y sarilumab 200 mg (HR= 1,03; IC95% 0,75-1,40; p= 0,96) o entre placebo y sarilumab 400 mg (HR= 1,14; IC95% 0,84-1,57; p= 0,34); tampoco hubo significación estadística en la comparación de la proporción de pacientes vivos (92% en el grupo placebo, 90% en el grupo de sarilumab 200 mg y 92% en el grupo de sarilumab 400 mg).

Un caso parecido es el del inhibidor selectivo de JAK-1 y -2 ruxolitinib (similar a baricitinib). La compañía comercializadora del fármaco anunció resultados aún no publicados en revistas científicas relativos al ensayo aleatorizado de fase 3 RUXCOVID. Según los datos divulgados, un tratamiento con el fármaco (5 mg/12 h vía oral durante 14 días) no alcanzó beneficio en comparación con el tratamiento de soporte solo en la reducción de la proporción de pacientes hospitalizados con COVID-19 grave que experimentan complicaciones (ventilación mecánica, ingreso en UCI o muerte) al día 29; tampoco en términos de otras variables como mortalidad o tiempo hasta la recuperación clínica.

Plitidepsina

Se trata de un antitumoral extraído de la ascidia Aplidium albicans que ha sido aprobado en Australia para el tratamiento del mieloma múltiple en recaída y refractario (Aplidin®), y para el que se han descrito actividades antivirales. La compañía comercializadora ha divulgado los resultados de un ensayo clínico aleatorizado y abierto de fase 1 (APLICOV-PC), que incluyó a 46 pacientes adultos con COVID-19 al menos moderada que requieren ingreso hospitalario. Se evaluaron 3 cohortes de pacientes, la mayoría de ellos (> 90%) con cargas virales medias-altas al inicio, quienes fueron tratados con 3 niveles de dosis diferentes de plitidepsina (1,5, 2,0 y 2,5 mg/día) administradas durante 3 días consecutivos y se midió la carga viral de los pacientes al inicio del tratamiento y en los días 4, 7, 15 y 30 posteriores.

Los resultados preliminares22indican que el tratamiento experimental indujo una notable reducción de la carga viral en los pacientes entre los días 4 y 7 posteriores al inicio del tratamiento, de forma que la reducción media de la carga viral al día 7 fue del 50%, y del 70% al día 15. Cabe subrayar que se observó una correlación significativa entre la disminución de la carga viral, la mejoría clínica y la resolución de neumonía, así como con la reducción de los marcadores de inflamación (por ejemplo, proteína C-reactiva). Por otra parte, el 80,7% de los pacientes fueron dados de alta en los primeros 15 días desde la hospitalización, y un 38,2% antes del día 8. Además, en la visita programada al día 30, ninguno de los pacientes tratados con plitidepsina había desarrollado síntomas o signos derivados de la infección por COVID-19. En cualquier caso, son relativos a un estudio de fase 1, por lo que tampoco podrán resultar definitivos para respaldar una recomendación sistemática de uso de plitidepsina, que debe progresar por las distintas fases de investigación clínica para confirmar su eficacia y seguridad clínica en pacientes con COVID-19. Ese desarrollo puede verse facilitado por el hecho de que la seguridad del fármaco ya ha sido caracterizada previamente en aproximadamente 1.300 pacientes oncológicos, y a dosis más elevadas.

Además de todas las opciones comentadas, se están investigando en estudios prospectivos otros muchos fármacos (por ejemplo, ivermectina, anticoagulantes, derivados de vitamina D, melatonina, ciclosporina, etc.) en diversos perfiles de pacientes y con diferentes fines. En Panorama Actual del Medicamento se seguirán divulgando los hallazgos más importantes según se vayan publicando.

Prevención

La infección por SARS-CoV-2 representa un problema de Salud Pública de primera magnitud, habida cuenta del elevado impacto sanitario y en vidas humanas que ha tenido y sigue teniendo. Esto, unido a la carga psicológica en pacientes y profesionales sanitarios, y a la sobrecarga socio-económica para el Sistema Nacional de Salud y para toda la ciudadanía (derivada de las medidas necesarias para combatir la expansión del virus y los problemas económicos asociados), revelan la elevada importancia de reincidir en la prevención del contagio de la enfermedad.

MEDIDAS NO FARMACOLÓGICAS

Puesto que no se dispone aún de tratamiento completamente curativo del virus y durante largo tiempo no ha habido vacunas autorizadas, la estrategia colectiva para hacer frente a la COVID-19 se ha basado en controlar la fuente de infección y, sobre todo, alcanzar un diagnóstico temprano que permita notificar los casos, aislar a los pacientes, hacer un seguimiento de sus contactos directos confirmados (con aislamiento domiciliario de los mismos, en su caso), aportar el tratamiento sintomático y de soporte oportuno y publicar la información epidemiológica de manera que se evite, en la medida de lo posible, la transmisión comunitaria.

En este sentido, es importante recordar a toda la población (especialmente si se tienen manifestaciones compatibles con una infección respiratoria) y al personal sanitario las medidas básicas para prevenir la infección cuyo cumplimiento a nivel individual ha demostrado una capacidad para reducir el riesgo de transmisión de la COVID-19, que se definen a continuación (Figura 11). En principio, las medidas de prevención son eficaces para todas las variantes del SARS-CoV-2.

  • Lavado de manos: debe adoptarse la costumbre de lavarse de forma frecuente las manos, especialmente después del contacto directo con personas enfermas, sospechosas o sus contactos, en los momentos en los que cambiemos de entorno (por ejemplo, al llegar al trabajo, a casa, tras usar el baño o el transporte público, etc.), tras tocar superficies sucias o antes de comer. Para ello, puede utilizarse agua y jabón (método de preferencia) o soluciones hidroalcohólicas23; éstas últimas son especialmente útiles en aquellos lugares en los que no exista fácil acceso a agua corriente, si bien en caso de que exista suciedad visible deberá realizarse en primer lugar un lavado con agua y jabón. Es fundamental que el lavado se haga durante al menos 20 segundos y con la técnica apropiada que garantice la descontaminación de la piel en toda su extensión.
  • Separación física interpersonal: se debe mantener un distanciamiento entre personas de al menos 1,5 metros (preferiblemente, 2 metros o más), pues es la distancia que se considera segura ante el posible desplazamiento de las gotículas de las secreciones respiratorias en el aire antes de sedimentar. Este distanciamiento no protegería, en cambio, frente a la transmisión del virus por aerosoles respiratorios, que pueden mantenerse en el aire ambiente –incluso posteriormente a la presencia del foco emisor– y desplazarse distancias mayores.
  • Evitar aglomeraciones, reducir las relaciones sociales y mantener grupos de contactos estables (“burbujas”). De especial importancia en épocas de elevada transmisión comunitaria y, en mayor medida, para aquellas personas que muestran síntomas respiratorios, están a la espera del resultado de una prueba diagnóstica por haber sido contacto de riesgo o han recibido confirmación del diagnóstico de COVID-19, siendo recomendable permanecer en el domicilio minimizando las relaciones con la familia.
  • Uso de mascarillas: a pesar de las controversias iniciales, diversos estudios experimentales y epidemiológicos han confirmado que el uso adecuado de mascarillas es una de las medidas profilácticas más eficaces. En España, el todavía vigente Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, establece el uso obligatorio de mascarilla, preferentemente higiénicas o quirúrgicas, en aquellas personas mayores de 6 años, en la vía pública, en espacios al aire libre y en cualquier espacio cerrado de uso público o que se encuentre abierto al público, siempre que no sea posible mantener una distancia de seguridad interpersonal de al menos 1,5 metros. Posteriormente, las Comunidades Autónomas legislaron de forma que el empleo de la mascarilla en espacios públicos es también obligatorio independientemente de que se pueda mantener la distancia de seguridad de 1,5 m, salvo en determinadas circunstancias (por ejemplo, utilización de las mascarillas en la playa) en función de la Comunidad. Se aconseja consultar las disposiciones vigentes en cada momento con la Consejería de Sanidad de cada CC.AA.

