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Guselkumab ▼ Tremfya® (Janssen-Cilag) en psoriasis en placas

Resumen

Guselkumab es un anticuerpo monoclonal que se une con elevada afinidad y especificidad a la subunidad p19 de la proteína interleucina 23 (IL-23). Al inhibir la acción proinflamatoria de esta citocina, impide la diferenciación y supervivencia de las células Th17, que serían las encargadas de liberar, por ejemplo, las IL-17A e IL-17-F, implicadas en la patogénesis de la psoriasis; el bloqueo de la acción biológica de IL-23 se traduce en la inhibición de la inflamación y de los síntomas clínicos de la psoriasis. El medicamento ha sido oficialmente autorizado para el tratamiento de la psoriasis en placas de moderada a grave en adultos candidatos a tratamiento sistémico.

Los datos de eficacia y seguridad clínica derivan de tres amplios estudios pivotales de fase 3, aleatorizados, multicéntricos, doblemente ciegos y controlados con medicación activa (y, en dos de ellos, también con placebo) en pacientes con psoriasis en placas de moderada a grave candidatos a fototerapia o tratamiento sistémico. Con la pauta de administración autorizada (100 mg a tiempo 0 y a las 4 semanas, seguida de una dosis cada 8 semanas, vía subcutánea), guselkumab aportó una notable mejoría clínica frente a placebo a la semana 16 y a adalimumab (anti-TNFα ampliamente usado en psoriasis) a las semanas 16, 24 y 48, según los resultados obtenidos para las variables primarias de eficacia (IGA 0/1 y PASI 90). Además, guselkumab también demostró una superioridad estadísticamente significativa frente a ustekinumab (inhibidor de IL12 e IL23) en pacientes no respondedores a este fármaco que cambiaron su tratamiento (tras 16 semanas) frente a los que se mantuvieron en tratamiento con ustekinumab (media de 1,5 vs. 0,7 visitas en que los pacientes presentaban puntuación IGA 0/1 y mejoría de grado ≥2; p<0,001). Las mejorías observadas en variables secundarias –en términos de enfermedad regional (cuero cabelludo, manos y pies, y uñas), calidad de vida y síntomas referidos por los pacientes, entre otros– confirman el beneficio clínico aportado por guselkumab en el tratamiento de la psoriasis en placas moderada-grave.

En relación a su perfil toxicológico, el fármaco es relativamente bien tolerado. Los eventos adversos más comunes fueron nasofaringitis, infecciones del tracto respiratorio superior, dolor de cabeza, artralgia e hipertensión, la mayoría leves o moderados en gravedad. De forma similar a otros biológicos empleados en psoriasis, la tasa de efectos adversos graves fue muy baja, e incluso menor que la obtenida para adalimumab.

En definitiva, guselkumab es el primer fármaco que actúa única y selectivamente sobre IL-23, y emerge como una opción terapéutica alternativa –con eficacia clínica aparentemente más potente– a otros fármacos biológicos empleados en el tratamiento sistémico de la psoriasis moderada-grave, como los inhibidores de TNFα o ustekinumab. Es previsible que se posicione como fármaco de segunda línea, tras una respuesta inadecuada o contraindicación a tratamientos sistémicos convencionales o PUVA, aunque a la vista de los datos disponibles podría ser la primera opción entre los biológicos.

ASPECTOS FISIOPATOLÓGICOS

La psoriasis es una enfermedad inflamatoria de la piel de carácter crónico, aunque fluctuante, que puede afectar a la piel, uñas, articulaciones (artritis psoriásica) y, menos frecuentemente, a las mucosas. La lesión característica es una placa de color rojo oscuro, con escamas no adherentes de un peculiar tono blanco-nacaradas y con borde bien delimitado. Se manifiesta habitualmente de forma bilateral, siendo las localizaciones más frecuentes las superficies de extensión articular (codos y rodillas), la zona sacra y el cuero cabelludo. La afectación de las mucosas es muy rara, aunque se han citado casos localizados en los labios y en el pene. Las uñas están afectadas en un 20-50% de los casos, especialmente las de las manos; es aún más frecuente si hay afectación articular y en la forma eritrodérmica de psoriasis. Las lesiones más características son los hoyuelos o pits (depresiones puntiformes), manchas amarillentas debajo de la placa ungueal (mancha de aceite), fragilidad (onicolisis) e hipertrofia subungueal (Cuéllar, 2017).

La psoriasis es la más común de las enfermedades cutáneas crónicas humanas, con una incidencia del 2-4% en la población mundial. La prevalencia en niños varía desde el 0% en Taiwán al 2,1% en Italia, mientras que en los adultos oscila entre el 0,9% de Estados Unidos y el 8,5% de Noruega, con una incidencia entre las 78,9/100.000 persona-año en Estados Unidos y las 230/100.000 persona-año en Italia. Así, los datos sugieren que la aparición de la psoriasis varía según la edad y la región geográfica, siendo en general más frecuente en los países más distantes desde el ecuador. En España, la prevalencia de la patología se estima en torno al 1,4%.

Puede comenzar a cualquier edad, pero es rara en menores de 9 años. Presenta dos picos de máxima incidencia: la segunda década (de origen generalmente familiar) y los 55-60 años. Evoluciona con remisiones y recaídas espontáneas, y puede persistir toda la vida o durar solo unos meses. Si bien raramente llega a poner en peligro la vida del paciente, puede ser muy discapacitante, limitando considerablemente la calidad de vida.

Entre las principales características histológicas de la psoriasis pueden citarse la hiperplasia epidérmica, definida como una diferenciación anormal y maduración incompleta de los queratinocitos, es decir, un engrosamiento de la epidermis y una capa granular reducida o ausente. Todo ello es debido a la hiperproliferación y diferenciación de queratinocitos epidérmicos de evolución acelerada, cuyo ciclo vital es mucho más rápido y corto de lo normal: 7-10 días en lugar de 50-75 días. También se puede apreciar una infiltración de células del sistema inmune (linfocitos T) y de células dendríticas CD11+ en la dermis, así como de células CD8+ y neutrófilos en la epidermis.

Además de estas presencias celulares anómalas, también se puede observar un aumento en el proceso de formación de nuevos vasos sanguíneos (angiogénesis) y la inflamación de la piel. Aunque durante mucho tiempo se había pensado que la psoriasis es causada simplemente por la hiperproliferación de queratinocitos, actualmente se admite que el sistema inmune es un factor decisivo en el desarrollo de la enfermedad. En definitiva, hoy se considera que la psoriasis es una enfermedad inflamatoria crónica de origen autoinmune en la cual células dendríticas, linfocitos T, macrófagos y neutrófilos inducen hiperproliferaciones locales de los queratinocitos que, en última instancia, son los responsables de las lesiones de la piel.

Las células presentadoras de antígenos (antigen presenting cells, APC) son un elemento clave del sistema inmunitario, implicado en la captación, procesamiento y presentación de moléculas de carácter antigénico sobre la membrana. Estas células permiten dar a conocer dichos antígenos al sistema inmunitario, especialmente por los linfocitos T, iniciando la cadena de respuestas antigénicas específicas. En concreto, la presentación del antígeno y la formación de la sinapsis inmunológica en las APC provoca la secreción de diversas citocinas e induce la diferenciación de los linfocitos T en células efectoras específicas (linfocitos T facilitadores o helper, Th), particularmente las Th1, Th2 y Th17, cada una de ellas secretando sus propias citocinas.

Se ha demostrado la participación directa de varias citocinas en el incremento de la proliferación de los queratinocitos en la psoriasis. Particularmente, el factor de necrosis tumoral alfa (tumor necrosis factor α, TNFα) activa el desarrollo de las lesiones mediante el aumento del número de moléculas que participan en la respuesta inflamatoria a las moléculas de adhesión. Los queratinocitos así activados producen citocinas y quimiocinas, que atraen a los linfocitos al sitio de la inflamación y que potencian su proliferación. De hecho, se suelen encontrar subpoblaciones de linfocitos Th1 y Th17 en las lesiones psoriásicas de la piel, además de queratinocitos, células dendríticas y células de Langerhans y, como consecuencia de todo ello, un aumento de la concentración de TNFα en las zonas de la piel afectadas. Es más, se ha observado que una disminución del TNFα, tanto en suero como en las lesiones, se relaciona con una mejora clínica, lo que sugiere un importante rol en la enfermedad.

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Figura 1. Iniciación y progresión de la lesión psoriásica. CPA: célula presentadora de antígenos; IFN-γ: interferón gamma; IL: interleucinas; NF-κB: factor nuclear κB; Th: linfocitos T helper (facilitadores); TNFα: factor de necrosis tumoral α; VEGF: factor de crecimiento endotelial vascular.

Asimismo, se ha observado que las interleucinas (IL) 12e IL-23 pueden tener también un importante papel patológico en la psoriasis. La IL-12 –producida por las células presentadoras de antígenos– es capaz de inducir la producción de nuevas poblaciones de linfocitos T e incrementar las respuestas de los linfocitos Th1, sobre todo en la producción de interferón (IFN). Estas células también parecen estimular la inmunidad mediada por células y la síntesis de anticuerpos fijadores del complemento. Por su parte, la IL-23 facilita la adquisición de memoria inmunológica por los linfocitos T, en especial de las subpoblaciones de linfocitos Th17, y parece tener un papel crítico en la patogénesis de la psoriasis. En este sentido, datos procedentes de modelos inflamatorios de la piel sugieren que los linfocitos Th17, que producen IL-17 e IL-22, podrían ser los inductores principales de la hiperplasia epidérmica, modificando la diferenciación epidérmica en la psoriasis.

Por otro lado, se ha observado que las anomalías en la regulación de IL-12 e IL-23 no solo se asocian a psoriasis, sino también a otras patologías de índole autoinmune, como la enfermedad de Crohn, la artritis reumatoide y la colitis ulcerosa, entre otras. De hecho, entre el 5% y el 7% de todos los pacientes con psoriasis y hasta un 40% de aquellos con la forma más grave (>10% de superficie corporal afectada) desarrollan artritis psoriásica, usualmente entre 5 y 10 años tras el inicio de la enfermedad cutánea. La afectación articular es más frecuente en los pacientes de 40-50 años, siendo la forma más común (50-70%) la oligoarticular asimétrica seronegativa, que afecta a las pequeñas articulaciones de algunos dedos de las manos.

También parece que las interacciones entre el antígeno asociado a la función leucocitaria de tipo 1 (LFA-1) y las moléculas de adhesión intercelular facilitan la patogenia de la psoriasis. En concreto, favorecen la migración de los linfocitos T desde la circulación sistémica a los tejidos de la dermis y epidermis, y su consiguiente reactivación. Todo ello conduce a una infiltración de las células T activadas en el tejido y a una proliferación anormal de los queratinocitos. Por su parte, la alta producción de factores de crecimiento endoteliales vasculares (vascular endothelial growth factors, VEGF) en los queratinocitos psoriásicos promueve la angiogénesis, lo que provoca un aumento de la vascularización y la inflamación local. Los neutrófilos se encuentran en grandes cantidades en las lesiones psoriásicas; de hecho, se ha demostrado que algunas citocinas, tales como la IL-8, causan la acumulación de neutrófilos en la piel.

Sin embargo, a pesar de todos los mecanismos bioquímicos mencionados, el origen específico de la enfermedad sigue siendo desconocido, toda vez que se ignora qué es lo que provoca la respuesta inmunológica y desencadena la hiperqueratosis y el resto de manifestaciones patológicas de la psoriasis. En la aparición de la psoriasis influyen significativamentealgunos factores genéticos, como lo demuestra la marcada agregación familiar, así como la concordancia en gemelos y la asociación a determinados antígenos principales de histocompatibilidad (HLA): es más frecuente en presencia del alelo Cw6 y, en pacientes con HLA B27, el inicio de la psoriasis es más precoz y la evolución más grave.

Entre los factores externos desencadenantes pueden citarse traumatismos externos, determinadas infecciones (la forma “en gotas” aparece poco después de una faringitis estreptocócica), el uso de determinados fármacos (litio, betabloqueantes, antipalúdicos, antiinflamatorios no esteroideos (AINE), supresión del tratamiento con esteroides, etc.), bebidas alcohólicas, factores psicógenos (especialmente el estrés, que puede actuar como desencadenante o agravante), el clima (el clima cálido y la luz solar son beneficiosos mientras que el frío empeora las lesiones), factores metabólicos (hipocalcemia, alcoholismo, diálisis, etc.) y factores endocrinos (mayor incidencia en la pubertad y la menopausia, mejora en el embarazo).

FORMAS CLÍNICAS

  • Psoriasis vulgar o en placas: es la forma clínica más frecuente (hasta el 90% de los casos), y su nombre hace referencia a las formaciones escamosas y de color rojizo presentes en las zonas de extensión (codos y rodillas, principalmente), así como en el cuero cabelludo. Se trata de placasbien delimitadas con una distribución simétrica en la mayoría de los casos, aunque pueden confluir y formar figuras policíclicas. El porcentaje del cuerpo afectado por las placas psoriásicas puede variar desde una forma leve (<2%) hasta las formas más graves (>10%), pasando por la forma moderada (2-10%). La enfermedad, considerada como crónica aunque de curso variable (con recaídas y remisiones de duración diversa), suele manifestarse por vez primera en dos grupos de edad: 16-22 y 57-60 años.
  • La denominada psoriasis en gotas suele cursar con numerosas lesiones puntiformes (menores de 1 cm), sobre todo en el tronco. Es más común en niños y adolescentes, siendo típica su erupción aguda 10-14 días tras una infección estreptocócica, habitualmente de garganta, y que desaparece espontáneamente en 2-3 meses.
  • Por su parte, la psoriasis invertida afecta a grandes pliegues (axilar, submamario, interglúteo) y presenta placas rojas lisas y brillantes, de color vivo, sin descamación y ocasionalmente con fisuras.
  • La psoriasis pustulosa es una forma aguda y poco frecuente. Puede ser generalizada (tipo von Zumbusch), como la forma de comienzo de una psoriasis, o aparecer en el curso de una psoriasis crónica. Cursa con una brusca fiebre elevada, malestar general, eritema con pústulas en pocas horas, piel de color rojo escarlata seca y no descamativa. Sin tratamiento puede ser mortal. La forma localizada palmoplantar cursa con brotes repetidos de pústulas estériles sobre una base eritematosa en las palmas y las plantas, simétricas, y que suelen secarse, dejando escamas y costras marrones.
  • Finalmente, la psoriasis eritrodérmica consiste en una forma generalizada y grave. Se instaura generalmente sobre cuadros de psoriasis crónica. Se presenta como una eritrodermia exfoliativa seca, que afecta todo el tegumento, incluyendo el pelo y sobre todo las uñas.

En general, la psoriasis se asocia con un aumento del riesgo de aterosclerosis y del riesgo de enfermedad cardiovascular, que se asocia con mayores tasas de morbilidad y mortalidad, especialmente en los pacientes de psoriasis más jóvenes y con formas más graves de la enfermedad, reduciendo su esperanza de vida. Los datos epidemiológicos también parecen apoyar una asociación de la psoriasis y de la artritis psoriásica con una mayor prevalencia de hipertensión. Además de las complicaciones vasculares, la psoriasis se ha relacionado con un incremento de la incidencia de algunas metabolopatías de alta incidencia, especialmente diabetes mellitus de tipo 2 y síndrome metabólico.

TRATAMIENTO

El tratamiento de la psoriasis es complejo, ya que no solo se lucha contra una enfermedad de etiología desconocida y con formas clínicas muy diversas, sino que está condicionada por diversos factores sociales. En principio, deben evitarse los factores desencadenantes y favorecedores conocidos: infecciones, golpes, tabaquismo y estrés. Se ha comprobado que el estrés del paciente tiende a agravar y a hacer más frecuentes las recaídas. Por el contrario, el sol tiene un efecto beneficioso, siendo capaz de producir una mejoría significativa de las lesiones; sin embargo, no existen evidencias sobre la posible eficacia de otros tratamientos no farmacológicos.

No existe un tratamiento curativo para la psoriasis, pero en la mayoría de los casos puede controlarse satisfactoriamente, aplicando diferentes tratamientos en función de la gravedad del caso. No obstante, la calificación de los resultados del tratamiento depende en buena medida de la aceptación de los pacientes, de sus criterios estéticos y de su propia personalidad. Por otro lado, las lesiones ungueales asociadas con la psoriasis son difíciles de tratar.

Los tratamientos tópicos son empleados en los casos más leves (afectación menor del 2% de la superficie corporal) y constituyen la forma más común de tratamiento de la psoriasis en placas, pero también es la menos eficaz en los casos graves. Carecen de utilidad en la artritis psoriásica o en la forma pustulosa o eritrodérmica.

Los agentes emolientes y queratolíticos son utilizados habitualmente como adyuvantes a otros tratamientos para hidratar, evitar la aparición de fisuras y eliminar las escamas. No deben aplicarse en pliegues. Entre los agentes queratolíticos, el ácido salicílico es el menos eficaz de todos los tratamientos disponibles, pero también el más barato y el mejor aceptado por los pacientes, por lo que constituye un paso indispensable en la terapéutica de la psoriasis en placas. La brea de hulla (coaltar) es algo más potente como queratolítico que el anterior, pero presenta como inconveniente el olor desagradable; sus efectos son lentos y de baja potencia, aunque produce remisiones generalmente prolongadas en los pacientes sensibles al tratamiento. El ditranol (antralina) es uno de los componentes activos de la brea de hulla; debido a su poder irritante para la piel y a su capacidad para manchar la ropa y teñir las uñas y la piel, muchos pacientes tienden a rechazar este tratamiento. Sin embargo, se trata de uno de los tratamientos tópicos más eficaces (más que los anteriores), cuyos efectos aparecen lentamente, aunque no tanto como los de la brea de hulla, y producen remisiones algo más cortas que ésta.

Los corticosteroides tópicos producen efectos rápidos y potentes, pero la duración de las remisiones es más bien corta. Se pueden considerar de primera elección en la psoriasis leve que no responde a otros tratamientos tópicos y en determinadas localizaciones como la cara, el cuero cabelludo, los pliegues, los genitales (localizaciones que no toleran otros tratamientos tópicos). Presentan el inconveniente de que, tras la suspensión del tratamiento, la enfermedad puede reactivarse. No es infrecuente la combinación de corticosteroides tópicos con agentes queratolíticos, de efectos menos potentes y rápidos, pero considerablemente más prolongados.

El calcipotriol y el tacalcitol son análogos hormonales de la vitamina D de aplicación tópica, similares al calcitriol. Su empleo en la psoriasis en placas se debe a la observación de que los análogos hormonales de la vitamina D son capaces de inhibir la proliferación y la diferenciación de los queratinocitos. Su eficacia es similar a la de los corticosteroides e incluso inducen periodos de remisión algo más largos que aquellos.

Cabe destacar que, en pacientes con psoriasis en el cuerpo y el cuero cabelludo, el tratamiento combinado con vitamina D y corticosteroides funciona mucho mejor que cualquiera de estos solos. Los análogos de la vitamina D producen por lo general mejores resultados que el alquitrán de hulla, pero los resultados en relación con el ditranol son dispares. Los corticosteroides son, como mínimo, igual de eficaces que los análogos de la vitamina D, pero se asocian con una menor incidencia de efectos adversos locales.

El empleo de lámparas de radiación ultravioleta (UV) constituye uno de los puntales en el tratamiento de la psoriasis. Sin embargo, la aplicación de radiación UV solo resulta útil en los casos de psoriasis en placas, resultando ineficaz en el resto de formas de psoriasis (artritis, etc.). Según la longitud de onda de la radiación se distinguen dos tipos básicos de radiación. La de longitud de onda más larga (UVA) tiene una menor capacidad de penetración en la piel; por este motivo, requiere la administración previa de sustancias que sensibilicen la piel (generalmente psoralenos), en lo que se conoce como terapia PUVA (psoralenos + UVA). Esta forma de tratamiento es conocida como fotoquimioterapia. Por su parte, la radiación de longitud de onda más corta (UVB) tiene una mayor capacidad de penetración y no requiere ninguna sustancia sensibilizante, aunque se suele emplear brea de hulla previamente; este método es conocido como fototerapia.

El método PUVA o fotoquimioterapia es el tratamiento más eficaz disponible para la psoriasis en placas. Su acción es lenta, pero produce periodos prolongados de remisión. Debido al riesgo de efectos adversos cutáneos se está empleando de forma mucho más restringida, para casos graves refractarios en pacientes de edad media (no en niños ni en jóvenes).

Por su parte, el tazaroteno es un retinoide que se utiliza por vía tópica y que presenta un eficacia similar a la de los corticosteroides tópicos en lo que se refiere a la elevación de las placas psoriásicas en los pacientes con psoriasis en placas, pero su efecto es algo menor en cuanto a la reducción del eritema. La combinación de tazaroteno y corticosteroides produce mejores resultados que el tazaroteno solo.

En el tratamiento sistémico se emplean agentes con efectos antiproliferativos sobre la epidermis, sobre todo fármacos inmunosupresores y derivados retinoides aromáticos. Son considerados como el segundo nivel de tratamiento, estando indicados en psoriasis extensas que no responden a otros tratamientos, formas eritrodérmicas y pustulosas y formas incapacitantes.

Los denominados fármacos antirreumáticos modificadores de la enfermedad (FAME o DMARD, disease modifiying antirheumatic drugs) son ampliamente utilizados como primera opción en el tratamiento de las formas activas moderadas o graves de la psoriasis, en particular en los pacientes con artritis psoriásica. Se trata de potentes inmunosupresores, entre los cuales el más utilizado es, sin duda, el metotrexato, considerado como el tratamiento de elección en las formas graves de psoriasis en placas, así como en la artritis psoriásica, la psoriasis pustulosa y la psoriasis eritrodérmica, por sus efectos antiproliferativo y antiinflamatorio. Por su parte, la ciclosporina –agente inmunosupresor que actúa inhibiendo especialmente la producción de anticuerpos dependientes de células T colaboradoras (aunque también inhibe la producción y liberación de linfocinas, sobre todo de IL-2)– tiene una eficacia clínica similar a la del metotrexato en la psoriasis en placas y en la psoriasis pustulosa, pero algo menor en la psoriasis eritrodérmica y en la artritis psoriásica.

En general, el metotrexato, la ciclosporina, los UVB y los PUVA son consideradas como las formas más eficaces de tratamiento de los casos graves o moderadamente graves de psoriasis, facilitando la desaparición prácticamente completa de las manifestaciones clínicas en gran parte de los pacientes. Una vez alcanzado este objetivo, el tratamiento puede ser reducido o incluso suspendido, al menos hasta que se produzca una recidiva (si es que llega a producirse).

Los retinoides son análogos estructurales de la vitamina A (ácido retinoico), pero de carácter aromático. Actúan sobre receptores específicos, reduciendo la producción de estímulos inflamatorios y la diferenciación y proliferación de los queratinocitos. Revierten los cambios típicos hiperqueratósicos de la psoriasis en placas, pero son potentes teratógenos, por lo que su uso debe ser estrictamente vigilado en mujeres. Actualmente solo está disponible la acitretina, que actúa sobre diversos procesos biológicos en la piel, incluyendo la proliferación y diferenciación celular, la función inmunológica, la inflamación y la producción de sebo. Los efectos de los retinoides son debidos a la activación de receptores específicos del ácido retinoico, conocidos como RAR (retinoic acid receptors). Tanto acitretina, como ciclosporina y metotrexato se asocian a toxicidad significativa sobre diversos órganos y tienen limitaciones en los tratamientos a largo plazo de formas crónicas de psoriasis.

Teniendo en consideración la relevancia de la citocina TNFα en el desarrollo de la inflamación asociada a la psoriasis (previamente comentada), la terapia biológica anti-TNFα fue desarrollada precisamente para bloquear el TNFα e impedir o limitar su actividad y, en consecuencia, reducir las interacciones entre las células inmunes y los queratinocitos. La neutralización del TNFα impide su interacción con sus receptores (TNFR1) y, con ello, la subsiguiente cascada bioquímica que, entre otros efectos, desemboca en la activación del factor nuclear kappa B (NF-κB; factor nuclear potenciador de las cadenas ligeras kappa de las células B activadas), un complejo proteico que se encuentra en la mayoría de los tipos de células animales y está implicado en la respuesta celular frente a estímulos como el estrés, las citocinas, la radiación UV y antígenos diversos. El NF-κB juega un papel clave en la regulación de la respuesta inmunitaria, dado que las cadenas ligeras kappa son componentes básicos de las inmunoglobulinas.

Asimismo, otra de las consecuencias del bloqueo del TNFα es el cambio en los niveles de las moléculas de adhesión responsables de la migración leucocitaria (ELAM-1, VCAM-1 e ICAM-1). Igualmente, se puede apreciar una disminución de los niveles de metaloproteinasas matriciales (MMP-1 y MMP-3), responsables de la remodelación tisular.

Los fármacos anti-TNFα actualmente comercializados en España que están indicados expresamente en la psoriasis son adalimumab, etanercept, infliximab y certolizumab pegol. Otro agente anti-TNF disponible en nuestro país es el golimumab, que está indicado en la artritis psoriásica, la artritis reumatoide, la colitis ulcerosa y la espondilitis anquilosante.

Por otra parte, tanto el secukinumab como el ixekizumab son anticuerpos monoclonales humanos que se unen y neutralizan a la interleucina 17A1 (IL-17A), una citocina proinflamatoria considerada como uno de los principales inductores de la hiperplasia y diferenciación epidérmica observada en la psoriasis, a través de la formación de factor nuclear κB (NFκB). Por su parte, el brodalumab se une al receptor de la IL-17A (IL-17AR), bloqueando la actividad de la IL-17A, además de la de IL-17F y del heterodímero IL-17A/F. Estos tres medicamentos han sido autorizados para el tratamiento de la psoriasis en placas de moderada a grave en adultos candidatos a tratamientos sistémicos.

El ustekinumab es un anticuerpo monoclonal frente a IL-12 e IL-232, autorizado para el tratamiento de la psoriasis en placas moderada o grave en adultos que no responden, tienen contraindicada o no toleran otras terapias sistémicas, incluyendo metotrexato, ciclosporina y PUVA. La IL-12 y la IL-23 contribuyen a la activación de los linfocitos natural killers (NK) y a la activación y diferenciación de los linfocitos CD4+ y su regulación parece estar alterada en pacientes con psoriasis y otras patologías de etiología autoinmne. De ahí que la formación del complejo de ustekinumab con dichas interleucinas impida la activación del receptor celular de éstas (IL-12Rβ1), tanto solo como formando parte de receptores complejos duales (IL-12Rβ1/β2 e IL-12Rβ1/23R), y en consecuencia, interrumpa la señalización bioquímica mediada por estos receptores, que participa en la secreción de citocinas inflamatorias implicadas en la psoriasis por parte de determinadas poblaciones de linfocitos.

Por último, el apremilast es un inhibidor selectivo de la fosfodiesterasa de tipo 4 (PDE4) que está indicado en el tratamiento de la psoriasis en placas crónica de moderada a grave en pacientes adultos que no han respondido, tienen contraindicado o no toleran otro tratamiento sistémico, incluyendo ciclosporina, metotrexato o psoraleno y luz ultravioleta A (PUVA). Al inhibir a la enzima PDE4, implicada en el metabolismo de AMPc, incrementa los niveles intracelulares de éste y facilita la reducción de la expresión de citocinas proinflamatorias, fundamentalmente TNFα e IL-12; asimismo, parece modular los niveles de otras citocinas, en este caso de carácter antiinflamatorio, como la IL-10.

Los datos publicados de varios ensayos clínicos –que han evaluado la adición de terapias tópicas a los fármacos biológicos con la intención de mantener las respuestas iniciales–, aunque limitados, sugieren que tal combinación es una estrategia eficaz y bien tolerada para controlar la psoriasis y mejorar la calidad de vida de los pacientes. De igual modo, una publicación reciente revisó la evidencia disponible sobre la combinación de fármacos biológicos y de fototerapia para la psoriasis moderada a grave y concluyó que 9 de cada 10 de los estudios publicados demostraban eficacia y seguridad favorables para la combinación de ambos tratamientos (EMA, 2017).

ACCIÓN Y MECANISMO

El guselkumab es un anticuerpo monoclonal que se une con elevada afinidad y especificidad a la subunidad p19 de la proteína interleucina 23 (IL-23), bloqueando las acciones biológicas mediadas por esta citocina proinflamatoria, lo que se traduce en la inhibición de la inflamación y de los síntomas clínicos de la psoriasis. El medicamento ha sido oficialmente autorizado para el tratamiento de la psoriasis en placas de moderada a grave en adultos candidatos a tratamiento sistémico.

La IL-23 es una citocina reguladora heterodimérica principalmente producida y liberada por macrófagos, que afecta a la diferenciación, expansión y supervivencia de subgrupos de linfocitos T (por ejemplo, células Th17 y células Tc17) y subgrupos de células inmunitarias innatas, que representan fuentes de citocinas efectoras, como IL-17A, IL-17F e IL-22 (que, a su vez, inducen la enfermedad inflamatoria). Una creciente evidencia confirma que la vía de las IL-23/IL-17 contribuye significativamente a la fisiopatología de muchas enfermedades inmunomediadas, entre las que se incluyen, además de la psoriasis en placas, eritrodérmica y pustular, la espondilitis anquilosante o la enfermedad inflamatoria intestinal. La susceptibilidad a la psoriasis ha sido asociada, incluso, con polimorfismos genéticos en IL-23 y su receptor específico (IL-23R) (Puig, 2017).

Los estudios in vitro han demostrado que guselkumab inhibe la bioactividad de la IL-23 bloqueando su interacción con su receptor específico (IL-23R) de la superficie celular, lo que altera la señalización, la activación y las cascadas de citocinas mediadas por la IL-23, e impide la adquisición de memoria inmunológica por los linfocitos T: al neutralizar la IL-23 es capaz de inhibir la respuesta inmunitaria mediada por la IL-17 liberada por los linfocitos T helper 17. En seres humanos, se ha demostrado que el bloqueo selectivo de la IL-23 normaliza la producción y concentraciones séricas de ésta y otras citocinas relacionadas (IL-17A, IL-17F e IL-22), que se encuentran elevadas en la piel de los pacientes con psoriasis en placas.

Además, un estudio en fase I demostró –mediante análisis de ARNm obtenidos de biopsias cutáneas de lesiones de pacientes con psoriasis en placas– que el tratamiento con guselkumab reducía la expresión de los genes de la vía IL-23/Th17 y los perfiles de expresión de los genes asociados a la psoriasis.

Aspectos moleculares

Guselkumab es un anticuerpo monoclonal completamente humano de tipo inmunoglobulina G1 lamda (IgG1λ) producido en células de ovario de hámster chino (CHO) por tecnología del ADN recombinante.

La molécula intacta presenta un peso molecular aproximado de 143,6 kD y una fórmula molecular C6402H9864N1676O1994S42. Está formada por 2 cadenas pesadas idénticas de 447 aminoácidos (aproximadamente 49 kDa cada una) y 2 cadenas ligeras idénticas de 217 aminoácidos (aproximadamente 23 kDa cada una), que se unen entre ellas por enlaces disulfuro covalentes e interacciones proteína-proteína no covalentes. Los glicanos unidos a la posición N-terminal son bicatenarios.

EFICACIA Y SEGURIDAD CLÍNICAS

La eficacia y la seguridad clínicas de guselkumab han sido adecuadamente contrastadas en las indicaciones autorizadas mediante tres estudios clínicos confirmatorios de fase 3: VOYAGE 1 (PSO3001), VOYAGE 2 (PSO3002) y NAVIGATE (PSO3003). Se trata de ensayos pivotales aleatorizados, multicéntricos, multinacionales, doblemente ciegos y controlados con medicación activa en pacientes con psoriasis en placas de moderada a grave que eran candidatos a fototerapia o tratamiento sistémico. Los tres ensayos enrolaron a un total de 2.700 adultos. Las principales características basales de las poblaciones de estudio estuvieron bastante balanceadas en los tres ensayos clínicos (Tabla 1).

tabla1_guselkumab

Por un lado, en los estudios VOYAGE 1 y VOYAGE 2 se evaluó la eficacia y la seguridad de guselkumab comparado con placebo y adalimumab en un total de 1.829 pacientes adultos. Los 825 pacientes asignados al grupo de guselkumab recibieron 100 mg del fármaco en las semanas 0 y 4, y luego cada 8 semanas hasta la semana 48 (VOYAGE 1) y la semana 20 (VOYAGE 2), mientras que 582 pacientes recibieron 80 mg del comparador activo adalimumab en la semana 0 y 40 mg en la semana 1, seguido de 40 mg cada 2 semanas hasta la semana 48 y la semana 23, respectivamente. En VOYAGE 2, además, los pacientes del grupo adalimumab que no alcanzaron PASI 90, comenzaron ser tratados con guselukmab a las semanas 28 y 32, y luego cada 8 semanas. Entre ambos ensayos, 422 pacientes fueron aleatorizados en el grupo de placebo, que implicaba, tras varias dosis de placebo, la administración de 100 mg de guselkumab en las semanas 16 y 20 y luego cada 8 semanas.

En los dos ensayos se realizó un seguimiento máximo a los pacientes de 48 semanas desde la primera administración, si bien la eficacia y seguridad a largo plazo de guselkumab se está actualmente evaluando en las extensiones de 4 años, con lo que ambos estudios tendrán una duración total de 5 años.

Según los primeros resultados publicados para VOYAGE 1 (Blauvelt, 2018) y VOYAGE 2 (Reich, 2017), guselkumab demostró aportar una mejoría significativa de las medidas de la actividad de la enfermedad –evaluando enfermedad cutánea global, enfermedad regional (cuero cabelludo, manos, pies y uñas), calidad de vida y resultados comunicados por los pacientes– en comparación con placebo y con adalimumab en la semana 16 y en comparación con adalimumab en las semanas 24 y 48. Como variables co-primarias de eficacia se emplearon el PASI75, PASI90 y PASI100, la tasa de respondedoressPGA3y la de PSI4(Tabla 2).

tabla2_guselkumab

Cabe destacar que guselkumab demostró eficacia de manera rápida, con una mejoría porcentual significativamente mayor del PASI en comparación con placebo ya en la semana 2 (p<0,001). El porcentaje de pacientes que consiguieron una respuesta PASI 90 fue numéricamente mayor con guselkumab que con adalimumab a partir de la semana 8, hallándose la diferencia máxima en la semana 20 (VOYAGE 1 y 2) y se mantuvo hasta la semana 48 (VOYAGE 1).

De forma interesante, en VOYAGE 2, de los 112 pacientes que no respondieron a adalimumab en la semana 28 (no alcanzaron PASI 90) y que se pasaron a tratamiento con guselkumab, el 66% alcanzó respuesta significativa (PASI 90) tras 20 semanas con el nuevo fármaco. El ensayo VOYAGE 2 demostró, además, que en respondedores a guselkumab en la semana 28 a los que se les retiró el fármaco, se atenuaba considerablemente la mejoría clínica de la psoriasis a la semana 48 con la administración de placebo respecto a los pacientes que se mantuvieron en tratamiento con guselkumab (PASI 90 de 36,8% vs. 88,6%; p<0,001).

Los resultados obtenidos para las variables secundarias de eficacia no hicieron sino confirmar los hallazgos comentados para las variables primarias: el tratamiento con guselkumab demostró mejorías significativas a la semana 16 frente a placebo (p < 0,001), tanto en las pruebas de evaluaciones específicas de enfermedad regional (en cuero cabelludo, manos y/o pies, y en las uñas) como de la calidad de vida (medida con el índice DLQI) y de los 10 síntomas y signos de psoriasis comunicados por los pacientes. Guselkumab también aportó un beneficio clínico en las semanas 24 y 48 (p<0,05) superior a adalimumab en la psoriasis del cuero cabelludo y de manos y pies.

Por su parte, el estudio NAVIGATE evaluó la eficacia y seguridad de guselkumab en pacientes con respuesta inadecuada a tratamiento con ustekinumab tras la semana 16 (habiendo recibido en régimen abierto dos dosis de ustekinumab a las semanas 0 y 4), definida como valor de IGA≥2. A partir de ese momento, los pacientes se aleatorizaron para seguir tratamiento con 45 mg de ustekinumab cada 12 semanas (90 mg si >100 kg; n=133) o iniciar guselkumab (n=135), que sería administrado en dosis de 100 mg en las semanas 16 y 20 y posteriormente cada 8 semanas.

