Ancestral. Inmortal. Arrastra rumores desde épocas inmemoriales: el canto de las aves; aleteo de insectos. Peces saltarines nadan entre sus orillas arboladas. Sus aguas guardan secretos inconfesables: cuchicheos de maleantes; confesiones de amantes; traiciones de gobernantes. Ecos del pasado. Voces apagadas que traman en la oscuridad. Así se forjó el espíritu del padre Tíber, un río convulso y bullicioso como la eterna ciudad que baña.
En tiempos remotos, una deidad con poder sobre la salud y la enfermedad, hijo de Apolo y una mortal, consiguió tal fama debido a sus conocimientos médicos, que su culto se extendió por toda Grecia: Asclepio. Citado por Homero en la Ilíada, tuvo dos hijos médicos y cinco hijas: Aceso, Yaso, Egle, Panacea «la que todo lo cura» e Hygea, la Salud. Más de 200 templos se erigieron en su honor. En la isla griega de Cos, se construyó una magnífica edificación con terrazas conectadas por escalinatas de mármol y habitaciones donde se realizaban las curas terapéuticas. Aquí fundó Hipócrates su escuela de medicina. En Atenas el santuario se encontraba dentro del recinto de la Acrópolis. En la tierra natal de Galeno, Pérgamo, el templo se encontraba rodeado de manantiales. En Epidauro, considerado el lugar de nacimiento de Asclepio, el espacio sagrado se asentaba en un valle rodeado de montañas. Cuando el culto al dios de la medicina llegó a Roma, su nombre se transformó y fue conocido como Esculapio. Cuenta la leyenda que una plaga azotó a Roma. Los vaticinios determinaron que había que construir un templo en honor a dicho dios. Decidieron hacerlo en una isla muy especial, que según la tradición se había formado con el grano del cereal vertido al río durante años: la isla Tibertina. Ovidio en su Metamorfosis nos cuenta la llegada de Esculapio a la isla transmutado en forma de serpiente enroscada en su bastón. Una isla en forma de barco con un templo donde por el ritual de «incubación», los peregrinos y enfermos se curaban cuando el dios sanador los visitaba, mientras dormían.
Posteriormente estos templos se fueron transformando en centros sanitarios, donde además de ser lugares con aires puros, existían fuentes de aguas minerales. Sobre las ruinas del Asclepeion romano se edificó la Iglesia de San Bartolomé y a su lado, el Hospital (Ospedalle) de San Juan de Dios.
En la isla griega de Cos, se construyó una magnífica edificación con terrazas conectadas por escalinatas de mármol y habitaciones donde se realizaban las curas terapéuticas.»
Tras las ventanas del «Ospedalle», se divisan las gaviotas que sobrevuelan las verdes aguas para dirigirse hacia el barrio más alegre y bohemio de la ciudad. Trastévere (tras el río Tévere); Allí, entre iglesias, plazuelas y calles adoquinadas, sus edificios, siempre a falta de una mano de pintura, pero bellamente vestidos de flores y enredaderas, se encuentra una farmacia antiquísima: Santa María de la Scala.
Cuenta la leyenda que en 1592, un gran número de peregrinos empezaron a visitar un icono de la Virgen que había en una escalera exterior de una casita de este barrio, considerada como milagrosa por haber curado a un bebé, gracias a los rezos de su madre. Por este motivo, el papa Clemente VIII decidió construir una iglesia para albergarlo. Fue encargada a los carmelitas y acabada en 1610. Formando parte del convento del mismo nombre y a partir de 1640 se abrió al público una spezieria (farmacia) única y singular.
Sita en un primer piso, una ornamentada puerta recibe al visitante que inmediatamente se traslada a otros tiempos. Sobre el mostrador una pintura de Santa Teresa, en los muebles, inscripciones religiosas: «De la tierra el Altísimo creó las medicinas: el hombre prudente no las despreciará». Galeno, Avicena, Hipócrates se asoman desde los armarios que guardan las hierbas medicinales. De especial interés es el «Tratado Delli simplici», herbario atribuido a Fray Basilio, farmacéutico del XVIII. Esta farmacia barroca nos proporciona una valiosa información sobre la ciencia farmacéutica, gracias a que la orden de los carmelitas descalzos durante los siglos XVII y XVIII, mantuvieron relaciones comerciales con las indias orientales y occidentales. Confluyendo preparados procedentes del mundo mediterráneo antiguo, árabe, Egipto y próximo oriente con aquellos provenientes de las Américas, la India o Ceylán. Famosos fueron la Theríaca, o las aguas de Toronjil para la histeria, la de la Scala, antineurálgica, o la anti-pestilencial. La trastienda es un espectacular laboratorio que contiene los utensilios y materiales para la preparación de los fármacos.