El uso de mascarilla es también recomendable en la población infantil de entre 3 y 5 años, y resulta de especial interés en grupos especialmente vulnerables para COVID-19: personas mayores, personas con patologías crónicas (también sus cuidadores) y embarazadas. Su uso obligatorio no será exigible, en cambio, en los siguientes supuestos: personas que presenten algún tipo de dificultad respiratoria que pueda verse agravada por la utilización de la mascarilla, personas que representen una contraindicación por motivos de salud o discapacidad, durante la práctica de deporte individual al aire libre, durante el desarrollo de actividades en las que, por su propia naturaleza, sea incompatible el uso de la mascarilla (tales como la ingesta de alimentos y bebidas), así como en circunstancias en las que exista una causa de fuerza mayor o situación de necesidad.

El Ministerio de Sanidad recomienda que los pacientes diagnosticados de COVID-19, sus contactos estrechos y casos en investigación empleen mascarillas quirúrgicas, sean aislados del resto de personas y refuercen las medidas preventivas. Asimismo, aconseja que el personal sanitario que atienda a casos probables o confirmados de infección por SARS-CoV-2 se ponga una mascarilla FFP2, en caso de disponer de ella, o, al menos, una mascarilla quirúrgica. Además, aquellos profesionales involucrados en procedimientos médicos que generen aerosoles (cualquier procedimiento sobre la vía aérea, como la intubación traqueal, el lavado bronco-alveolar, o la ventilación manual), deberían emplear preferentemente una mascarilla FFP3 de alta eficacia si hay disponibilidad; en su defecto, una mascarilla FFP2.

Conviene recordar que, para que una mascarilla sea eficaz en su cometido, debe usarse siguiendo las pautas establecidas por los fabricantes, cubriendo adecuadamente boca, nariz y barbilla. Hay que advertir que, si no se utiliza correctamente, la mascarilla no reduce el riesgo de transmisión e incluso podría incrementarlo, por el riesgo de una sensación de falsa seguridad que conduzca a la relajación de otras medidas profilácticas o a una mayor frecuencia de tocarse la cara (por ejemplo, para el ajuste de la mascarilla). Por ello, siempre debe ir acompañado del resto de medidas de prevención generales, ya que no representa una protección total en ningún caso, entre otros motivos por no cubrir los ojos (una posible vía de entrada del SARS-CoV-2); sobre todo aquellas personas exentas del uso obligatorio de mascarillas deben respetar escrupulosamente las normas de higiene respiratoria y de manos.

Para una mayor información sobre el uso de mascarillas, sus tipos y otros conceptos, se recomienda consultar el informe específico publicado al respecto en Farmaceuticos.com, disponible en aquí.

  • Descontaminación de superficies: habiéndose descrito que el SARS-CoV-2 puede sobrevivir algunas horas sobre las superficies, cobra relevancia la limpieza y desinfección frecuente de superficies susceptibles de ser medio de transmisión del virus (por ejemplo, pantallas teléfonos móviles, teclados de ordenador, barandillas, mesas, pomos de las puertas, etc.), tanto en los domicilios como en los centros de trabajo. La Sociedad Española de Sanidad Ambiental (SESA) indicó que tanto el hipoclorito de sodio (lejía doméstica) diluido en agua al 0,1-0,5% como el etanol diluido al 62-70% se muestran eficaces en la inactivación del virus y pueden ser los productos de elección en desinfección en el ámbito del hogar o los lugares de trabajo.
  • Ventilación de espacios cerrados y realización, dentro de lo posible, del mayor número de actividades diarias al aire libre. Esta medida se dirige a tratar de reducir la posible carga viral en aerosoles que puedan quedarse retenidos en suspensión en el aire de ciertos espacios.
  • Higiene respiratoria: al toser o estornudar, debe cubrirse la boca bien con un pañuelo desechable –y deshacerse de él inmediatamente tras su uso– o bien con la ropa (con el codo flexionado) para evitar la dispersión del virus; esta medida tomó gran relevancia antes de la obligatoriedad del uso de mascarillas, pero puede ser una recomendación útil en los supuestos en que no se empleen éstas. Además, hay que intentar evitar tocarse ojos, nariz y boca con las manos.

El cumplimiento de una o varias de las medidas anteriores no excluye del resto, pues su eficacia preventiva es sinérgica. Todas ellas serán útiles para prevenir el contagio de otras enfermedades respiratorias víricas estacionales, como la gripe, y su observancia es de especial interés en los centros de atención sanitaria y sociosanitaria. Adicionalmente, los profesionales de la salud, ante cualquier caso sospechoso o confirmado de infección por SARS-CoV-2, deben asegurar el uso de equipos de protección individual (EPI) adecuado, que deberá incluir batas desechables resistentes a líquidos, guantes (cuyo uso no exime de la necesidad del lavado de manos), gafas u otra protección ocular anti-salpicaduras, y mascarillas (fundamentalmente, de tipo FFP2).

Por otro lado, han aparecido ciertas evidencias sobre el efecto de algunas medidas de prevención secundaria de la enfermedad, esto es, el control de factores de riesgo de gravedad que, en última instancia, redundarán en una menor incidencia de complicaciones y mortalidad por la COVID-19. Es el caso del ejercicio físico. Así, un estudio retrospectivo con 520 pacientes adultos (18-70 años) hospitalizados con COVID-19 en un hospital público de Madrid ha revelado que el mantenimiento de una actividad física regular basal aumenta hasta en 8 veces las posibilidades de supervivencia en respecto a los pacientes que llevan una vida sedentaria (mortalidad del 1,8% vs. 13,8%; p < 0,001), con independencia de otros factores de riesgo previamente descritos (Salgado-Aranda et al., 2021).

VACUNAS

A pesar de todas las medidas no farmacológicas (que en muchos momentos no se han cumplido suficientemente), es sin duda la profilaxis farmacológica mediante vacunas la que tiene las mayores posibilidades de acercar el fin de la pandemia. Inmersos como están muchos países europeos en el mes de marzo de 2021 en las campañas de vacunación masiva y priorización por grupos poblacionales, es preciso subrayar el hito que por sí mismo ha supuesto el proceso de autorización excepcionalmente rápido de estas vacunas, motivado por el gran esfuerzo investigador internacional en el desarrollo de candidatos vacunales24.

No obstante, y pese a la emergencia sanitaria, se ha asegurado el cumplimiento de las garantías adecuadas de calidad, seguridad y eficacia, consiguiendo acortar a pocos meses los plazos que, para este tipo de medicamentos, pueden oscilar normalmente entre 5 y 10 años. De hecho, la autorización de cada una de las vacunas disponibles se ha basado en ensayos clínicos pivotales de fase 3, multicéntricos, aleatorizados, controlados con placebo y con enmascaramiento al menos para el observador, lo suficientemente amplios para permitir confirmar sólidamente la eficacia y la seguridad. Específicamente, se han realizado siguiendo protocolos adaptativos que han permitido integrar (y superponer en el tiempo) las fases 1, 2 y 3 de la investigación clínica y acelerar los procesos regulatorios, en un procedimiento simplificado y adaptado a la situación de pandemia.

Tras poco más de 1 año de investigación, a fecha de 22 de marzo de 2021 la OMS reconoce que hay 264 vacunas experimentales en fase de desarrollo en todo el mundo, de las cuales 82 candidatos se están ensayando ya en humanos, basados en diferentes estrategias de inmunización, entre las que destacan las siguientes: subunidades proteicas, vectores virales (replicativos o no), ADN, ARNm, virus inactivados, partículas tipo virus y virus vivos atenuados. Nos centraremos a continuación en las vacunas que han recibido autorización condicional de comercialización en la UE. Todas ellas deben utilizarse conforme a las recomendaciones oficiales siguiendo las líneas de la “Estrategia de vacunación frente a COVID19 en España” del Ministerio de Sanidad.

Vacunas de ARNm:
BNT162b2 (Comirnaty®) y mRNA-1273 (COVID-19 Vaccine Moderna®).