Como variable primaria de eficacia, en este caso se midió el número de visitas posteriores a la aleatorización (de entre las 4 visitas realizadas entre las semanas 12 y 24) en las que los pacientes obtuvieron una puntuación en IGA 0/1 y experimentaron una mejoría de grado ≥2. Los resultados publicados para el ensayo NAVIGATE (Langley, 2018) indican que, entre los pacientes con una respuesta inadecuada inicial a ustekinumab, se observó un beneficio clínico significativamente superior en los que cambiaron a guselkumab frente a los que siguieron el tratamiento con ustekinumab (media de 1,5 vs. 0,7 visitas; p<0,001). Entre las variables secundarias, destacan el notable incremento aportado por el tratamiento con guselkumab frente a ustekinumab en la proporción de pacientes que alcanzaron PASI 90 (48,1% vs. 22,6%; p<0,001) o IGA 0/1 con una mejoría de grado ≥2 (31,1% vs. 14,3%) en la semana 28 de seguimiento; tales diferencias eran significativas ya a las 4 semanas pos-aleatorización y fueron máximas a la semana 24.

En cuanto a la seguridad clínica de guselkumab, los datos derivan de un total de 1.748 pacientes con psoriasis en placas moderada-severa que fueron tratados con el fármaco durante los ensayos de fase 2 y 3 de su desarrollo clínico. En general, el perfil toxicológico de guselkumab fue comparable al de placebo hasta la semana 16, momento en que la proporción de pacientes con acontecimientos adversos en el brazo de guselkumab fue de 49,2%, en el de placebo de 46,7% y en el de adalimumab de 49,9%. Esa tendencia se mantuvo hasta el final del período de seguimiento (48 semanas en VOYAGE 1 y VOYAGE 2). La tasa de eventos adversos para el brazo de guselkumab fue comparable a la de adalimumab, e incluso inferior para los casos de eritema en el lugar de inyección, prurito, dolor o efectos adversos derivados de la psoriasis.

Los efectos adversos más comunes fueron: nasofaringitis (32,84 casos/100 pacientes-año), infecciones del tracto respiratorio superior (17,24/100 pacientes-año), dolor de cabeza (7,29/100 pacientes-año), artralgia (5,95/100 pacientes-año) e hipertensión (5,13/100 pacientes-año) (EMA, 2017). Se estimó que solo el 0,7% de las inyecciones de guselkumab (vs. 0,3% de las inyecciones de placebo) se asociaron con reacciones en el lugar de inyección, que fueron leves-moderadas. La frecuencia general de efectos adversos que llevaron a la discontinuación del tratamiento fue baja (≤0,2/100 pacientes-año) para el grupo de guselkumab y menor que para el grupo de adalimumab a las semanas 24 y 48.

Por último, en cuanto a su inmunogenicidad, menos del 6% de los pacientes tratados con guselkumab desarrollaron anticuerpos antifármaco durante un período de hasta 52 semanas de tratamiento, y los títulos de anticuerpos fueron bajos. Entre los que sí los desarrollaron, solo el 7% tenían anticuerpos neutralizantes, lo que equivale al 0,4% de todos los pacientes tratados con guselkumab. Los anticuerpos antifármaco no se asociaron con una menor eficacia ni con el desarrollo de reacciones en el lugar de inyección.

ASPECTOS INNOVADORES

El guselkumab es un anticuerpo monoclonal que se une con elevada afinidad y especificidad a la subunidad p19 de la proteína interleucina 23 (IL-23), bloqueando las acciones biológicas mediadas por esta citocina proinflamatoria, lo que se traduce en la inhibición de la inflamación y de los síntomas clínicos de la psoriasis. El medicamento ha sido oficialmente autorizado para el tratamiento de la psoriasis en placas de moderada a grave en adultos candidatos a tratamiento sistémico.

Los datos clínicos que han permitido verificar la eficacia y seguridad clínicas de guselkumab en su pauta posológica autorizada (administrado por vía subcutánea en dosis de 100 mg a tiempo 0 y a las 4 semanas, seguida de una dosis de mantenimiento cada 8 semanas) proceden de tres amplios estudios pivotales de fase 3 aleatorizados, multicéntricos, multinacionales, doblemente ciegos y enmascarados, controlados con comparador activo (adalimumab y ustekinumab) y, en dos de ellos, también con placebo hasta la semana 16.

En ese punto temporal, aproximadamente el 70-73% de los pacientes que recibieron guselkumab (588 de 825) en los estudios VOYAGE 1 y VOYAGE 2 experimentaron un beneficio clínico –expresado como una reducción de al menos el 90% en las puntuaciones PASI–, en comparación con el 48% de los que recibieron adalimumab (282 de 582) y menos del 3% que recibieron placebo (11 de 422). La mejoría en los signos y síntomas de la psoriasis se mantuvo durante más de 48 semanas con el tratamiento con guselkumab, siendo significativamente superior a la obtenida con adalimumab en los mismos periodos. Cabe destacar, por ejemplo, que en torno al 40% de los pacientes tratados con guselkumab (37,4% en la semana 16, 49,8% en la semana 32 y 47,4% en la semana 48) tuvieron un aclaramiento completo de la piel (PASI 100), frente al 26-28% de los pacientes tratados con adalimumab en la semana 16. Además, guselkumab se mostró eficaz en pacientes que habían fallado previamente a la terapia con adalimumab.

En el tercer ensayo, NAVIGATE, guselkumab también demostró una superioridad estadísticamente significativa frente a ustekinumab en los pacientes no respondedores a este fármaco que cambiaron su tratamiento (tras 16 semanas) frente a los que se mantuvieron en tratamiento con ustekinumab (media de 1,5 vs. 0,7 visitas en que los pacientes presentaban puntuación IGA 0/1 y mejoría de grado ≥2; p<0,001). En general, en los tres ensayos clínicos, las mejorías observadas en las variables primarias fueron confirmadas por las medidas de variables secundarias, en términos de enfermedad regional (cuero cabelludo, manos y pies, y uñas), calidad de vida y síntomas referidos por los pacientes, entre otros.

La eficacia clínica de guselkumab ha sido demostrada con independencia de la edad, sexo, raza, peso corporal, localización de las placas, intensidad basal del PASI, artritis psoriásica concomitante y tratamiento previo con un fármaco biológico. Guselkumab resultó eficaz en pacientes no tratados previamente con fármacos sistémicos convencionales, y en tratados y no tratados previamente con fármacos biológicos, como ustekinumab. Los resultados apuntan, además, a que tras la retirada de guselkumab, se mantiene una eficacia residual (decreciente) antipsoriásica hasta transcurridas unas 15 semanas.

Por otro lado, el perfil toxicológico de guselkumab es relativamente benigno y está en la línea de lo esperable a la vista de la seguridad clínica de otros medicamentos biológicos anti-interleucinas indicados en psoriasis. Se dispone de datos suficientes (incluyendo 728 pacientes tratados por período de un año con guselkumab) y los eventos adversos más comúnmente reportados han sido nasofaringitis, infecciones del tracto respiratorio superior, dolor de cabeza, artralgia e hipertensión, la mayoría leves o moderados en gravedad.

Cabe indicar que, de manera interesante, la tasa de efectos adversos graves fue baja para guselkumab (1,03/100 pacientes-año a la semana 48), siendo inferior que la de adalimumab (1,73/100 pacientes-año) y similar a los datos disponibles para ustekinumab (otro anti-IL23). Sin embargo, no se han establecido aún conclusiones sobre el efecto en la seguridad clínica de guselkumab de los anticuerpos neutralizantes que desarrollan un 6% de los pacientes. La ausencia de datos sobre su uso a largo plazo (> 2 años) impide evaluar el efecto de este tipo de terapias inmunológicas sobre la incidencia de reacciones de hipersensibilidad generalizadas o tumores malignos, pues el período de inducción de los mismos puede ser mayor; este riesgo potencial debe ser considerado en futuros estudios de más largo seguimiento, así como su seguridad en pacientes pediátricos, embarazadas, o con insuficiencias renal o hepática graves.

Desde el punto de vista mecanístico, guselkumab comparte diana biológica –IL-23– con ustekinumab (comercializado en España en 2010), pero aporta la relativa innovación de unirse a la subunidad p19 de la proteína, de forma que su especificidad frente a IL-23 es elevada, mientras que ustekinumab se une a la subunidad p40 de dicha citocina, compartida también por la IL-12. Esta especificidad de guselkumab frente a IL-23 podría explicar su mayor eficacia en comparación con ustekinumab en pacientes que no tienen una buena respuesta a este último.

La IL-23 es una citocina reguladora implicada en la diferenciación y funcionalidad de subgrupos de linfocitos T, que serán los encargados de producir citocinas efectoras como IL-17 (A y F) e IL-22, claves en la hiperplasia epidérmica. En el mercado español, se dispone de otros fármacos antipsoriásicos que actúan sobre esa misma vía farmacológica, tales como anti-IL 17A (secukinumab e ixekizumab) y anti-receptor de IL17 (como brodalumab, que también bloquea los efectos de IL-17F). Guselkumab puede, teóricamente, contribuir a una mayor eficacia clínica que los anteriores porque bloquea la diferenciación previa de las células T, impidiendo así que sinteticen y liberen IL-17, en lugar de bloquearla una vez liberada (lo que se puede presumir menos eficaz). Además, la inhibición de la producción y liberación de IL-22 contribuye a sus efectos inmunomoduladores. Los resultados clínicos parecen confirmar esa mayor eficacia clínica, pues ha demostrado superioridad clínica en comparación directa frente a un inhibidor de TNFα (adalimumab) y frente a otro anti-IL23 como es ustekinumab.

En definitiva, a pesar de la disponibilidad de diversos tratamientos frente a la psoriasis, el manejo clínico de formas crónicas moderadas-graves sigue siendo un reto. Guselkumab emerge como una alternativa –con una eficacia clínica aparentemente más potente– a otros fármacos biológicos empleados en el tratamiento sistémico de la psoriasis moderada-grave. A pesar de que su indicación oficial no lo recoge así, es previsible que se posicione como fármaco de segunda línea, tras una respuesta inadecuada o contraindicación a tratamientos sistémicos convencionales o PUVA, aunque a la vista de los datos disponibles podría ser la primera opción entre los biológicos.

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Placebo y nocebo

sumario

Los efectos placebo y nocebo constituyen un fenómeno importante y bien documentado que influye en las respuestas a los tratamientos en prácticamente todas las enfermedades y entornos de salud. Su conocimiento y manejo prudente e individualizado pueden maximizar los resultados terapéuticos y reducir la incidencia del efecto nocebo. Dada la dificultad para cuantificar individualmente los efectos placebo y nocebo, es conveniente –cuando no imprescindible– utilizar nuevos diseños de ensayos clínicos, en los que se contemple el empleo de grupos de control sin tratamiento, además del grupo placebo correspondiente, siempre que las exigencias éticas así lo permitan. En general, el uso del placebo con propósitos terapéuticos genera un claro conflicto entre dos de los principios de la bioética, el de beneficencia y el de autonomía.

Actualmente, el aspecto de simulación o engaño que implica el uso del placebo en pacientes sin su conocimiento, adquiere la condición de problema ético porque contraviene la concepción regulada universalmente –a través de declaración de Helsinki y otros acuerdos internacionales posteriores– de respeto a la autonomía del paciente. Sea como fuere, las más recientes recomendaciones de un panel internacional de expertos apuntan a que se debe considerar los efectos del placebo como una parte del tratamiento regular, siempre que se informe debidamente a los pacientes sobre los efectos de placebo y nocebo, priorizando la prescripción de placebo de etiqueta abierta (identificable como tal por el paciente) en lugar de medicamentos simulados y siempre que exista evidencia empírica de eficacia del placebo en la condición patológica tratada y la prescripción de un placebo sea estrictamente legal. En cualquier caso, recomienda no tomar riesgos excesivos para maximizar los efectos del placebo, tales como prescribir tratamientos de carácter invasivo, ni considerar el engaño o la simulación como un componente imprescindible del efecto del placebo.

INTRODUCCIÓN1

Según la Real Academia Española (RAE), la palabra placebo procede del verbo latino placere (agradar, complacer); concretamente, es la primera persona de singular del futuro imperfecto de indicativo, lo cual se traduce en castellano como “(yo) agradaré” (DLE, 2017). La RAE define al placebo como una “sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto favorable en el enfermo, si este le recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción”.

Por contraposición etimológica al término placebo, nocebo deriva del verbo latino nocere (dañar, herir, perjudicar física o emocionalmente), igualmente en la forma de la 1ª persona de singular del futuro imperfecto de indicativo: (yo) dañaré. En términos clínicos, este concepto es mucho más moderno que el de placebo; de hecho, fue acuñado en 1961 para denotar el equivalente negativo de los síntomas favorables que los pacientes pueden presentar tras recibir un placebo. Actualmente, el concepto se ha ampliado y se entiende como efecto nocebo a los síntomas o cambios fisiológicos de carácter indeseado o perjudicial, que se siguen de la administración de una sustancia pero que no son producto de la actividad biológica y farmacológica específica de dicha sustancia, si la tuviera, sino como consecuencia de las creencias y expectativas negativas del paciente; no son, por lo tanto, catalogables como efectos adversos (Aguilera, 2018).

Por tanto, las acepciones modernas de placebo y nocebo van mucho más allá de los efectos autoinducidos por la convicción de la persona que recibe una sustancia o procedimiento falsamente activo, en el sentido de hacer aparecer o amplificar determinados efectos favorables o desfavorables también con fármacos o procedimientos objetivamente activos. Un ejemplo patente de esto último es el estudio del uso de finasterida para el tratamiento de varones adultos con hiperplasia prostática benigna, en el que los pacientes que fueron previamente informados de los posibles efectos adversos sexuales del fármaco reportaron haber experimentado dichos efectos adversos con una frecuencia tres veces mayor que aquellos pacientes que no fueron informados (Wells, 2012).

En la práctica clínica diaria, el efecto nocebo puede ser tan relevante como el placebo, a veces incluso más. Con su actitud y, en especial, verbalmente, los médicos pueden enviar un mensaje a sus pacientes, a veces reduciendo su esperanza de mejora, ante preguntas tales como “¿cuánto tiempo me queda de vida?”, tras recibir un diagnóstico especialmente adverso. El efecto de la afirmación “le quedan seis meses de vida” es previsiblemente demoledor. En este sentido, se cita en la literatura biomédica (Lipton, 2007) un caso paradigmático de inducción de un efecto nocebo, el de Clifton Meador, un médico de Nashville (Estados Unidos) que en 1974 tuvo a un paciente diagnosticado de cáncer de esófago, con un pronóstico fatal. El paciente estaba bajo tratamiento, pero toda la comunidad médica “sabía” que el cáncer acabaría rápidamente con la vida del paciente y así se le informó, atendiendo a la ética médica más rigurosa. La gran sorpresa llegó después de que el paciente muriera, cuando la autopsia descubrió que presentaba tan solo un pequeño tumor no localizado en el esófago, que por sí mismo no habría provocado, ni de lejos, el fatal desenlace. Simplemente, no había rastro del cáncer de esófago supuestamente responsable de la muerte. ¿Murió el paciente porque creyó que moriría? Como indica el autor de esta descripción, “los casos perturbadores de nocebo nos han llevado a que los médicos, padres, maestros, etc., puedan destruir la esperanza de una persona al programarla para que crea en su impotencia”.

En relación con el placebo y el nocebo, es muy común encontrar en la literatura biomédica, incluso entre la más especializada, una errónea identificación de las respuestas con los efectos, cuando en realidad hacen referencia a conceptos diferentes. Hace más de medio siglo, se propuso (Fisher, 1965) considerar que las respuestas placebo y nocebo se refieren a “cualquier cambio en la salud que se produzca después de la administración de un tratamiento biológicamente inactivo”; es decir, las diferencias en los síntomas antes y después del tratamiento. Por su parte, los efectos placebo y nocebo se refieren a los “cambios solo atribuibles a los mecanismos específicos placebo y nocebo, tanto neurobiológicos como psicológicos”.

Este matiz diferencial fue revisado posteriormente (Spiro, 1999), pasando a denominar respuesta placeboal “cambio conductual observado en la persona que recibe el falso medicamento (placebo físico)” y efecto placeboa la “parte del cambio atribuible al efecto simbólico de la medicación”.

Antecedentes históricos

La hipótesis más aceptada actualmente es que el término placebo tiene su origen en un error incorporado en la primera versión latina de la Biblia, realizada por san Jerónimo (la Vulgata), al traducir al latín el noveno versículo del salmo 114, que corresponde al 116 del texto hebreo utilizado como fuente. Parece que la fuente hebrea empleada por san Jerónimo contenía un error de transcripción, lo que dio lugar a una traducción también defectuosa: placebo Domino in regione vivorum (“agradaré al Señor en la región de los vivos”), en lugar de la que correspondería a la versión correcta:“caminaré en presencia de Yahvé por la tierra de los vivos”.

Según algunos expertos (Bordelois, 2008), el error existente en el texto hebreo empleado podría deberse a la confusión entre término halak (חלק), que se traduce como caminar, andar, pasear, y halal(חלל), que significa alabar, agradar, celebrar, glorificar, cantar. Este error transmitido a la primera versión de la Vulgata fue posteriormente corregido y, actualmente el salmo en cuestión vuelve a ser el 116 original y su redacción oficial para la iglesia católica (Vaticano, 2019) es “Yo caminaré en la presencia del Señor, en la tierra de los vivientes”.

Sea como fuere, en el siglo XII, el oficio de vísperas de difuntos en la iglesia cristiana se designaba como placebo, en referencia precisamente a la primera palabra de la antífona basada en el mencionado versículo del salmo erróneamente traducido. De hecho, desde el siglo XIV los cantores del salmo pasaron a denominarse “cantores de placebo”, que se expresaban con lamentos y llanto simulados.

Uno de los primeros antecedentes históricos referidos al uso medicinal del efecto placebo es un texto de Qusta ibn Luqa, un médico sirio natural de Baalbek que vivió entre los años 830 y 910 d.C., mayoritariamente en Bagdad, aunque murió en Armenia. Qusta fue un cristiano melquita –de obediencia bizantina– cuyos escritos en árabe fueron muy importantes en la transmisión de los conocimientos de la Grecia clásica al mundo árabe.

Escribió un breve tratado titulado Ligaduras físicas o Sobre encantamientos, conjuros y colgantes en el cuello, del que solo ha sobrevivido su traducción latina (De phisicis ligaturis [De incantatione adiuratione colli suspensione]) y en el que Qusta afirma que si alguien tiene confianza en un encantamiento, ello le ayudará, pues la complexión del cuerpo sigue la del alma: “y ello se comprueba por el hecho de que el miedo, la tristeza, la alegría y el estupor provocan en el cuerpo no solo un cambio de color, sino también en otras maneras, como la diarrea, el estreñimiento o la debilidad extrema”. Incluso llega a hacer una clara referencia al concepto de nocebo, al afirmar que: “Más aún, yo he visto que estas cosas son causa de una alteración prolongada de la salud, especialmente en las alteraciones que dañan la mente(Bartra, 2016).

Durante la Edad Media y posteriormente, los sacerdotes cristianos exorcizaban a los enfermos con agua bendita y todo tipo de objetos pretendidamente sagrados (reliquias), como los innumerables fragmentos supuestamente procedentes de la auténtica cruz (vera cruz) en la que fue ejecutado Jesús de Nazaret. Dichas reliquias eran utilizadas –además de representar un próspero negocio para una parte del clero– para tratar enfermedades de todo tipo, fundamentalmente cuadros neurológicos como la epilepsia, brotes psicóticos e incluso algunos cuadros del síndrome de conversión (“posesión diabólica”), todos los cuales eran aparentemente curados o experimentaban una notable mejoría… pero sin que nadie se atreviese a preguntar públicamente por qué había tantos casos que no respondían a las sagradas reliquias.

Intuyendo el abuso que se hacía de estas reliquias pretendidamente sagradas, Enrique IV de Francia y III de Navarra (1553-1610) creó una comisión para diferenciar el poder curativo del agua bendita y los iconos genuinamente sagrados de los falsos (Sheldon, 2017). Los resultados mostraron que algunas personas experimentaban curaciones o mejorías cuando eran expuestas a las falsas reliquias, lo que hoy podemos interpretar como “un placebo de las reliquias sagradas”… suponiendo que las propias reliquias auténticamente sagradas carezcan de efecto placebo.

Uno de los primeros usos documentados de los placebos como control científico de un efecto potencialmente terapéutico fue el ensayo realizado por Benjamin Franklin y Antoine Lavoisier, quienes fueron comisionados –junto con otros 12 científicos, incluido el Dr. Guillotin– por Luis XVI en 1784 para comprobar la veracidad de la afirmación de médico alemán Franz Mesmer de haber descubierto el magnetismo animal, una supuesta fuerza invisible a la que atribuía propiedades curativas.

Franklin y Lavoisier sometieron a unos pacientes al contacto con objetos mesmerizados y a otros con similares objetos, pero no mesmerizados (es decir, placebos), todo ello sin informar a ninguno de los pacientes a qué tipo de objetos habían sido expuestos (procedimiento ciego). El resultado del estudio en cuestión mostró que las respuestas de los pacientes a los objetos no tenían relación alguna con el hecho de que estos estuviesen o no mesmerizados, concluyendo que el poder curativo del supuesto magnetismo animal carecía de fundamento.

La primera incorporación en el glosario médico del término placebo, al menos en el ámbito anglosajón, aparece en la 2ª edición del New Medical Dictionaryde Motherby, publicada en 1785, donde se define al placebo como commonplace method or medicine (método o medicina ordinaria), haciendo referencia a ciertas combinaciones de sustancias y procedimientos populares (ciertos laxantes, estimulación de la sudoración, sangrías, etc.) cuya eficacia terapéutica ya se cuestionaba en aquella época. Dos años después (1787), esta definición es replicada en el Lexicon Physico-Medicum de Quincy; más tarde, en 1811, el Hooper’s New English Dictionary on Historial Principles, define al término placebo como “un epíteto dado a cualquier medicamento empleado más para complacer que para beneficiar al paciente” (an epithet given to any medicine adopted more to please than to benefit the patient) (Shapiro, 2000).

Especialmente relevante fue demostrar la importancia clínica del efecto placebo como contribuidor neto a la respuesta a los tratamientos activos, y no solo a la de los inertes. En este sentido, ya a mediados del siglo XX se consiguió demostrar que el efecto de los agentes eméticos podría ser modulado por las instrucciones que los acompañan. En concreto, la administración de ipecacuana –un potente emético– a un paciente con náusea, al que se engañó informándole de que era un agente antiemético, dio lugar a que la náusea del paciente se aliviara sustancialmente (Wolf, 1950).

No obstante, el estudio que probablemente más influencia tuvo para el desarrollo posterior del conocimiento del efecto placebo fue un metanálisis (Beecher, 1955) en el que se combinaron los datos de los grupos de placebo de 15 estudios clínicos sobre diferentes patologías y síntomas, incluidos el dolor, el mareo, la tos y la ansiedad. Los resultados mostraron que, en término medio, el efecto placebo fue responsable de una mejoría media del 35% en los síntomas. En el mismo metanálisis, la evaluación de los efectos adversos asociados con el placebo mostró que este también condujo a un número sustancial de eventos adversos, incluyendo cefalea (25%), fatiga (18%) y náuseas (10%).

Algunos años más tarde, en una de las demostraciones experimentales más sorprendentes del efecto nocebo, un grupo de estudio japonés (Ikemi, 1962) mostró que algunos pacientes con historial de alergia al árbol de la laca (Toxicodendron vernicifluum, anteriormente Rhus verniciflua), experimentaron una notable reacción cuando se les expuso a una resina inofensiva que procedía de otros árboles pero se les informó que dicha resina procedía de un árbol de la laca. Dicha reacción adquirió una relevancia clínica notable, con dermatitis y erupciones cutáneas que persistieron durante más de una semana.

Aunque tradicionalmente, los conceptos de placebo y nocebo se asocian a la terapéutica farmacológica (empleo de sustancias químicas o biológicas de actividad comprobada empíricamente), estos fenómenos también se pueden observar en ámbitos aparentemente tan alejados como la cirugía. Precisamente, también en la década de los 50 del pasado siglo se publicó un interesante estudio (Cobb, 1959) en el que se comparaba una técnica quirúrgica para prevenir la recurrencia de la angina de pecho, mediante la ligadura interna de la arteria mamaria, comparándola con cirugía-placebo. En aquella época, la experiencia clínica afirmaba que la técnica de ligadura de la arteria mamaria mejoraba la patología anginosa, al facilitar el flujo coronario a través de canales adyacentes. Tanto los pacientes sometidos a cirugía real como aquellos que recibieron cirugía-placebo fueron anestesiados y se les practicó una incisión en el tórax; sin embargo, solo en aquellos sometidos a la cirugía real se ligó la arteria mamaria. Sorprendentemente, los resultados clínicos producidos por la cirugía-placebo fueron similares a los obtenidos con la cirugía real.

Cuatro décadas después se confirmó de una forma más rigurosa y convincente el poder del placebo en la cirugía. En un estudio hoy considerado clásico (Moseley, 2002), se asignó aleatoriamente a 180 pacientes con artrosis (osteoartritis) de rodilla para ser intervenidos mediante desbridamiento artroscópico, lavado artroscópico o simple cirugía-placebo, siguiendo un diseño de ensayo ciego simple el que los pacientes desconocían a qué tipo de cirugía se les había sometido. Todos los participantes fueron sometidos a anestesia general y se les practicaron incisiones en las rodillas para mantener la ceguera procedimental, aunque solo en dos de los grupos, los sometidos a desbridamiento o lavado artroscópico, se realizó un procedimiento quirúrgico real, mientras que en los del tercer grupo no se practicó inserción del artroscopio.

Los pacientes se evaluaron en varias ocasiones a lo largo de los dos años siguientes, mediante autoreportes de los propios pacientes (empleando tres escalas para el dolor y dos para el estado funcional de la rodilla), así como una prueba objetiva de andar y subir escaleras. Los resultados mostraron que en todas las comparaciones no se apreció ninguna diferencia estadísticamente significativa entre los tres grupos, por lo cual los autores concluyeron que los dos procedimientos artroscópicos (desbridamiento y lavado) no ofrecían a los pacientes mejores resultados que la cirugía placebo.

Tradicionalmente, se ha venido considerando que, tanto en el ámbito farmacológico como en el quirúrgico, el fenómeno placebo estaba estrechamente relacionado con procesos de autosugestión mental por los que el paciente –y, en ocasiones, el propio médico– eran sometidos a información deliberadamente falsa; es decir, una simulación. Por este motivo, uno de los hallazgos más interesantes –e intrigantes– fue comprobar que los efectos del placebo también existen incluso cuando no hay simulación. En este sentido, un estudio (Kaptchuk, 2010) que comparó la práctica de atención médica estándar con y sin la adición de placebo identificado como tal para el síndrome del intestino irritable, encontró que el placebo identificado mejoró significativamente los síntomas, a pesar de que los pacientes eran plenamente conscientes de que el tratamiento que habían recibido era un placebo y que cualquier beneficio solo debería atribuirse al efecto placebo.

Aspectos clínicos

Actualmente, disponemos de una amplia y robusta evidencia empírica de que los efectos placebo y nocebo son significativos e incluso cuantificables en numerosas y diversas condiciones patológicas, como el dolor, la depresión, la enfermedad de Parkinson, la fatiga, las alergias y otros trastornos inmunitarios, entre otros. Esto supone que tales efectos pueden modular sustancialmente la eficacia y la tolerabilidad de los tratamientos farmacológicos activos u otros tratamientos médicos (Evers, 2018).

Esta incuestionable evidencia empírica implica un inevitable desafío para los profesionales de la salud, no solo con relación al posible uso de placebos como parte fundamental en la objetivación experimental de la eficacia y la seguridad de los fármacos en cada una de sus potenciales indicaciones terapéuticas, sino también con la utilización sistemática de los mecanismos subyacentes a los efectos nocebo y placebo para optimizar las estrategias de tratamiento ya establecidas.

A pesar de ello, la utilización del efecto placebo en clínica todavía es objeto de una abierta suspicacia por parte de numerosos profesionales sanitarios. En un texto clásico de referencia en este ámbito (Harrington, 1999), se llega afirmar que “Los placebos son los fantasmas que espantan en nuestra casa de la objetividad biomédica, son criaturas que se levantan de la oscuridad y exponen las paradojas y fisuras que existen en las definiciones que nosotros mismos hemos creado acerca de la realidad y actividad de los factores involucrados en los tratamientos.

Como es bien sabido, el resultado de un tratamiento farmacológico deriva de la compleja interacción de diversos aspectos:

  • Factores farmacodinámicos y farmacocinéticos, y su impacto real sobre los mecanismos patogénicos de la enfermedad.
  • Vulnerabilidad del paciente, entendida como probabilidad de recaída o recurrencia de la enfermedad.
  • Resiliencia y factores de protección, que incrementan la probabilidad de recuperación.
  • Factores generativos o creativos que aumentan el aprendizaje, la adquisición de recursos y el desarrollo, que acentúan el crecimiento personal.

En la práctica clínica cotidiana, las respuestas placebo o nocebo son la consecuencia convergente de diversos factores interrelacionados y asociados con la vulnerabilidad, la capacidad de recuperación y los potenciales de crecimiento personal (Jakovljevic, 2014).

Las razones más frecuentemente aducidas por los médicos para el uso del placebo en clínica han sido la demanda injustificada de medicamentos por parte del paciente, el objetivo de tranquilizarlo y el agotamiento de otras opciones terapéuticas. Sin embargo, el uso del placebo en clínica no es ajeno, ni mucho menos, a los deseos de los propios pacientes. De hecho, al preguntarles a estos su opinión acerca del uso de placebos, más del 70% los consideran aceptable siempre que el profesional clínico lo considere beneficioso y no dañe al paciente (Hull, 2013), aunque en igual proporción reclaman su derecho a ser informados explícitamente en el caso de recibir una intervención con placebo (Fässler, 2011).

En definitiva, la manifestación de los efectos placebo y nocebo no solo representa una posibilidad teórica, sino que es – de hecho – algo muy presente en el ámbito de la medicina clínica desde hace muchos años, aunque no siempre de una forma idónea. En este sentido, una revisión sistemática (Manchikanti, 2017) realizada con datos procedentes de 12 países desarrollados –incluyendo a Estados Unidos, Canadá, Alemania y Gran Bretaña– informó que entre el 17% y el 80% de los médicos clínicos entrevistados habían administrado a lo largo de su carrera profesional tratamientos con placebo, a veces de forma tan simple como un comprimido de lactosa o de sacarosa, o de inyección de una solución salina, todo ello con independencia de los sistemas de atención médica y sus particularidades en los respectivos países.

Los resultados de los estudios controlados con placebo han mostrado que éste es responsable de una mejoría en cerca del 60% de los pacientes que experimentan fatiga relacionada con el cáncer (De la Cruz, 2010), en el 70% de las mujeres que experimentaron sofocos menopáusicos (Park, 2015) y hasta el 80% de los pacientes con depresión (Kirsch, 2014). Y, lo que es aún más importante, los placebos se han asociado con una disminución de la mortalidad, como se demostró en un estudio de restauración hormonal en relación al riesgo cardiovascular; la mortalidad fue significativamente menor en las pacientes adherentes al tratamiento con placebo en comparación con aquellas menos adherentes (Padula, 2012). Incluso a nivel tópico, se ha descrito un efecto neto del placebo, como el observado con el empleo de una crema vaginal placebo que se asoció con una tasa de erradicación del virus del papiloma humano (VPH) del 73% (Basu, 2013).

El aspecto físico del placebo parece tener una importancia relevante, como de hecho se ha comprobado cuando se comparan dos comprimidos placebo pero solo uno de ellos lleva grabada la marca de un laboratorio conocido, o cuando se comparan comprimidos placebo con distinto color o forma, e incluso cuando figura un mayor o menor precio del medicamento en envases simulados (Khan, 2010).

Por otro lado, se estima que más del 90% de la llamada “medicina alternativa” está basada en el efecto placebo (Guijarro, 2015), lo que resulta especialmente relevante en España ya que, según el Ministerio de Sanidad, el 23,6% de la población española ha utilizado alguna vez terapias alternativas, principalmente yoga, acupuntura y homeopatía (MSPSE, 2011).

Posiblemente, son los ámbitos de la neurofarmacología y de la psicofarmacología donde se han investigado más extensamente los efectos placebo y nocebo, particularmente en el tratamiento de la depresión. En algunos estudios, el efecto placebo alcanzó tal dimensión que ha llevado a algunos especialistas a recomendar su uso sistemático en el tratamiento de pacientes con formas leves o moderadas de depresión (Kirsch, 2002). Aún más, hay estudios que muestran que la respuesta antidepresiva al placebo en pacientes con depresión diagnosticada llegan a manifestarse antes que la de los propios fármacos antidepresivos (Quitkin, 1991).

De alguna manera, el placebo parece producir cambios en el cerebro similares a los registrados con antidepresivos de eficacia contrastada, como la fluoxetina. De hecho, hay estudios de neuroimagen por medio de la PET (tomografía por emisión de positrones) que revelan que el tratamiento con placebo o con fluoxetina induce similares aumentos metabólicos regionales en el cingulado prefrontal y posterior, y disminuciones metabólicas en la región subgenual del hemisferio izquierdo y en el tálamo. Resultan particularmente interesantes los efectos sobre la corteza prefrontal, relacionada con funciones tales como la generación de expectativas, la evaluación cognitiva, la recuperación de la memoria y la modulación emocional; tanto es así que se ha demostrado que la pérdida del control prefrontal se asocia con una pérdida de respuesta al placebo (Benedetti, 2013).

El tamaño del efecto asociado a una intervención es un aspecto muy relevante para cualquier ensayo clínico comparativo. Si lo que se pretende saber es, por ejemplo, si un tratamiento novedoso A es mejor que un tratamiento estándar B para la prevención, curación o recuperación de algún trastorno, resulta pertinente no solo estudiar si los pacientes tratados con A responden más que los tratados con B sino también la medida en que tal diferencia se presentaría en la población, más allá de lo que se observa en la muestra que el investigador conoce. Es decir, si la conclusión del estudio es que A es significativamente mejor que B, interesa saber cómo de extrapolable es este resultado a la población general potencialmente usuaria de dichos tratamientos. La reducida cantidad de personas que participan en un estudio, el nivel de riesgo que se acepta correr en la generalización y los errores de medición de las variables clínicas son, entre otras, las limitaciones del experimento que restringen la solidez de la afirmación de la superioridad de A sobre B para la población de la que se obtuvieron las personas que participaron del estudio.

En este sentido, el valor de la denominada d de Cohen es, justamente, el que da la medida del tamaño del efecto, mediante la que se cuantifica el número de desviaciones típicas de diferencia que hay entre los resultados de dos grupos que se comparan (experimental y control). Una d de 0,2-0,3 supone un efecto pequeño, en torno a 0,5 supone un efecto medio y a partir de 0,8 supone un efecto grande. Obviamente, determinar el tamaño del efecto en los ensayos clínicos controlados con placebo es un aspecto de capital importancia para determinar la relevancia real del placebo en la terapéutica cotidiana. Como muestra de ello, se ha demostrado que la magnitud de los efectos de la analgesia controlada con placebo en condiciones de dolor nociceptivo e idiopático es elevada, como lo indica una d de Cohensuperior a 0,8 (Vase, 2016).

El placebo ejerce efectos inhibitorios sobre el dolor en tres aspectos que probablemente estén asociados con hiperalgesia y sensibilización central: percepción de aumento de la intensidad del dolor a lo largo del tiempo cuando un estímulo dado se aplica repetidamente por encima de un valor crítico (windup-like pain), área de hiperalgesia secundaria y dolor clínico en curso. Así, los efectos del placebo sobre el dolor espontáneo, las áreas de hiperalgesia y el windup-like pain se relacionaron en un estudio con los niveles de dolor esperados, que representaron entre el 24% y el 53% de la variación en los niveles de dolor después de la administración local de lidocaína (Petersen, 2014).

La enfermedad de Parkinson es otro de los trastornos neurológicos en los que las tasas de respuesta al placebo son elevadas. Hace años que se obtuvo la primera evidencia (De la Fuente, 2002) de los mecanismos neurobiológicos que subyacen al efecto placebo en la enfermedad de Parkinson, demostrándose mediante neuroimagen por PET que una inyección de placebo conducía a la liberación de dopamina en los núcleos estriatales.

Desde entonces se han realizado numerosos estudios para investigar los fundamentos neurobiológicos de las respuestas placebo en el parkinsonismo. En una reciente revisión (Quattrone, 2018),se concluyó quela mejora motora depende de la activación de toda la vía nigrostriatal inducida por la liberación de dopamina en el estriado dorsal; que la magnitud de los efectos inducidos por el placebo se modula por una expectativa de mejoría, que a su vez está relacionada con la liberación de dopamina dentro del estriado ventral; y que el funcionamiento de las vías neuronales subyacentes a la respuesta del placebo puede ajustarse mediante la exposición previa y las estrategias de aprendizaje.

La fibromialgia es un síndrome de dolor regional múltiple crónico común, que afecta aproximadamente al 2% de las personas en la población general, aunque es ocho veces más común en mujeres que en hombres y aumenta con la edad. Los principales síntomas incluyen dolor generalizado, fatiga, sueño no reparador y deterioro cognitivo. Por el momento, no se ha establecido un tratamiento específico y por ello, aunque es muy común el empleo de analgésicos y antidepresivos, se recurre habitualmente a terapias complementarias a las farmacológicas, como la educación del paciente, el ejercicio aeróbico, la acupuntura y la terapia conductual cognitiva, etc.