El aroma de las especias y drogas guardadas en cajas de madera de sándalo, que portan sus nombres con letras góticas se mezclaban con la fragancia de las flores e hierbas que descendían del «orto botánico», frondoso y rico que tapizan las laderas de la colina del Janículo, bajo el cual se asienta el Trastévere. En este antiguo barrio se ubica el Monasterio de Santa Cecilia, patrona de la música. Las monjas benedictinas que lo habitan han cumplido durante siglos una importante labor en la dispensación y elaboración de remedios que ellas mismas preparaban con las plantas medicinales que cultivaban en su jardín. Monjas apotecarias que debían conocer las aplicaciones prácticas amén de los tratados teóricos. Así en 1527 el cardenal Sfondrati instaló una botica en el interior del convento para atender a los colectivos más vulnerables. La Spezieria di Santa Cecilia se dotó de libros, destiladores, morteros, balanzas, armarios, mesas y recipientes de todo tipo para almacenar los medicamentos: de mayólica, cristal o terracota. Esta impresionante colección, que ha llegado intacta hasta hoy día, ofrece particularidades curiosas como la presencia de las iniciales de los nombres de las monjas en muchos de los útiles. En 1936 fue transferida a la Biblioteca Vaticana y en 1999, bajo el papado de San Juan Pablo II, pasó a los Museos Vaticanos. Ahora es posible visitarla junto a la Capilla Sixtina, en una sala que según dicen, entre los siglos XVI y XVII existía una farmacia para satisfacer las necesidades sanitarias de los cardenales durante los cónclaves.
Las monjas benedictinas que lo habitan han cumplido durante siglos una importante labor en la dispensación y elaboración de remedios que ellas mismas preparaban con las plantas medicinales que cultivaban en su jardín.»
Bajo el sol de la Roma papal y barroca, existieron unas ochenta boticas parecidas a las nombradas anteriormente, herederas de las ancestrales «medicatrinas» que se establecieron bajo el cielo de la Roma de los Césares. Eran casas que constaban con salas de consulta; de enfermos; y de preparación y dispensación de medicamentos, donde los médico-farmacéuticos (aún no existía diferencia) ejercían su profesión.
Si bien los saberes médicos provenían de Grecia, es en Roma donde se empiezan a utilizar los medicamentos como tratamiento de la enfermedad. Así que alejémonos un poco del río y viajemos en el tiempo hasta el Foro de la Roma Imperial. Allí donde se desarrollaba toda la vida política, religiosa, cultural y mercantil de la urbe, podríamos ver a Galeno encaminándose hacia las estancias donde se guardaban las hierbas medicinales y las ricas especias de los emperadores y en las que él mismo preparaba los medicamentos. Galeno fue el médico de los emperadores Marco Aurelio, Cómodo y Septimio Severo. En sus textos habla de un lugar en el que compraba los productos, y además constaba de una biblioteca y salas donde impartía sus conferencias. Ahora, y de forma casual en unas excavaciones arqueológicas bajo la basílica de Majencio, se ha encontrado un edificio de planta rectangular, con un patio porticado y varias estancias que bien pudieran haber servido como laboratorios. Esta construcción se ha identificado como los Horrea piperataria, lugar adonde acudían muchos médicos de Roma para obtener los ingredientes necesarios para sus pócimas. Hay constancia de la presencia del médico griego Arcagato, por tanto es bastante posible que Galeno también los utilizara.
Aura, la brisa del amanecer levantó la bruma que oculta un puente lleno de misterio. Puente que fue de madera y después, de piedra en el siglo II a.C. El antiguo y romántico puente Roto. Uno de los muchos que cruzan el río. Tiberino, el dios del río que encontró a los gemelos Rómulo y Remo, sale cada mañana desde su morada, allá en los Apeninos, para observar su imperio, mil veces pintado y fotografiado. Al seguir el curso del agua divisa la magnífica cúpula de San Pedro. Se asombra con el imponente Castillo de Sant’Angelo desde el cual, el arcángel San Miguel, victorioso, domina el territorio a ambos lados del río. Vigila de cerca la Isla sagrada, la isla Tibertina, donde se erigió el templo de Esculapio. Recuerda que antiguamente en el mismo lugar, era a él a quien se le brindaban ofrendas. Por eso sigue cuidando su heredad ¡Aunque se siente protagonista del paisaje de otro tiempo!