Han sido las dos primeras opciones de profilaxis farmacológica frente a la COVID-19. En ellas, el principio activo es un ARN mensajero monocatenario (Figura 12) con nucleósidos modificados, codificante para la proteína S del SARS-CoV-2 (variante de cadena completa y estabilizada en una conformación prefusión), formulado en nanopartículas lipídicas que lo protegen de la degradación y permiten una mejor transfección de las células hospedadoras humanas a nivel local tras la administración intramuscular. La posterior traducción transitoria de la proteína S en el ribosoma citoplasmático permitirá que se termine por expresar en la membrana de células presentadoras de antígenos (principalmente células dendríticas y macrófagos del seno subcapsular) y sea reconocida como antígeno extraño por las células del sistema inmunitario, desencadenando una respuesta adaptativa tanto de anticuerpos neutralizantes –bloquearán la interacción entre la proteína S y su dominio RBD con la célula del hospedador, y promoverán el aclaramiento viral mediante el proceso de opsonización– como de inmunidad celular por linfocitos T, que contribuirán a la protección frente a una futura exposición al SARS-CoV-2. En base a ello, ambos medicamentos han sido autorizados en una pauta de 2 dosis intramusculares separadas 21 y 28 días, respectivamente, para la inmunización activa para prevenir la COVID‑19 causada por el SARS‑CoV‑2, con la diferencia de la edad: Comirnaty® en personas de ≥ 16 años de edad y COVID-19 Vaccine Moderna® en personas de ≥ 18 años.

La autorización de BNT162b2 ha derivado de un amplio ensayo aleatorizado con dos brazos de tratamiento que ha enrolado a más de 43.500 participantes de ≥ 12 años, de los cuales más de 21.700 recibieron la vacuna en estudio. Con una mediana de seguimiento de 2 meses en más de 36.600 participantes sin evidencia de infección previa por SARS-CoV-2 que recibieron las dos dosis, demostró una eficacia significativamente superior a placebo en términos de la variable principal: en el grupo que recibió la vacuna (N= 18.198) solo se registraron 8 nuevos casos confirmados de COVID-19 (0,04%) después de ≥ 7 días tras la segunda dosis, frente a los 162 casos (0,88%) notificados en el grupo placebo (N= 18.325). Así, la eficacia global de la vacuna se estimó en el 95,0% (p< 0,001), y fue preciso vacunar a 120 personas para evitar 1 caso de COVID-19 sintomático confirmado (NNT= 120). Dicha eficacia fue consistente entre los distintos grupos de edad (rango 90-100%) y no hubo diferencias destacables en los análisis por subgrupos en base a sexo, raza, peso o presencia de comorbilidades que aumentan el riesgo de COVID-19 grave. Si bien de los 10 casos de patología grave registrados en el estudio tras la 1ª dosis, 9 se produjeron en el grupo placebo y solo 1 en el grupo que recibió la vacuna, se trata de un análisis post-hoc no pre-especificado que impide concluir sobre la eficacia en prevención de COVID-19 grave, hospitalización, ingreso en UCI o mortalidad.

Esa eficacia avanzada por el estudio pivotal se ha confirmado en un contexto de vacunación masiva en el mundo real; concretamente, en un estudio desarrollado en Israel con datos de todas las personas vacunadas entre el 20 de diciembre de 2020 y el 1 de febrero de 2021 (Dagan et al., 2021), que fueron comparados con los datos control de personas no vacunadas, de acuerdo a las características demográficas y clínicas, de modo que los grupos incluyeron 596.618 personas cada uno. Los resultados de efectividad de la vacuna en un contexto no controlado entre los 14-20 días tras la primera dosis y a los ≥ 7 días tras la segunda fueron los siguientes: del 46% (IC95% 40-51) y del 92% (IC95% 88-95) para la prevención de infección documentada, del 57% (IC95% 50-63) y del 94% (IC95% 87-98) para la prevención de la COVID-19 sintomática, del 74% (IC95% 56-86) y del 87% (IC95% 55-100) para la prevención de la hospitalización, y para la prevención de enfermedad grave fue del 62% (IC95% 39-80) y del 92% (IC95% 75-100) tras la primera y la segunda dosis, respectivamente. Además, la efectividad de la vacuna en la prevención de la mortalidad por COVID-19 fue de hasta el 72% (IC95% 19-100) ya entre los días 14 y 20 posteriores a la primera dosis. Las estimaciones fueron consistentes en los subgrupos de edad analizados, quizá con un grado ligeramente menor de protección en pacientes con varias comorbilidades.

La reducción del 72% de la mortalidad y del 57% en la prevención de COVID-19 sintomática a partir de las 2 semanas tras la primera dosis es un dato muy esperanzador, que refuerza los resultados avanzados por un estudio observacional previo (Amit et al., 2021) realizado por el principal hospital de Israel en más de 7.200 de sus empleados que recibieron la primera dosis vacunal durante enero de 2021. Los autores concluyeron que la primera administración se asociaba con una tasa ajustada de reducción de los casos de COVID-19 sintomática en un 85% entre 15 y 28 días después de su administración, cuando se comparaba con las personas no vacunadas. Todos estos resultados confirman que la vacuna tiene una efectividad temprana, incluso antes de la segunda dosis, y podrían alimentar un debate sobre el programa recomendado de dos dosis en épocas de problemas de suministro de vacuna.

Por otro lado, el estudio pivotal que condujo a la autorización de la vacuna mRNA-1273 aleatorizó en dos brazos de tratamiento a más de 30.400 participantes adultos (≥ 18 años), de los que más del 96% recibieron las 2 inyecciones. Con una mediana de seguimiento de 92 días, se confirmó la COVID-19 sintomática de cualquier severidad de inicio ≥ 14 días después de la 2ª dosis en solo 11 participantes tratados con la vacuna (de 14.134; 0,08%) y sin evidencia de infección previa por SARS-CoV-2, frente a los 185 casos registrados en el grupo placebo (de 14.073; 1,31%): la eficacia global de la vacuna fue del 94,1% (p< 0,001). Fue preciso vacunar a 81 personas para evitar 1 caso de COVID-19 sintomático confirmado. Además, todos los casos graves (30, incluyendo 9 hospitalizaciones y 1 muerte) se reportaron en el grupo placebo. En este caso, tampoco se detectaron diferencias significativas de eficacia en función de edad, sexo, raza, presencia de comorbilidades, antecedentes de infección por SARS-CoV-2 o incluso a los 14 días tras la primera dosis.

Las principales limitaciones que a día de hoy aún afectan a los datos disponibles de eficacia de las vacunas de ARNm se refieren a la duración de la inmunidad conferida (más allá de los 2-3 meses de seguimiento que por ahora se han verificado en los ensayos clínicos), la eficacia frente a la infección asintomática y la capacidad de transmisión del virus por los vacunados, o la actividad frente a nuevas variantes del virus. De igual modo, dado que la población de > 75 años de edad ha sido minoritaria (< 5% del total) en los dos ensayos pivotales, no se puede aún asegurar eficacia en este subgrupo (los indicios apuntan a que sí serán eficaces).

En términos de seguridad, se trata de dos vacunas bien toleradas a corto plazo, con un perfil toxicológico aceptable definido fundamentalmente por reacciones adversas locales –reactogenicidad– de gravedad leve-moderada y transitorias (desaparecen en 1-3 días), destacando el dolor y, en menor medida, la hinchazón en el punto de inyección, menos frecuentes a mayor edad de la persona. Entre las reacciones adversas sistémicas sobresalen la fatiga, la cefalea y las mialgias o artralgias, si bien la frecuencia de eventos adversos graves es baja y muy similar entre las vacunas y el placebo. Sin embargo, para caracterizar la seguridad a medio y largo plazo aún habrá que esperar a los resultados del seguimiento de los participantes durante 24 meses, previsto en los ensayos clínicos. Otras incertidumbres se refieren a la escasa experiencia de uso en mujeres embarazadas (aunque los estudios en animales no han revelado toxicidad reproductiva) y al desequilibrio en cuanto al número de casos de parálisis de Bell detectados, superior con las vacunas que con placebo.

En definitiva, por incorporar una tecnología completamente innovadora en vacunas de uso humano y por la elevada eficacia que han demostrado (94-95%) para prevenir la COVID-19 sintomática, su buena tolerabilidad y el impacto potencial que pueden tener en la salud pública a nivel global, han representado indudablemente una innovación terapéutica disruptiva (Fernández-Moriano, 2021a).