Con los objetivos de determinar si el tratamiento con placebo en ensayos clínicos aleatorizados es efectivo para la fibromialgia e identificar los posibles determinantes de la magnitud de cualquier efecto placebo, se llevó a cabo un metanálisis de los estudios publicados en la literatura científica (Chen, 2017). Los resultados mostraron que los participantes que recibieron placebo en los ensayos clínicos experimentaron mejorías significativamente mayores en el dolor, la fatiga, la calidad del sueño, la función física y otras variables clínicas relevantes que aquellos los que no recibieron ningún tratamiento. La magnitud del efecto placebo para el alivio del dolor fue clínicamente moderado (d=0,53; intervalo de confianza para el 95%, IC95% 0,48 a 0,57), aunque aumentó con el incremento de la intensidad del tratamiento activo, la edad del participante y la mayor intensidad del dolor basal, pero disminuyó en los estudios con mayor participación femenina y con mayor duración de la fibromialgia.

Hace tiempo que se sabe que el método de administración del fármaco puede influir significativamente en la respuesta analgésica. Un estudio mostró que el efecto placebo puede eliminarse mediante inyección oculta (infusión mediante una máquina programada) o mejorarse con una inyección a la vista del paciente (Levine, 1984). En el estudio de la variabilidad de la respuesta a los analgésicos y el papel de la activación no específica de los opioides endógenos (endorfinas), se comprobó que cuando el efecto placebo no está presente, la efectividad del fármaco se reduce, así como la variabilidad de la respuesta al mismo (Amanzio, 2001).

Los beneficios y riesgos del placebo son bien conocidos en cardiología y su uso ha sido determinante para la evolución de prácticamente todos los tratamientos actualmente disponibles. En este sentido, la revascularización del miocardio mediante láser, que había mostrado en estudios abiertos resultados prometedores para reducir la angina, dieron resultados negativos cuando los estudios posteriores fueron controlados con placebo. Otro tanto sucedió con el procedimiento de denervación de la arteria renal en el control de los cuadros refractarios de hipertensión arterial que, tras resultar muy prometedor inicialmente, no demostró ninguna eficacia objetiva en un estudio adecuadamente controlado con cirugía-placebo. Estos y otros estudios similares sugieren que un placebo podría reducir los síntomas subjetivos y posiblemente las respuestas autónomas en cuadros patológicos tan relevantes como la hipertensión, la insuficiencia cardíaca congestiva y la fibrilación auricular paroxística (Sheldon, 2017).

En un metanálisis que agrupaba los resultados de varios ensayos clínicos controlados en hipertensión, con relación a los cambios en la presión arterial en los grupos tratados con placebo, observaron que la presión arterial sistólica disminuía en una media de 5,9-8,8 mmHg, de forma estadísticamente significativa (Patel, 2015).

Una revisión sistemática (Sohaib, 2013) de los datos relativos a la mejoría de los síntomas en ensayos clínicos aleatorizados controlados de terapia de resincronización cardíaca (TRC) encontró que la tasa media de respuesta fue del 51% con TRC y del 35% en el brazo de control, lo que indica que aproximadamente el 70% del beneficio aparente no fue el resultado de la intervención terapéutica. En esta misma línea, se ha informado de respuestas aproximadamente similares en los brazos de control para fármacos betabloqueantes, inhibidores de la enzima convertidora de angiotensina (IECA) y antagonistas de la aldosterona.

Particularmente interesante es un metanálisis de ensayos clínicos aleatorizados de fármacos cardiovasculares, acerca de los efectos sobre la mortalidad ligada a la adherencia al uso de un placebo. Los pacientes con una buena adherencia al placebo tuvieron una mortalidad significativamente menor que aquellos con un cumplimiento deficiente, así como una mortalidad más baja que los pacientes con una adherencia deficiente al tratamiento con medicamentos verdaderos (Yue, 2014).

La artritis idiopática juvenil es una de las enfermedades crónicas más comunes de la infancia, que afecta a hasta 1 de cada 1.000 niños. Generalmente persiste hasta la edad adulta y puede llevar a una morbilidad significativa a largo plazo, incluida la discapacidad física, a pesar de que la incorporación de los agentes biológicos específicos ha mejorado considerablemente los resultados a corto y medio plazo. No obstante, la cronicidad de la enfermedad hace que el efecto placebo sea difícil de estimar en la artritis idiopática juvenil, debido a su curso natural fluctuante así como por la heterogeneidad de los ensayos clínicos realizados, lo que dificulta la obtención de una conclusión sin sesgos sobre la efectividad de los tratamientos experimentales.

Por estos motivos, un estudio (Demirkaya, 2016) analizó la carga del efecto placebo a través de una revisión sistemática y un metanálisis de todos los ensayos clínicos en esta patología que utilizaron placebo como comparador. Los resultados mostraron que en los ensayos con un diseño de estudio paralelo, un número considerable de pacientes parece beneficiarse de un efecto placebo, aunque este efecto es significativamente menor en pacientes con enfermedad sistémica. Por su parte, en los ensayos clínicos donde el tratamiento estadístico de la pérdida posaleatorización se hace en función del criterio de retirada o withdrawal (por el que los pacientes que presenten determinadas circunstancias son obligados a abandonar el estudio, sin que pueda ser sustituido por otro), el efecto placebo es similar entre las diferentes categorías de artritis idiopática juvenil. En definitiva, el efecto placebo debe considerarse no solo al evaluar la efectividad de las intervenciones en esta patología sino también para el diseño del estudio y el cálculo del tamaño de la muestra.

Un interesante estudio aleatorizado, doblemente ciego y cruzado (Wechsler, 2011) evaluó si las intervenciones con placebo en el asma pueden conducir a cambios objetivos en el calibre de las vías respiratorias, a mejoras subjetivas descritas por los propios pacientes, o a ambas, más allá de los cambios en la función pulmonar y los síntomas que son atribuibles a la evolución natural de la enfermedad. En concreto, se compararon los efectos del salbutamol (un broncodilatador beta-adrenérgico), con los de un inhalador simulado, de la aplicación simulada de acupuntura y de un grupo de control sin tratamiento. Cada una de las cuatro intervenciones se aplicó aleatoriamente a los pacientes asmáticos en una secuencia de cuatro visitas, formando un bloque que se repitió en tres ocasiones, totalizando 12 visitas por paciente, midiéndose antes y después de la intervención en cada visita tanto parámetros objetivos como el volumen espiratorio forzado en 1 segundo (FEV1), como las valoraciones subjetivas de los pacientes recogidas en sus respuestas a los cuestionarios de control sintomático del asma.

Los resultados mostraron que el porcentaje de aumento en el FEV1 después de la administración activa de salbutamol (+20,1%) fue significativamente mayor que para el resto de intervenciones (+7,5% con placebo, +7,3% con la acupuntura simulada y +7,1% en el control sin tratamiento), sin ninguna diferencia significativa entre las tres intervenciones inactivas. Por el contrario, la mejora subjetiva se observó tanto en el grupo de tratamiento activo (+50%), como en los grupos de intervención con placebo (+45%) y acupuntura simulada (+46%), pero fue significativamente inferior en el grupo de control sin tratamiento (+21%), sin que se registrase ninguna diferencia significativa en la mejoría subjetiva observada entre los brazos de tratamiento activo, de placebo y de acupuntura simulada.

Estos hallazgos son consistentes con estudios previos que habían demostrado un intenso efecto placebo para las variables subjetivas del control del asma, a pesar de la falta de mejora de las variables objetivas. Esto plantea la cuestión de si los resultados subjetivos en el asma son intrínsecamente poco fiables y, de ser así, si el tratamiento debe dirigirse al aumento de la función pulmonar o centrarse en mejorar la experiencia subjetiva de la enfermedad por el paciente (Dutile, 2014). Si bien muchos neumólogos estarían de acuerdo en que la función pulmonar es el principal determinante del control del asma, otros han argumentado que un modelo de atención centrado en el paciente debería centrarse también en mejorar la percepción de los síntomas y la calidad de vida (Moerman, 2011). De hecho, la mayoría de las guías clínicas indican que el tratamiento del asma debe basarse tanto en el control de los síntomas subjetivos como en la medición objetiva de la función pulmonar.

Un aspecto ilustrativo del poder del efecto placebo tiene que ver con las expectativas que provoca en los pacientes la novedad de un determinado tratamiento. En concreto, un metanálisis que incluyó 117 estudios sobre el tratamiento de la úlcera péptica (Moerman, 1981) evidenció la importancia de la paulatina pérdida de fe en la medicación. Los resultados del estudio mostraron que la cimetidina, que en 1975 era un nuevo y revolucionario fármaco antiulceroso que inicialmente había cosechado éxitos terapéuticos en más del 80% de los pacientes tratados, con el paso del tiempo la tasa de eficacia clínica cayó hasta poco más del 50%. Resultados similares se obtuvieron más tarde con ranitidina.

El síndrome del intestino irritable es un trastorno gastrointestinal funcional crónico caracterizado por episodios recurrentes de dolor abdominal, malestar y hábitos intestinales alterados que no se explican por anomalías estructurales o bioquímicas, sino a una compleja interacción de diversos factores, como las influencias ambientales, las interacciones entre padres e hijos y las respuestas perturbadas al estrés. Atendiendo a esto último, el síndrome del intestino irritable es una patología tradicionalmente considerada como muy sensible al efecto placebo. Una reciente revisión sistemática (Flik, 2017) ha estudiado los ensayos clínicos aleatorizados controlados que comparan diferentes intervenciones psicológicas (terapia cognitiva, conductual, psicodinámica a corto plazo e hipnosis) para el tratamiento de pacientes adultos con síndrome del intestino irritable que fueron publicados entre 1966 y 2016. Las intervenciones placebo se consideraron adecuadas si el número de sesiones y la cantidad de tiempo que pasaron con el terapeuta fueron los mismos que con la psicoterapia activa. Los resultados mostraron una tasa global de respuesta placebo para las terapias psicológicas que osciló entre el 25% y el 59%, con una media combinada del 41%. Considerando específicamente la tasa de respuesta al placebo, varió de 0% al 267% para la ansiedad, del 6% al 52% para la depresión, y del 20% al 125% para la calidad de vida. Dado que los registros históricos de respuesta placebo con los tratamientos farmacológicos, dietéticos y de la medicina complementaria osciló entre 38% y el 47%, la respuesta al placebo de intervenciones psicológicas parece ser comparable a la de estas últimas.

El placebo en la investigación de nuevos fármacos

Desde hace varias décadas, un aspecto fundamental de la investigación de nuevos medicamentos es mostrar que el medicamento experimental es más efectivo que el placebo, para confirmar objetivamente su eficacia. En este sentido, el primer ensayo clínico controlado con placebo y publicado se realizó en el año 1931, en el que se estudiaba el aurotiosulfato (Sanocrysin®) como tratamiento de la tuberculosis, utilizándose agua destilada como placebo (Amberson, 1931).

Desde entonces se han desarrollado estrategias especiales para predecir el comportamiento de los pacientes en relación al placebo, con el fin de excluirlos antes de que sean admitidos a un ensayo clínico aleatorizado y controlado con placebo o para eliminar o reducir los efectos más relevantes de este último, especialmente con el fin de evitar lo que se conoce como “paradoja de la eficacia” (efficacy paradox). Esta paradoja implica que los grupos (brazos) de tratamiento con placebo del estudio podrían llegar a experimentar un efecto mayor que el tratamiento supuestamente activo o basado en la evidencia.

En general, una elevada tasa de respuesta al placebo obstaculiza los esfuerzos para detectar la eficacia real de los nuevos fármacos, contribuye a que los resultados de los ensayos resulten fallidos o ambiguos y, en última instancia, retrasan la incorporación de nuevos tratamientos a la clínica (McQueen, 2013).

Un fenómeno particularmente interesante es el efecto positivo que se observa en la conducta de las personas participantes en una ensayo clínico, aparentemente debido al simple hecho de saberse observadas. Este efecto es conocido desde hace tiempo e incluso es utilizado desde la psicología industrial.

Un ejemplo paradigmático de ello es el experimento realizado en los años 20 del siglo pasado, que describió lo que se denominó efecto Hawthorne. El nombre hace referencia a un pueblo próximo a Chicago, en Estados Unidos, en el que se ubicaba la Western Electric Company, donde se realizó un conjunto de experimentos psicológicos relacionados con los condicionantes de la productividad laboral de los más de 20.000 empleados de la compañía. En concreto, se observaron mejoras en el rendimiento laboral tras la implementación de cambios en el sistema de producción, pero con la peculiaridad de que esta mejora podía observarse tanto si los cambios eran objetivamente positivos para el proceso de producción, como si no lo eran. Tras varios años de observación sistemática, la conclusión fue que una parte relevante del beneficio observado se debía al hecho de que los trabajadores se sabían observados y no al efecto propio relacionado con el proceso productivo implementado (Sedwick, 2015).

Otro interesante fenómeno es el denominado regresión a la media, querefleja el hecho de que, en la medición de una variable clínica de naturaleza continua en un ensayo clínico, los individuos que se encuentran más alejados de los valores medios de la variable tienen más probabilidades de obtener, en mediciones posteriores, un resultado que tiende a converger con el valor medio de la población estudiada. El fenómeno de regresión a la media es mucho más común en estudios con enfermos de patologías de carácter fluctuante, como la artritis reumatoide o la colitis ulcerosa, en las que el paciente solicita atención médica –o acepta participar en un ensayo clínico– cuando los síntomas son más graves, en un brote agudo, por lo que en observaciones posteriores, cuando el paciente se siente observado y los síntomas han remitido o disminuido, la estimación de la gravedad del cuadro patológico es claramente inferior (Whitney, 1992).

El efecto Rosenthal, también conocido como efecto Pigmalión o efecto esperado, se manifiesta en contextos terapéuticos, donde tanto los clínicos como los evaluadores, con el paso del tiempo, pueden dar menor importancia a los síntomas comunicados porque esperan que los pacientes mejoren con el tiempo, lo cual podría conducir a una falsa impresión de mejoría. Este efecto también influye en la interacción entre clínico y paciente, dando como resultado un mayor efecto placebo, o un mayor efecto psicoterapéutico y, por lo tanto, una verdadera mejoría.

Por su parte, el efecto halo implica que la mejora en un síntoma da lugar a expresiones de optimismo y bienestar por el paciente, que reducen el impacto negativo de los otros síntomas que no han mejorado objetivamente.

Por otro lado, el comienzo de un tratamiento a menudo se asocia con cambios en el estilo de vida, que pueden haber sido sugeridos o no por el clínico: evitar situaciones estresantes, reducir los compromisos actuales, recibir mayor apoyo de la familia, etc., todo lo cual puede ayudar a la recuperación, reducción del estrés y/o aumento del apoyo familiar y social.

En síntesis, los mecanismos que confluyen e incluso se superponen en cualquier proceso farmacoterapéutico pueden enumerarse de la siguiente forma (Andrade, 2012):

  • Verdadero efecto de la medicación, determinado por la farmacodinamia y farmacocinética.
  • Uso de otros tratamientos adyuvantes (prescritos o no por otros médicos no implicados en la gestión terapéutica cotidiana del paciente).
  • Verdadero efecto placebo atribuible a la expectativa y el condicionamiento del paciente.
  • Efectos psicoterapéuticos inespecíficos, tales como la interacción clínica durante la visita inicial y las sucesivas, que habitualmente suponen un apoyo emocional para el paciente.
  • Respuesta espontánea o remisión de la enfermedad o condición patológica. En muchos trastornos, cuanto mayor es la duración del tratamiento, mayor es la probabilidad de que algunos pacientes respondan o remitan, en función de la historia natural de la enfermedad.
  • El comienzo de un tratamiento a menudo se asocia con cambios en el estilo de vida sugeridos o no por el clínico, tales como evitar situaciones estresantes, reducir los compromisos actuales, recibir mayor apoyo de la familia, etc.
  • Finalmente, un conjunto heterogéneo de fenómenos sociológicos y estadísticos, entre los que cabe destacar el efecto Hawthorne, la regresión a la media, el efecto Rosenthal (Pigmalión o efecto esperado) y el efecto halo.

Por otro lado, en los ensayos clínicos controlados la relevancia del efecto placebo tiende a ser mayor en patologías en las que las variables clínicas de medida son “blandas”; es decir, referidas a valoraciones subjetivas de síntomas, que son difícilmente reproducibles, como el dolor, el insomnio, la depresión, la esquizofrenia, el asma o el colon irritable, frente a aquéllas con variables “duras”, que miden signos y marcadores biológicos objetivables de la enfermedad, fácilmente cuantificables y reproducibles, como el ictus, el infarto de miocardio o las diversas patologías neoplásicas (Carné, 2006).

Existe una creciente evidencia de que la composición genética del individuo (un rasgo estable, en definitiva) influye en los resultados clínicos y, potencialmente, puede permitir la identificación de pacientes que responden en mayor o menor medida al placebo. La actual disponibilidad de pruebas genómicas, a través de las diferentes “ómicas” (proteómica, metabolómica, etc.) ofrece la oportunidad de comprender, controlar y aprovechar la respuesta del placebo. Sin embargo, a pesar del evidente potencial de estas tecnologías para el desarrollo de productos farmacéuticos más seguros y efectivos, así como de la medicina personalizada, no se dispone todavía de muchos estudios suficientemente exhaustivos como, por ejemplo, los estudios de asociación del genoma completo (genome-wide association studies, GWAS), para identificar correlatos genómicos (u otros biomarcadores) de la respuesta al placebo. En definitiva, el “placeboma” (Hall, 2015).

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Figura 1. Resultados de un ensayo clínico con tres brazos de estudio.

Desgraciadamente, los ensayos clínicos controlados con placebo con datos de estudios de asociación del genoma completo disponibles hasta ahora carecen de una dimensión clave: un brazo de estudio de control sin tratamiento. Esta es una de las metodologías que podrían desenmarañar las respuestas genuinas, psicosociales y fisiológicas de placebo a los diversos símbolos, rituales y comportamientos del encuentro clínico de la remisión o disminución de la enfermedad. Debido a que la mayoría de los diseños de ensayos no incluyen un brazo de control sin tratamiento, fundamentalmente por motivos éticos, no es posible cuantificar qué parte de la respuesta al placebo representa al efecto placebo “absoluto”, la evolución natural de la enfermedad, la regresión a la media u otras influencias externas. Para complicarlo todo, cuando los estudios incluyen un brazo sin tratamiento, a menudo también se observan mejoras en este grupo (Hróbjartsson, 2010).

Cuando el ensayo clínico presenta tres grupos –tratamiento, placebo y sin tratamiento– (Figura 1) permite diferenciar los resultados debidos al tratamiento, al contexto terapéutico y los producidos por la participación de un paciente en un estudio (Morral, 2017).

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Figura 2. Resultados de un ensayo clínico con dos brazos de estudio (tratamiento activo y placebo).

Sin embargo, cuando el ensayo clínico no contempla en su diseño un grupo “sin tratamiento”, se sobrestima el efecto placebo (Figura 2). Finalmente, cuando el ensayo clínico no dispone de “grupo placebo”, se produce una sobrestimación de los resultados del tratamiento (Figura 3).

Todo lo anterior parece sugerir que los ensayos clínicos aleatorizados podrían haber estado sobrestimando el verdadero efecto farmacológico de los nuevos fármacos (Lund, 2014). De hecho, una amplia revisión que analizó los ensayos clínicos publicados entre 1966 y 2010 (Olfson, 2013), encontró que había habido una disminución significativa en el tamaño del efecto promedio entre el fármaco y el placebo.

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Figura 3. Resultados de un ensayo clínico con dos brazos de estudio: tratamiento activo y sin tratamiento.

Con el fin de acotar las respuestas al placebo en los ensayos clínicos controlados, se están empleando nuevos diseños de estos. Uno de los que más atención están concitando es el denominado diseño secuencial paralelo comparativo (sequential parallel comparative design; SPCD), en el que durante la primera etapa del ensayo más de la mitad de los participantes son asignados al brazo de placebo y los que no responden al placebo son reasignados en una segunda parte del ensayo, con la mitad de los que reciben el medicamento y la otra mitad con el placebo. El beneficio de este diseño es que los estudios pueden retener el mismo nivel de potencia descriptiva, pero requieren entre un 20% y un 50% menos de participantes, lo que supone un ahorro notable y, por ende, facilitaría la realización de nuevos ensayos clínicos (Heger, 2013).

También el efecto nocebo puede afectar drásticamente al diseño y desarrollo de los ensayos clínicos de nuevos medicamentos, aunque de una manera diferente al placebo, como han mostrado dos metanálisis (Mitsikostas, 2012; Weissenfeld, 2010) que analizaron el efecto nocebo en ensayos clínicos para la prevención de la migraña y la cefalea tensional. Dichos metanálisis revelaron que 1 de cada 20 pacientes tratados con placebo suspendieron el tratamiento debido a reacciones adversas y, por otro lado, los efectos adversos esperados de la medicación activa confirmaron que las sugerencias preliminares inducen los eventos adversos en pacientes tratados con placebo. En definitiva, la conclusión fue que el efecto nocebo redujo la población del estudio en un 10% y limitó la validez de los resultados del tratamiento en ensayos controlados aleatorios para cefalea primaria.

En cualquier caso, es importante insistir en que el efecto que puede tener lugar tras la administración de un placebo depende de muchos factores, de los que actualmente solo podemos manejar algunos (Benedetti, 2014), fundamentalmente el componente psicológico. Sin embargo, aunque esta manipulación puede ser suficiente en el contexto de la práctica clínica cotidiana, en un ensayo clínico hay otros muchos otros factores que pueden ser responsables de la mejora obtenida con el placebo, incluida la evolución natural de la enfermedad o de los síntomas, la idoneidad de los criterios de inclusión y exclusión del ensayo, la elección de las variables clínicas principal y secundarias, etc.; todos los cuales no son fácilmente manejables.

Por lo tanto, aunque hoy estamos en una buena posición para modular la respuesta del placebo en ambas direcciones, así como para detectara pacientes respondedores y no respondedores al placebo mediante diferentes enfoques metodológicos, sin embargo tanto la extrapolación de las conclusiones científicas al mundo real de la clínica como los dilemas éticos están lejos de haber sido resueltos.

Mecanismos psicológicos del placebo

A pesar de su ya amplia historia en la medicina, estamos aún lejos de disponer de un modelo explicativo integrado del mecanismo de acción del placebo. Entre las explicaciones psicológicas se han mencionado la existencia de prejuicios personales positivos o negativos, autosugestión, autoengaño (profecía autocumplida), rasgos de personalidad relacionados con el optimismo y el pesimismo, efectos de la expectativa interpersonal y dinámicas interpersonales únicas (relación médico-paciente favorable, neutra o desfavorable), así como rasgos de personalidad farmacofílicos y farmacofóbicos (Pozgain, 2014).

Con todo, el marco teórico predominante actualmente (Colloca, 2011) se fundamenta en la denominada Teoría del Marco Integrador (Integrative Framework Theory) de Charles Peirce, que esencialmente propone que el efecto placebo es una respuesta aprendida, por lo que varios tipos de señales (verbales, condicionadas y sociales) desencadenan expectativas sobre las respuestas al tratamiento, lo que genera un efecto placebo a través del sistema nervioso central y que, pese a que dichas señales difieren en su naturaleza, se integran entre sí para provocar tales expectativas. No obstante, también es posible que dos o más señales puedan competir entre ellas por la asociación con un resultado dado. Incluso, podría ocurrir que si una señal ya tuviese un marcado carácter predictivo por sí misma, la incorporación de otras señales diferentes no aportase ningún aprendizaje adicional.

Según este marco teórico del fenómeno placebo (y nocebo), esas señales proporcionan información sobre la probabilidad de que se produzcan determinados eventos en el futuro a partir de la experiencia en el pasado de los eventos percibidos siguiendo esas mismas señales. En el contexto del efecto placebo, cuando un paciente se encuentra ante un tratamiento (ya sea activo o placebo), las señales verbales, contextuales y sociales presentes hacen que el individuo recuerde las sensaciones experimentadas en situaciones anteriores, lo que a su vez se convierte en una expectativa de lo que es probable que se experimente en respuesta al tratamiento actual. Ni siquiera es preciso que las señales que desencadenan los efectos placebo ahora sean idénticas a las que se experimentaron anteriormente; tan solo necesitan compartir algunas características, hasta el punto de que, por ejemplo, la simple sugerencia verbal sobre dos tratamientos diferentes –que incluso podrían ser diversos en términos de sus características físicas– pueda inducir un efecto placebo, con tal de que se indique al paciente que los dos tratamientos tienen mecanismos y resultados similares (Colagiuri, 2017).

Tampoco parece ser preciso un estado de atención consciente para que el fenómeno placebo funcione eficazmente, lo que implica la existencia de un estado predictivo o anticipador general. Hay datos experimentales que registran efectos placebo y nocebo significativos tanto en el grupo de personas en las que se utilizaron estímulos claramente visibles, como en aquellos en los que se emplearon estímulos inconscientes (Jensen, 2012).

El condicionamiento clásico es considerado como el principal mecanismo de aprendizaje para justificar el efecto placebo. Además de su más conocido experimento realizado en perros en relación a la salivación condicionada por la visión de alimentos, Iván Pavlov también demostró que acompañar el sonido de una campana con la administración de morfina –que induce inquietud en los perros– llevó a estos a sentirse inquietos cuando más tarde solo escucharon la campana (sin administrarles morfina), proporcionando una evidencia precoz de que el efecto placebo puede ser condicionado.

En términos del efecto placebo, las señales contextuales –como una jeringa o una sala de hospital– son considerados como estímulos condicionados, que a través de emparejamientos con un tratamiento activo –por ejemplo morfina, que sería el estímulo no condicionado– pueden producir por sí mismos efectos placebo condicionados –el alivio del dolor, en este caso–, es decir, la respuesta condicionada. Esto supondría que el efecto placebo condicionado opera a través de sistemas biológicos específicos que son activados por el agente farmacológico.

Uno de los hallazgos más interesantes ha sido observar cómo la duración del entrenamiento afecta significativamente al efecto placebo. En un estudio (Colloca, 2010) los participantes fueron asignados aleatoriamente para recibir entrenamiento de corta (10 pruebas) o de larga duración (40), que implicaba la supuesta activación de un electrodo simulado al ser emparejado con una disminución (condicionamiento con placebo) o con un aumento (condicionamiento nocebo) en el dolor en relación con cuando el electrodo falso estaba supuestamente inactivo (obviamente, en ambos casos, los electrodos eran inactivos). Los resultados obtenidos mostraron, en línea con lo predicho por la teoría de aprendizaje, que cuanto más largo es el período de entrenamiento, mayores son los efectos placebo y nocebo. En definitiva, la cantidad de experiencia previa es un determinante clave de la magnitud de los efectos placebo y nocebo.

Por otro lado, hay datos (Colloca, 2006) que permiten afirmar que laexperiencia previa con un tratamiento ineficaz atenúa el efecto placebo. Asimismo, los efectos placebo y nocebo se pueden establecer después del refuerzo parcial (Au Yeung, 2014), entendido como cuando la indicación se combina con el resultado relevante en algunos pero no en todos los ensayos, con la peculiaridad de que el refuerzo parcial conduce a una respuesta inicial con placebo más débil que el refuerzo continuo, pero es más resistente a la extinción del efecto placebo. Otro tanto puede decirse con relación al efecto nocebo.

Todos los ejemplos anteriores de los efectos del placebo implican una experiencia directa del propio paciente. Sin embargo, los efectos del placebo también se pueden establecer a través del aprendizaje social. Hay estudios (Colloca, 2009) que demuestran que la magnitud de los efectos analgésicos de placebo inducidos socialmente es comparable a las respuestas condicionadas y sustancialmente mayor que la analgesia inducida verbalmente por el médico. Ver un vídeo de un paciente que reporte menos dolor cuando recibe un placebo también puede inducir analgesia con placebo en el observador del vídeo (Hunter, 2014).

También el efecto nocebo puede establecerse a través del aprendizaje social, de modo que observar un tratamiento que conduce a la hiperalgesia en una persona puede conducir a la hiperalgesia nocebo cuando ese tratamiento se aplica más tarde en el observador (Vögtle, 2013). Es obvio que los efectos nocebo inducidos socialmente pueden ser particularmente relevantes por la generalización potencial de sus consecuencias.

Mecanismos fisiológicos y neuroquímicos del placebo

Tan variadas y amplias en número como las hipótesis psicológicas son las propuestas explicativas de naturaleza fisiológica y neuroquímica. Entre ellas, cabe citar la activación de los mecanismos mente-cuerpo relacionados con la patogénesis, la activación del sistema de recompensa-castigo (las vías neurológicas mediadas por dopamina están involucradas en la recompensa, la motivación y la expectativa de recompensa), los mecanismos de sensibilización o habituación (la analgesia con placebo e hiperalgesia por nocebo están mediadas por colecistocinina y óxido nitroso), la confianza o la desconfianza (cuanto mayor es la actividad de la amígdala, más falta de confianza, mientras que la oxitocina aumenta la confianza y la respuesta del placebo, al unirse a sus receptores en amígdala); la autorregulación y la autoestabilización frente a la autoestima, los pensamientos y mecanismos de derrota, el dominio personal y la esperanza, el desamparo y la desesperanza aprendidos, relacionados con los mecanismos serotoninérgicos y noradrenérgicos; la energía o el proceso de autocuración (vis medicatrix, es decir “el poder curativo de la propia naturaleza”), las respuestas inmunitarias y hormonales que se asocian con los efectos placebo y nocebo; la predisposición genética a dichos efectos (diferentes polimorfismos genéticos afectan a las respuestas placebo y nocebo) e incluso otros mecanismos fisiológicos principales o secundarios aún no identificados.

Buena parte de los estudios de neuroimagen y bioquímica actualmente disponibles tratan sobre los efectos farmacológicos del placebo en la analgesia. Aunque, obviamente, esto restringe el ámbito del conocimiento sobre los mecanismos generales de los efectos placebo y nocebo, ilustra la complejidad orgánica, fisiológica y bioquímica de dichos efectos.

El procesamiento de las señales dolorosas por parte del cerebro se lleva a cabo en varias localizaciones, como el tálamo, el córtex prefrontal dorsolateral, el córtex somatosensorial primario y secundario (S1/S2), el córtex cingulado anterior (CCA) y la ínsula. Son especialmente ilustrativos aquellos estudios realizados mediante técnicas de imagen por resonancia magnética funcional (IRMf), que permiten determinar si la analgesia con placebo reduce la actividad en regiones fisiológicamente sensibles al dolor. Sin embargo, es importante tener en cuenta que estas localizaciones cerebrales no responden exclusivamente al procesamiento del dolor y, además, también participan otros diversos mecanismos, lo que justifica las observaciones a veces contradictorias de algunos estudios.

El córtex prefrontal dorsolateral (CPFDL) es probablemente la zona cerebral involucrada en el procesamiento de los efectos del placebo que ha sido mejor estudiada hasta el momento. Son varios los estudios que han encontrado una mayor actividad del CPFDL en anticipación del alivio del dolor, y que la señal de IRMf en la CPFDL durante la anticipación de la analgesia se correlaciona con la potencia del efecto placebo (Lui, 2010). Estos estudios proporcionan pruebas sólidas de que el CPFDL es crucial en el procesamiento de los efectos placebo y nocebo y que es posible modular los efectos placebo y nocebo condicionados cambiando la excitabilidad del CPFDL del hemisferio derecho (Figura 4).

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Figura 4. Conectividad del CPFDL relacionada con las tareas de memoria operativa. 1 (A, B, C, D): conexiones cortico-corticales largas, entre el CPFDL y los córtex posteriores. 2: circuitos intrínsecos. 3: circuitos fronto-estriatales. 4 (A, B): circuitos intrafrontales. 5: circuitos con la corteza premotora. CPFVL: córtex prefrontal ventrolateral; CPFDL: córtex prefrontal dorsolateral (Arteaga, 2006).

Esto último es coherente con el hecho de que el CPFDL se haya asociado con una amplia gama de procesos cognitivos, incluida la regulación de las emociones, la memoria de trabajo y el control cognitivo (Arteaga, 2006). Como tal, se ha propuesto que el CPFDL participa en el mantenimiento y actualización de las expectativas que impulsan el efecto placebo; además, ejerce un control activo sobre la percepción del dolor mediante la modulación de vías córtico-subcorticales y córtico-corticales.

También las técnicas de neuroimagen han proporcionado una información importante sobre el procesamiento neuronal del efecto nocebo. No obstante, en este caso, se observa una activación más fuerte de las regiones dolorosas afectivas y cognitivas, incluidas el córtex anterior cingulado (CAC), la ínsula, el opérculo, el córtex orbitofrontal (COF) y el córtex prefrontal lateral. Asimismo, se ha observado una señal de neuroimagen (IRMf) más fuerte en el hipocampo durante sugerencias verbales negativas sobre el dolor (Bingel, 2011). Este hallazgo es particularmente interesante ya que el hipocampo se ha asociado con un aumento de la ansiedad anticipatoria durante el procesamiento de estímulos dolorosos. En conjunto, estos estudios indican que la hiperalgesia nocebo tiende a asociarse con un aumento de la actividad en las regiones sensibles al dolor, lo que es consistente con la disminución en estas áreas durante la analgesia con placebo.

Algunos estudios también han mostrado que los efectos del placebo se modulan incluso a nivel de la médula espinal. En un estudio (Eippert, 2009) se observó una señal de neuroimagen (IRMf) reducida en el lado ipsilateral del asta dorsal durante la analgesia con placebo y también se observó una modulación de la percepción del dolor a nivel espinal en otro estudio en el que se aplicó una manipulación condicionante para reforzar la sugerencia verbal de hiperalgesia (Geuter, 2013). En definitiva, todo apunta a que la modulación descendente provocada por el tratamiento con placebo puede influir en el procesamiento del dolor en la médula espinal, tanto de manera positiva como negativa.

A partir de estudios de neuroimagen (IRMf) para predecir la analgesia con placebo en participantes individuales utilizando patrones de actividad neuronal (Wager, 2011), se ha concluido que el aumento de la actividad en una red frontoparietal y la disminución de la actividad en una red de la ínsula posterior/temporal predijeron analgesia con placebo durante la anticipación; asimismo, la disminución de la actividad en las regiones límbicas y paralímbicas predijo la analgesia con placebo durante el dolor, y las regiones asociadas con la evaluación emocional –pero no con el control cognitivo o el procesamiento del dolor– fueron las más predictivas, lo que sugiere que la participación de los circuitos de evaluación emocional es importante para la variación individual en la analgesia con placebo.

Los efectos analgésicos placebo están relacionados con la activación de los sistemas moduladores cerebrales endógenos y la liberación de neurotransmisores de diferentes tipos. La evidencia del papel de los opioides endógenos en los efectos analgésicos del placebo proviene de observaciones que demuestran que la analgesia con placebo puede ser bloqueada, al menos parcialmente, por un antagonista de los receptores mu (m) opioides como la naloxona. No obstante, no está claro hasta qué punto los opioides endógenos y exógenos pueden influirse mutuamente (Atlas, 2012). Además, hay evidencia de interacciones entre el placebo y los efectos farmacológicos en términos clínicos (alteraciones del comportamiento) y cambios en la señal neural para el dolor que sugieren que el placebo y los efectos de los medicamentos pueden no ser solo aditivos (Schenk, 2014).

En cualquier caso, hay datos que demuestran la liberación de endorfinas como respuesta a un placebo y que dicha liberación tiene un papel importante en la respuesta placebo. Asimismo, los cambios observados en la actividad cerebral en áreas cerebrales sensibles a las endorfinas al aplicar el placebo, son similares a los registrados tras administrar un analgésico (Požgain, 2014). No obstante, parece claro que los efectos analgésicos del placebo no están solo modulados por el sistema opioide y sus receptores, sino que parecen estar involucrados otros sistemas, como las vías mediadas por dopamina, por cannabinoides (CB) y por colecistocinina (CCK).

Se ha demostrado la existencia de una activación dopaminérgica significativa en los ganglios basales ventrales, incluido el núcleo accumbens, de tal manera que el grado de actividad regional de la dopamina se asocia con la efectividad percibida del placebo en la reducción del dolor. En este sentido, las respuestas de placebo más altas se correlacionan con una mayor actividad de dopamina en el núcleo accumbens, que representa el 25% de la variación en los efectos analgésicos del placebo en los estudios (Scott, 2008). Es interesante constatar que en dichos estudios la hiperalgesia nocebo se relacionó con la desactivación de la dopamina y la liberación de opioides.

