Nº373
En los humanos, como en el resto de los mamíferos, la diferencia entre los sexos depende sólo de un elemento del genoma: el cromosoma Y (en el macho forma la pareja XY, mientras que en la hembra es simétrica: XX). Sin embargo, un reciente estudio realizado por la Universidad de Lausana y otros centros de investigación de Suiza, ha demostrado que la historia del cromosoma Y es relativamente reciente, pudiendo haber aparecido hace “solo” 180 millones de años; hasta entonces, los cromosomas X e Y eran idénticos. Un día, por motivos que todavía se desconocen, el cromosoma Y comenzó a distinguirse de su equivalente femenino (X) hasta convertirse progresivamente en lo que es hoy, que en el caso del ser humano no cuenta más que con una veintena de genes, frente a los más de mil que porta el cromosoma X. El estudio suizo demostró que el gen determinante del sexo, llamado SRY (sex-determining region Y), en mamíferos placentarios (como los humanos) y marsupiales se formó en un antepasado común de ambos linajes, hace alrededor de 180 millones de años. Adicionalmente, el gen AMHY, responsable del surgimiento del cromosoma Y en los monotremas (mamíferos ovíparos, como el ornitorrinco), apareció hace unos 175 millones de años. Según los autores del estudio, ambos genes tendrían un papel determinante en el desarrollo testicular. El motivo de la aparición del cromosoma Y no está claro, aunque se han adelantado algunas hipótesis relacionadas con la influencia de otros cromosomas y del entorno ambiental. En este último sentido, cabe recordar que el sexo de los cocodrilos (aunque cabe recordar que son reptiles, no mamíferos) viene determinado por la temperatura de incubación de los huevos, y que los órganos productores de las células implicadas en la reproducción sexual en la mayoría de los mamíferos (incluyendo al ser humano) están situados en zonas térmicamente diferentes en función del sexo: en el interior del abdomen (en la zona más cálida) en las hembras, y en la bolsa escrotal (externa al abdomen, menos aislada térmicamente y, por tanto, menos cálida) en los machos.
La determinación sistemática de los niveles de PSA (antígeno prostático específico) continua siendo, al menos en varones con edades comprendidas entre los 55 y los 69 años. Para unos, la realización de un cribado anual entre todos los varones comprendidos entre dichas edades resulta improcedente, salvo que existan otros elementos sugerentes de potencial riesgo de cáncer de próstata. Otros, en cambio, consideran que dicho cribado puede permitir la detección precoz de cuadros cancerosos o, incluso, facilitar el diagnóstico de otras patologías prostáticas, como el adenoma benigno. Dos importantes estudios clínicos aleatorizados recientes (2010-13) han examinado el efecto de la detección del PSA frente a la ausencia de cribado en la mortalidad específica por cáncer de próstata. Se trata del Prostate, Lung, Colorectal and Ovarian (PLCO) screening trial y el European Randomized Study of Screening for Prostate Cancer (ERSPC). El primero de ellos demostró un aumento de la incidencia de cáncer en el grupo de cribado (riesgo relativo, RR= 1,12, IC95% 1,7 a 1,17), pero sin beneficio en la mortalidad específica del cáncer de la prueba de PSA después de un seguimiento de 13 años (RR= 1,09; IC95% 0,87 a 1,36). Por su parte, el ERSPC demostró un aumento de la incidencia de cáncer con la selección (RR= 1,63; IC95% 1,57 a 1,69) y una mejora en el riesgo de muerte por cáncer prostático después de 11 años (RR= 0,79, IC95% 0,68 a 0,91). Asimismo, el ERSPC documentó que por cada muerte por cáncer de próstata prevenida (en 11 años de seguimiento) era necesario que 37 hombres adicionales recibieran un diagnóstico mediante el cribado entre los 55 y 69 años, contando además con los daños asociados a la detección (falsos positivos y complicaciones de la biopsia y el tratamiento correspondiente). En definitiva, la recomendación general es que solo los hombres de esa edad que expresan una preferencia definida para el cribado deberían hacer la prueba de PSA. Otras estrategias para mitigar los daños potenciales de la detección inadecuada incluyen considerar el cribado bienal, un umbral de PSA más altos para determinar la realización de biopsia y el tratamiento conservador para los hombres que recibieron un nuevo diagnóstico de cáncer de próstata.
Incluso pequeños aumentos del índice de masa corporal (IMC) de la madre se asocian con un aumento del riesgo de abortos espontáneos y de muerte fetal, neonatal, perinatal e infantil. Ésta parece ser la principal conclusión de una amplia revisión sistemática y meta-análisis de 38 estudios que incluyeron más de 10.147 muertes fetales, 16.274 abortos espontáneos, 4.311 muertes perinatales, 11.294 muertes neonatales y 4.983 muertes infantiles. En este sentido, el riesgo relativo asociado a un incremento de 5 unidades en el IMC fue del 21% para muertes fetales (RR= 1,21; IC95% 1,09 a 1,35; n= 7 estudios), del 24% para abortos espontáneos (RR= 1,24; IC95% 1,18 a 1,30; n= 18 estudios), del 16% para muertes perinatales (RR= 1,16; IC95% 1,00 a 1,35; n= 11 estudios), del 15% para muertes neonatales (RR= 1,15; IC95% 1,07 a 1,23; n= 12 estudios) y del 18% para muertes fetales (RR= 1,18; IC95% 1,09 a 1,28; n= 4 estudios). Para las mujeres con un IMC de 20 (estándar de referencia para todos los resultados), 25 y 30, los riesgos absolutos por cada 10.000 embarazos de muerte fetal fueron de 76, 82 (IC95% 76 a 88), y 102 (IC95% 93 a 112); de abortos espontáneos 40, 48 (IC95% 46 a 51) y 59 (IC95% 55 a 63); para la muerte perinatal, 66, 73 (IC95% 67 a 81) y 86 (IC95% 76 a 98); para la muerte neonatal, 20, 21 (IC95% 19 a 23) y 24 (IC95% 22 a 27); y de la mortalidad infantil, 33, 37 (IC95% 34 a 39) y 43 (IC95% 40 a 47), respectivamente.