Vacuna recombinante ChAdOx1-S (Vaxzevria®)

La primera vacuna que se autoriza en profilaxis frente a la COVID-19 no basada en ARNm. Es un fármaco compuesto por un vector viral único de adenovirus de chimpancé, recombinante y no replicativo, que contiene un ADN codificante para la glicoproteína S del SARS-CoV-2 en su conformación trimérica prefusión (no modificada para una mayor estabilización). Una vez que el vector adenoviral transfecta las células huésped en la zona de inyección, libera dicho ADN, que será transcrito a ARNm en el núcleo celular y posteriormente traducido a la proteína en el ribosoma citoplasmático. La posterior expresión transitoria a nivel local de la proteína S y la mediación de células presentadoras de antígeno permitirán que sea reconocida como antígeno extraño por las células del sistema inmunitario, desencadenando una respuesta adaptativa tanto de anticuerpos neutralizantes como de inmunidad celular por linfocitos T, que contribuirán a la protección frente a COVID-19 sintomática ante una futura exposición al SARS-CoV-2. Por ello, el medicamento ha sido autorizado para la inmunización activa en personas de 18 años de edad y mayores en una pauta de dos dosis intramusculares separadas entre 4 y 12 semanas (28 a 84 días).

Dicha autorización se ha sustentado en los resultados de un análisis preliminar de datos de dos de los ensayos controlados de fase 3 en marcha, doblemente ciegos y multicéntricos, que derivan de 11.636 participantes, de los cuales 6.106 recibieron dos dosis de la vacuna; la mayoría de ellos (> 86%) en un intervalo entre 4 y 12 semanas. Tras ≥ 15 días desde la 2ª dosis, se confirmaron 64 casos (1,2%) de COVID-19 sintomática en el grupo que recibió la vacuna frente a 154 casos (3,0%) en el grupo control, lo cual determinó una eficacia protectora de la vacuna de un 59,5% en el global de participantes, aportando un beneficio significativamente superior al control; fue necesario vacunar a 58 personas para evitar 1 caso de COVID-19. Al considerar solo los datos de quienes recibieron las dos dosis completas recomendadas, con independencia del intervalo de administración entre ellas, el análisis pre-definido arrojó una eficacia vacunal del 62,6%, que ascendió inexplicablemente hasta el 90,0% si se tomaban los datos de los participantes que recibieron una media dosis seguida de una dosis completa. Finalmente, se estimó una eficacia global media de la vacunación del 70,4% en el conjunto de la población. Estas cifras han sido confirmadas por un análisis posterior con más datos (N> 17.000), que confirman una eficacia del 66,7% en la prevención de casos de COVID-19 sintomática cuando se administran dos dosis, independientemente de que la primera sea media o completa.

Dicha eficacia se ha probado consistente entre los distintos subgrupos evaluados, manteniéndose en niveles similares con independencia de factores como el género, la raza, o la presencia de una o más comorbilidades (en este último caso: 58,3%). Adicionalmente, destaca la eficacia en términos de prevención de casos graves de COVID-19 con la vacuna, que fue del 100% al no notificarse ninguna hospitalización entre los participantes vacunados, lo cual se cumplía ya tras 3 semanas en todos los participantes que habían recibido la primera dosis. No obstante, persisten limitaciones relativas al tiempo de inmunidad conferida por la vacuna, la capacidad de prevenir el ingreso en UCI o la mortalidad por COVID-19 o la eficacia frente a las nuevas variantes del virus.

Sobre esta vacuna también se van conociendo datos interesantes relativos ya a su uso en “vida real”. Así, el Sistema de Salud de Reino Unido (Public Health England) ha hecho públicos resultados25 de la campaña de vacunación en Inglaterra (N> 7,5 millones) que demuestran que es altamente efectiva en la reducción del impacto de la COVID-19 sintomática en adultos de 70 años y mayores, arrojando luz sobre la controversia inicial en cuanto a su uso en mayores de 55 años. Los datos revelan que entre 28 y 34 días tras la vacunación con una sola dosis, la efectividad en la protección frente a COVID-19 sintomática en esa población de adultos mayores alcanzaba el 60% (IC95% 41-73), y aumentaba posteriormente hasta el 73% (IC95% 27-90) a partir de los 35 días. Los participantes que habían sido vacunados con una dosis de la vacuna tenían un riesgo un 37% menor de hospitalización de urgencia por COVID-19 y, aunque no había suficiente seguimiento para estimar su impacto en mortalidad, los datos combinados sugieren que una única dosis puede ser un 80% efectiva en la prevención de la hospitalización por enfermedad grave.

Tales resultados vienen a respaldar las conclusiones de un estudio de investigadores de la Universidad de Edinburgo26 con datos obtenidos de la campaña de vacunación masiva en Escocia (N> 1,13 millones) que mayoritariamente ha incluido en sus primeras etapas a adultos mayores de 65 años. Según éste, la vacuna ChAdOx1-S reduce significativamente en un 94% (IC95% 73-99) la hospitalización por COVID-19 sintomática a los 28-34 días posteriores tras recibir la primera dosis; una efectividad que se verificaba –con independencia de la edad– también en adultos de 80 años y mayores, con cifras de efectividad del 81% (IC95% 65-90) en ese periodo temporal. Si bien estos datos no han sido aún publicados tras revisión por pares, deben ser considerados con cautela y como provisionales, son una muestra inequívoca del positivo impacto que las vacunas ya están teniendo en la lucha de la sociedad mundial contra la pandemia.

Con respecto a la seguridad, se trata de una vacuna bien tolerada a corto plazo, con un perfil toxicológico definido fundamentalmente por reacciones adversas locales –reactogenicidad– de gravedad leve-moderada y transitorias (desaparecen en unos 2 días), destacando la sensibilidad y el dolor en el punto de inyección, más leves y menos frecuentes a mayor edad de la persona. Entre las reacciones adversas sistémicas sobresalen por su frecuencia: cefalea, fatiga, mialgia, malestar, pirexia y escalofríos, o artralgia. En cualquier caso, la frecuencia de eventos adversos graves es baja y muy similar entre vacuna y el placebo. Habrá que esperar a los datos de seguridad tras el seguimiento de 1 año previsto en los estudios a fin de caracterizar la seguridad a medio y largo plazo (más allá de los 2-3 meses), así como esclarecer los riesgos de su uso en embarazo.

En resumen, con un perfil toxicológico y pauta posológica similares, los datos clínicos sugieren que induce una inmunoprotección notablemente menos eficaz que las vacunas de ARNm, las cuales se mueven en tasas de eficacia del 94-95%. Representa un menor grado de innovación farmacológica en la indicación (el uso de vectores virales codificantes para proteínas no es una estrategia vacunal tan pionera), pero contribuye a ampliar el arsenal de vacunas para elevar las coberturas vacunales en un contexto de emergencia sanitaria mundial, con una principal ventaja logística respecto a las otras dos vacunas autorizadas en términos de estabilidad: no requiere congelación y se puede conservar hasta 6 meses en nevera (2-8ºC) (Fernández-Moriano, 2021b).

En la primera quincena de marzo de 2021, muchos países de Europa han detenido temporalmente la vacunación con esta vacuna (reanudada tras pocos días de detención) por haberse descrito una serie de casos de trombosis con clínica rara, incluyendo algunos casos de trombosis de senos venosos cerebrales (TSVC) asociada a trombocitopenia en personas que han recibido el fármaco. Este evento adverso, manifestado típicamente con cefalea (podría empeorar con el decúbito y ser máxima por la mañana, asociada posiblemente a diplopía o visión borrosa), ha sido evaluado exhaustivamente por el Comité de Evaluación de Riesgos de Farmacovigilancia (PRAC) de la EMA, el cual ha concluido lo siguiente:

  • el balance beneficio-riesgo de la vacuna en la prevención de hospitalización y muerte por COVID-19 sigue superando el riesgo de posibles reacciones adversas;
  • no se considera que la administración de esta vacuna se asocie con un aumento del riesgo global de eventos tromboembólicos en las personas vacunadas;
  • se podría asociar con casos muy poco frecuentes de formación de trombos con presencia de trombopenia, incluyendo TSVC;
  • no se han identificado problemas con lotes específicos de la vacuna.