Cuando la analgesia con placebo es provocada por un condicionamiento farmacológico no opioide, como la producida por un fármaco antiinflamatorio no esteroídico (AINE) como el ketorolaco, el rimonabant –antagonista del receptor CB1 de los cannabinoides– bloquea los efectos analgésicos condicionados, lo que indica una participación del sistema endógeno de cannabinoides. Asimismo, se ha demostrado que los agonistas de oxitocina administrados por vía intranasal mejoran la analgesia con placebo en hombres (Kessner, 2013). La distribución cerebral de los receptores de oxitocina se solapa con la de los de arginina vasopresina (hormona antidiurética) AVPR1a y AVPR1b, que se expresan en gran medida dentro del sistema nervioso central y regulan los comportamientos sociales y de estrés. Es bien conocido que en los seres humanos, la vasopresina está estrechamente ligada a la regulación de los comportamientos conciliatorios (Feng, 2015) y la comunicación social, de tal manera que parece incitar a las mujeres a mostrar patrones de respuesta hacia otras mujeres, mientras que en los varones induce respuestas de lucha o huida. En este sentido, se ha observado que el conivaptan, un agonista no selectivo de la vasopresina para los receptores AVPR1a y AVPR1b, aumenta los efectos analgésicos del placebo en las mujeres, pero no en los varones.

Hay numerosas observaciones experimentales que apuntan a que el efecto nocebo hiperalgésico podría ser modulado por la colecistocinina (CCK). De hecho, al bloquear los receptores CCK A y B con proglumida, un antagonista no selectivo de ambos receptores, la hiperalgesia nocebo puede revertirse. A nivel clínico, hay evidencia de que la colecistocinina induce la hiperalgesia nocebo transformando la ansiedad en dolor. Los efectos de nocebo activan el eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenales (eje HHSR) que aumenta las concentraciones plasmáticas de corticoptropina (ACTH, hormona adrenocorticotrópica) y de cortisol. El hecho de que la hiperalgesia nocebo y la activación del eje HHSR pueden antagonizarse con diazepam, apoya abiertamente el importante papel que tiene la ansiedad en estos procesos.

Genética y placebo: el placeboma

La variación genética es, sin duda, un factor importante que no solo puede influir sino también a ayudar a predecir los efectos del placebo; no obstante, el estudio del placeboma–el conjunto de genes que influyen potencialmente en los efectos placebo y nocebo– está todavía en sus inicios.

La importancia de identificar los genes involucrados en la respuesta al placebo no se limita a los resultados en el grupo de placebo de los ensayos clínicos aleatorizados y controlados con placebo. Tradicionalmente, se considera que, en conjunto, la principal diferencia entre el tratamiento farmacológico y el brazo placebo se corresponde con el efecto neto del fármaco activo. Sin embargo, una observación sorprendente, pero no infrecuente, en los ensayos clínicos que incluyen la tipificación de genes potencialmente implicados en la respuesta al placebo, es la determinación de diferencias en los resultados según el genotipo no solo de los pacientes del brazo placebo sino también en los del brazo de tratamiento farmacológico; en otras palabras, hay evidencia de interacciones gen-placebo-fármaco, lo que sugiere la necesidad de refinar y calibrar los controles con placebo en los ensayos clínicos (Hall, 2015).

La mayor parte del análisis de las variantes genéticas que influyen sobre los efectos placebo y nocebo se ha centrado hasta el momento en cuatro sistemas neuroquímicos: opioides, dopamina, serotonina y cannabinoides, cuyas variantes genéticas influyen significativamente en los aspectos cognitivos y neurales del efecto placebo, y se consideran vías importantes en la experiencia subjetiva del alivio de los síntomas asociados con el efecto placebo.

Obviamente, las vías opioides han sido objeto de estudio en relación a los efectos de las variantes de los genes implicados en su funcionalismo, particularmente en relación con el efecto placebo en la analgesia. En este sentido, se ha encontrado que el polimorfismo de un único nucléotido (SNP, single nucleotide polymorphism) rs1799971 en el gen del receptor μ (mu) opioide (OPRM1) se asocia con la activación mediada por placebo de neurotransmisión de dopamina en el núcleo accumbens durante la analgesia con placebo (Peciña, 2015). Esta asociación podría estar relacionada con el hecho de que los portadores del alelo G del polimorfismo rs1799971, que en este estudio tuvieron una menor activación de la neurotransmisión de dopamina relacionada con el placebo, han demostrado tener una menor expresión, función y densidad de los receptores opioides μ.

Los pacientes que eran homocigotos del alelo A (AA) mostraron un aumento en la disponibilidad de los receptores μ opioides de referencia en las áreas del cerebro asociadas con el dolor y el estado de ánimo en comparación con los portadores del alelo G. Mientras que estos no experimentan ningún efecto sobre la liberación de opioides endógenos inducidos por el dolor, los homocigotos AA muestran una liberación reducida de dopamina en el núcleo accumbens en respuesta al dolor. Después de un tratamiento con placebo, los individuos con alelos G demostraron un estado de ánimo más bajo, una menor activación del sistema opioide μ en la ínsula anterior, la amígdala, el núcleo accumbens, el tálamo y el tronco encefálico, y niveles de activación más bajos de los receptores (D2/D3) de la dopamina. Además, las puntuaciones de personalidad de tipo neurótico más altas se correlacionaron con los portadores del alelo G.

Una de las variantes genéticas con el apoyo más convincente para ser un determinante clave del efecto placebo en el ámbito de las vías dopaminérgicas es un polimorfismo exónico, el rs4680, en el gen de la enzima catecol-O-metiltransferasa (COMT). Este polimorfismo codifica una sustitución de valina por metionina en el codón 158 (val158met) que reduce de 3 a 4 veces la actividad enzimática de la COMT codificada por este gen. El alelo met, menos activo, se ha asociado –particularmente en homocigotos– con una reducción de los niveles de dopamina en la corteza prefrontal, implicada en el efecto placebo como se indicó anteriormente.

Por su parte, el gen de la monoaminooxidasa A (MAO-A) presente en el cromosoma sexual X desempeña un papel relevante en la oxidación de las monoaminas, incluida la dopamina, además de metabolizar la serotonina y afectar la disponibilidad y señalización serotoninérgicas. Un SNP relativamente común en el gen que codifica la MAO-A (rs6323) conduce a una reducción del 75% en la actividad enzimática en individuos que portan solo este alelo –homocigotos en hembras (XX) y hemicigotos en varones (XY)– y representa un potencial objetivo de interés para predecir los efectos del placebo.

Los efectos de la variación dopaminérgica sobre los efectos del placebo fueron estudiados en un ensayo clínico controlado con placebo y doblemente ciego en pacientes esquizofrénicos, en los que se consideró los determinantes genéticos (Bhathena; 2013). Los participantes en el grupo placebo que fueron homocigotos para rs6280, un polimorfismo que codifica serina por glicina que aumenta la afinidad por la dopamina del receptor D3 de la dopamina, mostraron resultados significativamente mejores cuando se trataron con un fármaco experimental (ABT-95). Además, se detectó una interacción de grupo genotipo por tratamiento, que puede deberse al efecto del genotipo D3 en el efecto placebo, a pesar de que a menudo esta interacción se interpreta como resultado del efecto del genotipo en el tratamiento.

Asimismo, los estudios sobre la adicción al alcohol han mostrado que los individuos homocigotos para el alelo rs1611115 C del gen que codifica la dopamina beta-hidroxilasa (DBH) parecen tener mejores resultados cuando reciben un placebo que cuando se tratan con naltrexona (Arias, 2014).

Un estudio (Peciña, 2014) investigó el papel de una variante funcional en el gen de la ácido graso amida hidrolasa (FAAH), la principal enzima implicada en la biodegradación de los cannabinoides, en la respuesta de los neurotransmisores al dolor y la analgesia con placebo. Además de informar que los individuos homocigotos para el genotipo común Pro129/Pro129 FAAH experimentaron una analgesia con placebo mayor y un mejor estado de ánimo, también pudieron vincular directamente el sistema opioide con el sistema endocannabinoide en el contexto de la analgesia con placebo.

Se ha confirmado en estudios de depresión y ansiedad que los genes implicados en el funcionalismo de las vías neuroquímicas mediadas por serotonina (TPH2, 5-HTTLPR) se asocian con la variación en el efecto placebo (Faria, 2012; Tiwari, 2013), habiéndose identificado varios genes cuya variación podría afectar al efecto placebo (transportador de 5-hidroxitriptamina SLC6A4: SNP rs4251417; HTR2A: SNPs rs2296972 y rs622337). Sin embargo, el grado de conocimiento actual no es suficiente como para alcanzar conclusiones sobre el papel de la serotonina en la genética de los efectos del placebo.

Hay diferencias en la percepción del dolor según el sexo; en concreto, los varones a menudo tienen un umbral de dolor y una tolerancia más altos que las mujeres, y las condiciones patológicas relacionadas con el dolor son más frecuentes entre las mujeres, especialmente el dolor musculoesquelético y la fibromialgia. Por lo tanto, debido a que existen diferencias sexuales en la experiencia del dolor, tanto a nivel experimental como clínico, se asume que las diferencias sexuales también existen en las respuestas placebo y nocebo al mismo (Vambheim, 2017).

Se ha encontrado que la modulación endógena del dolor obtenida por controles inhibitorios nocivos difusos (CNID) –donde el dolor experimentado frente a un estímulo se reduce mediante la aplicación de un segundo estímulo doloroso– reduce el dolor más en hombres que en mujeres (Popescu, 2010). Por lo tanto, los datos sugieren que la activación de la modulación del dolor endógeno reduce el dolor más en los hombres que en las mujeres, lo que es consistente con la respuesta placebo analgésica más intensa en los varones que en las mujeres.

No obstante, dado que los placebos reducen el estrés también más en los varones que en mujeres, al controlar el efecto del estrés las diferencias sexuales en la analgesia con placebo tienden a desaparecer (Aslaksen, 2011). Con todo, algunas de las diferencias sexuales observadas en las respuestas placebo y nocebo también podrían deberse a un diferente procesamiento de la información. En este sentido, un estudio investigó las diferencias en la respuesta de nocebo debido al método de inducción, encontrando que las mujeres respondieron más que los varones cuando se usó un procedimiento de acondicionamiento, mientras que los varones lo hicieron más que las mujeres cuando se usó un procedimiento de inducción verbal (Klosterhalfen, 2009).

Aspectos éticos del placebo y del nocebo

La importancia de las cuestiones éticas puede ilustrarse mediante un estudio obviamente no ético como el realizado por la American Public Health Association en 1932, en el que reclutaron a 399 jóvenes afroamericanos para probar qué sucedía si no se trataba la sífilis. El estudio se realizó de forma continua y sin cambios en el diseño del estudio hasta 1972, a pesar de que desde 1940 se disponía de un tratamiento eficaz, a base de bencilpenicilina (penicilina G). El presidente estadounidense Bill Clinton se disculpó con los participantes del estudio y con sus familias en 1997.

Otro ejemplo ciertamente ilustrativo es el de un estudio sueco realizado a finales de los años 90, con el objetivo de explorar la efectividad de un marcapasos cardíaco (Linde, 1999). En un grupo de pacientes, el marcapasos se implantó y se activó, mientras que en el otro grupo de pacientes se implantó el marcapasos pero no se activó. Resulta remarcable que se registrara una mejoría en alguno de los pacientes que tenían desactivado su marcapasos, pero aún es más remarcable que este estudio no plantease a sus autores ni a las autoridades sanitarias del país nórdico ningún tipo de dilema ético.

Ciertamente, los argumentos en contra del uso del placebo son importantes. Primero, prescribir un placebo que simula un medicamento o un procedimiento terapéutico impediría un auténtico consentimiento informado. Además, para que los placebos sean éticos, deberían ser efectivos y en este sentido, un metanálisis de 114 ensayos clínicos (Hrobjartsson, 2001) que compararon placebos con ningún tratamiento sugiere que estas intervenciones pueden no ser efectivas en todos los casos. Por otro lado, la administración deliberadamente engañosa de placebo corre el riesgo de romper la confianza médico-paciente, además de atentar a la dignidad del paciente e incluso puede llevar a la insatisfacción e infelicidad de éste. No obstante, todos estos argumentos negativos se tornan irrelevantes si las interacciones y la expectativa humanas, y no el engaño o la simulación, constituyen la verdadera intervención (Asai, 2013).

Por otro lado, si se puede establecer un perfil genético de los pacientes que responden al placebo, ¿cuáles son las implicaciones éticas? ¿Pueden y deben evaluarse las tendencias genéticas de respuesta al placebo? ¿Pueden los pacientes rechazar el permiso para ser evaluados? ¿Se debe informar a los pacientes acerca de su propensión genética? ¿Pueden los pacientes negarse a saber o negarse a tener esta información en sus registros clínicos? ¿Cómo debe utilizarse éticamente esta información si aparece de manera incidental en las pruebas genéticas? (Hall, 2015).

Sea como fuere, parece evidente que los principios éticos de autonomía, transparencia y respeto por las personas deben seguir siendo primordiales en cualquier proceso clínico, sea o no en el ámbito de la investigación, particularmente a medida que la información genética es más accesible, sin olvidar en ningún caso que tales cuestiones éticas deberían considerarse en el contexto de la toma de decisiones compartida y los valores y preferencias personales del paciente (Burke, 2014).

En la declaración de Helsinki se establece cuándo se puede utilizar el placebo en investigación clínica: “Los posibles riesgos, costos y eficacia de todo procedimiento nuevo deben ser evaluados mediante su comparación con los mejores métodos preventivos, diagnósticos y terapéuticos existentes. Ello no excluye que pueda usarse un placebo, o ningún tratamiento, en estudios para los que no hay procedimientos preventivos, diagnósticos o terapéuticos probados”.

No obstante, en el año 2001 se agregó a este punto una nota aclaratoria estableciendo que: “Los ensayos con placebo son aceptables únicamente en ciertos casos, incluso si se dispone de una terapia probada pero si se cumplen las siguientes condiciones:

  1. Cuando por razones metodológicas, científicas y apremiantes, su uso es necesario para determinar la eficacia y la seguridad de un método preventivo, diagnóstico o terapéutico;
  2. Cuando se prueba un método preventivo, diagnóstico o terapéutico para una enfermedad de menos importancia que no implique un riesgo adicional, efectos adversos graves o daño irreversible para los pacientes que reciben el placebo”.

En definitiva, parece haber un consenso internacional ampliamente compartido (Tempone, 2007) por el que éticamente se acepta el uso del placebo en investigación clínica siempre que:

  1. Se emplee en estudios de condiciones patológicas para las que no se dispone de un tratamiento efectivo.
  2. La duración del uso del placebo sea la más breve posible.
  3. No añada ningún riesgo no relacionado a la patología de base.
  4. El consentimiento informado firmado por el paciente haya sido claro al respecto.

La American Medical Association de Estados Unidos (AMA, 2007) proporciona desde hace más de una década pautas explícitas sobre el uso clínico de los placebos, pero esto no es la situación más común en el mundo; por ejemplo el General Medical Council (GMC) de Gran Bretaña no proporciona tales pautas éticas. No obstante, con independencia del contenido de las directrices y códigos éticos, hay estudios que revelan que el uso de placebos puros (comprimidos de lactosa, por ejemplo) e impuros (empleo de antibióticos para “tratar” infecciones virales) por parte de los médicos está generalizado (Howick, 2013). En este sentido, en Estados Unidos, el 55% de los internistas y reumatólogos reconocen haber usado placebos; en el Reino Unido, el 77% de los médicos de atención primaria informaron que usaban placebos al menos una vez por semana, mientras que el 86% de los médicos de atención primaria en Dinamarca admitieron que habían usado placebos al menos una vez en el último año.

Dado que la comunicación de información sobre los posibles efectos adversos de un fármaco puede desencadenar un efecto nocebo, parece razonable considerar la posibilidad de omitir esta información con el fin de prevenir su potencial efecto negativo. Pero al mismo tiempo, surge la cuestión ética respecto a cuánta información es posible omitir sin violar el derecho del paciente a ser bien informado y a un procedimiento de consentimiento informado válido. En este sentido, el concepto mismo de nocebo (literalmente, te haré daño) implica una forma de contradicción entre el imperativo ético de no dañar y con el deber de entregar al paciente información completa y veraz sobre su tratamiento de acuerdo con el principio de autonomía (Hunter, 2012).

El Consejo de Organizaciones Internacionales de las Ciencias Médicas (CIOMS, 2016) ha sugerido que una manera prudente de proceder en estos casos, tomando siempre en consideración la autonomía del paciente, podría consistir en la entrega de información parcial con su consentimiento, tras explicarle los riesgos del efecto nocebo y dejando siempre una vía de comunicación para que el paciente pueda referir en todo momento los eventuales efectos adversos que pudiera presentar.

En cualquier caso, la decisión de suministrar información parcial sobre un tratamiento, debería ir precedida por una cuidadosa evaluación de los riesgos y beneficios del tratamiento, considerando que el efecto nocebo puede añadir un riesgo adicional. Esta evaluación debería estar respaldada por la evidencia científica y no solo por apreciaciones subjetivas del personal sanitario, por cuanto hay datos que reflejan que los médicos suelen tener expectativas imprecisas sobre los efectos adversos de sus prescripciones y tienden a subestimarlos (Hoffmannn, 2017). Obviamente, otro aspecto a resaltar es que la decisión de ocultar información sobre efectos adversos debe ser individualizada, dado que no todos los pacientes tienen la misma predisposición a presentar respuestas nocebo. De cualquier manera, no es aceptable ocultar el riesgo de efectos adversos cuando estos pueden tener carácter grave o irreversible, por cuanto el riesgo de presentarlos supera ampliamente el riesgo de que se generen efectos nocebo tras su comunicación.

En definitiva, como para cualquier acto comunicativo situado en el contexto clínico, no es posible proponer un único procedimiento sobre el suministro de información al paciente (Aguilera, 2018). En cualquier caso, la legislación sanitaria vigente en España no aborda expresamente el uso de placebo en la práctica clínica, más allá de los ensayos clínicos autorizados; por tanto, no autoriza ni prohíbe expresamente el uso del mismo, aunque sí prohíbe el engaño.

En general, el uso del placebo con propósitos terapéuticos genera un claro conflicto entre dos de los principios de la bioética, el de beneficencia y el de autonomía. Históricamente, era relativamente común el empleo de placebos (en ocasiones, en forma de “complejos vitamínicos y minerales” para pacientes que fisiopatológicamente no los requerían), cuando se consideraba justificado en función de las circunstancias patológicas y características psicológicas de cada paciente. Actualmente, sin embargo, el aspecto de simulación o engaño que implica el uso del placebo adquiere la condición de problema ético (Sanchis, 2012), porque contraviene la concepción regulada universalmente –a través de declaración de Helsinki y otros acuerdos internacionales posteriores– de respeto a la autonomía del paciente.

Finalmente, sobre las recomendaciones sobre el uso del placebo y la prevención del nocebo en la práctica clínica cotidiana, una conferencia internacional de consenso realizada en junio de 2018 (Evers, 2018) entre expertos en práctica clínica sobre placebo procedentes de Holanda, Estados Unidos, Italia, Alemania, Portugal, Australia, Suiza, Gran Bretaña, Suecia y Canadá, ha elaborado un conjunto de recomendaciones que, de forma sintética, son las siguientes:

  • Considerar los efectos del placebo como una parte del tratamiento regular.
  • Informar a los pacientes sobre los efectos de placebo y nocebo de tal manera que se maximicen los efectos del tratamiento y se minimicen los efectos secundarios.
  • Asegurar una relación con el paciente que se caracterice por la confianza, la calidez y la empatía para maximizar los efectos del placebo y minimizar los efectos nocebo.
  • Capacitar a los profesionales sanitarios en la comunicación con el paciente para maximizar los efectos del placebo y minimizar los efectos nocebo.
  • Priorizar la prescripción de placebo de etiqueta abierta (identificable como tal por el paciente) en lugar de medicamentos simulados, en aquellos casos en los que existe evidencia de eficacia y donde la prescripción de un placebo sea legal.
  • No tomar riesgos excesivos para maximizar los efectos del placebo, como por ejemplo prescribir tratamientos invasivos.
  • No considerar el engaño o la simulación como un componente imprescindible del efecto del placebo.

Bibliografía

 

Síndrome de ovario poliquístico

resumen

El síndrome de ovario poliquístico (SOP) es una disfunción endocrino-metabólica con un variado espectro de anormalidades, muchas de las cuales son sutiles. Se trata de un trastorno común que afecta aproximadamente a 5 millones de mujeres en edad reproductiva. Las pacientes suelen consultar en diversas especialidades donde, por lo general, se da énfasis al motivo de consulta, de manera que el diagnóstico de SOP pasa desapercibido y se pierde la visión global de lo que éste involucra.

El diagnóstico de SOP es particularmente importante debido a que identifica riesgos metabólicos y cardiovasculares así como sobre el potencial reproductivo de estas pacientes. Por ello, las pacientes en quienes se establece el diagnóstico deben ser informadas y educadas respecto a su patología, con un diagnóstico y tratamiento oportunos, y deben ser controladas de forma prolongada en el tiempo. El tratamiento farmacológico se basa generalmente en anticonceptivos orales y fármacos antiandrógenos.

Las causas del SOP aún no están bien identificadas; algunos estudios aluden a una alteración con un fuerte componente genético, mientras que otros sugieren que los factores del ambiente intra o extrauterinos jugarían un rol importante. En la actualidad se le considera una alteración endocrino-metabólica familiar (que también comprometería al varón) y que se asocia a la diabetes mellitus tipo 2. Debido a que implica una alta demanda en salud, las estrategias están encaminadas a prevenir o cuando menos retrasar su inicio. El futuro de este síndrome estará en la prevención de los factores epigenéticos y marcadores genéticos que permitan instaurar medidas preventivas precoces.

INTRODUCCIÓN

El síndrome de ovario poliquístico (SOP), también denominado hiperandrogenismo ovárico funcional o anovulación crónica hiperandrogénica, es una disfunción endocrino-metabólica que debe sospecharse en cualquier adolescente o mujer en edad reproductiva que presente manifestaciones de hirsutismo (u otras manifestaciones cutáneas de hiperandrogenismo), irregularidades menstruales y obesidad.

Su etiología es incierta y se manifiesta por síntomas y signos variados que afectan a cada mujer en forma particular. Al diagnóstico de síndrome de ovario poliquístico se llega por exclusión, y por lo tanto, debe diferenciarse de otros cuadros clínicos que aparecen en función de los cambios fisiológicos propios de la edad y de otros trastornos hiperandrogénicos que requieren de una terapia específica.

Se trata de uno de los trastornos más comunes en las mujeres y su prevalencia se estima entre el 5 y el 20%. Esta prevalencia depende de los criterios diagnósticos utilizados y de la población estudiada, reflejando el efecto de factores étnicos y ambientales sobre la expresión fenotípica de la enfermedad. Aunque la incidencia verdadera se desconoce, se han hecho varios intentos para cuantificar la prevalencia de los ovarios poliquísticos en los estudios basados en la comunidad. En general, estos estudios indican que aproximadamente el 20% de las mujeres en edad reproductiva tienen signos de ovarios poliquísticos en la ecografía; la mitad de esas mujeres tienen signos clínicos o bioquímicos de anovulación o exceso de andrógenos.

FISIOPATOLOGÍA

En la compleja fisiopatología del síndrome de ovario poliquístico, destacan al menos tres tipos de alteraciones interrelacionadas entre sí:

  1. Una disfunción neuroendocrina (con hipersecreción de hormona luteinizante).
  2. Un trastorno metabólico (caracterizado por resistencia insulínica e hiperinsulinemia).
  3. Una disfunción de la esteroidogénesis y de la foliculogénesis ovárica.

La disfunción neuroendocrina se caracteriza por un aumento de la secreción de LH permaneciendo la secreción de FSH (hormona folículo-estimulante) normal o disminuida, lo que se traduce en un aumento del factor liberador de gonadotrofinas (GnRH). No se han identificado alteraciones en neurotransmisores específicos que expliquen este trastorno, si bien, según las evidencias actuales, podría ser producido por una disfunción hipotalámica secundaria a la presencia de niveles elevados de andrógenos e insulina.

La disfunción metabólica está representada principalmente por una resistencia insulínica (RI) periférica, que se traduce en una hipersecreción de insulina. Ésta a su vez, promueve una mayor secreción de andrógenos por el ovario y las glándulas suprarrenales, estimula la secreción de LH y además disminuye la síntesis hepática de la SHBG (globulina trasportadora de hormonas sexuales) con lo cual aumenta la fracción libre y por tanto la actividad biológica de los andrógenos. Esta disfunción metabólica se asocia fundamentalmente a los fenotipos clásicos que cursan con hiperandrogenemia. El mecanismo por el cual se genera una resistencia insulínica en el síndrome de ovario poliquístico no está del todo aclarado.

En una minoría de casos (20-30%), el SOP puede manifestarse sin resistencia insulínica, lo que sería debido a que, tratándose de una enfermedad multigénica compleja, no siempre se heredan conjuntamente genes asociados a RI con genes asociados a la disfunción reproductiva.

La disfunción de la esteroidogénesis ovárica/suprarrenal se caracteriza por una alteración de la biosíntesis de los andrógenos, la cual tanto en el ovario como en la suprarrenal está determinada por la actividad de una enzima denominada citocromo P450c17. En pacientes con síndrome de ovario poliquístico la actividad de esta enzima está aumentada, lo que lleva a una mayor producción de andrógenos ováricos y adrenales. El aumento de los andrógenos intraováricos altera el desarrollo de los folículos y la ovulación; el hiperandrogenismo adrenal funcional está presente en alrededor del 50% de las mujeres con SOP y se expresa por una elevación moderada de dehidroepiandrosterona (DHEAS). Se ha propuesto que la disfunción de esta enzima (P450c17) sería exclusiva del SOP, pudiendo ser un evento primario o secundario al exceso de LH y/o insulina, la cual potenciaría esta disfunción. Además, cabe destacar que el tejido adiposo juega un papel preponderante en la fisiopatología del SOP ya que tiene una función esteroidogénica intrínseca y es un tejido “diana” para los andrógenos

La disfunción de la foliculogénesis se ha podido establecer, mediante estudios ultrasonográficos y biopsias ováricas, de tal forma que las pacientes con SOP presentan un almacén de folículos en crecimiento 2 a 3 veces superior que las mujeres sanas. Así, se produce un aumento de folículos preantrales y antrales pequeños y un mayor reclutamiento folicular. Esta situación se acompaña además de una detención del proceso de selección folicular, lo que explicaría la ausencia de ovulación.

En los últimos años se ha propuesto que la hormona antimülleriana (AMH), que es una glicoproteína dimérica producida exclusivamente por las células de la granulosa en la mujer, podría ser utilizada como un marcador sérico de la reserva folicular. Su concentración es independiente de las gonadotrofinas y, por lo tanto, refleja la reserva ovárica en cualquier momento de la vida de la mujer. Además, recientemente se ha establecido que las hijas de mujeres con síndrome de ovario poliquístico tienen niveles significativamente mayores de AMH desde la infancia temprana (2 a 3 meses de vida) hasta la peripubertad, lo que sugiere que estas niñas nacen con una masa de folículos aumentada, ello podría constituir un eslabón para el desarrollo ulterior de SOP.

ETIOPATOGENIA

El SOP tiene una base genética y puede comprometer a otros miembros de la familia. Tanto las hijas como las hermanas, así como los hijos y los hermanos del caso índice pueden manifestar algún rasgo fenotípico de este síndrome, que es considerado en la actualidad una enfermedad familiar multigénica compleja que afecta también a los varones.

Entre los factores ambientales destacan la presencia de obesidad y los eventos que ocurren en la vida intrauterina (hiperandrogenismo, diabetes gestacional y sobrepeso de la madre durante el embarazo). Por lo tanto, es de suma importancia el manejo adecuado de la embarazada, ya que estudios epidemiológicos y clínicos sugieren una relación entre el ambiente prenatal y el riesgo de desarrollar enfermedades metabólicas durante la edad adulta.

MANIFESTACIONES CLÍNICAS

El cuadro clínico es muy polimorfo y varía de acuerdo a la edad de la paciente. Por lo general, las manifestaciones clínicas se inician en el período perimenárquico con la aparición de alteraciones menstruales, principalmente oligomenorrea (sangrados con intervalos mayores de 45 días o menos de 9 sangrados al año) alternada con períodos de amenorrea secundaria (ausencia de sangrado por lo menos en tres meses consecutivos). Estas alteraciones cursan con un adecuado nivel de estrógenos y presentan sangrado menstrual tras la administración de progesterona. Ocasionalmente aparecen episodios de metrorragia disfuncional (sangrado excesivo fuera de ciclo) por hiperplasia endometrial.

Los trastornos menstruales se asocian frecuentemente a obesidad, por lo general de tipo androide, y a manifestaciones del hiperandrogenismo, siendo el hirsutismo la manifestación más clásica. El hirsutismo, por lo general discreto o moderado, se presenta en dos tercios de las pacientes, y suele aparecer después de la pubertad. Progresa lentamente o se detiene una vez alcanzada la madurez sexual. La virilización es rara y su presencia debe hacer sospechar otras etiologías como un tumor secretor de andrógenos o una hiperplasia adrenal congénita. Entre las manifestaciones cutáneas, solo el hirsutismo, el acné y la alopecia han sido aceptadas como criterio diagnóstico de hiperandrogenismo.

La obesidad está presente en alrededor de la mitad de las pacientes y es típicamente de tipo androide o “forma de manzana” (índice cintura/cadera >0,85). En las pacientes obesas y/o hiperinsulinémicas puede observarse acantosis nigricans que es un marcador cutáneo de resistencia insulínica, la que se presenta como una pigmentación verrucosa de color pardo oscuro que suele observarse en las zonas de pliegues.

Además, estas pacientes pueden adquirir un aspecto “cushingoide” –definido por una obesidad central, facies redondeada (“de luna llena”), giba de búfalo y aumento de la grasa supraclavicular semejante a lo que se observa en el Cushing, pero sin atrofia muscular– o acromegaloideo –caracterizado por un aumento del grosor de los rasgos faciales por efecto trófico de la insulina, pero sin prognatismo–. Estas situaciones muchas veces obligan a descartar dichas patologías.

En la evolución de la enfermedad van cambiando las manifestaciones fenotípicas. Durante la posmenarquia y la edad reproductiva temprana predominan alteraciones reproductivas, mientras que durante la edad reproductiva tardía y perimenopausia se acentúan las alteraciones metabólicas. Los riesgos a largo plazo derivan del hiperestrogenismo relativo (por falta de ovulación), el cual se asocia a mayor riesgo de cáncer endometrial, y de la hiperinsulinemia crónica (diabetes mellitus tipo II y síndrome metabólico).

Diagnóstico

PRUEBAS COMPLEMENTARIAS

Las pacientes con SOP mantienen niveles de andrógenos elevados en forma discreta o moderada, bien sea de testosterona, androstendiona, dehidroepiandrosterona sulfato, o todos ellos. Aunque el aumento de los andrógenos es muy frecuente, algunas determinaciones pueden situarse dentro del rango de normalidad, lo cual no implica exclusión diagnóstica. Debe considerarse, además, el método utilizado para medir los andrógenos y recordar que, a partir de los 35 años, las concentraciones de andrógenos disminuyen en un 50% en la mujer.

  1. Testosterona total: es el andrógeno circulante más importante en la mujer y es también el principal andrógeno causante de hirsutismo. No obstante, en el SOP la testosterona total sólo está elevada en el 50% de los casos. Debido a que puede ser complicado determinar esta elevación, se ha propuesto utilizar el índice de andrógenos libres (IAL) que consiste en la relación entre la testosterona total y su proteína transportadora (SHBG) de acuerdo a la siguiente fórmula: testosterona (nmol)/SHBG (nmol) × 100 (valor normal <4,5). Para transformar la T de ng/ml a nmol/l debe multiplicarse el valor × 3,467.
  2. Dehidroepiandrosterona sulfato (DHEAS): esta hormona se origina exclusivamente en las cápsulas suprarrenales por lo que se utiliza como marcador de hiperandrogenismo suprarrenal. Aproximadamente entre el 25-40% de estas pacientes pueden presentar un aumento de la concentración sérica de DHEAS (aunque raramente excede los 600 ng/dl).
  3. Androstenediona: es un andrógeno fundamentalmente de origen ovárico y puede ser el único andrógeno elevado en una mujer con SOP. En comparación con la testosterona, este andrógeno se mantiene elevado hasta etapas tardías de la transición menopáusica. Además, presenta a su favor en cuanto a su medición, que su determinación se realiza con un solo tipo de ensayo lo que excluye la variabilidad de los resultados. Si bien no es un andrógeno de primera línea, puede ser determinado y valorado en caso de duda diagnóstica.
  4. 17-hidroxiprogesterona (17-OHP): au determinación es muy fiable para descartar el déficit de la enzima 21-hidroxilasa. El valor normal en ayunas en fase folicular temprana del ciclo menstrual es inferior a 2 ng/ml. Valores superiores a 6 son indicadores de bloqueo enzimático; concentraciones entre 2 y 4 ng/ml hacen necesario efectuar un test de ACTH (hormona adrenocorticotropa), el cual consiste en la administración endovenosa de 0,25 µg de ACTH; valores de OHP superiores a 10 ng/ml a los 60 minutos posteriores a la administración establecen el diagnóstico. En torno al 50% de las pacientes con SOP pueden presentar elevaciones muy discretas de esta hormona.
  5. Relación LH/FSH: las pacientes con SOP frecuentemente (60%) tienen una relación LH/FSH aumentada (>2), la cual por lo general se observa en mujeres de peso corporal normal. Originalmente se consideró un marcador de síndrome de ovario poliquístico. Sin embargo, debido a que su normalidad no descarta el diagnóstico, no se utiliza en la actualidad como parte de los criterios de SOP, pero sigue siendo un elemento orientador.

Debe completarse el estudio hormonal con la determinación de prolactina y hormonas tiroideas cuyas alteraciones pueden ser responsables de la aparición de irregularidades menstruales.

EVALUACIÓN DEL COMPONENTE METABÓLICO

La mayoría de las pacientes con SOP tienen anormalidades metabólicas tales como resistencia insulínica con hiperinsulinemia compensatoria, obesidad y dislipidemia (aumento de triglicéridos y colesterol-LDL y disminución del colesterol-HDL). Por ello, es aconsejable realizar en todas ellas –independientemente del peso corporal– una evaluación acerca de la existencia de una posible enfermedad metabólica, solicitando un perfil lípídico para descartar una dislipidemia y un test de tolerancia a la glucosa oral con medición de insulina para evaluar tolerancia a la glucosa y resistencia insulínica.

El test de HOMA (Homeostasis Model Assessment of Insulin Resistance) es un modelo matemático desarrollado por Matthews para estudiar la existencia de resistencia insulínica. Este modelo utiliza dos parámetros de laboratorio, los niveles de glucosa y de insulina en ayunas. Valora si existe un “bloqueo o resistencia” periférica a la acción de la insulina y evalúa indirectamente la función de las células beta del páncreas. En condiciones normales existe un equilibrio entre la producción hepática de glucosa y la secreción de insulina por las células beta del páncreas.

ULTRASONOGRAFÍA

La ultrasonografía, especialmente transvaginal, es un procedimiento útil para detectar la morfología de ovarios poliquísticos. Se debe tener en cuenta que la vía abdominal tiene limitaciones sobre todo en niñas obesas. En caso de no ser resolutiva o si existe sospecha de la existencia de otro proceso patológico distinto, se recomienda actualmente realizar una resonancia magnética nuclear de abdomen. En las mujeres sexualmente maduras el ovario alcanza un volumen aproximado de 6 centímetros cúbicos (cc) y no excede los 8 cc cuando contiene un cuerpo lúteo o un folículo maduro. En pacientes portadoras de ovario poliquístico el volumen es significativamente mayor, superiores a 10 cc. No obstante, un 30% de las pacientes pueden presentar volúmenes ováricos normales.

Los criterios actualmente utilizados para definir los ovarios poliquísticos son la presencia de 12 o más folículos en cada ovario (barrido completo) que midan entre 2-9 mm de diámetro y/o un volumen ovárico aumentado (>10 cc) en fase folicular temprana. Esta definición no se aplica a mujeres que toman anticonceptivos orales. Solo un ovario afectado es suficiente para definir el síndrome. Si hay evidencia de un folículo dominante (>10 mm) o un cuerpo lúteo, el examen debe repetirse durante el próximo ciclo.

El estroma ovárico no está considerado en la definición ecográfica actual de SOP. No obstante, cabe destacar que hasta un 94% de los casos de SOP presentan aumento de la ecogenicidad ovárica.

EL SOP suele confundirse con la existencia de ovarios multifoliculares, que aparecen como ovarios aumentados de volumen, con varios folículos en desarrollo de hasta 9 mm, sin dominancia y que aparecen dispersos en el estroma ovárico. Se presentan durante el desarrollo puberal y después de la reanudación del ciclo ovárico que sigue a una fase de amenorrea (lactancia, pubertad).

ENFOQUE DIAGNÓSTICO

El diagnóstico del síndrome de ovario poliquístico se basa en el reconocimiento de sus características clínicas, bioquímicas y ultrasonográficas descritas anteriormente. Debe ser sospechado clínicamente y confirmado bioquímicamente. La ultrasonografía sugerente de SOP por sí sola no permite establecer el diagnóstico y su normalidad no lo descarta.

El diagnóstico diferencial del SOP debe establecerse con otros cuadros clínicos que suelen presentar la asociación de hirsutismo y trastornos menstruales, como: hiperplasia adrenal congénita, tumores virilizantes, hiperprolactinemia, síndrome de Cushing, acromegalia y uso de fármacos como esteroides anabólicos y ácido valproico.

TRATAMIENTO

El tratamiento de SOP está orientado a corregir el hiperandrogenismo, los trastornos menstruales, las alteraciones metabólicas asociadas (obesidad y resistencia a la insulina) y a conseguir la ovulación, en los casos en que la mujer desee embarazo. Por ser el SOP una disfunción endocrinometabólica crónica, con un fuerte componente genético, su curación espontánea es dudosa, por lo que los tratamientos deben iniciarse precozmente y ser prolongados.

Se debe recordar que el tratamiento oportuno permite prevenir las graves consecuencias que puede tener el SOP para la salud de las mujeres, tales como: enfermedad cardiovascular e hipertensión, resistencia insulínica, diabetes, diabetes gestacional, cáncer endometrial, mayor tasa de abortos y preeclampsia.

TRATAMIENTO DEL HIPERANDROGENISMO

Uno de los factores decisivos en la elección inicial de la terapia en la mujer en edad reproductiva es el deseo o no de embarazo, si bien la corrección de las alteraciones metabólicas debe preceder o acompañar a cualquier otra medida terapéutica.

En la mujer que no desea una gestación, el tratamiento está orientado a corregir la hiperandrogenemia, las manifestaciones cutáneas del hiperandrogenismo (hirsutismo, acné y alopecía androgénica), los trastornos menstruales y las alteraciones metabólicas asociadas a la resistencia insulínica y al hiperinsulinismo.

Los métodos que se pueden utilizar para un adecuado manejo del hiperandrogenismo están dirigidos a: inhibir la esteroidogénesis ovárica, suprarrenal o ambas, aumentar la concentración de SHBG, evitar la acción de andrógenos en tejidos blancos, bloqueando la unión a sus receptores e inhibir la conversión periférica (5-α reductasa) de testosterona a dihidrotestosterona (hormona 3 veces más potente) y por último, actuar directamente sobre los tegumentos, utilizando recursos cosméticos.

Los anticonceptivos orales

Son considerados la primera alternativa terapéutica para mujeres en edad reproductiva. Estos fármacos suprimen la secreción de LH y, por lo tanto, disminuyen la biosíntesis de andrógenos ováricos, aumentan la concentración plasmática de SHBG disminuyendo los andrógenos libres y, además, permiten una descamación regular del endometrio, con lo que se evita el riesgo de hiperplasia endometrial y cáncer de endometrio.

El principal inconveniente de los anticonceptivos orales es que pueden deteriorar la resistencia insulínica y aumentar la síntesis hepática de triglicéridos, lo que dependerá del tipo de progestina que contenga. Las progestinas que tienen actividad androgénica –el norgestrel y el levonorgestrel– no son recomendables, precisamente porque exacerban las manifestaciones cutáneas del hiperandrogenismo.

Otras progestinas como el acetato de ciproterona, la drospirenona, el acetato de clormadinona y el dienogest tienen efecto antiandrogénico. De éstas, el acetato de ciproterona, por su actividad glucocorticoidea, tiene más efecto anabólico y puede producir aumento del peso corporal y de la resistencia insulínica. Las progestinas más recomendables son, la drospirenona, que al ser un derivado de la espironolactona tendrá un efecto beneficioso sobre la resistencia insulínica, y el dienogest y acetato de clormadinona, que tienen la capacidad de reducir la actividad de la 5-alfa reductasa a nivel de la piel.

Las pacientes que más se benefician con los anticonceptivos orales son aquellas con anovulación crónica y niveles elevados de andrógenos y de LH.

Los antiandrógenos

Son compuestos de tipo esteroideo, como el acetato de ciproterona y la espironolactona, o no esteroideo, como la flutamida y el finasteride, que antagonizan al receptor de andrógenos en el folículo piloso y la glándula sebácea. La elección del antiandrógeno depende de cada caso en particular. Los dos primeros son muy efectivos en suprimir la hiperandrogenemia, mientras que la flutamida y el finasteride son efectivos como bloqueadores periféricos de la acción androgénica, pero no modifican el nivel de andrógenos.

Los antiandrógenos, sin excepción, están contraindicados en el embarazo, ya que pueden provocar feminización de un feto masculino. Por lo tanto, deben usarse en combinación con un anticonceptivo en aquellas pacientes que tienen actividad sexual. La asociación de un antiandrógeno con un anticonceptivo oral potencia el efecto antiandrogénico.

Los glucocorticoides no están indicados en el tratamiento del hiperandrogenismo.

Manejo de la oligo-ovulación crónica

En primer lugar, debe corregirse la obesidad, ya que está demostrado que con esta sola medida en pacientes obesas disminuyen los niveles de insulina, testosterona y LH, permitiendo la reanudación espontánea de la periodicidad en el ciclo ovárico y de la ovulación.

En las pacientes que no menstrúan espontáneamente y que no desean embarazo se pueden utilizar progestinas en dosis bajas de forma cíclica o anticonceptivos orales, con el fin de lograr una protección endometrial. En las pacientes que desean embarazo está indicado llevar a cabo una inducción de ovulación.

Inducción de ovulación

Consiste en un tratamiento farmacológico o quirúrgico destinado a inducir ciclos ovulatorios normales (mono foliculares) en pacientes con oligo-anovulación. Estos procedimientos son competencia del especialista en medicina reproductiva.

Cabe recordar que las mujeres con SOP que logran embarazo tienen mayor riesgo de diabetes gestacional, síndrome hipertensivo del embarazo, pre-eclampsia, parto prematuro y recién nacidos pequeños para la edad gestacional, por lo que su control endocrinometabólico y sobre todo su control prenatal son cruciales.

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Trasplante de órganos sólidos

resumen

El trasplante de órganos sólidos entre dos individuos diferentes –singénico o, más comúnmente, alogénico– es el tratamiento de elección en las fases irreversibles de la insuficiencia funcional de diferentes órganos, suponiendo, en casos como los del corazón o el hígado, el único tratamiento posible. Estos dos, junto a riñón y pulmón, son los dos órganos más frecuentemente trasplantados. Cabe destacar que España es el país más puntero a nivel mundial en este campo: en 2018 se ha alcanzado una cifra récord de trasplantes, con una tasa de 114 trasplantes por millón de población.

El proceso del trasplante implica, además de la “implantación” del injerto, un proceso temporal amplio de medicación pre- y postrasplante. Las actuales técnicas quirúrgicas y tratamientos inmunosupresores han permitido alcanzar altas tasas de éxito hasta hace poco inimaginables, llegando, en algunos casos, niveles de supervivencia del injerto superiores al 70% a los 10 años. No obstante, aún se deben afrontar dos grandes retos: la elevada morbi-mortalidad asociada a complicaciones que derivan del tratamiento inmunosupresor y los relativamente frecuentes casos de rechazo agudo y crónico del órgano.

En las últimas décadas hemos asistido a una evolución notable en la terapéutica farmacológica del trasplante. Desde la inicial introducción de la azatioprina y la posterior de ciclosporina, numerosos fármacos se han comercializado con la indicación de prevención y tratamiento del rechazo al trasplante. A día de hoy, son varios los que se emplean (muchas veces en combinaciones de dos y tres fármacos, para minimizar los efectos adversos de cada uno de ellos) en los protocolos de inducción y mantenimiento de la inmunosupresión –que suele implantarse de por vida–, entre los que destacan: corticosteroides, inhibidores de la calcineurina (ciclosporina y tacrolimus), inhibidores de m-TOR (everolimus y sirolimus), derivados del ácido micofenólico, anticuerpos monoclonales específicos, inmunoglobunina antitimocítica o belatacept. Sin embargo, no es de las áreas clínicas en que la aprobación de nuevas moléculas o técnicas terapéuticas sea más profusa.

En el presente artículo se abordan aspectos relativos a la fisiopatología de la tolerancia y el rechazo de órganos trasplantados, y se revisa en profundidad la farmacoterapia inmunosupresora actualmente empleada en la práctica clínica, así como otros aspectos del abordaje sanitario al paciente trasplantado. Por la gravedad de la situación clínica de estos pacientes, así como por su condición de polimecados, el farmacéutico puede realizar una labor asistencial relevante, que permita, entre otros beneficios, promover la adherencia al tratamiento y prevenir e identificar reacciones adversas o interacciones farmacológicas derivadas del mismo.

INTRODUCCIÓN

La palabra trasplante puede referirse a la transferencia de células, órganos o tejidos –en general, injerto– de una parte del cuerpo a otra o de un individuo (donante) a otro (receptor) con el objetivo de suplir una deficiencia anatómica o funcional.

Si el injerto se coloca en su localización anatómica normal, el procedimiento se conoce como trasplante ortotópico, y si se coloca en un sitio diferente, se denomina trasplante heterotópico. Un injerto trasplantado de un individuo al mismo individuo se denomina trasplante autógeno o autotrasplante; si se efectúa entre dos individuos genéticamente idénticos, trasplante singénico o isotrasplante; si se realiza entre dos individuos genéticamente diferentes de la misma especie, trasplante alogénico o alotrasplante; y, por último, si se produce entre individuos de diferentes especies, se denomina trasplante xenogénico o xenotrasplante.

El trasplante de órganos sólidos entre dos individuos diferentes –singénico o, más comúnmente, alogénico– es el tratamiento de elección en las fases irreversibles de la insuficiencia fun­cional de diferentes órganos, suponiendo, en casos como los del corazón o el hígado, el único tratamiento posible. Esto dos, junto a riñón y pulmón, son los dos órganos más frecuentemente trasplantados. El acto de generosidad que supone la donación altruista de un órgano permite salvar o prolongar la vida de muchas personas en situaciones de salud límite.

Afortunadamente, España se sitúa a la cabeza de los países del mundo en número de trasplantes realizados, siendo un referente en esta disciplina. El importante respaldo de la Administración Pública –que, a través del Sistema Nacional de Salud, cubre todos los costes económicos asociados– y la impagable labor que realiza la ONT u Organización Nacional de Trasplantes (organismo coordinador de carácter técnico, fundado en 1989 y dependiente del Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social, que se encarga de desarrollar las funciones relacionadas con la obtención y utilización clínica de órganos, tejidos y células) ha permitido alcanzar cifras de trasplantes hasta hace poco inimaginables.

En el año de celebración del 30 aniversario de la creación de la ONT, merece una reseña los datos de trasplantes publicados en los últimos meses. Finalizado el año 2018, se habían realizado en España un total de 5.318 trasplantes de órganos, que resulta en una tasa de trasplante de 114 por millón de población (pmp), la más alta del mundo. Estas cifras han sido posible gracias a 2.241 donantes (48 pmp, frente a los 22 pmp de media en la UE y los 32 pmp en EE.UU.), con un tercio de las donaciones habiéndose realizado en asistolia.

En total, en 2018, se han realizado en nuestro país 3.310 trasplantes renales, 1.230 hepáticos, 369 de pulmón, 321 cardíacos, 82 de páncreas y 6 de intestino. Según la ONT, estos datos suponen 6 donantes y 14,6 trasplantes diarios. Y son cifras que se prevén que sigan al alza, pues el mayor crecimiento en el número de trasplantes y donantes se ha vivido en los últimos cinco años. Para contribuir al progreso de esta disciplina clínica, la ONT ha puesto en marcha el “Plan 50×22”, que persigue alcanzar los 50 donantes pmp y superar los 5.500 trasplantes en el año 2022.

Cabe subrayar el hecho de que el proceso de trasplante, que en España está regulado por el Real Decreto 1723/2012, de 28 de diciembre, por el que se regulan las actividades de obtención, utilización clínica y coordinación territorial de los órganos humanos destinados al trasplante y se establecen requisitos de calidad y seguridad, no se refiere exclusivamente al acto quirúrgico en que se “implanta” el órgano donado, sino que implica un proceso temporal amplio de medicación pre- y postrasplante enfocada al objetivo de prevenir o atenuar el rechazo del órgano.

Con las actuales técnicas quirúrgicas y tratamientos inmunosupresores se consiguen altas tasas de éxito. Por ejemplo, cabe destacar que, de forma general, la supervivencia media del trasplante renal supera actualmente el 94% al primer año, y se sitúa en torno al 86-92% a los 5 años y al 72-78% a los 10 años (Dávila, 2016; Martínez-Mier, 2016).

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Figura 1. Trastornos patológicos de la inmunidad.

A pesar de las mejoras alcanzadas en los tratamientos, aún existen dos importantes retos. Por un lado, la elevada morbimor­talidad asociada al tratamiento inmunosupresor de por vida para mantener dicho trasplante, manifestada a nivel cardiovascular, con infecciones oportunistas y la aparición de tumores, entre otros muchos problemas de salud. Y por otro, la aparición de recha­zo inmunológico (o aloinmunidad) agudo y crónico, que en muchos trasplantes conducen a la pérdida del injerto, como consecuencia de un exceso de inmunidad frente a tejidos extraños al individuo.

Una visión global de los trastornos por exceso y por defecto de la inmunidad se refleja en la Figura 1.

LA INMUNOLOGÍA DEL TRASPLANTE

A grandes rasgos, se puede establecer una dicotomía en las respuestas del sistema inmunitario humano frente a microorganismos infecciosos u otras moléculas de origen exógeno.

Por un lado, la inmunidad innata o nativa o inespecífica comprende estructuras anatómicas, células fagocitarias y eosinofílicas en sangre y tejidos, y algunas células linfoides como células citotóxicas naturales o natural killer. Está integrada también por proteínas de los sistemas biológicamente activos del complemento, de la coagulación y fibrinólisis sanguíneas y de las cininas, es decir, todos aquellos sistemas que participan de manera primordial en el desarrollo inicial de la inflamación tisular. Estas primeras barreras están presentes antes de la exposición del individuo y no discriminan entre la mayoría de sustancias exógenas, sin aumentar tampoco tras la exposición.

Por otro lado, otra serie de mecanismos adicionales de defensa pueden ser inducidos o estimulados por la exposición del individuo a ciertas sustancias exógenas denominadas antígenos; constituyen la llamada inmunidad adquirida o adaptativa o específica, caracterizada por su elevada especificidad en el reconocimiento de moléculas inductoras y por aumentar en magnitud con exposiciones sucesivas a antígenos concretos. Ésta se media por la participación de células linfoides cuyas membranas están provistas de receptores que les permiten identificar, conjugar y activarse por un epítopo (determinante antigénico) exclusivo. Dichas células responden a un estímulo específico induciendo la producción de células efectoras (inmunidad celular) o sintetizando moléculas de anticuerpos (inmunidad humoral), ambas con la capacidad de reaccionar en forma estricta con el epítopo que determinó la activación inicial del sistema (Ayala, 2008).

Por su relevancia en el trasplante de órganos, la inmunidad adquirida centrará el foco de los siguientes apartados.

TOLERANCIA INMUNOLÓGICA

Se define como la ausencia (o atenuación) de respuesta del sistema inmunitario, tanto a nivel de linfocitos T como de linfocitos B, frente a un antígeno en particular, y comienza tras el primer contacto con éste. Existe una tolerancia inmunológica central y una tolerancia periférica, y se puede establecer para antígenos propios (tolerancia a lo propio o auto­tolerancia) o, como es el caso del trasplante, para an­tígenos extraños (tolerancia a lo ajeno). Se trata, por tanto, de un fenómeno adquirido que discrimina entre lo propio y lo extraño y que va a regular las complicaciones relacionadas con el rechazo a los órganos trasplantados.

Células implicadas en la tolerancia inmunológica

Los linfocitos son las principales células del sistema inmunitario implicadas en la tolerancia inmunológica, la cual se basa fundamentalmente en la eliminación de los clones celulares autorreactivos de los órganos linfoides primarios y en mecanismos supresores periféricos. De entre ellos, los linfocitos T son los mayoritarios, y se clasifican en tres subgrupos similares en morfología, pero distintos desde el punto de vista fenotípico y de producción de proteínas: linfocitos T cooperadores o helper (Th), T citotóxicos (Tc) o T supresores (Ts).

Fenotípicamente, la población Th se caracteriza por la presencia en su su­perficie de la molécula CD4, y se subdivide en células Th1, Th2, Th17, Th9 y linfocitos T reguladores. En presencia de factores de creci­miento y citocinas específicas, sus precurso­res celulares –células Th0– interaccionan con las células del sistema inmunitario innato y pueden diferenciarse hacia las distintas líneas, con diferente capacidad reguladora y productora de citocinas, y relacionadas con distintos efectos y patologías (Figura 2).

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Figura 2. Diferenciación de las células Th, perfil de producción de citocinas, función efectora y patologías relacionadas. AR: artritis reumatoide; DM: diabetes mellitus; EM: esclerosis múltiple; IFN: interferón; IL: interleucina; LT: linfotoxina; TGF: factor de crecimiento transformante; Treg: linfocitos T reguladores.

De forma específica, los linfocitos T reguladores (T reg) –que derivan del timo y constituyen el 5-10% del total de linfoci­tos en sangre periférica– contribuyen al con­trol de la respuesta inmunitaria por varios mecanismos, tanto a nivel de inducción y expresión de células T, como a nivel de células dendríticas en la expresión de citocinas y moléculas coestimuladoras, jugando un papel clave en la inmuno-tolerancia. La mayoría de las células Treg comparten el fenoti­po CD4+/CD25+ y utilizan mecanismos que incluyen tanto la secre­ción de IL-10 y TGF-β1 (citocinas inmunosupresoras) como el contacto célula-célula, siendo capaces de reaccionar con péptidos derivados tanto de tejidos propios como de antígenos extraños.

Los linfocitos Tc expresan en su superficie la mo­lécula CD8 y son los responsables de los fenóme­nos de respuesta inmune de citotoxicidad mediada por células. Este sistema es fundamental frente a infecciones virales, bacterianas y parasitarias, así como frente al crecimiento de células tumorales y también en las respuestas de rechazo a órganos. Al igual que las células Th, las células Tc se subdividen en Tc1 (secretan IFN-γ pero no IL-4) y Tc2 (secretan IL-4 pero no IFN-γ). Ambas poblaciones tienen la mis­ma función citolítica pero, cuando se cultivan junto a células CD4+, los clones Tc1 inducen células Th1 y los Tc2 inducen células Th2. Por último, los linfocitos Ts son también CD8+ y su función es reguladora de la res­puesta inmune humoral y celular (Barbarroja, 2011).

Mecanismos inmunológicos de tolerancia a lo propio

La tolerancia a lo propio o autotolerancia es un proceso que se adquiere durante el desarrollo de los linfocitos T y B en los órganos linfoides primarios (tolerancia central) y en la periferia (tolerancia periférica), por eliminación o inactivación de los clones celulares potencialmente autorreactivos. Los fallos en los mecanismos de autotolerancia conducen irremediablemente a enfermedades autoinmunes.

La idea de la tolerancia central nació de los trabajos originales de Burnet y Fenner (Burnet, 1949), y fue definida más convenientemente en posteriores trabajos de otros autores (como Lederberg, 1959), los cuales permitieron consolidar el concepto de que las células inmunitarias “respetan” o regulan su funcionalidad a la baja cuando reconocen antígenos propios. La autotolerancia es un proceso activo que acontece a diversos niveles de diferenciación en los linfocitos T y B, y, de forma general, se media por los mecanismos siguientes:

  • Deleción clonal central: las células B y T inmaduras cuyos receptores reconocen con alta especificidad autoantígenos principalmente en médula ósea y timo (órganos linfoides primarios) inician procesos de muerte celular por apoptosis. Este proceso elimina las células T y B autorreactivas frente a autoantígenos de distribución ubicua –que son presentados por las células dendríticas en conjunción con las moléculas del complejo mayor de histocompatibilidad (CMH) del hospedador–, impidiendo su potencial respuesta al ser expuestas a esos antígenos en la periferia (Anderson, 2017).

La tolerancia central es fundamental para las células T, y se consigue a través dos procesos consecutivos y complementarios que acontecen en distintas partes del timo. La selecciónpositiva que se produce inicialmente en la corteza permite seleccionar los timocitos que poseen una afinidad baja o intermedia para el autoantígeno. La posterior selección negativa en la médula es la que realmente asegura la eliminación clonal de células T que presenten receptores de alta afinidad, y está mediada por la expresión de antígenos específicos de tejido en células epiteliales del timo medular.

Sin embargo, hay autoantígenos de expresión tisular restringida (por ejemplo, la proteína básica de la mielina) que, al no ser expresados en células de estos órganos linfoides, o no en suficiente cantidad, no provocan la eliminación de los linfocitos T capaces de reconocerlos, que migrarán de los órganos primarios hacia la periferia. Recientemente, se ha descrito que en este proceso juega un papel vital el elemento de respuesta autoinmune (Aire), que es un factor de transcripción que controla la expresión en órganos linfoides primarios (timo) de algunos antígenos periféricos órgano-específicos, como, por ejemplo, la insulina2. Se cree que su expresión lleva a una mayor deleción de la población de células T CD4 naïve o su diferenciación a células Treg, y una deficiencia genética de Aire se relaciona con un estado global de autoinmunidad (Passos, 2018).

  • Anergia o inactivación clonal: cuando las células B y T madu­ras autorreactivas reconocen antígenos en la superficie de las células presentadoras de antígeno3 (CPA, entre las que se incluyen las células dendríticas), pero en ausencia de señales de coestimulación, se vuelven anérgicas y pierden la capacidad de respuesta frente al antígeno. Estas células anérgicas expresan moléculas de Fas4 en su superficie y, cuando interaccionan con células que expresan FasL, sufren apoptosis. De este modo, la de­leción clonal también puede ocurrir en la periferia y afectar a células previamente anergizadas.
  • Diferenciación a células T reg negati­vas: el timo también sirve como lugar de desarrollo de una subpoblación de células CD4+ con la capacidad de inhibir a las células T auto-reactivas que escapan al mecanismo de deleción. Por esta vía, el reconocimiento de un antígeno en la superficie de las CPA in­duce en el linfocito T reconocedor de antígeno su diferenciación hacia la producción de TGF-β e IL-10, citocinas que suprimen las respuestas de otros lin­focitos T que reconocen antígenos presentados por las mismas CPA.

La molécula coinhibidora B7-H1 (también llamada PD-L1), molécula de membrana expresada sobre las CPA, es capaz de inducir apoptosis en células T activadas que reconocen el antígeno presentado por las CPA. B7-H1 es expresada en macrófagos y parece que está implicada en el mantenimiento de la tolerancia a autoantígenos. El ligan­do de B7-H1 es la molécula de muerte programada-1 (PD-1) que, como CTLA-4, son coestimuladores claves que inducen una regulación negativa en las respuestas linfocitarias T, para suprimir y controlar a las células T auto­rreactivas (Gibbons, 2017).

Como se ha sugerido previamente, las células T supresoras o reguladoras negativas (células Treg) son una subpoblación caracterizada por expresar los antígenos CD4, CD25 y CTLA-4, y también el factor de transcripción FoxP3 y un gen relacionado con la familia del receptor de glucocorticoides inducido por TNF (GITR), estrechamente ligados a la diferenciación tímica y expansión central y periférica de las células Treg (Ronchetti, 2015).

Estas células son responsables del establecimiento de una tolerancia dominante frente los antígenos propios: cuando son activadas en sangre periférica a través de su receptor para el antígeno, suprimen la activación y la proliferación de otros linfocitos T. De hecho, se ha comprobado que la eli­minación de la población CD4+/CD25+ provoca varias enfermedades autoinmunes en cepas susceptibles de ratón, así como induce una potente inmunidad anti­tumoral. Las células Treg liberan IL-10 para controlar el número de linfocitos T CD4+, produciéndose así menor cantidad de IL-2, que restringe la expansión de célu­las T autoagresivas. Las células Treg también segregan TGF-β, que suprime respuestas y, de forma indirecta, induce a los linfocitos Th1 a producir IL-10, revirtiendo la inflamación mediada por estas células Th1.

Autotolerancia eN linfocitos T

A nivel central, según se ha comentado, la tolerancia se consigue mediante la deleciónclonal de los timocitos que reconocen antí­genos propios (selección negativa). Los autoantígenos que escapan a este mecanismo central provocan me­canismos de tolerancia a nivel periférico, entre los que destaca la inactivación o anergia clonal, que se consigue en ausencia de un contexto de infección, eliminándose así las señales coestimulado­ras de las CPA a los linfocitos Th o de los linfocitos Th a los linfocitos T citotóxicos.

Cabe destacar que, en relación a los linfocitos T, no solo se produce deleción clonal central, sino que cobra importancia la eliminación de linfocitos T autorreactivos por deleción clonal en órganos inmu­noprivilegiados (sistema nervioso central, ojo, ovarios y testículos). Las cé­lulas de estos tejidos expresan el ligando de Fas (CD95L o FasL) que se une al Fas (CD95) de los linfocitos T citotóxicos autorreactivos destruyéndolos por apoptosis.

Un segundo mecanismo de autotolerancia periféri­ca es la inmunoignorancia o ignorancia de antíge­nos propios, que se puede producir por: a) una baja concentración de los mismos que no supere el umbral de detección por parte del sistema inmunitario; b) su presentación por CPA carentes de moléculas de histocompatibilidad HLA-clase II o por células que no expresen moléculas coestimuladoras (B7); y c) su inaccesible localización, es decir, mediante su separación física de los linfocitos T por interposición de membranas naturales del organismo, como ocurre con la barrera hematoencefálica en el sistema nervioso central (SNC), que otorga a este sistema su calificación de órgano inmunológicamente privilegiado.

Un tercer mecanismo para inducir autoto­lerancia periférica a nivel de células T es por supresión, que es por el cual se produce, por ejemplo, la tolerancia a los antíge­nos ingeridos por vía digestiva, y es clave en las alergias de origen alimentario. En este mecanismo parece que se implican las células Treg que regularían o suprimirían a otros linfocitos T tras la producción de citocinas inhibitorias como la IL-10 o el TGF-β (du Pré, 2011).

En general, la activación sostenida de la mayoría de las células T CD8+ (T citotóxicas y T supresoras) requiere de la presencia de células ayudantes Th CD4+; en su ausencia, las células CD8+ permanecen inactivas ante la presencia del antígeno. Se cree que las células Th auxiliares deben activarse primero antes de que puedan facilitar la activación de células B o células T CD8+. En definitiva, la activación o no de las células Th por el autoantígeno determina si se genera o no una respuesta inmunitaria celular mediada por linfocitos T (Bretscher, 2014).

Autotolerancia eN LINFOCITOS B

De manera similar a lo que ocurre para los linfocitos T en el timo, durante su proceso de maduración en la médula ósea, las células B inmaduras que expresan en su superfi­cie receptores específicos para componentes propios son eliminadas por selección negativa o inactivación. Cuando el autoantígeno reconocido por estos linfocitos B inmaduros es una molécula en la superficie de las CPA propias, su eliminación tiene lugar por apoptosis o muerte celular programada al cabo de 1-3 días (deleción clonal), y antes de salir de la médula; para la deleción clonal de células B, la presentación multivalente de antígenos es más efectiva que la monovalente. No obstante, si el an­tígeno reconocido se encuentra en forma soluble, el linfocito pre-B que lo une queda en una situación de anergia o inactivación clonal.

Si, a pesar de estos dos mecanismos centrales, los linfocitos B autorreactivos pasan a circulación, la tolerancia periférica se consigue con la au­sencia de linfocitos Th autorreactivos que colaboren con ellos. También se ha descrito anergia clonal periférica cuando los receptores del linfocito B tienen un alto grado de ocupación. Así, cuando hay altas concentraciones de un antígeno soluble monomérico, se induce un cambio importante en la membrana debidos a reordenamientos genéticos que resultan en un descenso notable del número de IgM, lo cual condiciona que no sean capaces de interaccionar adecuadamente con otros linfocitos y desciende significativamente su vida media (hasta sólo 3-4 días, frente a las 4-5 semanas de vida normal de un linfocito B periférico) (Crespo, 2013).

Mecanismos inmunológicos de tolerancia a lo ajeno

La respuesta inmunitaria a lo ajeno nos defiende de numerosos antígenos externos (incluyendo patógenos) y, por ello, también de la implantación de órganos o tejidos procedentes de otros individuos. Así, la tolerancia que se establece por el sistema inmunitario hacia antígenos ajenos es la que permite la supervivencia de un órgano trasplantado. Los fallos en esos mecanismos de tolerancia regirán el llamado rechazo inmunológico.

Es necesario subrayar que el rechazo inmunológico está mediado por el hecho de que, en general, todos los tejidos trasplantados de individuos genéticamente diferentes (exceptuando, pues, el trasplante singénico entre gemelos homocigóticos) sufren un proceso inflamatorio fruto de una respuesta inmunitaria específica celular –sobre todo mediada por linfocitos T y macrófagos– y humoral –debida a los anticuerpos sintetizados y liberados por las células plasmáticas derivadas de linfocitos B activados–. La respuesta inmunitaria alogénica o aloinmune (así denominada por tratarse de tejidos provenientes de individuos de la misma especie) puede destruir el injerto por varios mecanismos, que se tratarán más adelante en este informe.

Entre los mayores responsables de casi todas las reacciones de rechazo intenso o rápido a trasplantes se encuentran las moléculas del complejo mayor de histocom­patibilidad (CMH)5, codificadas en el brazo corto del cromosoma 6. Las moléculas CMH presentes en el órgano del donante (alomoléculas) pueden activar a los linfocitos T alorreactivos del receptor una vez que son presentadas a estos por dos vías:

  • Presentación directa: se produce un alorreconocimiento por el linfocito T de la molécula CMH no procesada y presentada por una CPA del donante, a través de una unión directa debido a la similitud estructural con las moléculas CMH del receptor.
  • Reconocimiento indirecto: las alomoléculas del CMH son captadas y procesadas por las células presentadoras de antígenos (CPA) dando lugar a fragmentos peptídicos que se unen a las propias moléculas CMH del recep­tor. Esta es la misma situación que se produce con cualquier antígeno proteico extraño, como los mi­crobianos.

Por otro lado, el alotrasplante contiene CPA, tales como células dendríticas, que migran junto a los aloantígenos del injerto (u órgano trasplantado) hasta los ganglios linfáticos regionales del receptor, donde son reconocidas por las CPA del receptor. Allí los antígenos exógenos son procesados y expresados junto a las moléculas CMH (o HLA) del receptor para su posterior presentación a los linfocitos T circulantes del receptor, que se activarán. Grosso modo, es esa activación de los linfocitos alorreactivos y su migración junto a las CPA del receptor hasta el injerto la causa que subyace al rechazo.

Cada una de las células T muestra miles de receptores diferentes (T-cell receptors) en su superficie y puede unirse, por mediación de la molécula CD3 a que está acoplado, a miles de complejos HLA-péptido. Además de la formación de estos complejos, varias moléculas de la superficie del linfocito T interactúan con las CPA, aportando señales secundarias que se requieren para la activación completa de los linfocitos T y su estimulación para una respuesta adecuada (Holt, 2017).

Por efecto de esa activación, los linfocitos T atacan a las células del aloinjerto a través de dos mecanismos. Las células CD4+ (Th) alorreactivas del receptor se diferencian en células efectoras produc­toras de citocinas que lesionan el injerto mediante reacciones similares a las de hipersensibilidad retardada, siendo las más importantes en el rechazo crónico de aloinjertos. Se ha sugerido que en la respuesta inmunitaria y tolerancia al trasplante tienen un importante papel las células Treg derivadas del timo, pero sobre todo, las células Treg generadas en respuesta a la presencia persistente de aloantígenos.

En cambio, los linfocitos citotóxicos CD8+ activados por la vía directa se diferencian en linfocitos Tc, cuya función consiste en eliminar células nucleadas del injerto que expresan alomoléculas del CMH de clase I. Son estas, por tanto, las células más importantes en el en el rechazo agudo. Los linfocitos T CD8+ activados por vía indirecta se limitan al CMH propio, por lo que no pueden eliminar de manera directa las células extrañas del injerto.

Por otro lado, la unión entre los linfocitos B del receptor –tras una identificación específica por parte de sus receptores de membrana– con las moléculas de HLA del donante, seguido de la interacción con células T conducen a esos linfocitos B a la producción de inmunoglobulinas contra el HLA del donante. Tales anticuerpos se podrán unir a las moléculas HLA del injerto y desencadenar la destrucción de esas células extrañas a través de la cascada del complemento y la unión de las células citotóxicas naturales o natural killer (Stolp, 2019).

El reto en el campo de los trasplantes es, en resumen, inducir, frente a los antígenos externos o aloantígenos, los mismos (o similares) mecanismos inmunológicos descritos en la anterior sección para la tolerancia a antígenos propios, que resulten en la deleción o anergia de células T aloespecíficas para que no respondan frente al órgano trasplantado.

RECHAZO DE ALOINJERTOS

Como se ha sugerido anteriormente, el rechazo inmunitario a los órganos trasplantados se produce principalmente a través de las acciones de linfocitos CD4+ alorreactivos, linfocitos CD8+ alorreactivos y aloanticuerpos, que producen ese efecto por mecanismos diferentes. En base a la experiencia clínica desarrollada sobre todo en trasplantes renales, la división clásica del rechazo de órganos trasplantados establece tres tipos según sus características histopatológicas y su evolución temporal: rechazo hiperagudo, rechazo agudo y rechazo crónico. No obstante, los mecanismos subyacentes no han sido completamente elucidados.

Rechazo hiperagudo

El rechazo hiperagudo ocurre entre los primeros minutos y las primeras horas postrasplante y se debe a una oclusión trombótica de la vasculatura del injerto (anastomosis entre los vasos del receptor y los del injerto).

La causa principal es la existencia en la circulación del huésped de alo-anticuerpos preformados que se unen a los antígenos del grupo sanguíneo AB0 endoteliales –también expresados sobre los hematíes– del donante o a antígenos de las moléculas del CMH. Éstos migran al interior del órgano trasplantado –donde reclutarán a células proinflamatorias– y se unen al endotelio, provocando una activación del complemento que origina una lesión en las células endoteliales y la exposición de las proteínas de la membrana basal subendotelial, que conlleva la activación de las plaquetas vasculares. Además, la estimulación de células endoteliales origina la secreción de formas de factor de von Willebrand de alto peso molecular que intervienen en la adhesión y agregación plaquetarias.

Todo ello, junto a otros procesos celulares conducentes a la coagulación (por ejemplo, la vesiculación en la membrana de plaquetas y células endoteliales, que conduce a la salida de partículas lipídicas, o la pérdida por parte de células endoteliales de proteoglicanos de superficie con actividad anticoagulante como el heparán sulfato), contribuye a la rápida trombosis y oclusión intravascular que desemboca en isquemia irreversible del injerto por necrosis de la pared vascular.

Actualmente, la rigurosa selección del grupo sanguíneo del donante y el estudio de su compatibilidad con el receptor han permitido superar esta causa de rechazo hiperagudo en los trasplantes. Sin embargo, aunque también se han minimizado con las modernas técnicas de evaluación de la reactividad cruzada, sí se observan algunos casos de rechazo por la existencia de anticuerpos IgG dirigidos contra aloantígenos proteicos –como moléculas del CMH u otros de células de endotelios vasculares– que han sido sintetizados en exposiciones previas a aloantígenos, como trasfusiones sanguíneas, trasplantes anteriores6 o embarazos múltiples. Si el título de aloanticuerpos es bajo, el rechazo hiperagudo se desarrolla de forma más lenta (siempre antes que el rechazo agudo), en varios días, denominándose rechazo acelerado.

Rechazo agudo

El rechazo agudo acontece en un período de varios días (generalmente tras la primera semana) a meses postrasplante, como consecuencia de un proceso de inflamación intersticial del injerto debido a la lesión vascular y de células parenquimatosas en que intervienen una respuesta celular (linfocitos T) y una respuesta humoral (los anticuerpos).

Las células principalmente implicadas en el rechazo agudo son los linfocitos T CD8+ y los linfocitos T CD4+ capaces de responder frente a aloantígenos de las células endoteliales y parenquimatosas del injerto (moléculas CMH que son presentadas, tras su procesamiento, por CPAs). Por un lado, los linfocitos CD8+ alorreactivos reconocen y producen la lisis directa de las células del injerto de una forma altamente es­pecífica, siendo la forma predominante de producción de rechazo agudo. Por otro, los linfocitos CD4+ influyen en el rechazo agudo a través de la secreción de citocinas que atraen y activan células inflamatorias e inducen reacciones de hipersensibi­lidad de tipo retardado. Los aloanticuerpos intervienen cuando en el injerto hay antígenos de la pared vascular, mediante la inducción de la activación del complemento y el reclutamiento de neutrófilos que también desencadena la isquemia trombótica del injerto (Choudhary, 2017).