Vacuna recombinante Ad26.COV2-S (COVID-19 Vaccine Janssen®)

Ha sido el último medicamento profiláctico en aprobarse en la UE para su uso en personas de ≥ 18 años, con una principal novedad: es una pauta de una única dosis (aunque también se está estudiando en una pauta de dos dosis). Es un fármaco compuesto por un vector viral único de adenovirus humano tipo 26, recombinante y no replicativo, que contiene un ADN que codifica para la glicoproteína S del SARS-CoV-2 de cadena completa, en su conformación trimérica prefusión estabilizada. El fundamento de su mecanismo de acción es el mismo que el comentado para la vacuna de AstraZeneca. Es estable al menos 3 meses a condiciones normales de refrigeración (2-8ºC).

En un estudio de fase 3 aleatorizado, multicéntrico, doble ciego y controlado, se aleatorizaron (1:1) en paralelo un total de 44.325 personas a recibir una inyección intramuscular del fármaco (N= 21.895) o placebo (N= 21.888); los participantes fueron seguidos durante una mediana de 58 días (rango 1-124 días) después de la vacunación. Una vez que se habían registrado un total de 468 casos sintomáticos de COVID-19, la eficacia de la vacuna para prevenir los casos de COVID-19 sintomática se estimó en un 66,9% a los 14 días desde la administración, y en un 66,1% a los 28 días. De modo interesante, esa eficacia fue consistente con independencia de la edad: parecía incluso mayor en personas de más de 65 años (82% a los 14 días y 74% a los 28 días desde la vacunación). Adicionalmente, se realizó un análisis exploratorio por subgrupos de participantes en Brasil, Sudáfrica y Estados Unidos, a fin de evaluar la posible influencia de las distintas variables virales: en EE.UU. se identificó un 96% de las muestras como la variante “clásica” D614G (Wuhan-H1), en Sudáfrica el 95% de las cepas fueron de la variante B.1.351, y en Brasil el 70% de las cepas fueron de la variante P.2. La eficacia se midió pasados 28 días de recibir la dosis y varió según el área geográfica, de forma que llegó al 72% en Estados Unidos, al 68% en Brasil, y se mantenía en el 64% en Sudáfrica. Parece que para evitar los casos de enfermedad grave la eficacia de la vacuna es mayor, moviéndose en esos tres países en el rango del 82-86%.

En cuanto a su perfil toxicológico, con un seguimiento de más de 2 meses en casi 12.000 sujetos, la vacuna parece bien tolerada. La mayoría de los eventos adversos se notificaron en el plazo de 1-2 días después de la vacunación y fueron de intensidad leve o moderada y autolimitados en duración (1-2 días). La reacción local más frecuente fue el dolor en el lugar de inyección (48%) y, entre las reacciones adversas sistémicas, destacaron: cefalea (39%), fatiga (38%), mialgia (33%), náuseas (14%) y fiebre (9%). La reactogenicidad de la vacuna fue menor en personas de ≥ 65 años de edad (AEMPS, 2021).

Otras vacunas

Además de los anteriores, se han ido divulgando datos clínicos avanzados para otros candidatos a vacuna aún no autorizados en la UE. Por ejemplo, para la vacuna NVX-CoV2373 (incluida en la Estrategia Europea de Vacunas), un fármaco constituido por nanopartículas que contienen fragmentos purificados de la glicoproteína S trimérica y de cadena completa producidos en células de insecto, y potenciada por el adyuvante Matrix-M1®, a base de saponinas.

La compañía comercializadora (Novavax) ha anunciado27 que su vacuna frente al SARS-CoV-2 ha alcanzado en la fase 3 de la investigación clínica una eficacia preliminar del 89,3% en 15.000 voluntarios del Reino Unido. El esquema de vacunación consistió en dos dosis. Se reclutaron participantes de entre 18 y 84 años, un 27% de los cuales fueron mayores de 65 años. La identificación de los casos se llevó a cabo a través de una confirmación por PCR en pacientes con síntomas de COVID-19 a partir de los 7 días de la administración de la segunda dosis. Dentro de este resultado inicial, es interesante destacar que parece que la eficacia de la vacuna demostró ser de un 95,6% frente a las variantes de SARS-CoV-2 “clásicas”, pero también de un 85,6% de eficacia para prevenir COVID-19 por la nueva variante británica B.1.1.7.

Por otro lado, la vacuna de origen ruso llamada SPUTNIK V o Gam-COVID-Vac es una vacuna heteróloga compuesta por dos vectores recombinantes de adenovirus humanos –uno de tipo 26 (rAd26-S) y otro de tipo 5 (rAd5-S)– que portan un gen codificante para la proteína S del SARS-CoV-2 de cadena completa. Tras la polémica que rodeó inicialmente a este candidato, por la opacidad de los resultados, se han publicado recientemente los hallazgos preliminares de un ensayo pivotal en fase 3, aleatorizado, multicéntrico y doble ciego, que parecen esclarecer sus posibilidades terapéuticas.

En dicho estudio, un total de 21.977 adultos sin antecedentes de infección por SARS-CoV-2 fueron asignados al azar (3:1) a recibir una pauta de dos dosis de la vacuna (N= 16.501) o de placebo (N= 5.476), separadas por un intervalo de 21 días. El análisis de eficacia reveló que, a los 21 días tras la primera dosis, el día pre-establecido de administración de la segunda, se habían confirmado 16 casos de COVID-19 en el grupo experimental (0,1%) y 62 casos en el grupo placebo (1,3%). Esto se traducía en una eficacia global de la vacuna del 91,6% (IC95% 85,6-95,2) en la prevención de la COVID-19 sintomática, que se mantenía en valores similares con independencia de la mayor edad (> 60 años). Los autores refieren también una eficacia del 100% en la prevención de COVID-19 moderada o grave, ya que no se registró ningún caso entre los vacunados, frente a 20 en el grupo placebo. La vacuna fue bien tolerada, ya que la mayoría (94%) de los eventos adversos notificados fueron leves (grado 1), siendo los más frecuentes: fiebre y síntomas gripales, astenia, reacciones en el sitio de inyección y cefalea. Además, la tasa de eventos adversos graves fue muy similar entre el grupo vacunal y en el brazo placebo (0,3% vs. 0,4%), y ninguno de ellos fue considerado por el comité independiente de seguimiento como asociado con la vacunación.

—La vacuna es la medida preventiva con mayores posibilidades de acercar el fin de la pandemia—

Papel asistencial del farmacéutico

Por todo lo expuesto, es evidente que los profesionales farmacéuticos, desde sus diversos ámbitos de actuación y competencias, han jugado, juegan y jugarán un papel fundamental en el adecuado asesoramiento y asistencia sanitaria a toda la población, en diferentes vertientes, hasta frenar la pandemia. Se debe destacar, por ejemplo, el papel que los farmacéuticos han jugado como agentes activos en Salud Pública desde las Administraciones, Asociaciones y Colectivos Profesionales en lo referente a la posible prevención y detección precoz de infecciones respiratorias.

Pero quizás, por las particularidades de la enfermedad, han sido los farmacéuticos comunitarios, junto con los farmacéuticos especialistas a nivel hospitalario, pero también junto a los farmacéuticos que están implicados en la investigación y producción de tratamientos y vacunas, los que han desarrollado una tarea más notoria. Y es que la red de más de 22.100 farmacias españolas se ha revelado como un recurso sanitario ubicuo y fácilmente accesible, esencial en la lucha contra el coronavirus. Bajo el lema colectivo “Siempre de guardia”, las farmacias se mantuvieron y se mantienen como una de esas actividades esenciales al pie del cañón incluso en los peores momentos de la epidemia en nuestro país, contribuyendo a la educación sanitaria, a la prevención del contagio de los ciudadanos, y al mantenimiento de la continuidad asistencial en la prestación farmacéutica necesaria frente a otras patologías agudas y crónicas coexistentes. Tristemente, esta tarea en primera línea de acción frente al virus se tradujo en el contagio y fallecimiento de un número muy importante de farmacéuticos y auxiliares de farmacia, cuyo recuerdo debe permanecer presente por su encomiable labor.