A nivel histológico, existe una necrosis transmural de las paredes vasculares del injerto, distinta de la necrosis de pared vascular típica del rechazo hiperagudo. El hallazgo inicial es la endotelitis microvascular, seguida de arteritis de la capa íntima de las arterias de me­diano calibre, que ya supone un signo de rechazo grave y que conduce a una insuficiencia aguda del órgano, si no se trata a tiempo.

Pues­to que las células endoteliales son las primeras dianas para los linfocitos T, cuanta más vascularización tenga el órgano trasplantado, más posibilidades tiene de ser destruido por rechazo agudo, tal es el caso del tejido renal. Se comprende, además, que terapias que deplecionan la circulación periférica de leucocitos (principalmente células T) son eficaces en la prevención y reversión del rechazo agudo, mejorando los resultados a largo plazo para el injerto y para el paciente.

Rechazo crónico

El rechazo crónico tiene lugar en un periodo de tiempo prolongado de varios meses o años (habitualmente entre 6 meses y 1 año) posteriores al trasplante, y se caracteriza por la presencia de fibrosis y alteraciones vasculares que llevan a la pérdida de funcionalidad del órgano. A día de hoy, representa la principal causa de rechazo y su manejo y prevención en la práctica clínica es el gran reto que centra el grueso de investigaciones en torno a la óptima inmunosupresión postrasplante.

El mecanismo fisiopatológico que hay detrás de este tipo de rechazo no se ha caracterizado por completo. Se atribuye a un mecanismo multifactorial que involucra reacciones inmunitarias como la secreción de citocinas profibróticas por células T activadas y la producción de alo-anticuerpos (por células de la estirpe B) que activan la vía clásica del complemento y llevan a un daño crónico del órgano, pudiendo suponer la cicatrización tras la necrosis celular parenquimatosa del rechazo agudo (que suele considerarse como un factor de riesgo de rechazo crónico al iniciar el proceso de fallo funcional).

La causa más importante de rechazo crónico en órganos vascularizados parece ser la oclusión arterial secundaria a la proliferación de células musculares lisas de la capa íntima endotelial, proceso conocido como arteriosclerosis acelerada (o arteriosclerosis del injerto), siendo típica de trasplantes cardíacos y renales.

Este proceso es una forma especial de hipersensibilidad retardada crónica a nivel del parénquima del órgano, en que los linfocitos T se activan por aloantígenos de la pared vascular del injerto y provocan que los macrófagos se­creten factores de crecimiento de las células musculares lisas, como IFN-γ. No obstante, en la aparición del rechazo crónico cobran mayor importancia los linfocitos T CD4+ alorreactivos y los linfocitos B frente a los linfocitos T CD8+.

La histología de este tipo de rechazo depende del órgano trasplantado. Como ejemplo, en un trasplante de pulmón, el rechazo crónico se manifiesta como un engrosamiento de las vías respi­ratorias de pequeño calibre (bronquiolitis obliteran­te); en un trasplante de hígado, como una vía biliar fibrosada y no funcional (síndrome de la vía biliar evanescente); y en un trasplante de riñón, con oclu­sión de la luz vascular por células musculares lisas y aparición de tejido conectivo en la íntima vascular (nefroangiosclerosis).

Una explicación más detallada a nivel molecular de los mecanismos de tolerancia inmunológica y de respuesta inmunitaria del receptor frente a los aloantígenos del trasplante, así como de las particularidades de las funciones desarrolladas por todos los tipos celulares implicados, está fuera del objetivo de la presente revisión. Diversos artículos de revisión han tratado estos temas en profundidad en los últimos años (Heeger, 2012; González-Molina, 2016; Waldmann, 2016; Cozzi, 2017; Montgomery, 2018; Stolp, 2019).

LA Inmunosupresión en el TRASPLANTe

Antecedentes históricos

Si bien hay referencias de intentos de trasplantes de incluso 600 años antes de Cristo, los trasplantes de órganos constituyen uno de los más relevantes logros terapéuticos del siglo XX. Esta operación venció las barreras técnicas en 1936, cuando el ruso Yu Yu Voronoy realizó el primer trasplante renal en humanos al aplicar las anastomosis vasculares desarrolladas en Lyon (Francia) por Mathieu Jaboulay y Alexis Carrel, descritas en 1902 (Hamilton, 1984).

Pero fue en diciembre de 1954 cuando se llevó a cabo con éxito el primer trasplante (renal) de que se tiene constancia y que corroboró la plausibilidad de la técnica. Se realizó en el hospital Peter Bent Brigham de Boston entre dos gemelos genéticamente idénticos, por lo que no hubo necesidad de inmunomodulación. Fue la puerta de entrada que estimuló la investigación en el campo clínico del trasplante y la inmunosupresión farmacológica, necesaria para conseguir trasplantes entre individuos genéticamente diferentes, lo cual se consideró una barrera insuperable hasta finales de la década de los 50.

Previamente, varios descubrimientos científicos arrojaron luz sobre el proceso de inducción de la tolerancia inmunológica. Por ejemplo, Brent y Medawar demostraron que el rechazo de los órganos trasplantados está mediado por componentes celulares del receptor: en sus experimentos, ratones adultos podían tolerar injertos de piel si, en estado embrionario o neonatal, recibían por vía intraperitoneal una administración de células linfoides. Esta técnica no fue exitosa para inducir tolerancia a trasplantes en humanos, pero promovió otros trabajos como los de Mitchison, que confirmaron el papel de la inmunidad celular como mecanismo efector crucial del rechazo (Mitchison, 1953). Además, Miller confirmó el papel del timo en ese proceso – ratones timectomizados en su etapa neonatal sufrían depleción de leucocitos y carecían de capacidad para rechazar aloinjertos de piel – y tres estudios independientes describieron por primera vez en esa década la existencia de los antígenos de leucocito humano (HLA) (Ayala, 2008).

Respecto a la terapéutica inmunosupresora, durante los años 50 se empleaban dosis sub-letales de irradiación del cuerpo completo combinadas con cortisona. Eran tratamientos que, a pesar de que aportaban una adecuada inmunosupresión, producían una aplasia medular grave que desembocaba en la muerte de los pacientes como consecuencia de numerosas infecciones.

El punto de inflexión tuvo lugar en 1959, cuando se descubrió que la 6-mercaptopurina (6-MP) – empleada para tratar la leucemia linfocítica aguda – suprimía el sistema inmunitario. Poco después, se realizó el primer ensayo clínico con una combinación de corticosteroides y 6-MP, que obtuvo tasas de supervivencia del aloinjerto a un año en el rango del 40-50%.

Unos años más tarde, la 6-MP fue reemplazada por su profármaco azatioprina, que se mostró igual de efectivo pero menos tóxico; fue el fármaco inmunosupresor empleado en el primer trasplante de un órgano cadavérico en 1962, cuyo receptor sobrevivió un año. Además, se introdujo la globulina antitimocítica, primero para tratar los episodios de rechazo resistentes a los corticosteroides y luego como parte de los protocolos de inducción. En los posteriores ensayos clínicos, se alcanzaban ya tasas de supervivencia del injerto a un año en torno al 70%.

A principios de la década de 1980, se produjo el segundo gran hito en la historia de la inmunosupresión clínica con la introducción de la ciclosporina, que aumentó notablemente las tasas de supervivencia de los injertos a un año por encima del 80%, no solo para injertos renales sino también para otros órganos (van Sandwijk, 2013). Desde entonces, y especialmente en los últimos 20 años, el arsenal inmunosupresor se ha ampliado significativamente con la introducción de nuevos fármacos, como tacrolimus, micofenolato mofetilo o sirolimus, y anticuerpos monoclonales, como basiliximab o alemtuzumab.

En definitiva, el trasplante de órganos sólidos se ha visto históricamente limitado por el rechazo agudo que solía conducir a la pérdida de los injertos y a una limitada supervivencia postrasplante del paciente. Sin embargo, los avances introducidos en técnicas quirúrgicas, así como en la terapéutica inmunosupresora y en las pruebas de detección cruzada de moléculas de CMH, han mejorado muy significativamente esos resultados en los últimos años hasta tasas de rechazo agudo menores del 10%, permitiendo alcanzar y superar supervivencias de injerto y paciente receptor de más del 90% al año del trasplante, y tasas cercanas a ese nivel incluso a los 5 y 10 años (muy variable según tipo de órgano, país, centro hospitalario, etc.). Esto ha llevado a que el trasplante se erija como tratamiento de elección en muchos pacientes con insuficiencia orgánica terminal o que supondría, en caso de insuficiencia renal, diálisis de por vida.

Desafortunadamente, el rechazo crónico al injerto sigue siendo un fenómeno no comprendido completamente y, por tanto, no resuelto en un gran número de casos. Aunque su incidencia es rara, por ejemplo, en trasplantes hepáticos, constituye una causa principal en la pérdida de injertos renales. La supervivencia a largo plazo del trasplante continúa siendo un reto, habiendo sido su evolución más modesta desde los primeros días de los trasplantes.

Fármacos inmunosupresores

Los criterios empíricos que condujeron a la introducción en terapéutica de los primeros inmunosupresores han dado paso a búsquedas selectivas basadas en el cada vez más preciso conocimiento de los procesos biológicos implicados en la inmunidad, que ha conducido a una mayor especificidad de los fármacos, tanto en su diana biológica como en su mecanismo de acción, si bien sus efectos adversos siguen siendo el factor limitante de los tratamientos.

Los fármacos indicados en la prevención o reversión del rechazo en los trasplantes de órganos se podrían clasificar, a grandes rasgos, en tres grupos:

  1. Fármacos que interfieren sobre la acción del antígeno en el receptor del linfocito T. Este grupo incluiría a las globulinas antitimocíticas y antilinfocíticas, así como a todos los anticuerpos específicos (por ejemplo, basiliximab o alemtuzumab).
  2. Fármacos que interfieren en la transmisión del estímulo al núcleo celular. Impiden la transmisión del estímulo al núcleo celular – de forma que inhiben la expresión génica que conduciría a la síntesis de IL-2 y otras citocinas – o interfieren con la respuesta proliferativa al estímulo de la IL-2: corticosteroides, inhibidores de la calcineurina, o inhibidores de m-TOR.
  3. Fármacos que interfieren la división celular. Pretenden impedir la proliferación de células blancas (en este caso, los linfocitos T) afectando lo menos posible al resto: azatioprina, micofenolato de mofetilo, metotrexato y agentes alquilantes (ciclofosfamida).

Corticosteroides

Los corticosteroides han sido ampliamente empleados, además de con otros muchos fines terapéuticos, para alcanzar la inmunosupresión en pacientes trasplantados durante varias décadas. Poseen un mecanismo de acción muy amplio como moléculas inmunosupresoras y antiinflamatorias, siendo su acción inmunosupresora potente e inespecífica.

Ejercen su efecto mediante la inhibición de la función de los macrófagos y linfocitos sobre la capacidad quimiotáctica, el procesamiento y la presentación del antígeno, y la síntesis y liberación de IL-1 y de otras citocinas que activan a los linfocitos. Parece que también regulan la expresión de muchos genes relacionados con citocinas y factores de muerte programada en células T inmaduras, e interfieren con la capacidad del linfocito Th activado para producir IL-2 y, por tanto, impiden la propagación de la respuesta inmunológica. Sin embargo, aunque la IL-1 participa en la activación de los linfocitos B, los corticoides tienen un efecto limitado sobre la producción de anticuerpos.

La prednisolona, la prednisona y la metilprednisolona son los fármacos más comúnmente empleados en la clínica del trasplante. Todos se convierten a la prednisolona activa en el organismo y persisten durante periodos de 24 h (por lo que una única administración diaria es suficiente).

Si bien los regímenes posológicos de corticoides en inmunosupresión varían según los protocolos de práctica clínica de cada centro y el tipo de trasplante, la dosis más alta de esteroides se prescribe en el momento de trasplante. Siguen siendo fármacos de primera línea para tratar y prevenir el rechazo agudo celular del aloinjerto durante los primeros me­ses postrasplante en dosis progresivamente des­cendentes, aunque la evidencia sobre su sobre dosis o la duración del tratamiento en esta situación es limitada.

Los regímenes estándar de esteroides pueden incluir metilprednisolona por vía intravenosa a dosis iniciales de 250-1.000 mg (es común el cambio posterior a prednisona oral a 0,8-1 mg/kg/día en dos dosis diarias), seguida de una reducción gradual durante los 3-10 días siguientes. Dependiendo del tipo de trasplante, los corticoides pueden ser reducidos a una dosis de mantenimiento diaria de 2,5 a 5 mg/día. Regímenes de esteroides prolongados durante un período de 3 meses a 6 meses (unidos a una monitorización intensa de la funcionalidad orgánica) es el tratamiento estándar en los receptores de trasplante renal. Además, administrados en el periodo preoperatorio 1 hora antes de la administración de globulina antitimocítica, pueden minimizar el síndrome de liberación de citocinas asociado a ésta.

A pesar de la contrastada eficacia inmunosupresora, tienen múltiples efectos secundarios agudos y crónicos, principalmente sobre el metabolismo (intolerancia a la glucosa, aumento de peso, retención hidrosalina, osteoporosis, atrofia muscular, hipertensión, hiperlipidemia o inhibición del crecimiento, entre otros), derivados de la presencia de receptores de esteroides no solo en células linfoides sino en casi todos los tejidos del organismo. Todo ello, unido a la morbilidad asociada con la administración crónica (favorecen la recidiva viral y tumoral), restringe su empleo durante largos periodos de tiempo, pues en ocasiones acaba afectando negativamente a la supervivencia del injerto. Además, la calidad de vida del paciente puede afectarse negativamente debido al desarrollo de acné, hirsutismo y rasgos cushingoides.

Con el descubrimiento y la aplicación de nuevos inmunosupresores de mecanismo de acción más específico, en los últimos años muchos autores han sugerido que la sustitución de los costicosteroides puede contribuir a evitar los efectos adversos derivados de su uso. El uso de otros agentes inmunosupresores de inducción permite una menor dosificación de los mismos – pudiendo limitar el empleo de corticosteroides a las primeras semanas postrasplante – o incluso regímenes de terapia de mantenimiento sin esteroides (Castedal, 2018). En el caso de los niños, se tiende a prescindir de este grupo de fármacos para evitar alteraciones en el desarrollo (Fine, 2014).

No obstante, una extensa revisión sistemática de la Cochrane ha determinado que, en base a la evidencia disponible, no se puede aún concluir a favor o en contra de los beneficios de eliminar o sustituir estos agentes del tratamiento inmunosupresor (Fairfield, 2018). Además, la retirada brusca de los corticosteroides a menudo precipita una inmunidad exagerada que puede desencadenar el rechazo acelerado del injerto.

Inhibidores de la calcineurina

Son fármacos que suprimen la liberación de IL-2 y otras citocinas –IL-3, IL-4, TNF-α, CD40L, IFN-γ, etc.– al inhibir las acciones de la calcineurina intracelular, enzima que participa en la transducción de señales mediante la defosforilación del factor nuclear de células T activadas (NFAT) para inducir su síntesis (Figura 3). De tal forma, bloquean la diferenciación y proliferación de los linfocitos T citotóxicos (Tc).

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Figura 3. Papel de la calcineurina en la liberación de citocinas inducida por antígeno. CPA: células presentadora de antígeno; IP3: inositol trifosfato; MHCII: complejo principal de histocompatibilidad; PK: proteína cinasa; NF-AT: factor nuclear de activación de las células T.

En este grupo se incluyen la ciclosporina A (Sandimmun Neoral®, Sandimmun®, EFG) y el tacrolimus (Advagraf®, Envarsus®, Modigraf®, Prograf®, EFG) (Figura 4). Son los inmunosupresores más potentes y conforman el eje de la inmunosupresión –de mantenimiento, principalmente –, por ejemplo, del trasplante hepático en todas sus fases.

La ciclosporina es un péptido cíclico compuesto por 11 aminoácidos, originalmente obtenido de un hongo denominado Tolypocladium inflatum. Su administración se realiza por vía intravenosa o por vía oral7. Se emplea ampliamente en la profilaxis del rechazo de trasplantes tanto de órganos sólidos (riñón, corazón, hígado y pulmón) como de médula ósea. Como pauta más común en trasplante de órganos sólidos, se suelen administrar 10-15 mg/kg/día de ciclosporina en 2 dosis en las 12 horas previas al trasplante, manteniéndose durante 1-2 semanas postrasplante a dosis de 2-6 mg/kg/día. Si solo se administra en el periodo posoperatorio, generalmente se acompaña de otro inmunosupresor para evitar el rechazo agudo temprano.

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Figura 4. Estructura química de los dos fármacos inhibidores de la calcineurina disponibles.

Ejerce la inhibición de la calcineurina formando previamente un complejo por unión a la ciclofilina. En pacientes tratados con ciclosporina, se han descrito reducciones de hasta un 50% en la actividad de la calcineurina, manteniendo así un grado de respuesta inmune suficiente para mantener las defensas del huésped. Además, es el único inmunosupresor que no es citotóxico, por lo que no produce toxicidad medular y puede utilizarse durante el embarazo.

La ciclosporina experimenta una amplia distribución en las células sanguíneas y en el plasma. A pesar de que no penetra fácilmente a través de la barrera hematoencefálica, los trasplantados hepáticos con niveles bajos de colesterol en suero parecen tener un mayor riesgo de lesiones graves en el sistema nervioso central. La ciclosporina se metaboliza ampliamente en el intestino y por las isoenzimas hepáticas del citocromo P450 (CYP3A); se han aislado muchos metabolitos de entre los cuales AM1 es el metabolito predominante y ejerce el 10% del efecto inmunosupresor. Se excreta en la bilis y, por tanto, no se ve afectado por una posible insuficiencia renal del paciente (Holt, 2017).

Es un fármaco con un gran potencial de interaccionar con otros fármacos –especialmente en pacientes con disfunción hepática y edad avanzada–, como se tratará más adelante. Por ello, y debido a su compleja farmacocinética, la medición y el ajuste de los niveles plasmáticos de ciclosporina son críticos, variando los rangos terapéuticos en base a diversos factores, incluido el tipo órgano injertado y su toxicidad.

Respecto a sus efectos adversos, la nefrotoxicidad ocurre en un 25% de los pacientes (tanto en pacientes trasplantados de riñón como de otros órganos) y limita su uso; se ve incrementada en caso de administración intravenosa, por lo que la vía oral será preferible en la mayoría de casos. La ciclosporina produce un daño dosis-dependiente que afecta a las arteriolas aferentes renales, mediante una lesión endotelial reversible que conduce a una mayor contractilidad de las células mesangiales. Además, a los tres meses postrasplante también puede producir fibrosis intersticial irreversible. Mediante ambos mecanismos, conduce a una probable insuficiencia del injerto renal, que puede relacionarse con una excreción de sodio reducida, hipercalemia, acidosis hiperclorémica e hipomagnesemia, complicando aún más el manejo clínico de los pacientes. Algunos expertos han planteado la adición de otros inmunosupresores no nefrotóxicos –como ácido micofenólico o basiliximab– para reducir dosis y atenuar el daño renal por ciclosporina (Mathis, 2014).

La ciclosporina también presenta otras toxicidades no renales, entre las que destacan: un aumento de los niveles séricos de aminotransferasa y bilirrubina, colelitiasis, hirsutismo e hiperplasia gingival, e hiperlipidemia e intolerancia a la glucosa (que se asocian con la coadministración con esteroides). También se han notificado complicaciones neurológicas graves, como el síndrome de encefalopatía reversible y la mielinolisis pontina central (Harirchian, 2015).

Por su parte, tacrolimus es un agente macrólido descubierto en 1985 del caldo de fermentación de una muestra de suelo japonés que contenía la bacteria Streptomyces tsukubaensis. Desde su aprobación inicial en los años 90 por la FDA americana para la prevención del trasplante hepático y renal, su uso se ha extendido en el trasplante de distintos aloinjertos y también para el tratamiento del rechazo resistente a otros inmunosupresores.

A nivel celular, ejerce efectos similares a los de la ciclosporina, si bien la inhibición de la calcineurina está mediada por la unión del complejo previamente formado entre tacrolimus y FKBP128 y es 10-100 veces más potente. El efecto posterior es el mismo: bloquea la translocación al núcleo del NF-AT induciendo la apoptosis de linfocitos T alorreactivos y disminuyendo la actividad del AMPc dependiente de la proteína cinasa A. Como resultado, inhibe, entre otras, a la IL-2, de manera que minimiza la respuesta inmune.

Diversos estudios clínicos multicéntricos aleatorizados han evaluado el empleo de tacrolimus en la inmunosupresión de mantenimiento en trasplante de órganos sólidos, demostrando que es igual o más eficaz que regímenes de tratamiento basados en ciclosporina, y se asocia a un menor riesgo de rechazo agudo, de pérdida del injerto y de mortalidad del paciente, sobre todo durante el primer año postrasplante. La creciente evidencia ha motivado que sea un fármaco de primera línea en la mayoría de los centros para la prevención del rechazo a aloinjertos, normalmente administrado en la fase temprana postrasplante por vía oral a dosis de 0,10-0,30 mg/kg/día9. Puede asociarse a anticuerpos monoclonales como inductores previos y también a otros inmunosupresores (Shrestha, 2017).

Tacrolimus tiene una escasa biodisponibilidad oral, alcanzándose niveles plasmáticos generalmente bajos, cuyo pico máximo se produce a las 0,5-4 h. Se distribuye unido a albúmina y a la glicoproteína ácida α-1 y su alta lipofilia condiciona una extensa distribución tisular. Se metaboliza completamente en hígado por las enzimas del citocromo P-450 hepático –CYP3A4– (por lo que también puede participar en numerosas interacciones farmacológicas), con una semivida de eliminación en receptores de aloinjerto hepático de 8 horas; sus metabolitos se excretan en bilis. Por sus características farmacocinéticas, se recomienda iniciar el tratamiento con tacrolimus a las dosis más bajas eficaces para evitar el riesgo de toxicidad en pacientes ancianos o en aquellos con insuficiencia hepática o renal.

El perfil de efectos adversos de tacrolimus es dosis-dependiente y similar al de otros inmunosupresores en cuanto al riesgo de desarrollo de procesos malignos e infecciones. Como ciclosporina, puede provocar nefrotoxicidad y neurotoxicidad. Sin embargo, parece menos propenso que ésta a causar hipertensión o hipercolesterolemia, pero se asocia a un mayor riesgo de desencadenar diabetes mellitus insulino-dependiente (Muduma, 2016). Otras reacciones adversas descritas para tacrolimus han sido: hipercalemia, hipomagnesemia y síntomas gastrointestinales. En base a su estrecho margen terapéutico, también es necesario monitorizar y ajustar las concentraciones plasmáticas del fármaco de forma individualizada.

Ácido micofenólico

Tanto el micofenolato de mofetilo (Cellcept®, EFG) como el micofenolato sódico (Myfortic®, EFG)10 se convierten rápidamente in vivo a ácido micofenólico por hidrólisis hepática. El mecanismo de acción del ácido micofenólico (AMF) se basa en la interferencia de la síntesis de novo de purinas.

En células linfocitarias funcionales, se sintetizan nucleótidos de guanina y adenina a través de una vía mediada por la enzima inosina monofosfato deshidrogenasa. El AMF (Figura 5) inhibe esta enzima, provocando el agotamiento intracelular de nucleótidos y nucleósidos de guanosina que, en última instancia, supone una inhibición selectiva de la proliferación y expansión clonal de linfocitos T y B –dependientes de la ruta de novo en la síntesis de purinas–, con efectos mínimos sobre otros órganos.

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Figura 5. Estructura del ácido micofenólico.

Así, el efecto inmunosupresor del ácido micofenólico incluye la inhibición de las respuestas proliferativas de linfocitos T y B y de su estimulación por aloantígenos. Su potencia inmunosupresora es menor que la de los anticalcineurínicos, por lo que se suele emplear asociado a ellos (y a corticoides) en la profilaxis del rechazo agudo de trasplante renal, cardiaco y hepático, o como monoterapia en el manejo a largo plazo si es necesario suspender los inhibidores de la calcineurina por sus efectos se­cundarios, principalmente nefrotóxicos. Generalmente administrado por vía oral, las dosis normales se sitúan entre 1,5-3 g/días en 2 dosis durante los 3-5 días postrasplante (van Gelder, 2015).

El AMF se distribuye por el organismo unido en alto grado a albúmina, y se metaboliza e inactiva por glucuronidación a nivel hepático y renal, formando un metabolito glucurónido que se elimina por orina y se excreta en bilis. No obstante, puede volverse a generar AMF por hidrólisis. En pacientes con insuficiencia renal, el AMF puede acumularse y reconvertirse en la forma ácida activa, pudiendo provocar un efecto inmunosupresor o toxicidad excesiva. Por tanto, en estos pacientes se requiere monitorizar la función renal y ajustar las dosis convenientemente. No se recomiendan ajustes posológicos en caso de insuficiencia hepática.

En su perfil seguridad, destacan por su frecuencia los efectos adversos digestivos (diarrea, principalmente) y hematológico-medulares (provoca citopenias, a veces graves), si bien los signos de nefro-, neuro- y hepatotoxicidad son mucho menos frecuentes.

Además, el AMF y sus derivados se han asociado con un riesgo incrementado de abortos en el primer trimestre del embarazo y de malformaciones congénitas; tal riesgo ha sido objeto de evaluación por las agencias reguladoras. Se recomienda que las mujeres en edad fértil – quienes deben ser asesoradas al respecto – se sometan a un test de embarazo antes y durante el tratamiento, y que empleen métodos anticonceptivos eficaces durante todo el tratamiento con AMP y sus derivados, hasta al menos 6 semanas después de cesar el mismo (Jasiak, 2016).

Inhibidores de M-Tor

Actualmente, en España se dispone de dos fármacos inhibidores de la molécula diana de la rapamicina en mamíferos (m-TOR): everolimus (Certican®) y sirolimus (Rapamune®) (Figura 6). Gracias a ese mecanismo de acción, mediado por señales calcio-dependientes y señales calcio-independientes, interfieren con la señalización de la estimulación de linfocitos T –y, en menor medida de linfocitos B– inducida por la IL-2 (e IL-5). A diferencia de los inhibidores de calcineurina, no afectan a las fases tempranas sino que actúan en fases tardías de la activación de linfocitos T, concretamente impidiendo el paso de la fase celular G1 a la fase S y la división celular.

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Figura 6. Estructuras químicas de los inhibidores de m-TOR.

Ambos fármacos han demostrado sinergia inmunosupresora con ciclosporina y tacrolimus, con la ventaja de que no son nefrotóxicos ni neurotóxicos cuando se emplean en monoterapia; también se han descrito menores incidencias de infección por citomegalovirus. En la actualidad, su valor terapéutico principal se debe al hecho de que permiten evitar o reducir las dosis de los inhibidores de calcineurina. El empleo en combinación de everolimus con ciclosporina, por ejemplo, permite reducir las dosis de esta última y atenuar su nefrotoxicidad a largo plazo, aunque los resultados a este respecto generan controversia (Jasiak, 2016). Algunos estudios han descrito una mejora significativa en la función renal tras el cambio de un régimen de tratamiento basado en inhibidores de calcineurina a uno a base de inhibidores de m-TOR (Ventura-Aguiar, 2016).

Además del efecto inmunosupresor, ejercen actividad antifibrótica y antiproliferativa, por lo que se postula su uso en los casos de indicación de trasplante por tumores, de pacientes trasplantados que desarrollan tumores después del trasplante (por ejemplo, cánceres de piel o sarcoma de Kaposi), y en casos de infecciones virales que puedan producir fibrosis del injerto.

Sirolimus es un antibiótico de tipo macrólido estructuralmente relacionado con tacrolimus. Fue el primer fármaco de este grupo introducido en el mercado farmacéutico, apareciendo inicialmente con el nombre de rapamicina. Se describió que actúa a nivel intracelular al unirse a la misma inmunofilina que tacrolimus (FKBP12), si bien no interacciona posteriormente con la calcineurina sino con la proteína nuclear TOR, que regula el ciclo celular.

Sirolimus es un fármaco muy lipofílico, con escasa biodisponibilidad oral (en torno al 15%), que puede sufrir, además, un intenso efecto de primer paso intestinal y hepático. En la actualidad, únicamente está indicado en la profilaxis del rechazo en aquellos pacientes que reciben un trasplante renal, en asociación con ciclosporina y corticosteroides. Normalmente es un fármaco de segunda línea, aunque puede ser de elección en pacientes con alto riesgo inmunológico, que no toleran un inhibidor de calcineurina o que han desarrollado nefrotoxicidad por su empleo. Lo más común es iniciar el tratamiento con sirolimus a los 30 días postrasplante, con una dosis de carga o choque de 3-6 mg (necesaria por su prolongada semivida de eliminación de 62-82 h), seguida de una dosis de mantenimiento diaria de 1-3 mg.

Everolimus es un análogo estructural de sirolimus que comparte con éste un idéntico mecanismo de acción pero presenta una mayor biodisponibilidad y una vida media más corta. Además de en trasplante renal, se indica en la profilaxis del rechazo del trasplante cardíaco y hepático (en este último caso, no debe administrarse hasta 30 días después del trasplante para evitar el riesgo potencial de trombosis arterial hepática). La dosis inicialmente recomendada suele ser de 0,75 mg/12 h, que requiere ajustes posológicos según sus niveles plasmáticos y respuesta terapéutica. También está incluido a dosis mayores en otros medicamentos antineoplásicos.

Tanto sirolimus como everolimus se metabolizan por la vía del citocromo P-450 hepático (mediante el CYP3A4) y también son sustratos de la glicoproteína-P, de manera que tienen un perfil de interacciones farmacológicas similar a ciclosporina y tacrolimus. El elevado grado de unión a proteínas plasmáticas (>90%) hace que se recomiende la monitorización de los niveles plasmáticos de estos inhibidores de m-TOR.

Los efectos adversos observados con mayor frecuencia en el tratamiento con este tipo de inmunosupresores son trombopenia y anemia; estos efectos a nivel medular son dosis-dependiente y se observan sobre todo con las dosis más altas. También se han descrito leucopenia, hiperlipidemia (hipercolesterolemia e hipertrigliceridemia), hipocalcemia, proteinuria, linfocele, úlceras bucales, molestias gastrointestinales o artralgias. Uno de sus problemas de seguridad más relevantes es la alteración de la cicatrización –se ha asociado el sirolimus con trombosis arterial hepática y dehiscencia de las anastomosis bronquiales–, motivo por el cual se retrasa su empleo tras la cirugía del trasplante.

Anticuerpos monoclonales

Los nuevos agentes biológicos, entre los que se incluyen los anticuerpos monoclonales y las proteínas de fusión, son alternativas prometedoras para conseguir inmunosupresión clínicamente segura, por su escasa inmunogenicidad y sus efectos farmacológicos prolongados. Son típicamente más específicos y selectivos sobre su diana biológica, y normalmente menos tóxicos (aunque a veces menos potentes como inmunosupresores). Interfieren con diversos targets implicados en las interacciones intercelulares, mecanismos de señalización y proliferación de células T.

Basiliximab (Simulect®) es un anticuerpo monoclonal quimérico recombinante anti-CD25 que contiene secuencias peptídicas de humano y de ratón. Se une específicamente a la subunidad alfa del receptor de IL-2 –también llamado CD2511– y lo inhibe de forma competitiva, impidiendo la unión de la IL-2 y los efectos biológicos subsiguientes. Así, basiliximab inhibe la proliferación de los linfocitos T y ha demostrado una reducción de la incidencia del rechazo agudo cuando se emplea como terapia de inducción intravenosa (1 dosis de 20 mg en las 2 horas previas al trasplante y otra dosis de 20 mg a los 4 días) combinada con inmunosupresión de mantenimiento (Holt, 2017).

Con una vida media de 7 días y ninguna interacción farmacológica relevante descrita hasta la fecha, basiliximab se ha usado –desde su aprobación en España en 1999– en combinación con la mayoría de fármacos inmunosupresores empleados en el trasplante de órganos sólidos sin incrementar la incidencia de efectos adversos. De hecho, su perfil toxicológico en ensayos clínicos (con especial foco en infecciones y neoplasias) fue muy similar al de placebo, sin describirse el síndrome de liberación de citoquinas, que sí ha sido atribuido al empleo de otros agentes biológicos (McKeage, 2010).

Está autorizado para la profilaxis del rechazo agudo de órganos en trasplante renal alogénico, debiendo administrarse concomitantemente con inmunosupresión basada en ciclosporina y corticosteroides, o bien en regímenes triples que además incluyan azatioprina o micofenolato mofetilo.

Daclizumab es otro anticuerpo anti-CD25 que estaba autorizado, además de en esclerosis múltiple, con la misma indicación que basiliximab. No obstante, fue anulado por la AEMPS en 2009.

Entre el arsenal de fármacos biológicos, se identifican, además, algunos anticuerpos monoclonales que, si bien se han autorizado y se emplean en nuestro país en el tratamiento de otras patologías, tienen cierto potencial terapéutico en la inmunosupresión asociada al trasplante.

Por ejemplo, algunos estudios muy recientes postulan, en base a resultados positivos de estudios clínicos, el empleo de alemtuzumab en protocolos de inducción de la inmunosupresión en trasplante de diversos órganos sólidos, como riñón, pulmón o páncreas (Benazzo, 2019; Ösmüller, 2019). Se trata de un anticuerpo monoclonal recombinante humanizado anti-CD52(Figura 7), que actualmente está aprobado en España (Lemtrada®) para el tratamiento de la esclerosis múltiple, y en otros países también para la leucemia linfocítica crónica de células B.

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Figura 7. Mecanismo de acción de alemtuzumab. ADCC: citotoxicidad dependiente de anticuerpos; CDC: citotoxicidad dependiente del complemento.

Mediante su unión a CD52 es capaz de eliminar de la circulación sanguínea a los linfocitos B y T maduros –y otras células– que expresan dicha molécula, generando una linfopenia pasajera (tiene una vida media de unos 12 días). Se ha demostrado que, en la sangre periférica de pacientes tratados con alemtuzumab, hay una repoblación relativamente temprana de células B y de células T reguladoras, lo que inclina la balanza a favor de la regulación inmunitaria y previene el rechazo del aloinjerto (Stolp, 2019).

Algunos protocolos de inducción de la inmunosupresión recomiendan una administración intravenosa de una dosis única de 30 mg en el período perioperatorio, seguida de otra dosis 24 horas más tarde. Otros estudios han planteado el empleo de alemtuzumab con el objetivo de desensibilizar al paciente antes del trasplante e incluso para el tratamiento del rechazo mediado por anticuerpos. A pesar de que la experiencia clínica con alemtuzumab en trasplantes es limitada, los resultados son alentadores para un mayor uso en el futuro (Bhowmick, 2016).

Por otro lado, rituximab es un anticuerpo monoclonal quimérico humano/murino anti-CD20 cuya indicación principal es el tratamiento de linfomas no-Hodgkin. Al unirse de manera específica a la molécula CD20 (fosfoproteína transmembrana expresada en los linfocitos pre-B y B maduros), reduce el número de células B circulantes también por mecanismos de citotoxicidad dependiente del complemento o de anticuerpos, o mediante la inducción de la apoptosis. En el campo clínico de los trasplantes, se emplea para la desensibilización pre-trasplante (especialmente en casos de incompatibilidad por antígenos ABO o HLA), para casos de patología linfoproliferativa postrasplante y para tratar el rechazo agudo y crónico mediado por anticuerpos (combinado con plasmaféresis y administración intravenosa de inmunoglobulinas).

A pesar de que la evidencia disponible sobre el uso de rituximab como inmunosupresor es muy limitada, por ausencia de ensayos clínicos amplios y aleatorizados, cada vez son más los trabajos que apuntan a su potencial terapéutico (Erdogan, 2018; Sood, 2018).

Entre los efectos adversos de alemtuzumab y rituximab destacan, grosso modo, las citopenias prolongadas (especialmente linfopenia), el consiguiente riesgo de infecciones oportunistas, y reacciones a la perfusión (hipotensión, fiebre, broncoespasmo, escalofríos y erupciones cutáneas). Se recomienda el empleo de una adecuada profilaxis antimicrobiana y, sobre todo, pre-medicación con antihistamínicos y paracetamol antes de perfundir ambos fármacos, a fin atenuar los síntomas del posible síndrome de liberación de citoquinas asociado a la primera dosis.

Anticuerpos policlonales

La inmunoglobulina antilinfocítica T (Grafalon®) y la inmunoglobulina antitimocítica (Timoglobulina®) son anticuerpos policlonales de conejo obtenido por inmunización de estos animales con células Jurkat (una línea celular linfoblastoide) y con timocitos humanos, respectivamente. Ambas se clasifican dentro del mismo grupo terapéutico ATC (L04AA04) y se les denomina indistintamente inmunoglobulina antitimocítica de conejo.