Por otro lado, la labor del farmacéutico hospitalario también ha tenido y tiene una indudable influencia tanto en la consecución de los mejores resultados en salud de la farmacoterapia en el tratamiento de los numerosos pacientes ingresados por complicaciones de la COVID-19, como, a día de hoy, en el aseguramiento del adecuado proceso de suministro, custodia, transporte y conservación de las vacunas autorizadas, que se vienen administrando en centros sanitarios y socio-sanitarios. Resulta clave su participación en el equipo multidisciplinar encargado del aseguramiento de la estrategia de vacunación masiva. A nivel hospitalario, también ha sido y es destacable falta la labor de los farmacéuticos especialistas en laboratorios clínicos, que trabajan intensamente en el diagnóstico de la enfermedad.

También merece una mención especial el transcendental papel de los farmacéuticos de Salud Pública, quienes, desde las distintas áreas de control de riesgos desarrollan una labor clave, y quizá poco conocida, en la Prevención a través del control de riesgos ambientales y alimentarios, a fin de conseguir la protección de la salud de la población. Estos profesionales, funcionarios pertenecientes a las administraciones sanitarias, son expertos altamente cualificados en emergencias motivadas por enfermedades infecciosas, que actúan como “agentes centinela” en el desarrollo de una intensa vigilancia epidemiológica, realizan inspecciones sanitarias en distintos ámbitos y coordinan los planes de actuación.

Adicionalmente, el Consejo General de Colegios Farmacéuticos ha impulsado durante todo este tiempo una batería de medidas propuestas a las autoridades sanitarias para promover la prevención de ciudadanos y profesionales a través de la red de farmacias y garantizar el acceso a los medicamentos en un escenario complejo. La organización farmacéutica colegial ha trabajado intensamente en coordinación con el Ministerio de Sanidad, con quien, por ejemplo, se ha buscado asegurar el suministro de medicamentos en toda la cadena de distribución durante la pandemia.

Así pues, dado el elevado impacto socio-sanitario y económico que tiene la COVID-19, en la necesaria coordinación de los farmacéuticos –en sus distintos ámbitos de competencias– con otros profesionales sanitarios de atención primaria y especializada (elaboración de protocolos y guías, unificación de criterios entre los diferentes profesionales, historia clínica compartida, etc.), se pueden identificar varias vías asistenciales enfocadas al abordaje y asesoramiento práctico a las personas infectadas o en riesgo y a toda la población. Éstas ya se han llevado a la práctica en varias CCAA donde se han realizado actividades de atención farmacéutica domiciliaria, de colaboración entre la farmacia hospitalaria y la comunitaria para hacer más accesible a los pacientes medicamentos de dispensación en hospital (evitando así desplazamientos innecesarios en épocas de restricción de movilidad), etc.

EDUCACIÓN SANITARIA ORIENTADA A LA PROMOCIÓN DE LA SALUD Y PREVENCIÓN DE LA ENFERMEDAD

Atendiendo al hecho de que, en una situación normal, cada día más dos millones de pacientes y usuarios acuden a las farmacias españolas para retirar su medicación y realizar consultas sobre muy diversas cuestiones de salud, y que en ellas se ofrecen al año más de 182 millones de consejos sanitarios, representando en muchos casos el primer escalón de la atención sanitaria de los pacientes ante una sintomatología respiratoria, parece evidente el potencial divulgador del farmacéutico como profesional sanitario. La farmacia constituye un establecimiento sanitario capaz de suministrar y divulgar una información rigurosa y veraz a toda la sociedad sobre cuestiones fundamentales de la enfermedad y su tratamiento (aprovechando principalmente el acto de la dispensación y remitiendo, en su caso, a fuentes oficiales como la OMS y el Ministerio de Sanidad), pieza clave para aumentar la visibilidad de la magnitud del problema de salud pública.

Además de fomentar el cumplimiento de las buenas prácticas para evitar el contagio o la expansión del virus –descritas en el apartado anterior–, en especial en grupos de riesgo (niños pequeños, personas de edad avanzada y pacientes con comorbilidades, incluyendo inmunodeprimidos), el farmacéutico debe transmitir al ciudadano o al paciente, con la sensibilidad adecuada a cada caso, una información clara, concisa y rigurosa de lo que implica la patología, la necesidad de controlar correctamente otras enfermedades que pueden agravarla (por ejemplo, cáncer, hipertensión, obesidad, etc.) y de las posibles complicaciones que pueden surgir si no se atiende su presencia. Cabe recordar que, por ahora, no se ha probado que haya que tomar precauciones especiales con los animales ni con los alimentos para evitar la infección por SARS-CoV-2.

En todo caso, el objetivo debe ser asegurar una mayor predisposición por parte de los ciudadanos para contribuir a minimizar la propagación de la enfermedad, de modo que la persona se implique activamente en la promoción de su salud. Para ello es fundamental resolver dudas y combatir bulos informativos sobre tratamientos farmacológicos que puedan difundirse por diversos medios de dudoso rigor. Algunos de los que han ido apareciendo son los siguientes:

  • Inicialmente, se suscitó cierta polémica en torno a la relación entre la exacerbación de la COVID-19 con el uso de antiinflamatorios no esteroideos (AINES) como ibuprofeno y ketoprofeno, en base a posibles casos de deterioro clínico en pacientes jóvenes tratados con estos fármacos. Sin embargo, tal y como aseguró la AEMPS, no existe ningún dato sólido que actualmente permita afirmar la existencia de un riesgo de agravamiento de la COVID-19 con el ibuprofeno u otros AINES, por lo que no hay razones para que los pacientes que estén en tratamiento crónico con estos fármacos –por ejemplo, para patologías como artritis reumatoide– los interrumpan. No obstante, conviene recordar que el paracetamol es el antitérmico de elección en el tratamiento sintomático de la fiebre por COVID-19, excepto si acontece alguna contraindicación.
  • De forma similar, evidencias limitadas sugerían que los niveles de ECA-2 pueden estar aumentados en personas con enfermedad cardiovascular en tratamiento con inhibidores de la enzima convertidora de angiotensina (IECA) y antagonistas de la angiotensina II (ARAII), lo cual apoyaría la hipótesis de una mayor predisposición de estas personas a infectarse por el coronavirus y a sufrir una mayor gravedad; otros estudios sugerían, por el contrario, que mayores niveles de angiotensina II se relacionan con insuficiencia respiratoria y distrés respiratorio agudo, de modo que el tratamiento con ARAII podría resultar beneficioso en los casos graves de COVID-19. La AEMPS se pronunció indicando que no hay datos clínicos sólidos que avalen una mayor gravedad en la evolución de la COVID-19 en pacientes tratados con IECA o con ARAII. Las recomendaciones de la Sociedad Europea y Española de Cardiología defienden que los pacientes en tratamiento con estos tipos de fármacos antihipertensivos deben continuar con el tratamiento, sin que esté justificada una modificación del mismo a día de hoy. En los pacientes con infección por COVID-19 con síntomas severos o sepsis, todos los antihipertensivos deben manejarse de acuerdo con las guías clínicas, teniendo en cuenta la situación hemodinámica del paciente.
  • Hay que recordar que, al ser la COVID-19 una infección causada por virus, los antibióticos no deben ser usados como medio de prevención o tratamiento. De hecho, el tratamiento antibiótico empírico no está recomendado de inicio salvo si se trata de un cuadro respiratorio grave en el que no pueda descartarse otra etiología, exista sepsis asociada o se sospeche de sobreinfección bacteriana, ya sea en función de la clínica, la analítica o los resultados microbiológicos. Además, la AEMPS advirtió del riesgo de la combinación de azitromicina con hidroxicloroquina por la posible sinergia de sus efectos arritmogénicos y la aparición de arritmias cardiacas potencialmente graves.

Pero a día de hoy, en relación a la educación sanitaria, parece evidente que la principal actuación debe dirigirse actualmente a promover la confianza en las vacunas, manteniéndose informado sobre las últimas evidencias que vayan apareciendo. A este respecto, se recogen a continuación algunas de las consultas e inquietudes sobre las posibilidades o riesgos de la vacunación que más frecuentemente pueden trasladar los ciudadanos a los profesionales sanitarios:

  • Fiebre alta o enfermedad aguda: se recomienda posponer la vacunación (como en el resto de vacunas) hasta que el paciente esté recuperado. Tener síntomas menores de infección leve –incluyendo febrícula o malestar general– no debe retrasar la vacunación.
  • ¿Puede vacunarse la embarazada? En general, aunque podemos deducir que la vacunación en embarazo será segura por la propia naturaleza de las vacunas (de momento, ninguna contiene virus atenuados), hasta que no haya resultados de estudios específicos que lo demuestren –seguramente a lo largo de 2021–, no se puede afirmar que las vacunas son eficaces y seguras en este grupo poblacional. La experiencia de que se dispone es limitada. Por prudencia, en aquellas mujeres que planean quedarse embarazadas, se recomienda evitar el embarazo en las dos semanas siguientes de cualquiera de las dosis. Solo se debe considerar la administración de vacunas anti-COVID-19 durante el embarazo si los posibles beneficios superan los posibles riesgos para la madre y el feto.
  • ¿Pueden vacunarse los niños? A fecha de este artículo, no, por los motivos antes mencionados. Por ahora, ninguna de las fichas técnicas de las vacunas autorizadas contempla la vacunación en menores de 18 años (salvo Comirnaty®, que puede administrarse en ≥ 16 años). Se espera que los estudios en marcha pronto arrojen resultados clínicos también en población pediátrica.
  • ¿Y una mujer durante la lactancia? Aunque tampoco hay datos suficientes de este grupo, sí que se recomienda la vacunación en madres lactantes y que la madre continúe dando el pecho con total normalidad. Una madre que forma parte de un grupo en el que se recomienda la vacunación por su alta exposición (por ejemplo, profesionales sanitarias) o que tenga un alto riesgo de complicaciones por COVID-19, actualmente puede recibir la vacunación, y no sería razonable interrumpir la lactancia materna ya que los beneficios esperados en el bebé son mayores que los riesgos de suspenderla o de la propia vacunación de la madre.
  • ¿Puede vacunarse un alérgico? Se aconseja actuar con precaución, teniendo a disposición el tratamiento oportuno, ante la vacunación de aquellas personas con antecedentes de alergia grave (anafilaxia) de cualquier origen o reacción inmediata a otra vacuna (o terapia administrada por vía intramuscular). Para estos pacientes, se debe realizar una observación posterior de 30 min tras la inyección (frente a los 15 min considerados el estándar en la población general). No constituyen precauciones para recibir la vacuna, sin embargo, las alergias a animales, alimentos, insectos, látex u otras alergias no relacionadas con vacunas o medicación, ni tampoco el hecho de tener familiares con historia de anafilaxia o de haber padecido cualquier otro cuadro de anafilaxia no relacionado con vacunas o con fármacos inyectables. En cualquiera de estos casos, como precaución, también se recomienda la observación post-inyección durante 30 min. No hay que separar la inmunoterapia con alérgenos empleada en pacientes y la vacunación frente a COVID-19.
  • ¿Pueden vacunarse los inmunodeprimidos? Deben vacunarse. Las personas inmunodeprimidas (incluyendo VIH, independientemente del recuento de CD4+) o en tratamiento inmunosupresor (incluyendo los corticoides que se usan en el tratamiento de la COVID-19) pueden tener un riesgo aumentado de padecer COVID-19 grave y, aunque no hay datos definitivos sobre la seguridad y eficacia de las vacunas en esas personas, si están incluidos en los grupos de priorización se deben vacunar frente a COVID-19, a menos que esté contraindicada. Las vacunas frente a COVID-19 aprobadas hasta ahora son adecuadas para su administración en estos pacientes.
  • Pacientes con cáncer. Deben vacunarse también, por los mismos motivos que los inmunodeprimidos, sin necesidad de modificar la pauta de quimioterapia a causa de la vacunación. No existe evidencia para recomendar un momento especial para la vacunación en el contexto de la quimioterapia, pero sería razonable administrar la vacuna en un punto medio del intervalo entre dosis o ciclos de los medicamentos que puedan disminuir el desarrollo de la respuesta inmunitaria.
  • Pacientes con problemas de coagulación o en tratamiento con anticoagulantes. No son contraindicación para la vacunación, si bien hay que tener en cuenta la medicación que toma el paciente: a) los pacientes en tratamiento con antagonistas de la vitamina K –acenocumarol o warfarina– han de tener su INR bien controlado (dentro de rango), no debiendo suspenderlo antes de la administración de la vacuna; y b) para los pacientes que usan anticoagulantes orales de acción directa –dabigatrán, rivaroxabán, apixabán o edoxabán, o heparinas de bajo peso molecular (HBPM)–, se aconseja separar la vacunación todo lo posible desde la última dosis del tratamiento, dado que el pico máximo de concentración de éstos oscila entre 1 y 4 h tras la toma, no siendo preciso suspenderlos.
  • Se debe informar al paciente sobre el riesgo de aparición de un hematoma en la zona de la inyección. Aquellos que reciben medicación para su enfermedad, por ejemplo, en personas con hemofilia, se recomienda la administración de la medicación antes de la vacunación.
  • ¿Hay más riesgos de tener problemas de coagulación tras la vacunación, si con la infección aparecieron dichos problemas? Por el momento, no existe una relación documentada entre la aparición de trombos posvacunación y el antecedente de problemas de coagulación. Por otro lado, el Ministerio de Sanidad tampoco contempla la posibilidad de aconsejar un tratamiento con anticoagulante como profiláctico. Dado que los problemas de la coagulación asociados a la vacunación pueden aparecer en individuos sin patologías de base, la realización de una analítica previa –para conocer los niveles de dímero D, fibrinógeno o protrombina– no parece ser de utilidad.
  • Pacientes que han padecido COVID-19. Deben vacunarse. No se conoce la duración de la inmunidad protectora frente al virus después de la infección natural, pero sí es esperable que la vacunación de estas personas refuerce esta inmunidad protectora y su duración. Si existen pocas vacunas, se podría valorar el demorar la vacunación en estos pacientes hasta que hayan pasado 6 meses desde el diagnóstico, pero es importante recalcar que esta medida es solo por priorizar a personas más susceptibles, no porque el vacunar a una persona que haya padecido COVID-19 recientemente sea perjudicial.  Si el paciente tiene COVID-19 activo, por lo general no se indica su vacunación hasta que no esté recuperado y haya terminado el periodo de aislamiento. En parte, se trata de evitar que nuevos datos clínicos o una progresión de la enfermedad pudieran ser atribuidos erróneamente a la vacunación. Aquellos casos en que el diagnóstico se produzca entre la 1ª y la 2ª dosis de vacunación, recibirán la 2ª dosis según el intervalo establecido para esa persona concreta, siempre que haya terminado el periodo de aislamiento oportuno.
  • Las contraindicaciones absolutas de las vacunas autorizadas únicamente son: haber padecido una reacción anafiláctica a una dosis anterior a cualquiera de las vacunas o bien a alguno de los componentes de la misma (polietilenglicol o polisorbato, por ejemplo).
  • ¿Qué vacuna sería aconsejable administrar? Actualmente, la administración de las vacunas responde a criterios específicos fijados por el Ministerio de Sanidad (edad, grupos de riesgo) y no se realiza una elección por parte del paciente en función de sus preferencias. Todas las vacunas autorizadas son seguras y eficaces.
  • ¿Tiene más riesgos la vacuna de AstraZeneca en comparación con las de ARNm como consecuencia de su distinta composición? No es posible conocer con exactitud el motivo por el que unas vacunas presentan mayor reactogenicidad que otras, si bien es probable que pueda deberse al grupo de edad en el que se administra (por lo general, la reactogenicidad es menor cuanto mayor es la edad del individuo).
  • ¿Qué ocurre si doy negativo en un test de anticuerpos tras vacunarme? Es esperable que una persona vacunada genere anticuerpos frente a la enfermedad, pero una pérdida progresiva de la titulación de esos anticuerpos a lo largo del tiempo no implica necesariamente una pérdida de la protección, ya que también juega un papel importante la conocida como inmunidad celular mediada por linfocitos T.