Se trata de anticuerpos específicos para epítopos de células T, capaces de reconocer diversos antígenos, entre los que se incluyen CD2, CD3, CD4, CD8, CD16, CD25 y CD45. Mediante su unión a la superficie de linfocitos T, van a provocar la lisis y la depleción de éstos en la periferia. También se ha descrito que son capaces de inducir la apoptosis de células B, interferir con la función normal de las células dendríticas, modular la expresión de moléculas de adhesión y receptores de citocinas, e inducir la diferenciación de células T reguladoras.

Los dos medicamentos citados están autorizados con la indicación de la prevención (terapia de inducción de la inmunosupresión) y el tratamiento del rechazo agudo renal, especialmente si éste es resistente a tratamiento con corticoides. La inmunoglobulina antitimocítica de conejo ha demostrado una eficacia superior, con un mejor perfil de seguridad, frente a la inmunoglobulina equina (retirada en España en 2005) y basiliximab en la prevención del rechazo agudo del injerto renal (Brennan, 2006).

Las dosis recomendadas se mueven en el rango de 1,5-4 mg/kg/día, diluidas en unos 250 ml de suero salino normal, con una duración de 3-9 días en prevención y 5-14 días en tratamiento. A fin de evitar reacciones debidas a la perfusión intravenosa, la primera dosis se debe administrar en un periodo ≥ 6 horas, si bien las dosis posteriores de podrán administrar en periodos más cortos (aproximadamente 4 horas).

Junto a una linfopenia prolongada (>1 año), el principal problema de seguridad derivado de la administración intravenosa de timoglobulina es la aparición del síndrome de liberación de citocinas, que se manifiesta con fiebre, escalofríos, disnea o náuseas, y en ocasiones, con hipotensión y edema pulmonar; los casos más graves son potencialmente mortales. Por ello, se recomienda administrar premedicación profiláctica (corticoides, antihistamínicos y paracetamol) y monitorizar los signos vitales del paciente durante la perfusión y unas horas después, interrumpiendo el tratamiento en caso de aparición los mencionados signos. Se deberá monitorizar a diario el recuento de células sanguíneas y plaquetas. Asimismo, el riesgo incrementado de infecciones hace recomendable asegurar una profilaxis farmacológica antifúngica, antiviral y antibacteriana en los meses posteriores al tratamiento (Mohty, 2014).

Belatacept

Belatacept (Nulojix®, comercializado en España en 2013) es un bloqueador selectivo de la coestimulación mediada por CD-86, que inhibe la producción de citocinas por las células T. Es el primer representante de la clase más nuevas de agentes inmunosupresores disponible en la terapéutica del trasplante de órganos.

Belatacept es una proteína de fusión soluble diseñada por técnicas de ADN recombinante que está formada por un dominio extracelular modificado de la proteína CTLA-4 (antígeno 4 asociado al linfocito T citotóxico humano) –a la que mimetiza– unido a una porción de un anticuerpo IgG1 monoclonal humano. Se une a CD80 y CD86 en las células presentadoras de antígeno, como consecuencia de lo cual bloquea la coestimulación de los linfocitos T mediada por CD28, e inhibe su activación.

Se trata de un agente inmunosupresor de administración intravenosa autorizado, en combinación con corticosteroides y ácido micofenólico, para la profilaxis del rechazo del trasplante en pacientes adultos que reciben un trasplante renal. La dosis inicial de inducción es de 10 mg/kg el día del trasplante y los días 5, 14 y 28, seguido de otra dosis cada 4 semanas (reduciéndola a 5 mg/kg en la fase de mantenimiento de la inmunosupresión). Ha demostrado beneficios importantes en términos de supervivencia del injerto y funcionalidad renal frente a regímenes de inmunosupresión de mantenimiento basados en ciclosporina, en ocasiones combinado con inducción mediante basiliximab (Vincenti, 2016).

Presenta dos grandes ventajas en el manejo clínico del paciente trasplantado: i) no se requiere una monitorización de sus niveles plasmáticos por tener un margen terapéutico amplio, ni ajuste posológico en caso de insuficiencia hepática o renal; y ii) presenta un riesgo prácticamente nulo de interacciones farmacológicas. Su régimen posológico, si bien implica una administración mucho menos frecuente que otros inmunosupresores de mantenimiento, obliga a los pacientes a acudir al hospital para una administración intravenosa, por lo que no se puede considerar una ventaja en términos de adherencia.

Los efectos adversos debidos a belatacept acontecen en un 20% de los pacientes, y los más frecuentes incluyen anemia, leucopenia, diarrea, infecciones del tracto urinario, edema, hipertensión, dislipidemia, hiperglucemia, proteinuria y alteraciones electrolíticas. Igualmente, parece que podría incrementar el riesgo de rechazo agudo y de desarrollo de linfomas en pacientes trasplantados con serología negativa para el virus de Epstein-Barr. No obstante, teniendo en cuenta su reciente introducción en el mercado y que su elevado precio ha limitado en parte su uso generalizado en la práctica clínica, se requieren futuros estudios que ayuden a comprender mejor sus riesgos (frente a su beneficio clínico) con el uso a largo plazo.

Otros fármacos

Entre los fármacos que se han empleado ocasionalmente en inmunosupresión asociada al trasplante destacan, por su diferente mecanismo de acción, el bortezomib y el eculizumab.

Bortezomib (Velcade®, EFG) es un inhibidor reversible del proteasoma 26s que suprime la producción de anticuerpos por las células plasmáticas maduras, de manera que ejerce efectos inmunosupresores intensos y se posiciona, por su específico mecanismo de acción (diferente al de otros fármacos que afectan a las células B inmaduras), como un candidato prometedor en el rechazo mediado por anticuerpos (RMA). Se emplea frecuentemente en el tratamiento del mieloma múltiple, con un perfil de seguridad caracterizado por neurotoxicidad, cefalea, fatiga y supresión de la médula ósea.

A pesar de no tener la indicación autorizada, es uno de los fármacos más recientemente probados en protocolos de desensibilización pre-trasplante y para tratar el RMA. La evidencia disponible es limitada, pero en base a los datos de trasplante renal, bortezomib puede ser empleado como alternativa en casos de RMA refractario. Por ejemplo, como fármaco adicional al tratamiento estándar, se ha mostrado más eficaz que rituximab en el incremento de la supervivencia del injerto. Tales resultados parecen haberse confirmado por varios estudios en los últimos años, especialmente en casos de RMA temprano, aunque se requieren ensayos más amplios que permitan confirmar su utilidad a corto y largo plazo (Requiao-Moura, 2017).

Por su parte, eculizumab (Soliris®) es un anticuerpo monoclonal humanizado anti-C5, que detiene la cascada de reacciones del complemento humano al unirse y bloquear la división del componente C5 en sus componentes proinflamatorios e impide la generación del complejo de ataque a membrana. Sólo está disponible para otras indicaciones (hemoglobinuria paroxística nocturna, síndrome hemolítico urémico atípico y miastenia gravis), pero también se ha planteado su uso en protocolos de desensibilización en pacientes altamente sensibilizados y para el tratamiento del RMA en trasplante renal, en base a datos que sugieren una menor incidencia del rechazo cuando se administra de forma inmediata postrasplante. La limitación de la evidencia disponible, su elevado coste económico y el riesgo incrementado de infecciones bacterianas hacen necesario disponer de estudios más amplios para establecer conclusiones sobre su eficacia y eficiencia en trasplante renal (Grenda, 2017).

Una mención especial merece la azatioprina (Imurel®), profármaco imidazólico de la 6-mercaptopurina, que supuso una revolución en la terapéutica farmacológica de los trasplantes en la década de los 60. Su uso a día de hoy es muy limitado en este campo por la disponibilidad de fármacos más eficaces y seguros. Se enmarcaría, como los derivados del ácido micofenólico, en el grupo de fármacos inhibidores de la división celular. De hecho, inhibe la síntesis celular y la proliferación de los linfocitos T y B una vez activados por la IL-2, de manera que reduce el riesgo de rechazo al aloinjerto.

La azatioprina (Figura 8) pertenece al grupo de los análogos de purinas y ejerce su efecto mediante su rápida conversión in vivo a 6-mercaptopurina y luego a los metabolitos activos que son nucleótidos de 6-tioguanina, los cuales conducen a la inhibición del primer paso de la síntesis de purinas, esto es, la incorporación de un grupo amino al fosforribosil-pirofosfato. Por tanto, inhibe tanto las rutas de síntesis de novo como de salvamento en la síntesis de ADN y ARN –detiene el ciclo celular en la fase G2-M– y lo hace de forma no selectiva sobre todas las células en replicación, de lo que se derivan sus principales efectos adversos.

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Figura 8. Estructura de la azatioprina.

Aparte de su indicación y uso más común en otras patologías (como artritis reumatoide, lupus, enfermedad inflamatoria intestinal, etc.), la azatioprina está autorizada para el tratamiento inmunosupresor, como parte de un régimen de tres fármacos (que suele incluir esteroides), en el aumento de la supervivencia de los trasplantes de órganos, tales como riñón, corazón e hígado. Permite también reducir la dosis de esteroides en receptores de trasplante renal. Dependiendo del régimen inmunosupresor empleado, suele administrarse a una dosis de mantenimiento en el rango de 1-4 mg/kg/día por vía oral, ajustada de acuerdo a las necesidades clínicas y a la tolerancia hematológica.

Si bien su empleo es reducido, la azatioprina emerge como alternativa en caso de embarazo de mujeres trasplantadas –frente a otros inmunosupresores más teratogénicos– o en pacientes que han experimentado colitis relacionada con el uso de ácido micofenólico.

Presenta buena biodisponibilidad por vía oral y su aclaramiento se produce por metabolismo hepático y posterior eliminación renal de los metabolitos. El efecto adverso más frecuente y que limita el uso de azatioprina es la toxicidad dosis-dependiente sobre la médula ósea, principalmente manifestada como leucopenia, anemia y trombocitopenia reversibles. Otras reacciones adversas menos frecuentes son la hepatotoxicidad, pancreatitis, fenómenos urticariformes y alopecia.

Junto a azatioprina, en los comienzos de la terapéutica inmunosupresora del trasplante se utilizaron otros fármacos citostáticos como metotrexato (Metotrexato Wyeth®) o ciclofosfamida (Genoxal®), cuyo uso en trasplantes en la actualidad es bastante residual. Ejercen una actividad inmunosupresora no selectiva y, por ello, asociada a una toxicidad general importante. Se utilizan dosis menores que en el tratamiento de algunas neoplasias, y están indicados, sobre todo, en la preparación del trasplante de médula ósea (ciclofosfamida) y en el tratamiento del rechazo –la enfermedad de injerto contra huésped– (metotrexato), o bien cuando no se toleran otros inmunosupresores.

Por último, cabe destacar el papel en la terapéutica del trasplante de los medicamentos que contienen inmunoglobulinas humanas y que se administran por vía intravenosa. Son productos derivados del plasma humano que se han utilizado durante más de 30 años en una variedad de patologías. En el trasplante de órganos sólidos, se utilizan principalmente como agentes para la desensibilización pre-trasplante, el tratamiento del rechazo mediado por anticuerpos y el reemplazo de IgG posterior a una plasmaféresis12. El mecanismo por el cual consiguen los efectos inmunosupresores se relaciona con 3 efectos principales en la función de las células inmunitarias: i) la inducción de la apoptosis de las células B; ii) la inhibición de la activación de las células T; y iii) la inhibición de la actividad del complemento.

Las principales preocupaciones en cuanto al perfil seguridad de estos medicamentos se relacionan con la nefrotoxicidad (especialmente las formulaciones que contienen sacarosa) y reacciones relacionadas con la perfusión, que pueden manifestarse como cefalea, náuseas, escalofríos, artralgias, diarrea, hipotensión, mareos y erupción cutánea. Para evitar reacciones relacionadas con la perfusión, ésta se debe realizar a baja velocidad y los pacientes deben recibir pre-medicación con paracetamol y antihistamínicos aproximadamente una hora antes. Además de estas precauciones, es recomendable monitorizar a los pacientes para detectar una posible reacción inflamatoria aguda debida a la infusión, debiendo interrumpirse si aparecen los signos mencionados.

A modo de resumen, en la Figura 9 se ilustra de forma esquemática el mecanismo de acción de los principales fármacos inmunosupresores descritos en esta sección.

Estrategias terapéuticas

Entre la comunidad científica internacional no existe consenso sobre una pauta única y óptima de inmunosupresión en trasplante de órganos, pero sí hay una tendencia evidente a favor de combinar varios fármacos. Cada centro hospitalario suele establecer su pro­pio protocolo y muchos grupos de trasplante tienen su pauta particular, con resultados relativamente similares en cuanto a supervivencia e incidencia de rechazo. Además, las recomendaciones varían según el tipo de órgano trasplantado, tal y como se recoge en las guías clínicas específicas, como la Guía de Trasplante de Órganos Abdominales (Valdivieso, 2016).

Inducción

La terapia de inducción pretende aportar inicialmente una inmunosupresión intensa a corto plazo durante el período perioperatorio y el postoperatorio inmediato. En esta fase se emplean generalmente fármacos que actúan a través de la depleción de células T, a fin de reducir las tasas de rechazo agudo y prolongar la supervivencia del injerto. También suelen emplearse en pacientes con alto riesgo de rechazo con el objetivo de reducir la dosis de los inhibidores de calcineurina o para evitar la administración de corticosteroides.

Algunos grupos plantean una inducción inicial con anticuerpos monoclo­nales anti-CD25 (basiliximab). No obstante, otros inician la inmunosupresión directamente con inhibidores de la calcineurina (ciclosporina o tacrolimus) y corticosteroi­des, para ir disminuyendo y retirando estos últimos pro­gresivamente. Además de la inmunosupresión pre-trasplante, se han empleado otras medidas para reducir la cantidad de anticuerpos reactivos antes de la cirugía (desensibilización), como la plasmaféresis y la administración de inmunoglobulina intravenosa (Holt, 2017).

Varios estudios han comparado los protocolos de inducción con inmunoglobulina antitimocítica, alemtuzumab o basiliximab, usados con frecuencia en diversos centros. Una revisión de la Cochrane (Webster, 2010) demostró que basiliximab y la globulina antitimocítica son equivalentes en términos de pérdida de injerto o rechazo agudo a los seis meses después del trasplante, pero que el uso de la globulina antitimocítica se acompaña de menores tasas de rechazo agudo al año después del trasplante, a costa de un aumento de tumores malignos y de infecciones por citomegalovirus.

Por otro lado, un metaanálisis sobre alemtuzumab demostró que, en comparación con basiliximab, produce menos rechazos agudos de trasplantes renales. Además, alemtuzumab y la inmunoglobulina antitimocítica fueron equivalentes en términos de rechazo agudo, pérdida de injerto, funcionalidad del mismo y mortalidad. En conjunto, estos resultados sugieren que es razonable reservar el uso de la inmunoglobulina antitimocítica para pacientes de alto riesgo de rechazo, mientras que el basiliximab es una buena opción para los pacientes de bajo riesgo, como han demostrado varios estudios (van der Zwan, 2018).

Mantenimiento

La inmunosupresión de mantenimiento supone normalmente el empleo de varios fármacos que actúan por diferentes mecanismos con el objetivo de atenuar la respuesta inmunitaria al aloinjerto en el periodo posoperatorio. Los fármacos se seleccionarán de forma individualizada, según el tipo de órgano y peculiaridades del paciente, y sus dosis se ajustarán para evitar el rechazo evitando también los efectos adversos. En general, se emplean mayores dosis de mantenimiento en la fase temprana posterior al trasplante, y pueden ir reduciéndose gradualmente durante el primer año para minimizar la toxicidad.

Históricamente se empleaban regímenes de mantenimiento de azatioprina con corticosteroides, que fueron reemplazados a partir de la década de los 80 por la ciclosporina, mejorando sobremanera la supervivencia del injerto y del paciente. A día de hoy, suelen consistir en el empleo de un anticalcineurínico, rara vez en monoterapia y más frecuentemente combinado con micofenolato de mofe­tilo o un inhibidor selectivo de m-TOR (everolimus o sirolimus) para permitir menores dosis.

Muchos centros de trasplante emplean una triple terapia con el inhibidor de calcineurina de 2ª generación –tacrolimus–, el fármaco antiproliferativo ácido micofenólico, y un corticosteroide (el más empleado es quizá la metilprednisolona) (Holt, 2017).

Otro enfoque comúnmente descrito es comenzar con un régimen combinado de inhibidores de la calcineurina más inhibidores de m-TOR, y buscar la interrupción de los primeros entre los tres y los seis meses posteriores al trasplante, evitando así su nefrotoxicidad irreversible. De hecho, algunos ensayos realizados con sirolimus y everolimus han demostrado que tal estrategia mejora la función renal sin aumentar significativamente el rechazo agudo (Jasiak, 2016).

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Figura 9. Mecanismo de acción de los principales fármacos inmunosupresores empleados en la prevención y tratamiento del rechazo a aloinjertos. Adaptada de van Sandwijk, 2013. AG: antígeno; CPA: célula presentadora de antígeno (célula dendrítica, macrófago o célula B); ICN: inhibidores de la calcineurina; G-CSF: factor estimulante de colonias de granulocitos; IL: interleucina; IL2R: receptor de IL-2; CAM: complejo de ataque de membrana; CMH: complejo mayor de histocompatibilidad; CMN: células mononucleadas; mTOR: diana de rapamicina en mamíferos; mTORi: inhibidores de mTOR; NFAT: factor nuclear de células T activadas; TCR: receptor de células T; TNF-α: factor de necrosis tumoral-α.

Hasta la fecha, no se conoce en qué pacientes es posible llegar a suspender la inmunosupresión por haber adquirido tolerancia hacia el injerto. En principio, el tratamiento de mantenimiento debe mantenerse de por vida en trasplantados. No obstante, los tratamientos triples pueden reducirse a regímenes de dos fármacos o incluso un fármaco en monoterapia según la evolución clínica del paciente. A largo plazo, es frecuente utilizar bajas dosis de los fármacos anticalcineurina o de fármacos alternativos.

Tratamiento del rechazo

A pesar del tratamiento inmunosupresor, en algunos casos sobreviene el rechazo al injerto. El rechazo mediado por células T (RMCT) es una de las complicaciones más comunes del trasplante de órganos sólidos, cuya incidencia varía según el órgano trasplantado y los criterios de rechazo empleados. Puede ocurrir independientemente o junto con el rechazo mediado por anticuerpos (RMA), requiriéndose una biopsia para un diagnóstico definitivo de ambos. Es importante identificar el tipo de rechazo, pues de ello dependerá la modalidad del tratamiento de rescate, que también varía según la severidad del episodio, la presencia de insuficiencia orgánica y el tiempo desde el trasplante.

La gran mayoría de los episodios de rechazo agudo (o exacerbación de un rechazo previo) mejoran con el tratamiento con corticosteroides o mediante la intensificación de la inmunosupresión con los fármacos de mantenimiento y, en general, no tiene un impacto adverso en la supervivencia del injerto o del paciente a largo plazo.

En muchos episodios de RMCT y RMA, se administran dosis elevadas de corticosteroides por vía intravenosa (por ejemplo, metilprednisolona 250-1.000 mg/día) durante varios días (normalmente 1-3 días), en un tratamiento normalmente conocido como “administración en pulsos”, que comporta los riesgos antes mencionados de toxicidad debida a corticosteroides. Estas dosis de esteroides deben administrarse al menos durante 15-30 minutos y nunca por bolo intravenoso, ya que una infusión rápida puede conducir a una hipotensión profunda e incluso a un paro cardíaco. Otra opción de tratamiento la representa la prednisona por vía oral (2 mg/kg/día, en 2 dosis diarias).

Durante el tratamiento con corticosteroides, lo normal es continuar el tratamiento de mantenimiento, e incluso se adicionan nuevos fármacos al régimen inmunosupresor si el rechazo se mantiene o empeora. Una vez resuelto el rechazo, los corticosteroides se retirarían del tratamiento. La inmunoglobulina antitimocítica se utiliza por lo general en las formas más graves o en casos de RMCT resistente a esteroides, que suponen un 10% de los rechazos a aloinjertos. En esos casos, también se ha propuesto la conversión a tacrolimus, sirolimus o micofenolato. Alemtuzumab y basiliximab no se usan para tratar el rechazo (Allison, 2016).

Es importante subrayar que algunos casos de rechazo agudo acontecen en ausencia de un trastorno bioquímico, no siendo detectables en biopsias, y mejoran por sí mismos sin un aumento de la inmunosupresión farmacológica. En este sentido, una revisión sistemática de 15 estudios que incluyeron a un total de 1.566 pacientes – con biopsias realizadas de rutina en el período posterior al trasplante hepático – concluyó que el 67% tenía evidencias histológicas de rechazo al aloinjerto. El 32% de estos pacientes no presentaban disfunción bioquímica asociada, y sólo el 14% de ellos desarrollaron una disfunción bioquímica que requería tratamiento adicional de inmunosupresión. El rechazo resistente a los esteroides y el rechazo crónico tuvieron una prevalencia de solo el 4% en los casos no tratados (Choudhary, 2017).

Por su parte, el rechazo crónico tiene una patogénesis compleja y multifactorial que no siempre es reversible con inmunosupresión. En casos concretos como el trasplante hepático, el rechazo crónico al injerto puede ser reversible en algunos pacientes, pero de forma general, el abordaje del rechazo crónico implica un aumento de la inmunosupresión farmacológica de mantenimiento o un re-trasplante en ausencia de respuesta.

Algunos trabajos han evaluado la inclusión de inhibidores de m-TOR (everolimus o sirolimus) de forma adicional a la terapia inmunosupresora, combinando así fármacos que actúan por mecanismos de acción diferentes en la cascada inmunológica y aportan efectos sinérgicos de inmunosupresión sin aumentar la toxicidad. Esa adición de inhibidores de m-TOR ha demostrado, en el caso de trasplante hepático, la capacidad de revertir el rechazo crónico hasta en la mitad de los pacientes (Choudhary, 2013).

NUEVAS DIANAS

Como se ha indicado anteriormente, los fármacos inmunosupresores surgidos en las últimas 3-4 décadas han permitido reducir la incidencia de rechazo agudo, pero el rechazo crónico continúa teniendo una incidencia similar y siendo un gran problema. Además, las terapias actuales causan inmunosupresión general que puede afectar la capacidad de los pacientes para combatir enfermedades malignas e infecciones. Así, la investigación de nuevos fármacos se centra en promover una tolerancia inmunitaria que permita conservar una respuesta inmunitaria adecuada frente a patógenos y tumores sin lesionar el aloinjerto.

Un enfoque terapéutico más reciente para promover la tolerancia al aloinjerto es la terapia celular a través de la infusión de células inmunitarias reguladoras (Treg) en los receptores de trasplantes, sobre todo renal. La transfusión de células inmunitarias reguladoras poco antes o en el momento del trasplante tiene el potencial de inhibir la actividad de las células efectoras y promover la aceptación del injerto.

La terapia con Treg ha demostrado ser muy efectiva en el control del rechazo agudo y crónico en numerosos modelos animales de trasplantes. Esos estudios pre-clínicos han aportado la evidencia necesaria de base para evaluar su potencial terapéutico en un contexto clínico. De hecho, actualmente está en marcha un estudio multicéntrico de fase I/II que investiga la seguridad de la infusión de células Treg expandidas ex vivo en receptores de trasplante de riñón.

También se ha evaluado la administración, a los receptores de trasplante, de macrófagos reguladores aislados del donante. En uno de estos estudios, los pacientes presentaron una funcionalidad comparable del injerto y la dosis de tacrolimus se redujo con éxito en las primeras 24 semanas después del trasplante. Sorprendentemente, un año después del trasplante, los patrones de expresión génica en sangre periférica fueron similares a los descritos en los pacientes con trasplante de riñón sin inmunosupresión (Stoldt, 2019).

La administración de células madre mesenquimales (o células madre estromales) es otra estrategia celular que se ha utilizado en los receptores de trasplante de riñón. La infusión de células autólogas ha permitido una menor incidencia de rechazo agudo e infecciones oportunistas, así como una mejor función renal que la esperable un año después del trasplante (Tan, 2012). Si bien todas estas terapias han demostrado ser prometedoras, la vía de administración, el tiempo, la dosificación y la combinación con otras terapias aún deben ser definidas para alcanzar el máximo beneficio clínico.

Por otro lado, un reciente artículo ha revisado el estado de la investigación de nuevos fármacos y nuevas dianas en células T, células B productoras de anticuerpos, células plasmáticas y en el sistema del complemento con potencial terapéutico en el campo clínico del trasplante (Shin, 2019). Entre las distintas opciones terapéuticas que se están actualmente evaluando en ensayos clínicos, merecen una reseña las siguientes:

Prevención del rechazo mediado por células T

  • Voclosporina: nuevo análogo semisintético oral de la ciclosporina con una modificación en el primer residuo aminoacídico de la molécula, que está siendo evaluado en fase clínica. En el ensayo aleatorizado y multicéntrico PROMISE (fase 2b, n=334), volclosporina demostró ser tan potente como tacrolimus (en un régimen combinado con inhibidores del receptor de IL-2 – basiliximab –, micofenolato de mofetilo y un corticosteroide) para prevenir el rechazo agudo de injerto renal; la funcionalidad del aloinjerto fue similar en los grupos tratados con dosis baja y media en los 6 meses de seguimiento del estudio. Además, su uso se asoció a una menor aparición de diabetes postrasplante.
  • Tofacitinib: es un inhibidor de Janus Cinasa 3 (JAK3), que por ese mecanismo suprime la señalización intracelular necesaria para la producción de diversas citocinas, entre ellas IL-2, IL-4, IL-7, IL-9, IL-15 e IL-21. Está autorizado para el tratamiento de diversas patologías autoinmunes como artritis reumatoide, artritis psoriásica y colitis ulcerosa.En los ensayos clínicos en el campo del trasplante (renal), algunos de fase 2b, tofacitinib ha demostrado una condición de no-inferioridad frente a ciclosporina en términos de tasas de rechazo agudo y de supervivencia del injerto, mostrando incluso superior eficacia en la preservación de la funcionalidad del injerto en periodos de seguimiento de hasta 72 meses. En esa comparación con ciclosporina, tofacitinib parece reducir la incidencia de diabetes postrasplante, con tasas similares de infecciones graves y trastorno linfoproliferativo. Los resultados de otros trabajos apuntan a una funcionalidad renal similar pero una mayor incidencia de infecciones víricas en la inmunosupresión con tofacitinib en comparación con tacrolimus, ambos administrados con micofenolato de mofetilo.
  • Anticuerpos monoclonales anti-CD40: un anticuerpo humanizado IgG4 dirigido específicamente contra CD40 (ASKP1240) –molécula expresada en CPAs y linfocitos T activados– se encuentra actualmente en investigación clínica. Un estudio de fase 1b en pacientes con trasplante renal primario demostró que este fármaco era bien tolerado en diferentes dosis entre 50 y 500 mg. Un fase 2 aún en curso compara la eficacia y seguridad de ASKP1240 combinado con regímenes libres de inhibidores de calcineurina (IC), con mínimas dosis de éstos o con regímenes estándar que los incluyen. Los resultados preliminares apuntan a una eficacia comparable entre ASKP1240 en combinación con dosis mínimas de IC o regímenes estándar con IC, si bien cuando se administra solo se asocia a un mayor riesgo de rechazo agudo. Destaca su mejor perfil toxicológico pues no se observaron eventos tromboembólicos con ASKP1240.
  • TOL101: es un anticuerpo murino IgM dirigido selectivamente contra el receptor de células T αβ13. Se ha investigado su farmacocinética y farmacodinamia, demostrando que su perfil farmacológico es versátil y permite una única dosis diaria sin problemas de inmunogenicidad. En el primer ensayo en humanos (de fase 2), no se han descrito casos de pérdida del injerto cuando TOL101 se empleaba en la inducción para prevenir el rechazo de trasplantes renales. Los eventos adversos fueron poco significativos, con 1 caso de neumonía nosocomial y 5 casos de rechazo agudo (13,9%); el fármaco, en general, parece ser bien tolerado por los pacientes.

Interacción con células B productoras de aloanticuerpos y células plasmáticas

  • Ofatumumab: se trata de un anticuerpo humanizado anti-CD20 que ha sido autorizado para el tratamiento de leucemia linfocítica crónica. Como alemtuzumab (anti-CD52), rituximab (anti-CD20) y otros anticuerpos específicamente diseñados para unirse a moléculas de la superficie de células de la estirpe B (como CD19 o CD22), ofatumumab es capaz de provocar la depleción de células B. Recientemente, se ha reportado el primer caso del uso de ofatumumab en trasplantes de riñón, concretamente en desensibilización del receptor en caso de incompatibilidad de antígenos ABO. Los resultados mostraron que el fármaco era bien tolerado, sin signos de efectos adversos y con buena eficacia clínica.
  • Belimumab: es un anticuerpo humano que se une se une específicamente a la forma soluble de la Proteína Estimuladora de Linfocitos B humanos (también conocida como BAFF), y que ha sido autorizado para el tratamiento del lupus eritematoso sistémico. Teniendo en cuenta que, en modelos animales, se ha puesto de manifiesto la relevancia de la ausencia de BAFF y de su bloqueo como factor pronóstico favorable de la supervivencia de los aloinjertos, esta proteína se ha identificado como un potencial diana para la aloinmunidad humoral, y su neutralización ha sido evaluada en estrategias de desensibilización. Belimumab, en un estudio piloto de fase 2 en pacientes no sensibilizados, se ha posicionado como un complemento útil a la inmunodepresión estándar en trasplante renal, sin mayor riesgo de infección y con posibles efectos beneficiosos sobre la aloinmunidad humoral. Sin embargo, otro ensayo en que se empleó belimumab en monoterapia para evaluar su capacidad de desensibilización se interrumpió por falta de eficacia.
  • Tocilizumab: se trata de un anticuerpo anti IL-6 –citocina que promueve, junto al ligando inductor de la proliferación (APRIL), el desarrollo de células plasmáticas en el nicho de la médula ósea– que se usa para el tratamiento de la artritis reumatoide. Ha sido recientemente evaluado en un ensayo clínico de fase 1/2 en trasplante y ha demostrado una capacidad de reducir los niveles de aloanticuerpos (anticuerpos específicos del donante), de manera que 5 de los 10 pacientes trasplantados no evidenciaron signos histológicos de rechazo agudo. De forma interesante, no se identificó ningún problema de seguridad significativo con este enfoque, si bien aún deben realizarse ensayos controlados aleatorizados más amplios.

Interacción con el sistema del complemento

  • BIVV009: es un anticuerpo monoclonal específico anti-C1 que se une selectivamente al subcomponente enzimático C1s, bloqueando así la acción del componente C1 para proceder por la ruta clásica del complemento mediante la formación de la C3 convertasa. En un ensayo piloto de un solo brazo, se trató con BIVV009 (4 dosis semanales de 60 mg/kg) a 10 receptores de trasplante de riñón que habían sufrido un rechazo agudo mediado por anticuerpos (RMA). Los resultados mostraron que el tratamiento fue capaz de bloquear significativamente la activación de la ruta clásica mediada por aloanticuerpos, aunque no tuvo efecto sobre el RMA tardío. Este estudio aporta la base para dilucidar en futuros ensayos clínicos el valor terapéutico del bloqueo del complemento en trasplante.
  • Inhibidor de C1 (iC1): el empleo terapéutico de un inhibidor purificado del componente C1 –una serín-proteasa que bloquea la activación de las subunidades C1r y C1s y la disociación del complejo C1– ha despertado interés clínico. En un reciente ensayo controlado con placebo, 18 receptores de aloinjerto renal con RMA agudo fueron aleatorizados para recibir iC1 o placebo (n=9 en ambos grupos) como complemento del tratamiento estándar (inmunoglobulina intravenosa, plasmaféresis y/o rituximab). La administración intravenosa de iC1 exógeno fue bien tolerada en general y, lo que es más importante, los pacientes tratados con iC1 alcanzaron niveles suprafisiológicos en todo momento. Este hallazgo sugiere que el reemplazo de iC1 puede ser útil en el tratamiento del RMA, si bien se necesitan estudios adicionales con grupos más grandes y un seguimiento más largo para confirmar la seguridad y evaluar la reducción potencial de la glomerulopatía del trasplante (2 ensayos clínicos están en marcha actualmente con tal fin).

No obstante lo anterior, el hecho de que solo unos pocos fármacos hayan sido aprobados con la indicación de trasplante en la última década resalta las dificultades asociadas al desarrollo de nuevas terapias inmunosupresoras con balance beneficio-riesgo favorable en este campo. Tal estancamiento se ve agravado por la falta de biomarcadores sensibles que puedan ayudar a predecir, diagnosticar y controlar el rechazo y medir el grado de la inmunosupresión.

Un factor que complica aún más la optimización de las terapias inmunosupresoras es la reciente inclusión de criterios derivados de la farmacogenética, que deberán ser tenidos muy en cuenta en la medicina personalizada de precisión en la que nos estamos sumergiendo. El rango terapéutico estrecho de muchos fármacos inmunosupresores les hace especialmente susceptibles de sufrir variaciones clínicamente significativas de sus niveles plasmáticos determinadas por variaciones interindividuales en algunos biomarcadores proteicos.

En este sentido, se han descrito diversos polimorfismos genéticos que afectan a la farmacocinética y a la farmacodinamia de los fármacos inmunosupresores más utilizados. Por ejemplo, cabe destacar las variaciones polimórficas en los genes que codifican para la calcineurina, la calmodulina o la IL-2 como responsables de posibles alteraciones en las actividades farmacológicas de ciclosporina o tacrolimus. De igual modo, se han descrito variantes en el gen que codifica para la proteína m-TOR y para la inosina 5-monofosfato deshidrogenasa (IMPDH) con potencial relevancia clínica en el tratamiento con everolimus/sirolimus y ácido micofenólico, respectivamente (Pouché, 2016).

LAS COMPLICACIONES ASOCIADAS A LA INMUNOSUPRESIÓN

Tal y como se ha indicado anteriormente, los actuales protocolos inmunosupresores logran mejorías espectaculares de la supervivencia de los injertos. Sin embargo, la inmunosupresión mantenida necesaria para prolongar la vida de los injertos conlle­va una mayor predisposición a presentar, principalmente, infecciones víricas y tumores malignos asociados a virus.

La causa radica en el propio efecto de estos fármacos, que se traduce en una disminución de la generación y función de los linfocitos Th y de los linfocitos Tc que intervienen en el rechazo agudo. Al disminuir la cantidad y calidad de los linfocitos Tc, se reactivan virus latentes como el citomegalovirus (CMV), por lo que actualmente estos pacientes reciben un tratamiento profiláctico antivírico. Entre los tumores asociados al tratamiento inmunosupresor en pacientes que reciben aloinjer­tos destacan los linfomas de estirpe B, asociados al virus de Epstein-Barr (VEB), y el carcinoma escamoso cutáneo, asociado al virus del papiloma humano. Además, últi­mamente está apareciendo una mayor incidencia de osteoporosis de origen multifactorial en pacientes que han recibido un aloinjerto.

Estas complicaciones deberán ser tratadas de forma individualizada. En los siguientes puntos se resume, a grandes rasgos, el manejo de las mismas.

INFECCIONES

Entre los trasplantes de órganos sólidos, es quizá el hepático es el que se asocia con una mayor tasa de infecciones, debido principalmente a la mayor complejidad y duración del acto quirúrgico, la localización del injerto en una cavidad con alta carga microbiológica (abdomen), y una mala si­tuación clínica previa de la mayoría de los pacientes.

Las in­fecciones en el paciente trasplantado son producidas por distintos gérmenes que siguen una patocronia característica, con implicaciones respecto al diagnóstico. Clásicamente, se dividen en infecciones precoces –si ocurren antes de 30 días des­pués del trasplante– e infecciones tardías –si ocurren después de transcurridos 30 días del trasplante–.

Las infecciones precoces tienen el mismo origen que las observadas en otros pacientes críticos posquirúrgicos (catéteres, herida quirúrgica, etc.,) y su localización es la propia del trasplante: neumonía e infección intraabdominal en tras­plante hepático, mediastinitis en trasplante cardia­co, infecciones del tracto urinario muy frecuentes en el trasplante renal, o bien sepsis sin un origen definido. En pacientes trasplantados, se añade la afectación del sistema nervioso central (SNC), especialmente menin­gitis. Las infecciones precoces relacionadas con la cirugía (urinaria, por catéter, de herida quirúrgi­ca) están causadas mayoritariamente por bacterias tanto Gram positivas (Staphylococcus y Enterococcus) como Gram negativas (Enterobacteriaceae, Pseudomonas, Acinetobacter) seguidas de hongos (Candida, Aspergillus, Mucor) (Pagalilauan, 2013).

  • Bacteriemias. Aparecen a los pocos días del trasplante, y se producen por gérmenes bacterianos, aunque en el trasplante hepático pueden deberse a una infección inicial por Candida. Si, tras el tratamiento antibiótico, el pa­ciente no mejora, se le suele asociar anfotericina B.
  • Neumonía. Es una complicación grave, con una mortalidad > 50%. Se produce por gérmenes no­socomiales, si bien cabe la posibilidad de infección por Nocardia, Legionella, Pneumocystis jirovecii u hongos, por lo que se suelen añadir eritromicina y cotrimoxazol al tratamiento empírico, hasta que el diagnóstico microbiológico permite implantar un tratamiento dirigido.
  • Infecciones intraabdominales. Son propias del trasplante hepático y consisten en fístulas biliares, co­langitis, abscesos intraabdominales, bacteriemias re­currentes y perforación de víscera hueca. El cultivo del drenaje de Kehr suele demostrar una bilis coloni­zada de estafilococos coagulasa negativos.
  • Mediastinitis. Ocurre en < 5% de los trasplan­tados de corazón, identificándose como factores de riesgo una ester­notomía previa, hemorragia postrasplante, rechazo agudo y soporte mecánico previo a la intervención. Los gérmenes más frecuentemente implicados son Staphylococcus aureus y Staphylococcus epidermidis, con menor incidencia de bacterias Gram negativas y hongos.
  • Infecciones del SNC. La meningitis es el cua­dro más frecuente, suele estar producida por Listeria monocytogenes –también son comunes las infecciones por bacilos Gram negativos nosocomiales y S. aureus– y puede cursar con bacteriemia. La sintoma­tología puede no ser muy florida y faltan a menudo los característicos signos meníngeos, sobre todo en el caso de meningitis por Listeria. Se debe hacer un diagnóstico diferencial con la meningitis aséptica, que suele ser autolimitada.
  • Infección por Herpes simplex. Ocurre con más frecuencia en el pos­trasplante inmediato y se debe generalmente a una reactivación en un sujeto previamente seropositivo. Se manifiesta como lesiones vesiculosas y dolorosas en piel y orofaringe. No obstante, puede ser causa de cuadros graves diseminados e incluso hepatitis. Se trata con aciclovir, aunque la mayoría de centros de trasplante utilizan ya este fármaco como profilaxis de ruti­na.
  • Infecciones fúngicas. Tienen una alta mortali­dad y afectan especialmente a los receptores de un trasplante hepático. Candida y Aspergillus son los agentes etiológicos involucrados en > 80% de los casos. Las in­fecciones por Aspergillus y, en menor medida, Mu­cor aparecen a partir del primer mes postrasplante y son causa grave de neumonía – que puede acompañarse de hemoptisis (por la tendencia del hongo a la invasión vascular) – y enfermedad disemi­nada potencialmente mortales. La enfermedad suele ser invasiva y se extiende a diver­sos órganos, en especial el SNC, causando abscesos cerebrales.

Dentro de las infecciones tardías destacan las si­guientes:

  • Infección por CMV. Es la infección vírica más co­mún en el paciente trasplantado, con frecuencia especialmente alta en trasplantes hepáticos, y puede ser: a) primaria, si el receptor es seronegativo y la en­fermedad es transmitida por injerto seropositivo o hemoderivados; b) de reactivación, si el receptor es seropositivo y re­cibe un órgano seronegativo pero el virus latente se replica debido a la inmunosupresión; y c) superinfección, si paciente y donante son seropositivos.

La infección primaria es la de mayor gravedad. La manifestación clínica más frecuente es el síndrome mononucleósico (fiebre, malestar general, mialgias y leucopenia, siendo inconstante la presencia de linfo­citos atípicos). Ocasionalmente puede existir rash cu­táneo, alteración de la función hepática y trombocito­penia. Más grave es la neumonía intersticial, que no muestra ningún signo patognomónico. El tratamiento de elección es el ganciclovir, que también suele administrarse frecuentemente como profilaxis en el paciente trasplantado para prevenir la enfermedad por CMV, a dosis de 900 mg/24 h comenzando dentro de los 10 días postrasplante y continuando hasta los 100 días (pudiendo prolongarse hasta 200 días).

  • Infección por VEB. La infección por el VEB ocu­rre a partir del primer mes de posoperatorio hasta en dos tercios de los receptores seronegativos (infección primaria) y en un tercio de los seropositivos (reinfec­ción). Provoca diversos cuadros linfoproliferativos que van desde una mononucleosis no complicada (que suele cursar sin amigdalitis ni adenopatías) hasta la enfermedad linfoproliferativa postrasplante, que pue­de ser focalizada o generalizada afectando a ganglios linfáticos y órganos. Esta enfermedad suele ser fatal y ocurre más comúnmente en los casos de infección primaria, aumentando el riesgo de la misma en caso de infección concomitan­te por CMV. El aciclovir o el ganciclovir se utilizan para profilaxis y tratamiento.
  • Infección por Toxoplasma gondii. Es una infec­ción que afecta a los trasplantes cardiacos debido a la posibilidad de trasmisión de quistes de Toxoplasma en el injerto, lo cual no suele ocurrir con otros órga­nos trasplantados. Aparece a las 4-6 semanas en receptores seronegativos que reciben un órgano de un donante seropositivo, aunque existen reactivaciones coincidiendo con la inmunosupresión en pacien­tes previamente seropositivos. En el trasplantado se presenta como un cuadro grave, especialmente en los casos de pacientes seronegativos, con deterio­ro del estado general, fiebre, afectación neurológica (encefalitis principalmente) y puede confundirse con un rechazo. La profilaxis se lleva a cabo en aquellos casos en que el receptor sea seronegativo y el donan­te seropositivo para T. gondii, utilizando pirimetamina más ácido folínico, o bien cotrimoxazol. El tratamiento consiste en pirimetamina (200 mg el primer día como dosis de carga y después 50-75 mg/día) más sulfadiazina (dosis inicial de 75 mg/kg hasta 4 g y des­pués 1 g/6 horas) con ácido folínico (5-10 mg/día por vía oral) para evitar los efectos mielosupresores de la pirimetamina. Este régimen debe mantenerse durante 4-6 semanas. Como alternativa, puede valorarse la combinación de clindamicina más sulfadiazina.

TUMORES

Los tumores asociados a inmunosupresión son tu­mores oportunistas que se desarrollan en aproximadamente el 5 y el 15% de los pacientes que reciben un trasplante de órgano sólido. Se producen, entre otras causas, por la disminución de la inmunovigilancia que ocurre en los inmunodeprimidos. Representa la segunda causa de muerte a largo plazo en pacientes trasplantados (Chapman, 2013).

La inci­dencia de neoplasias en trasplantados es de más del doble de la esperada en una cohorte de población no trasplantada de similar edad y situación general, y va a aumentar con los años transcurridos desde la rea­lización del trasplante. En España, en un estudio realizado por el Grupo Español de Trasplante Hepático en 2006, se encontró una inci­dencia del 3,83% de estos tumores de nueva aparición en los receptores de un trasplante hepático (Cuervas-Mons, 2006). Estudios más recientes apuntan a una incidencia acumulada de neoplasias de novo postrasplante de un 9-10% a 10 años y de entre un 10-27% a 20 años, excluyendo el cáncer de piel no melanoma. A grandes rasgos, se calcula que el riesgo anual de desarrollar un tumor maligno después de un tras­plante de órgano sólido es del 2-6%; también estos pacientes presentan mayor riesgo de desarrollar una segunda neoplasia (Gogna, 2018).

A nivel global, los cánceres que tienen una incidencia significa­tivamente mayor entre la población trasplantada que la observada en la población general son el cáncer de piel y labio, los linfomas, el sarcoma de Kaposi, el carcinoma de cérvix uterino, de vulva y periné, los tu­mores hepatobiliares y los sarcomas. Aunque cual­quier tumor maligno puede aparecer en cualquier momento evolutivo después del trasplante, existen algunas diferencias en el tiempo de aparición. El tumor de presentación más precoz suele ser el sarcoma de Kaposi (en torno a 22 meses postrasplante; inter­valo de 2 a 22 meses), seguido de los procesos linfo­proliferativos (32 meses; intervalo de 1 a 254 meses). Los más tardíos son los tumores de piel y los carcino­mas de vulva y periné (media de 113 meses; intervalo 3 a 285 meses).

Cabe destacar que se ha demostrado un patrón de neoplasias dependiente del tipo de aloinjerto. En los pacientes con trasplante hepático, cardiaco o cardiopulmonar, se observa una mayor incidencia de trastornos linfoproliferativos que en los trasplantados renales. Los tres tumores más característicos de los trasplantados hepáticos son los cánceres cutáneos, los trastornos linfoprolife­rativos y el sarcoma de Kaposi. En contraposición, los trasplantados renales tienen una mayor incidencia de tumores de piel, carcinomas de cérvix y de vulva-periné.

Las neoplasias malignas después del trasplante renal son unas de las complicaciones tardías más gra­ves. La incidencia global de cáncer en este grupo de pacientes es de 3 a 5 veces mayor que la esperada para la población general por grupo de edad. La fre­cuencia de neoplasias en trasplantados renales está en torno al 10% a los 10 años, siendo las neoplasias más fre­cuentes el cáncer epidermoide de piel (>50% a los 20 años) y los linfomas (4-13%) (Pérez-Sáez, 2018).

En general, los tumores de piel y labio son los más frecuentes dentro de las neoplasias de novo en trasplantados; suponen aproximadamen­te un 30-37% de los tumores, siendo el carcinoma espinocelular dos veces más frecuente que el epitelio­ma basocelular. Los trastornos linfoproliferativos en trasplantados hepáticos presentan una incidencia de en torno al 2-3%. El 90% de estos trastornos linfoproliferativos postrasplante son de origen B policlonal (90% linfomas no Hodgkin) y están asociados a la infección por VEB y al fallo funcional de los linfocitos Tc y Ts. El sarcoma de Kaposi tiene una incidencia superior al 5% en la población trasplantada, cifras similares a las obtenidas en pa­cientes con sida.

El tipo de inmunosupresión farmacológica utilizada también in­fluye en el desarrollo de ciertos tipos de neoplasias en trasplantados. Con el advenimiento de la ciclos­porina A se observó un cambio en el tipo y compor­tamiento de las neoplasias de novo respecto a regímenes más clásicos con azatioprina y prednisona. Así, con la ciclosporina A se hizo más frecuente la aparición de procesos linfoproliferativos, sarcomas de Kaposi y carcinomas renales y menor la de tumo­res de piel y vulva-periné. El desarrollo de cáncer en pacientes trasplantados renales es un problema que ha ido cobrando cada vez mayor importancia desde la introducción de los regímenes inmunosu­presores a base de ciclosporina A, por lo que su sus­titución es y debe seguir siendo uno de los objetivos de las terapias inmunosupresoras.

OSTEOPOROSIS

Entre las complicaciones vinculadas a la implan­tación de un injerto en el ser humano se ha descrito la aparición de patología metabólica ósea como una de las más comunes, manifestada como fracturas esqueléticas causadas por os­teoporosis. La prevalencia de fracturas después del trasplante varía en función del órgano trasplantado, siendo superior en los trasplantes hepático, cardiaco o de pulmón que en el trasplante renal (Early, 2016).

Los facto­res de riesgo son la edad avanzada, el sexo femenino, la predisposición genética individual, una patología conco­mitante de base, hipogonadismo y los tratamientos corticoideos y/o inmunosupresores. De hecho, los glucocorti­coides son el tratamiento que más influye en el de­sarrollo de osteoporosis en estos pacientes. Pero también otros inmunosupresores, como la ciclosporina A y el tacrolimús provocan pérdida de masa ósea; la azatioprina, por su parte, aumenta el número de osteoclastos en animales de experimentación.

La prevención de la pérdida de masa ósea debe iniciarse lo antes posi­ble, porque la osteoporosis corticoidea en estos pa­cientes trasplantados suele aparecer a los 6-12 me­ses del aloinjerto. Como profilaxis, se debe reducir al máximo posible la dosis de corticoides y se debe iniciar tratamiento con vitamina D y bisfosfonatos. En trasplantados renales se suelen emplear suplementos de calcio y vitamina D; en trasplantados de pulmón, etidronato, pamidrona­to y calcitriol; y, en trasplantados cardiacos, alendro­nato.

EL PAPEL ASISTENCIAL DEL FARMACÉUTICO

La naturaleza hospitalaria del acto quirúrgico en la práctica clínica del trasplante –incluyendo los períodos pre y perioperatorio, y el posoperatorio temprano– revela el crucial papel que ejercen los farmacéuticos hospitalarios en la asistencia sanitaria a los pacientes trasplantados.

Con la integración de estos profesionales en los equipos multidisciplinares y de gestión a nivel de hospitales, su papel asistencial ha ido ganando cada vez más peso. De manera similar a otras patologías que se abordan inicialmente desde centros hospitalarios, el farmacéutico participará de los protocolos de actuación interdisciplinar en la toma de decisiones de selección de tratamientos inmunosupresores y pautas posológicas, aportando información relevante al equipo clínico sobre los medicamentos y colaborando en el análisis y resolución de problemas relacionados con su uso por parte de pacientes concretos.

Es importante mencionar que muchos de los inmunosupresores que se emplean en pacientes trasplantados están fuera de ficha técnica, lo que supone unos procesos de aprobación urgente que deben ser tramitados por el farmacéutico hospitalario, con especial control de criterios de eficiencia económica. No obstante, su labor va más allá, y se pueden identificar varias vías asistenciales en el abordaje del paciente trasplantado, que se definirán más adelante por ser compartidas con la labor del farmacéutico comunitario.

En general, una creciente evidencia científica respalda los efectos positivos que ejerce una apropiada atención farmacéutica sobre la calidad de vida del paciente trasplantado. Los datos disponibles sugieren que los beneficios pueden ser extensibles a todos los pacientes independientemente del tipo de injerto. A modo de ejemplo, diversos estudios han evaluado la influencia de la atención farmacéutica sobre pacientes trasplantados de pulmón (Harrison, 2012), de riñón (Xu, 2018) o de hígado (Asavakarn, 2016), reportando resultados positivos en términos de adherencia al tratamiento inmunosupresor o reducción de eventos adversos asociados a la medicación, entre otros.

Y no sólo se han sugerido beneficios de carácter clínico con la implementación de la atención farmacéutica, sino también ventajas de tipo fármacoeconómico. Una mayor duración de los injertos supone un importante ahorro al sistema sanitario, pues el fracaso del trasplante supone un retrasplante o la vuelta a tratamientos de mayor coste global (respecto a la inmunosupresión de mantenimiento), como la diálisis.

La atención farmacéutica dirigida al paciente trasplantado –cuyo inicio se recomienda lo antes posible en el periodo pre-trasplante– será desarrollada por el farmacéutico hospitalario (en colaboración con el equipo multidisciplinar) durante la estancia del paciente en el centro hospitalario y en el momento del alta, y continuada por el farmacéutico comunitario durante el periodo ambulatorio del paciente. Para maximizar el beneficio clínico derivado del tratamiento inmunosupresor, es quizá especialmente crítico que el farmacéutico hospitalario incida sobre la evaluación de la medicación y la educación sanitaria al paciente en el momento del alta, a partir del cual éste estará mucho menos monitorizado.

En este sentido, un estudio transversal, descriptivo y retrospectivo, desarrollado en Hospital Universitario Walter Cantídio, en la ciudad de Fortaleza (Brasil), evaluó el efecto del análisis y los consejos sobre la medicación proporcionados por el farmacéutico clínico a los pacientes de la unidad de trasplante de riñón e hígado en el momento del alta hospitalaria. Se realizaron un total de 74 intervenciones, en las cuales se identificaron 59 problemas relacionados con los medicamentos, la mayoría (el 67,8%) relacionados con un riesgo incrementado (aumentos de casi un 90%) de resultados negativos debido a problemas de salud no tratados. La solicitud de prescripción de nuevos fármacos a los profesionales médicos fue la intervención principal (66,1%). Todas las intervenciones farmacéuticas se clasificaron como apropiadas, y el 86,4% de ellas fue capaz de prevenir resultados negativos asociados a la medicación (Lima, 2016).

Cabe destacar que, a pesar de que España es un país líder en trasplantes a nivel mundial, la figura del farmacéutico hospitalario en el área clínica del trasplante está menos desarrollada que en otros países menos punteros. Así, por ejemplo, EEUU va un paso por delante al haber instaurado recientemente la especialidad de Farmacéutico Hospitalario de Trasplantes, y en Reino Unido, un centro hospitalario que quiera obtener la calificación de hospital que puede realizar trasplantes tiene que contar por ley con un farmacéutico de referencia en esta área.

Por lo que se refiere al farmacéutico comunitario, su labor asistencial a los pacientes trasplantados es también un área con mucho potencial. Se debe recordar que las farmacias comunitarias son los establecimientos sanitarios más accesibles y cercanos al ciudadano, por número, por distribución geográfica y por horarios de apertura: en España hay más de 22.000 oficinas de farmacia en las que trabajan más 50.000 farmacéuticos. Esto hace que el farmacéutico comunitario sea uno de los primeros profesionales sanitarios con los que interactúa un paciente, ofreciendo una oportunidad excelente para que desde la farmacia comunitaria se puedan proporcionar diferentes servicios que den respuesta a las necesidades de las personas en relación a los medicamentos y otros aspectos relacionados con la salud.

En su actividad diaria el farmacéutico trabaja para, entre otros objetivos, garantizar el acceso de los pacientes a medicamentos seguros, eficaces y de calidad, optimizar los resultados de dichos medicamentos, proporcionar información para que los usuarios conozcan para qué es el medicamento dispensado y cómo utilizarlo correctamente; además, puede identificar posibles problemas derivados del uso de la medicación, así como signos tempranos o factores de riesgo para determinadas enfermedades, y promover actividades relacionadas con la prevención de enfermedades y la promoción de la salud. Todo ello, contando con la colaboración fundamental de otros profesionales de la salud.

Es precisamente esa colaboración entre el farmacéutico comunitario y el médico de atención primaria la que, unida a una comunicación fluida y bidireccional entre ambos, resulta imprescindible para poder identificar pacientes sometidos a un trasplante previo que estén bajo sospecha de padecer un rechazo del órgano o de sufrir un problema relacionado con la medicación inmunosupresora, y poder impulsar la ruta asistencial que conduzca a la evaluación por el especialista y a las decisiones terapéuticas pertinentes. La explotación de las herramientas de comunicación de los sistemas de receta electrónica y las actuales tecnologías de la información facilitaría esta interacción entre profesionales de la salud.

En base a lo anterior, se pueden destacar varias líneas de actuación del farmacéutico comunitario en su labor asistencial al paciente trasplantado, todas las cuales son también compartidas, en su ámbito, por el farmacéutico hospitalario:

  1. Información al pacientesobre: a) los medicamentos – incidiendo sobre su objetivo y mecanismo, las peculiaridades de conservación (si las hubiera), el momento óptimo de administración, la posibilidad e importancia de interacciones con otros medicamentos (incluidos los de automedicación), etc.; y b) su pauta de administración – se puede aconsejar la adaptación de la toma coincidiendo con eventos cotidianos o aportar diagramas que ayuden a relacionar la medicación con hábitos de vida.
  2. Promoción de la adherenciaal tratamiento inmunosupresor, que será muy probablemente de por vida. A pesar de que muchos fármacos utilizados para la inducción de la inmunosupresión y tolerancia al trasplante son de administración (y dispensación) exclusiva en hospital, principalmente por vía intravenosa, muchos de los inmunosupresores de mantenimiento y antimicrobianos profilácticos serán de administración por vía oral y dispensables en farmacia comunitaria (aunque puedan ser de diagnóstico hospitalario).

Los expertos coinciden en que la variabilidad de los efectos por fluctuaciones de niveles plasmáticos, unida a la falta de adherencia al tratamiento (que, precisamente, también genera variabilidad de concentraciones y efectos) son las principales razones por las que se pierden los órganos trasplantados (Duncan, 2018).

Por tanto, con los fármacos empleados en la inmunosupresión asociada al trasplante, es especialmente importante ser estrictos en la toma de la dosis adecuada y en las horas de administración. Al tener muchos de ellos un margen terapéutico muy estrecho (ciclosporina, tacrolimus, everolimus, etc.), el paciente puede exponerse a sufrir eventos adversos si no toma la medicación a tiempo o se salta las dosis, o bien ser más propenso a padecer infecciones o tumores de novo si toma el fármaco antes de tiempo o más dosis de la debida. Desde la farmacia, se debe trabajar un modelo co-participativo que persiga que el paciente asuma el compromiso del autocuidado y de un seguimiento farmacoterapéutico adecuado.

En este caso particular, además, suele tratarse de pacientes polimedicados –algunos trabajos apuntan a que la media de medicamentos prescritos al alta hospitalaria suele estar en torno a 9 (Lima, 2016)– por lo que la adherencia gana más peso aún.

Las investigaciones al respecto no hacen sino confirmar la relevancia de la atención farmacéutica sobre la adherencia. Por ejemplo, un estudio prospectivo realizado sobre 74 receptores de trasplante renal evaluó el efecto de una atención farmacéutica intensa, realizada durante un año postrasplante, en la adherencia diaria al tratamiento. De ellos, 39 pacientes del grupo de control recibieron una formación estandarizada sobre medicamentos y trasplantes, mientras que otros 35 recibieron una atención farmacéutica intensificada y un asesoramiento adicional individualizado por farmacéuticos hospitalarios. El uso de un sistema de monitorización de eventos de medicación, de recuento de pastillas, de recuento de períodos sin tratamiento o del cuestionario de Morisky permitió demostrar que la adherencia mejoraba significativamente en este segundo grupo (91%) frente al primero (75%) (p=0,014), incluso desde los primeros 30 o 40 días de intervención (Joost, 2014).

  1. Educación sanitaria y recordatorio de medidas higiénico-dietéticas.Una información sanitaria rigurosa e individualizada, transmitida por vía oral o escrita desde la farmacia comunitaria sobre las peculiaridades del tratamiento al paciente trasplantado se puede traducir en una participación proactiva de éste en su estado de salud. Las redes sociales y los distintos medios de comunicación emergen como una posible estrategia no del todo explorada para alcanzar el objetivo de concienciar a estos pacientes sobre la importancia de mantener una inmunosupresión farmacológica para evitar el rechazo al injerto.

En esta educación sanitaria se debe hacer hincapié en las medidas útiles para prevenir complicaciones derivadas de la inmunosupresión, a fin de minimizar los factores de riesgo que puedan facilitar el desarrollo de infecciones microbianas o la aparición de tumores. Por ejemplo, se aconsejará llevar una vida saludable y físicamente activa (previniendo el sedentarismo y la obesidad), dieta variada y equilibrada, evitar el tabaco u otras sustancias tóxicas (alcohol, drogas…) y la exposición solar excesiva o sin protección, etc.

Por el gran potencial de interacciones farmacocinéticas que presentan mucho de los fármacos mencionados en este informe, y que se detallará más adelante, es especialmente importante recordar al paciente que debe evitar la automedicación, incluso con plantas medicinales u otros medicamentos no sujetos a prescripción médica.

  1. Optimización de la terapia farmacológica. El farmacéutico, a través de la prestación de diferentes servicios profesionales asistenciales contribuirá a maximizar los beneficios de la farmacoterapia postrasplante, pudiendo identificar a través de un adecuado seguimiento farmacoterapéutico posibles problemas relacionados con los medicamentos, tales como interacciones, reacciones adversas, duplicidades, problemas de adherencia, etc. Hay que recordar que el farmacéutico comunitario conoce toda la medicación que utiliza un paciente ambulatorio, no sólo la medicación indicada para el trasplante, sino también medicación para enfermedades concomitantes, medicamentos que no necesitan prescripción, el uso de complementos alimenticios, etc.

En el momento de la dispensación de la medicación inmunosupresora, el farmacéutico comprobará que el paciente cuente con toda la información necesaria para que el uso de la misma sea efectivo y seguro. Para ello, es conveniente averiguar si existe algún criterio que impida la dispensación, por ejemplo, alergia a algún componente del medicamento, una contraindicación absoluta o interacciones con otros medicamentos (o alimentos), una duplicidad o una situación fisiológica especial como puede ser el embarazo o lactancia. Si es la primera vez que esa persona va a utilizar dicho medicamento la labor del farmacéutico será asegurar que la persona sale de la farmacia conociendo para qué es ese medicamento y cuál es su correcto proceso de uso.

Si no fuera la primera vez que esa persona utiliza el medicamento (dispensación de continuación), el farmacéutico evaluará si dicho medicamento está siendo efectivo y seguro, fundamentalmente verificando si ha habido cambios en el tratamiento (dosis, pauta posológica, duración del tratamiento, adición de nuevos medicamentos, etc.) y si el paciente ha experimentado algún problema con el tratamiento que pudiera hacer sospechar de una posible reacción adversa, interacción, contraindicación, etc.

Por tanto, como profesional experto en el medicamento, el farmacéutico puede y debe ser capaz de identificar posibles reacciones adversas que, con relativa frecuencia, derivan del uso de fármacos inmunosupresores. Mediante una actitud vigilante, deberá notificar, en su caso, las reacciones adversas al Sistema Nacional de Farmacovigilancia. Además, la detección precoz desde la oficina de farmacia de los signos y síntomas que acompañan a un posible rechazo al injerto y a las potenciales complicaciones derivadas de la inmunosupresión (infecciones, tumores, osteoporosis, etc.), pueden contribuir a activar la ruta asistencial que asegure el diagnóstico y tratamiento temprano del paciente.

A modo de resumen de lo descrito en secciones previas, la siguiente tabla (Tabla 1) refleja las reacciones adversas y complicaciones asociadas al uso de los fármacos inmunosupresores más comunes.

tabla1_rev1

Por otro lado, en los pacientes trasplantados – normalmente polimedicados – crece en importancia la identificación y prevención de interacciones farmacológicas en que pueden participar los medicamentos inmunosupresores, motivado por su margen terapéutico estrecho y sus comportamientos farmacocinéticos variables (que justifica la necesidad de monitorización de los niveles plasmáticos de muchos de ellos). La compleja condición médica que representa el trasplante hará necesario en muchos casos evitar el uso concomitante de fármacos que puedan interaccionar con los inmunosupresores.

Se definen a continuación una serie de conceptos básicos que el farmacéutico debe conocer para el manejo de posibles interacciones en un paciente trasplantado.

  • Los inhibidores de la calcineurina (IC) pueden sufrir diversas interacciones de tipo farmacocinético y farmacodinámico. Puesto que se metabolizan mayoritariamente por la isoenzima CYP3A4 del citocromo P-450 hepático y son sustratos del transportador glicoproteína-P, fármacos que inhiban o induzcan la actividad de tales proteínas, o incluso que sean sustratos de las mismas,14 afectarán a los niveles y/o biodisponibilidad de ciclosporina y tacrolimus. Mientras que algunos inhibidores potentes y de acción rápida, como el voriconazol, requieren un ajuste preventivo de la dosis del inhibidor de la calcineurina, otros agentes menos potentes, como fluconazol a dosis bajas, pueden administrarse concomitantemente si se monitorizan estrechamente los niveles del IC.

Las interacciones farmacodinámicas pueden suponer un aumento de la nefrotoxicidad cuando se administran concomitantemente con otros fármacos nefrotóxicos como los antibióticos aminoglucósidos (estreptomicina, amikacina, neomicina, etc.), la anfotericina B y los agentes antiinflamatorios no esteroideos (ibuprofeno y relacionados). Los inhibidores de la calcineurina –en especial la ciclosporina– también pueden bloquear el metabolismo de otros agentes, como los inhibidores de la 3-hidroxi-3-metilglutaril coenzima A reductasa (estatinas), lo que aumenta el riesgo de miopatía y rabdomiólisis cuando se usa con ciclosporina.

  • Los inhibidores de m-TOR (sirolimus y everolimus) también se metabolizan por la vía del citocromo P450 hepático (mediante el CYP3A4) y son sustratos de la glicoproteína-P, de manera que tienen un perfil de interacciones farmacológicas similares a tacrolimus y ciclosporina (Tabla 2). Cabe destacar, además, que la ciclosporina inhibe el metabolismo de sirolimus, y que este último también puede asociarse a un mayor riesgo de nefrotoxicidad, debiendo evitarse su uso concomitante con otros fármacos nefrotóxicos.

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  • Los corticosteroides se metabolizan por el sistema microsomal hepático, por lo que algunos de los fármacos indicados en la anterior tabla también pueden modificar los niveles plasmáticos de prednisolona o metilprednisolona, en cuyo caso podría ser necesario un ajuste posológico.
  • Las interacciones más relevantes que afectan al ácido micofenólico (AMF) se relacionan con cambios en la absorción gastrointestinal. Por el riesgo de una menor absorción y menores niveles plasmáticos, los derivados del AMF no se deben administrar junto con antiácidos derivados de aluminio o de magnesio o resinas de intercamvio iónico, como colestiramina. Se suele recomendar evitar su administración por periodos de ≥2 horas antes y de ≥1 hora después de la administración de derivados de AMF.
  • La azatioprina no se metaboliza por el citocromo P-450, pero puede sufrir una interacción importante con alopurinol y derivados, los cuales pueden inhibir la enzima responsable de su metabolismo (xantina oxidasa), con riesgo de incremento de sus niveles plasmáticos y una mielosupresión excesiva. Para evitar tal efecto, se ha descrito la necesidad de reducir las dosis de azatioprina hasta en un 75% o de sustituir este fármaco por derivados de AMF.

No obstante, por la complejidad de estas informaciones y los posibles cambios motivados por la nueva evidencia científica, el farmacéutico puede recurrir a bases de datos especializadas para valorar y comprender más en profundidad el riesgo de interacciones. La base de datos Bot PLUS es una de las mejores opciones para obtener información detallada sobre interacciones farmacológicas.

Bibliografía

 

El efecto neuroactivo de la microbiota intestinal podría asociarse con la calidad de vida mental en depresión

La relación entre el metabolismo microbiano intestinal y la salud mental es uno de los temas más intrigantes y controvertidos en la investigación de la microbiota del tracto digestivo y los microbiomas (conjunto de genes de esos microorganismos).

La comunicación bidireccional microbiota-intestino-cerebro ha sido estudiada principalmente en modelos animales, si bien la investigación en humanos es muy limitada. Los recientes estudios de metagenómica a gran escala podrían facilitar el proceso de traslación de los resultados a humanos, pero su interpretación se ve obstaculizada por la falta de bases de datos de referencia y herramientas informáticas dedicadas al estudio del potencial neuroactivo microbiano.

Un reciente artículo ha examinado una gran cohorte poblacional de microbiomas (un total de 1.054, validados de forma independiente, e incluidos en el Flemish Gut Flora Project) para evaluar cómo las características de los microbiomas se correlacionan con la calidad de vida del individuo hospedador y la depresión.

Los autores emplearon un marco analítico que les permitió identificar una serie de procariotas intestinales con un potencial efecto neuroactivo. Los resultados apuntan a que las bacterias productoras de butirato de los géneros Faecalibacterium y Coprococcus se asocian sistemáticamente con indicadores de mayor calidad de vida. Junto con el género Dialister, las especies del género Coprococcus estaban agotadas o ausentes en pacientes con depresión, incluso después de analizar los resultados teniendo en cuenta como factor de confusión el empleo de antidepresivos. Además, el análisis de metagenomas obtenidos de bacterias fecales identificó una correlación positiva entre la síntesis microbiana de un metabolito de dopamina, el ácido 3,4-dihidroxifenilacético, y una mejor calidad de vida mental, sugiriendo también un papel importante para la producción microbiana de ácido γ-aminobutírico en la depresión.

Así pues, los resultados de este estudio proporcionan evidencia a escala poblacional de los vínculos de los microbiomas con la salud mental, al tiempo que pueden contribuir a una mejor comprensión de la fisiopatología de la depresión y a la identificación de potenciales nuevas dianas terapéuticas.

Robots para el tratamiento del delirio

El trastorno delirante tiene una alta prevalencia en pacientes hospitalizados y es un factor pronóstico negativo para una estancia hospitalaria más prolongada, mayor mortalidad y resultados cognitivos a largo plazo. Se caracteriza fundamentalmente por una reducción de la capacidad de concentración, trastornos del sueño, trastornos emocionales y agitación psicomotriz. En el manejo clínico del delirio se recomiendan medidas no farmacológicas que reduzcan su duración o severidad, si bien las opciones son limitadas más allá de la movilización física temprana, la reorientación o el intento de recuperar patrones normales del sueño.

Ante las recientes evidencias de los posibles beneficios aportados por el empleo de mascotas robóticas en la reducción de la agitación en pacientes ancianos con demencia (factor de riesgo importante del trastorno delirante) a nivel ambulatorio, un grupo de investigadores del Albany Medical Center de Nueva York ha llevado a cabo un estudio piloto para evaluar la eficacia de esa intervención en pacientes con trastorno delirante en un entorno hospitalario.

A un total de 20 pacientes con diagnóstico confirmado (edad media 73 años; 50% mujeres; la mayoría tratados previamente con opioides, benzodiacepinas y/o antipsicóticos) e ingresados en la UCI se les entregó un gato robótico Joy for All®, operado por pilas y que podía ronronear, maullar y reaccionar al tacto. Durante tres días, se alentó al propio paciente, a su familiar o cuidador, y a la enfermera a cargo a hacer uso del gato con el paciente, tras lo cual se les pidió a todos –si era posible por el estado del paciente o disponibilidad de familiares–, incluyendo a médicos, que completaran una encuesta de evaluación de 5 preguntas en una escala Likert de 5 puntos (1=muy en desacuerdo, 5=muy de acuerdo).

Se recopilaron un total de 400 encuestas, 23 procedentes de pacientes o familiares y 70 del personal de apoyo de la UCI. El 65% de pacientes/familiares aseguraron en que el gato tenía un efecto relajante en los pacientes, más del 70% no consideraban que el gato interfiriera con la calidad de la atención sanitaria, y una gran mayoría coincidía en que el gato podría aportar una potencial mejora futura en los pacientes. En general, los comentarios sobre la intervención fueron positivos, siendo la sugerencia más común (20%) el ofrecimiento de un perro robótico.

Así pues, los resultados de este estudio piloto apuntan a que el empleo de mascotas robóticas es una intervención conductual no farmacológica simple, segura, barata y no invasiva para pacientes con trastorno delirante ingresados en UCI, bien recibida por los pacientes y considerada de utilidad por las enfermeras cuidadoras. No obstante, las limitaciones del estudio (tamaño muestral, ausencia de brazo control, etc.) impiden sacar conclusiones definitivas sobre su utilidad y se requieren estudios más amplios para confirmarlo.

El uso de mascotas robóticas (e intervenciones similares) podría reducir la necesidad de medicamentos psicotrópicos al tiempo que mejora la calidad de vida del paciente y la familia. En un futuro, quizá se podría ampliar esta posibilidad a otras patologías con afectación neuro-cognitiva.

La vacunación frecuente y temprana contra la gripe reduce el riesgo de muerte en pacientes con insuficiencia cardíaca

Como es bien sabido, la gripe –enfermedad de etiología viral que afecta al tracto respiratorio superior– genera brotes epidémicos estacionales y puede ser especialmente grave, e incluso potencialmente mortal, en pacientes con determinados factores de riesgo, como es el caso de la insuficiencia cardíaca. Hasta ahora, la evidencia disponible sobre la relación entre la vacunación contra la gripe y el riesgo cardiovascular en estos pacientes era limitada.

Para aportar luz sobre el tema, un estudio de cohorte realizado entre 2003 y 2015 en Dinamarca a nivel nacional evaluó si la vacunación se asociaba con una mayor supervivencia a largo plazo en todos los pacientes mayores de 18 años diagnosticados de insuficiencia cardíaca (un total de 134.048). Se realizó el seguimiento sobre el 99,8% de los pacientes durante una mediana de tiempo de 3,7 años, identificando una cobertura variable (de 16 a 54%) de vacunación en la cohorte.

En el análisis de los datos no ajustado a factores de confusión, la administración de más de una dosis de vacuna durante el período de seguimiento se asoció con un mayor riesgo de muerte. Sin embargo, después del ajuste por fecha de inclusión en el estudio, comorbilidades, tratamientos concomitantes, y nivel económico y educativo, se demostró que la administración de más de una vacunación anual en ese periodo suponía una reducción del 18% en el riesgo de muerte por todas las causas (HR: 0,82; IC95% 0,81 a 0,84; p<0,001) y, específicamente, por causas cardiovasculares (HR: 0,82; IC95% 0,81 a 0,84; p<0,001)

De forma interesante, la vacunación anual, la vacunación antes o al principio de la temporada de gripe (de septiembre a octubre) y la acumulación de vacunaciones se asocian, en comparación con una vacunación intermitente y tardía, con mayores reducciones en el riesgo de muerte por eventos cardiovasculares en pacientes con insuficiencia cardíaca.