DETECCIÓN PRECOZ E INVESTIGACIÓN EPIDEMIOLÓGICA

La contribución al diagnóstico temprano de posibles casos de infección por SARS-CoV-2 ha sido una de las piedras angulares de la actuación de los farmacéuticos frente a la COVID-19. Primordialmente, en la necesaria colaboración entre profesionales sanitarios para proporcionar la mejor asistencia a los ciudadanos, sobre todo en los niveles de atención primaria, la derivación inmediata al médico ante una persona con los signos o síntomas sugerentes de una infección respiratoria (previamente descritos), o sus contactos estrechos, debe ir acompañada de un consejo de evitar al máximo las relaciones sociales y de cumplir las medidas preventivas generales.

Cabe destacar, a este respecto, que se han realizado diferentes pruebas piloto pertinentemente protocolizadas en distintas Comunidades Autónomas, dirigidas a ampliar el potencial de detección y cribado poblacional desde la Farmacia. Por ejemplo, en Madrid se vienen realizando pruebas de detección de antígenos en farmacias comunitarias de aquellas zonas con mayor incidencia de infecciones, o en Orense se realizó una campaña enmarcada en un estudio de seroprevalencia mediante la realización de test rápidos de anticuerpos en farmacias comunitarias de varias localidades. Recientemente, farmacias comunitarias de varias provincias de Galicia y Cataluña están contribuyendo a la recolección de muestras de saliva para la realización de pruebas PCR.

Por último, se dispone actualmente en las farmacias comunitarias de 2 marcas comerciales de pruebas serológicas para la detección de anticuerpos frente al SARS-CoV-2 calificadas como “productos de autodiagnóstico” y que pueden ser dispensadas a cualquier persona con la correspondiente prescripción médica. Se trata de test de inmunocromatografía rápida con los que se detecta de manera cualitativa tanto la IgG como la IgM y que se realizan en sangre capilar. Para evitar adoptar la falsa sensación de seguridad que anime a relajar otras medidas preventivas, es importante subrayar, a la hora de su dispensación, que pueden dar tanto falsos positivos como falsos negativos dependiendo del momento de la realización respecto al posible contacto con el agente y la calidad de la muestra. No es una prueba aconsejable para el diagnóstico de la infección, ya que los anticuerpos tardan días en aparecer.

OPTIMIZACIÓN DE LA FARMACOTERAPIA

Una vez establecido el diagnóstico de COVID-19, la gran mayoría de casos van a ser “tratados” en aislamiento domiciliario sin ningún tipo de farmacoterapia específica más allá del posible manejo de síntomas con paracetamol. Es preciso recordar, por ejemplo, que no hay evidencia suficiente que justifique el tratamiento farmacológico de síntomas como la disfunción olfatoria, que en la práctica totalidad de casos mejora espontáneamente con el paso del tiempo. Los pacientes con cualquier infección respiratoria deben asegurar una adecuada nutrición e hidratación, y ventilar los espacios cerrados de forma natural abriendo las ventanas (evitando el uso de ventiladores que podrían favorecer la transmisión del virus). Ante síntomas de insomnio, depresión o ansiedad por saberse infectados, o incluso por el impacto social de la pandemia, se debe recomendar que consulten a su médico.

En cambio, aquellos pacientes hospitalizados con enfermedad grave y necesidad de asistencia respiratoria, es probable que reciban tratamiento con remdesivir, tocilizumab y/o dexametasona. En la optimización de ese tratamiento, será el farmacéutico hospitalario, como experto en el medicamento, la figura que adquiere una mayor relevancia en el aseguramiento de su disponibilidad, su conservación y preparación de las dosis, velando por el uso racional, seguro y eficaz de los mismos, para que los pacientes alcancen el máximo beneficio clínico. El farmacéutico comprobará que no exista ningún criterio que impida su utilización, como la alergia a algún componente del medicamento, una contraindicación absoluta o interacciones con otros medicamentos. Para ello, junto a la recomendación de consultar las fichas técnicas autorizadas de los medicamentos, si se tiene en consideración que la información científica se actualiza constantemente, cobran especial relevancia las bases de datos que contienen información actualizada y pormenorizada sobre aspectos farmacológicos. Es el caso, por ejemplo, de la base de datos de medicamentos y productos de parafarmacia BOT PLUS, que permite, entre otras funcionalidades, la detección y evaluación de interacciones farmacológicas entre múltiples medicamentos y/o principios activos.

Pero, sin duda, uno de los aspectos más relevantes en que los farmacéuticos en todos sus campos de actuación profesional pueden y deben participar es el relativo a la pertinente farmacovigilancia ante la autorización de nuevos medicamentos, incluyendo las vacunas, que permitirá detectar y notificar, al Sistema Nacional de Farmacovigilancia posibles reacciones adversas asociadas con su uso, para activar, en caso necesario, la ruta evaluadora que asegure la investigación detallada de la relación de causalidad con el medicamento administrado. A raíz de las cuestiones de farmacovigilancia surgidas en torno a la vacuna de AstraZeneca, es importante trasmitir a la ciudadanía que la suspensión de su administración durante solo unos días (muy diferente a su suspensión o anulación por las agencias regulatorias, que no ha ocurrido) es un signo de buen funcionamiento del sistema de farmacovigilancia europeo, que vela por la salvaguarda de un positivo balance beneficio-riesgo de los medicamentos autorizados. Así, tan pronto se ha conocido la notificación de casos de trombosis ha evaluado la evidencia disponible, sin poder concluir sobre una relación de causalidad: no parece, por los datos divulgados hasta ahora, que la vacuna comporte un mayor riesgo de eventos trombóticos que el que se da en la población general, siendo muy baja la incidencia de la trombosis de seno venoso cerebral. En cualquier caso, los síntomas sobre los que debe de estar alerta y buscar atención médica si se presentan incluyen: cefalea intensa y persistente o que empeora tras > 3 días desde la vacunación, disnea, dolor en el pecho, hinchazón o dolor en brazos o piernas, múltiples hematomas pequeños, manchas rojizas o violáceas en la piel.

Alertas de calidad

Alertas debidas a defectos de calidad observados en medicamentos de uso humano, publicadas por la AEMPS desde el anterior número y que suponen la retirada o inmovilización de ciertos lotes de medicamentos. En BOT PLUS puede encontrar más información detallada, con acceso al documento de la AEMPS.

demás de los listados mensuales que podemos consultar en PAM, en BOT PLUS se incorpora la información que publica la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) relativa a notificaciones sobre seguridad y/o calidad de los medicamentos. Mediante un pictograma específico se pueden visualizar de forma rápida medicamentos afectados por alguna alerta de seguridad o de defectos de calidad, con tan solo entrar en su ficha.

Al acceder a la ficha de un medicamento afectado por una retirada, se visualiza un mensaje con la advertencia “Medicamento con lotes retirados por Alerta AEMPS. Ver más información en “Alertas Calidad”.

Además, se incluye una pestaña específica  en la que se pueden consultar los lotes concretos que han sido retirados, con sus respectivas fechas de caducidad, así como la descripción del defecto de calidad detectado y las medidas a adoptar. También se cuenta con acceso al documento publicado por la AEMPS.

De forma interesante, dicha información se puede explotar a través de la Búsqueda Libre de BOT PLUS para obtener listados de todos los medicamentos afectados por alertas de calidad que implica la retirada (o también la inmovilización) de sus lotes en un momento dado.

Esta codificación de los lotes retirados es una información puesta a disposición de todos los usuarios, con el objetivo de ofrecer una nueva información capaz de integrarse con otros sistemas de información y mejorar la gestión e identificación de estos medicamentos, en los que la labor asistencial y de control del farmacéutico es fundamental.